Capítulo 14
Al arribar Edward y Anne a la berlina, hallaron a un desconcertado conductor, que no tenía idea de lo que había sucedido; al detener el coche atinó a ver en la oscuridad a un par de figuras que se alejaban corriendo en dirección opuesta a la suya y decidió aguardar; para su sorpresa, otras dos retornaban al cabo de un tiempo hacia el carruaje. Edward no quiso perder más tiempo en interrogar al hombre en presencia de Anne, pero le ordenó que no se marchara sin antes verlo; iba a encargarse de determinar su grado de participación en los hechos, aunque parecía nulo.
Cuando entraron a la Casa Sur, sus moradores estaban durmiendo. Pieter se había quedado en el hogar acompañando a su esposa; la duquesa también debía estar descansando en su alcoba, dada la hora tan avanzada. Sólo el mayordomo, un hombre mayor y de aspecto amable, los estaba esperando. Edward preguntó por la señorita Norris y por la doncella de Anne, pero el gentilhombre le aseguró que ninguna de las dos mujeres había regresado; Edward le solicitó entonces que enviara la berlina de vuelta a recogerlas, haciéndoles saber que la señorita Cavendish ya había llegado a su destino. Estaba consciente de que las dos ayudarían a Anne en las tareas en las que él no podría asistirle. El mayordomo se alejó en el acto para cumplir el encargo y mandaría a un criado para acompañarlas.
Edward escoltó a Anne hasta la biblioteca y se sentó frente a ella; la joven estaba cansada y muy pálida. El ambiente era acogedor, pero no había vuelto a hablar; estaba presa de sus pensamientos, ofuscada aún. Pronto el fuego de la chimenea encendida la hizo entrar en calor, lo que le permitió liberarse del abrigo oscuro de Prudence que se había vuelto a poner.
Cuando Edward la observó con detenimiento a la luz y sin el abrigo, se estremeció. La dulce visión de hada que Anne le había brindado unas horas atrás se había disipado, dando paso a una imagen que no hubiese querido ver nunca.
—¡Oh, Anne! —exclamó parándose de un salto—. ¿Qué te han hecho? —La pregunta era retórica, pero Anne se estremeció al comprender a qué se refería.
El caballero avanzó unos pasos hacia ella y se quedó observando su mejilla enrojecida por la bofetada y las marcas que tenía en el cuello; la joven se miró los brazos, igualmente marcados, y comenzó a sollozar, avergonzada. Él volvió a sentarse a su lado, temeroso de abrazarla ante su fragilidad y tristeza, por lo que optó por tomarla de las manos y mirarla a los ojos.
—¿Cómo puedes pedirme que no haga nada ante tamaño acto de vileza? ¡No puedo permanecer impasible ante esto, Anne!
Ella lo miró angustiada.
—Por favor... —le suplicó una vez más—, ya ha hecho suficiente por mí... Por fortuna me encontró a tiempo, por eso le pido que trate de olvidar lo sucedido. El duque es una persona muy peligrosa, lord Hay, nada bueno puede resultar de un enfrentamiento con alguien como él. Temo mucho que este incidente tenga consecuencias más duras y terribles de las que ha tenido está noche.
—Pero Anne —insistió él, sin dejar de llamarla por su nombre de pila y sin formalidad—, ¡es un infame! Y un acto de esta clase merece ser castigado.
Anne negó con la cabeza, esta vez fue ella quien apretó la mano de Edward:
—Ambos sabemos que su posición y sus contactos lo librarán de la justicia. Cualquier intento de condenar su actitud traerá descrédito para mi persona, para mi familia y represalias de diversa índole para los van Lehmann. ¡No podría soportarlo!
Edward no dijo nada más, se quedó pensativo mirándola, tratando de abstraerse de los moretones de su cuello y de la tristeza de sus ojos. Sabía que ella tenía razón, mas no desistiría de hacerle pagar al duque por lo que le había hecho. ¡Debía encontrar una forma de enfrentar a ese hombre, aunque para ello necesitara de la ayuda de su cuñado!
