Capítulo 16

Lady Lucille tuvo razón en su recomendación. Cuando Anne salió al jardín, su paso apresurado le permitió divisar a Edward a poca distancia, detrás de la puerta del invernadero que recién había cerrado. Él no se había volteado, pero cuando lo hizo se encontró a Anne, que lo observaba a través del cristal. La joven ya había recorrido los escasos pasos que los separaban y se había quedado frente a él, únicamente con la barrera de vidrio entre los dos. Edward no ocultó su sorpresa, ni tampoco la satisfacción que experimentó al verla; abrió la puerta y Anne entró en el invernadero, que ya se había vuelto sitio de encuentro para los dos.

—Anne —le dijo cuando la tuvo frente a él—, ¡me alegro tanto de verte!

Ella estaba levemente agitada por el esfuerzo de caminar aprisa.

—A mí también me alegra verle, lord Hay. Mi abuela me comentó que había pasado a saludarme y que quizás, si no me demoraba, estaría a tiempo aún de alcanzarle.

Él asintió.

—Te agradezco que hayas venido hasta aquí. —Luego la miró a los ojos—. ¿Cómo estás realmente?

La familiaridad y el tono en su voz la hizo estremecer.

—Estoy bien —aseguró—. Serena, que es el mejor estado de ánimo que puede tenerse según las circunstancias. Confío en que mañana esté mucho más animada.

Edward le ofreció el brazo y caminaron por uno de los senderos principales en silencio. Ni siquiera las aves importunaron con sus bulliciosos chillidos. Ambos avanzaron despacio hasta un banco de mármol que ya conocían, cerca de un rosal de flores amarillas que a Anne le gustaba.

—Prudence ha venido a hacerle una visita a tía Beth, he estado con ellas —comentó la joven, una vez que se sentaron.

—Lo sé, lady Lucille me lo comentó mientras charlábamos en el salón .—Aquel había sido el motivo por el cual no había demorado su visita ni insistido en ver a Anne; la agudeza de Prudence, a quien había estado evitando toda la mañana, no tardaría en manifestarse al verlo en la Casa Sur—. Prudence está muy feliz con la fiesta, imagino haya ido a contárselo a Elizabeth. Por cierto, ¿cómo está ella?

Anne respondió que, por fortuna, su tía Beth se encontraba muy bien y agradeció su preocupación. Por otra parte, no quería perder la oportunidad de mencionar algo que le había escuchado decir a Prudence, antes que Edward cambiase el rumbo de la conversación.

—Prudence ha dicho que usted y el señor van Lehmann han pasado la mañana en el despacho, aislados de todos en la casa y que han salido en la tarde.

Edward asintió.

—Anne, no hubiese querido importunarte contándote lo que mi cuñado y yo hemos esclarecido. Desde el comienzo desconfiamos de Havicksz, imaginando que hubiese estado involucrado en los sórdidos planes de… —se interrumpió de golpe al ver la expresión de Anne—. En fin, después de escuchar a tu doncella, que confirmaba en parte nuestras suposiciones, Johannes ha tenido a bien presionar a Havicksz hasta que confesó su implicación, con lo cual ha procedido a despedirlo por su conducta y su falta de lealtad.

Anne suspiró.

—Nunca hubiese sospechado del señor Havicksz.

—Johannes tampoco, le fue difícil aceptar la verdad: que un hombre de su confianza fuese capaz de traicionarlo, de ser desleal a sus invitados. Al menos ha mostrado un poco de entereza al confesar lo que ha hecho, tal vez porque no estaba consciente del alcance que pudo haber tenido su colaboración con el duque y se mostró arrepentido. Sea como fuese, Havicksz ha obrado mal y su conducta lo hizo perder un buen puesto. Johannes dará a Prudence cualquier excusa para justificar el despido, pues hemos convenido que, bajo ningún concepto, conozca lo que sucedió ayer.

A Anne le apenaba que lo hecho por el duque tuviera todavía consecuencias para la familia van Lehmann y supusiera un secreto entre el matrimonio.

—¿La salida de la tarde con el señor van Lehmann está relacionada con este mismo asunto? —preguntó mientras clavaba la mirada en la tierra.

—Sí —reconoció él—. Hemos ido a la casa del duque, Anne.

Ella levantó el rostro horrorizada.

—¡No! —exclamó—. ¡Lord Hay, ese hombre es muy peligroso!

—No te asustes, por favor —le pidió él mientras colocaba su mano encima de la de ella, y el gesto la calmó—, el duque no estaba en su casa, no ha sucedido nada que pueda alarmarte. Johannes y yo hemos creído que era nuestro deber confrontarlo y pedirle explicaciones. Un comportamiento como el suyo debe ser reprendido y más cuando ha ofendido a una dama. De cualquier forma, el duque no estaba en su residencia o quizás no quiso recibirnos.

—Lord Hay le imploro nuevamente que no haga nada más —le rogó—. No me perdonaría que pudiese sucederle algo por mi causa. Nada de lo que haga escarmentará a un ser tan deplorable como el duque. Es demasiado mezquino para sentir remordimientos por sus actos y a la vez es demasiado poderoso para sentirse en verdad amenazado.

—Anne, cuando recuerdo lo que fue capaz de hacer o lo que intentó hacerte, me hierve la sangre. Me recrimino a mí mismo por no haber hecho más anoche y haberle dado la oportunidad de huir.

—Hizo cuanto pudo —le dijo ella agradecida—, le dio su merecido y con eso fue suficiente para mí. Su Excelencia es inmune a la justicia, y la violencia no conduce a ningún buen camino, lord Hay. Usted es un hombre demasiado bueno para rebajarse por alguien como él.

Edward sonrió sin darse cuenta.

—Me alegra que me veas con tan buenos ojos, Anne. —Se le quedó mirando, absorto.

—No podría ser de otra forma —le confesó ella—. Yo también debería disculparme con usted por haberlo juzgado tan mal cuando nos conocimos, aunque fuese incapaz de decírselo. Reconozco que no me simpatizaba y que su antipatía por mí hacía crecer la mía por usted. En estas últimas semanas he comprendido cuán equivocada estaba en ese inicio y cuán feliz me siento de conocerlo verdaderamente. Ahora me alegra que esos no sean ya los sentimientos que nos unen.

Edward se quedó sorprendido de que hubiese hablado en esos términos, la propia Anne se había quedado azorada del significado que podría atribuirle a sus palabras y se ruborizó en el acto.

—¿Y cuáles son esos sentimientos que nos unen ahora, Anne? —La pregunta fue hecha con sutileza y con un aparente sosiego que no se correspondían en lo más mínimo con el corazón agitado de Edward.

Anne lo miró en silencio por unos segundos, sin saber qué responder. La mano del caballero seguía sobre la suya y él la miraba de una forma especial. Fue en ese momento cuando reparó en la juventud de Edward, pese a los casi diez años que los separaban; fue en ese instante en el que pudo apreciar su cabello castaño, sus ojos oceánicos y el atractivo de un rostro que antes le había parecido huraño. Se recriminó a sí misma por admirarlo de aquella manera.

—Me hace una pregunta difícil —admitió.

—Si me hicieras esa pregunta a mí, le respuesta sería muy sencilla, Anne.

Ella no se sintió con el valor de pedirle que la respondiera, no estaba preparada para escuchar lo que Edward tenía que decirle.

—Supongo que nos une un afecto sincero que ha crecido con el paso del tiempo —le dijo al fin—. Puedo asegurarle también que lo admiro y lo respeto mucho, lord Hay.

—Llámame Edward —le solicitó en un suspiro—. Gracias, Anne. La admiración y el respeto que siento por ti son inconmensurables. —Liberó su mano y se levantó del banco.

No esperaba que ella lo amara tan pronto ni con la misma intensidad con que él lo hacía, mas la conversación había resultado alentadora: por una parte, había nacido de ella iniciarla y por la otra, porque los sentimientos que decía sentir por él quizás se convirtieran en un futuro en algo mayor. Anne también se levantó y se despidieron. Él debía recorrer todo el invernadero hacia la Casa Norte, ejercicio que le vendría muy bien para meditar sobre lo acontecido y las emociones que le habían asaltado unos instantes atrás. Anne ya se marchaba cuando la detuvo, incapaz de irse sin tener una respuesta importante.

—Anne, ¿podría preguntarte algo?

Ella asintió. Estaba frente a él, un poco turbada, pero muy hermosa por el color que había vuelto a su rostro.

—¿Por qué te ha parecido difícil mi pregunta?

Esta vez fue ella quien suspiró y lo miró a los ojos.

—¿Por qué le ha parecido sencilla a usted?

—¿Realmente quieres saberlo? —Un desafío brillaba en la profundidad de sus ojos azules.

Anne, arrepentida, negó con la cabeza, pero dio un paso al frente, sabiendo que el camino en el que entraba podía ser peligroso para los dos.

—Desconozco cuál hubiese sido su respuesta a su propia pregunta y no me siento con derecho a hacérsela, aunque imagino que usted tanto cómo yo, ha pensado en cuánto han variado nuestros sentimientos desde que nos conocimos. —Él asintió—. Tal vez le resultó más fácil evaluarlo, yo apenas comienzo a ser consciente del afecto que ha nacido en mí. Para usted quizás fuese más evidente, de ahí que juzgue la respuesta sencilla; en mi caso, reflexiono mucho sobre mis propias emociones, y hasta anoche o quizás hasta hoy en la mañana no había podido vislumbrar el cambio que ha sucedido en mí y que estoy comprendiendo todavía, lord Hay.

—Edward —le recordó él, mientras la miraba en silencio.

—Edward —convino ella.

Estaban tan cerca el uno del otro que hubieran podido tocarse; Edward estuvo tentado de acariciarle el rostro, pero el gesto murió en cuanto comenzó a levantar su mano hacia ella. No se sentía con valor para hacerlo.

—Yo te llevo unas horas de ventaja, Anne. Fue anoche cuando fui consciente de ese cambio del que hablas, pero no debido a la causa que supones, sino cuando te escuché cantar. La revelación fue tan fuerte que no tengo dudas ya de cuáles son mis sentimientos por ti.

Anne se preguntó si podría estarle hablando de amor; en cierta forma se sentía responsable de que la conversación hubiese llegado hasta allí, pero se sorprendió al comprender que, aunque le asustaba escuchar una declaración, no le desagradaba. Si era sincera consigo misma, Edward ejercía un influjo sobre ella que le confundía sobremanera; durante la fiesta no había podido evitar pensar en él, en aquellas palabras enigmáticas que le había dicho en la recámara de la Casa Norte, en la interpretación que podían tener aquellas frases, en su expresión después de haberla visto cantar. Si se sentía mejor, era porque los pensamientos de temor y el recuerdo de lo sucedido se habían aplacado ante la conducta de Edward. Parte de la noche había pensando en él, en su fuerza, en su valentía, en la manera tierna en la que había cuidado de ella. El terror sufrido había dado paso a un sentir más dulce, que tenía su origen en él y que al despertar no se había desvanecido.

—En ese caso, debe ser cauteloso —le advirtió ella—. El arte puede despertar sentimientos de admiración que suelen ser efímeros.

Más de una vez había conocido a caballeros que se habían prendado de ella al escucharla cantar, sin que se tratase de un sentir verdadero y perdurable. Algo parecido había sucedido con Gregory, que después de haberla admirado e incluso intentado seducirla, desistió al cabo de un tiempo.

—No es mi caso, te lo aseguro. Una personalidad como la de mi hermano tal vez, pero jamás la mía. Podría describirte cuál es el cambio que se ha producido en mí, no hay nada que desee más que contártelo, pero tengo miedo de asustarte diciéndote algo demasiado pronto.

Él la miraba con una expresión que no dejaba lugar a dudas; su corazón le decía que siguiera adelante y lo había hecho avanzar a un punto que no permitía retorno. Prácticamente le había confesado su amor y Anne no había huido. ¿Podría ser cierto lo que Prudence y el propio Gregory le habían insinuado? ¿Quizás se interesaba en él? La miraba a los ojos y no encontraba asidero suficiente para continuar o para detenerse. No quería espantarla, pero tampoco pretendía perder el terreno que había ganado aquella tarde sin proponérselo.

—Cuando te conocí sabes muy bien cuál fue mi primer pensamiento —prosiguió él—; te detesté al instante sin conocerte, no solo por mis prejuicios acerca de tu profesión, sino por tu carácter. Me resultabas desafiante, y pocas veces una mujer ha podido sacarme de mi habitual indiferencia. Tú pudiste, desde el comienzo.

—No fue mi intención —le interrumpió ella—, no es mi naturaleza.

—Lo sé; después descubrí tu dulzura, tu calidez, tu buen corazón al perdonarme… Me sentí tan humillado y herido en mi amor propio con lo que hice, que me insté a mí mismo a demostrarles que era capaz de redimirme, de enmendar mi error. Al comienzo no estaba convencido de que estuviera en verdad equivocado: me arrepentía de haber sido indiscreto, me recriminaba por haber puesto a mi cuñado en una posición difícil, me horrorizaba lo que había sucedido y las palabras que habías escuchado de mis labios; me dolía ver la expresión de decepción en el rostro de Georgiana, sin embargo, aún no estaba convencido de estar errado, aún no era capaz de comprender la clase de persona que eras tú.

Anne recordó que ella había pensado algo semejante: que la disculpa de él estaba vacía, no existía al comienzo un arrepentimiento completo.

—¿Qué cambió? —Por primera vez estaba dispuesta a escuchar aquella historia.

—Yo cambié. Me acerqué con la intención de probar que podía ser atento, considerado, aunque no hubiese modificado del todo mi opinión. Si hay algo que detesto es que se me tilde de descortés o poco caballeroso, criterios que debían tener después de mi terrible comportamiento. Y con ese acercamiento fueron desmoronándose cada una de mis pasadas objeciones.

Edward borró todavía más la distancia que lo separaba de Anne; sentía su aliento, advertía la dilatación en sus pupilas y casi adivinaba el desbocado latido de su corazón. Quizás él no fuera el único nervioso, después de todo. Anne no se alejó de él, le sostenía la mirada, con esa dulce mezcla de temor y de anticipación. Edward no podía echarse atrás, había avanzado tanto en su camino hacia ella que no encontraría mejor momento para decirle lo que sentía. Levantó su mano derecha y le acarició el rostro; el gesto que en incontables ocasiones había querido acometer no había muerto sin intentarlo. Sintió como Anne se estremecía con el contacto de su mano, sus labios temblaban queriendo decirle alguna cosa, pero no lo detuvo, no se alejó, se quedó mirándolo de una manera que le enardecía y le alentaba a continuar.

—Anne —le dijo con voz ronca—, no sé si será el mejor momento para decírtelo, desconozco si tu sentir será en algún momento equiparable al mío, ignoro si puedo tener esperanzas respecto a tus sentimientos… Tan solo sé que me resulta doloroso seguir en silencio, seguir mirándote sin confesar lo que siento por ti, enloqueciéndome aún más. Anne, estoy profundamente enamorado de ti. Te amo —repitió—, te amo como jamás pensé que pudiese amar a alguien de nuevo.

Anne se quedó inmóvil, temblaba ante aquellas palabras intensas y la mirada ardiente que tenía delante. Edward no aguardó a que respondiera, no podía seguir esperando algo que era mejor decidirlo de otra forma. Se inclinó despacio sobre ella, buscó su boca y la encontró. Ella permaneció frente a él, vulnerable pero decidida, no huyó, no salió corriendo… Se quedó para recibir sus labios, para recibir el beso que, titubeante al inicio, pero firme después, fue llevándola hasta la plenitud.

Edward fue despacio, su mano continuaba sobre su rostro brindándole una caricia eterna mientras se apoderaba de su boca, sin exigir demasiado, sin presionar, sintiendo… Anne permitió que la besara, no estaba segura del motivo, pero deseaba acabar con la distancia que los separaba; sus palabras la habían dejado atónita, pero cumplieron el cometido de emocionarla y de no poder resistirse a él. Fue así que se sorprendió a sí misma anhelándolo. El contacto resultó tan intenso, que temblaba mientras lo besaba. Incluso cuando el beso fue tornándose más ansioso, más desesperado, se dejó llevar hasta un éxtasis que le era desconocido. La mano de Edward bajó hasta su cintura y sintió su cuerpo caliente contra el suyo, tan fuerte e impresionante, que la sobresaltó.

Aquel contacto tan íntimo la trajo de vuelta a la realidad, se sintió súbitamente aterrada de haber sucumbido a la pasión de Edward, tenía miedo de enfrentarse a él, miedo de no poder corresponder a sus sentimientos. Se alejó unos pasos hacia atrás y bajó la mirada, todavía con la respiración entrecortada y el corazón acelerado.

—Lo siento, yo no sé si… —balbució.

Edward caminó hacia ella, le levantó con dulzura el mentón y lo obligó a mirarlo. Anne quedó sobrecogida por las emociones que podía leer en sus ojos. ¡Cuánto le ardían las mejillas al mirarlo después de aquel beso!

—Estoy muy confundida… —admitió.

—Lo sé —le contestó él con una sonrisa, la primera sonrisa feliz que le había visto—. No me digas nada más —le pidió—, temo que una respuesta imprudente pueda echar por tierra los sueños que han despertado tus labios en mí, hace unos instantes. Nunca imaginé que pudiese confesarte tanto en tan poco tiempo, mas no me siento en condiciones de exigirte nada. Sabes mi sentir, Anne, y ahora me siento más aliviado porque pienso que puedo aspirar a tu cariño.

Ella asintió.

—Hasta mañana, Anne —le dijo él mientras le daba un beso en la frente—. Vendré a verte en la tarde. —Sus ojos brillaban y tenía la alegría contenida de un niño.

—Hasta mañana, Edward —respondió ella con una tímida sonrisa.

Escuchar su nombre en los labios de ella fue como un bálsamo; no tenía deseos de marcharse de su lado, pero tenía que hacerlo. Anne debía pensar un poco en lo que había sucedido y él también. Le sería muy difícil calmarse, pues experimentaba un júbilo tan fuerte que no podía contener las ganas de salir corriendo. Aquel día se sentía capaz de lograr cualquier cosa, pues con un beso había conquistado lo que creyó imposible.

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