Le vino a la mente cuando divisó a lo lejos una persona vestida de blanco que le recordó a Anne; corría por el camino hacia la Casa Norte y atrás suyo una figura opaca la perseguía; cuando estuvo más cerca divisó perfectamente cómo el duque la levantaba del suelo con violencia y le propinaba una bofetada. El solo recordar ese momento lo hacía sentir furioso. A su lado estaba Anne, la mujer que amaba, llena de abatimiento y de miedo todavía.
Su expresión de dolor lo trajo de nuevo a la realidad; la parte baja de su vestido estaba manchada de sangre. Ella se levantó un poco la falda y dejó al descubierto media pierna, escoriada; su aspecto le indicó a Edward que debía dolerle bastante.
—Pídale a su doncella que la asista en cuanto llegue —le recomendó él con preocupación—, debe lavar con prontitud esa herida, sin más dilación.
La dama asintió; Edward no se sentía con derecho a auxiliarla, pero sabía que debía hacer más. Se levantó y caminó hacia una mesa de madera pulida que contenía bebida, ubicada al fondo de la biblioteca, y regresó con un vaso de coñac. Sacó de su bolsillo un pañuelo limpio; Anne se quedó expectante mientras lo observaba humedecer la prenda.
—¿Me permite? —preguntó un tanto apenado—. Es para evitar que se infecte.
Anne asintió, mientras volvía a mostrar su pierna derecha, después de haber bajado su media de seda rota. Edward se inclinó sobre ella.
—Va a escocerle un poco —le advirtió. Anne soportó sin protestar el procedimiento que le quemaba; al término del mismo la herida estaba más limpia.
—Lord Hay —le dijo mirándolo a los ojos, mientras él volvía a sentarse a su lado—. No sé cómo agradecerle lo que ha hecho por mí... ¡Usted ha sido mi salvación!
—No tiene que agradecerme. —Sin pensarlo había vuelto a tratarla con formalidad, pero la dulzura seguía siendo la misma—. Lamento mucho las circunstancias de nuestro último encuentro esta noche, pero me consuela saber que está a salvo, ¡ojalá hubiese podido evitarle parte del temor y del sufrimiento que se le ha infringido!
—Lo que he pasado no se compara en lo más mínimo a lo que usted, con su pronta aparición, fue capaz de evitar. —Ella reflexionó un instante—. Lord Hay, —indagó—, ¿por qué no estaba en la fiesta? ¿Qué circunstancia milagrosa lo hizo estar tan cerca?
—La circunstancia milagrosa es usted misma —respondió él con voz queda, y sin ser muy consciente de sus actos, le tomó la mano—. Le confieso que no soy muy aficionado a las fiestas, pero rara vez acostumbro a abandonarlas una vez que estoy en ellas. En esta ocasión, en cambio, decidí alejarme al jardín a meditar. Quedé tan impresionado con su voz, que no podía permanecer rodeado de desconocidos, anhelaba la posibilidad de estar a solas para rememorar lo que sentí al escucharla. Fue pensar en usted lo que me hizo estar cerca y...
Edward se interrumpió, soltó con rapidez la mano de Anne y se levantó de su asiento. La alta figura de lady Lucille estaba en el umbral de la puerta. La vio con bata de dormir y rostro perplejo.
—¡Lord Hay! —exclamó—. ¿Qué está haciendo aquí a estas horas?
Antes que alguno de ellos pudiera responder, la anciana avanzó hasta Anne. Al verla no pudo dejar de asustarse al constatar su estado: el pelo alborotado, la mancha del vestido, las marcas en su rostro y su cuerpo... Edward acudió a tranquilizarla enseguida, mientras la conducía con delicadeza al lado de su nieta y le dejaba ocupar su lugar.
—Anne ha tenido un desdichado percance, Excelencia, pero le aseguro que se encuentra bien.
La joven era presa de una honda emoción. Tenía tantos sentimientos encontrados que el nudo en su garganta no se deshacía con facilidad. Su abuela la tomó de las manos y esperó a que ella le contase lo que había sucedido, sintiendo una punzada en su corazón que le advertía que el desdichado percance, del que hablaba lord Hay, había sido algo muy distinto a un accidente.
Esa noche la dama no podía conciliar el sueño, intranquila ante la presentación de Anne y su presencia en la fiesta; cuando comprobó que le sería imposible dormir, quiso ver si su nieta había regresado a su habitación. Cuál no fue su sorpresa al advertir que la joven no se hallaba allí, así que no dudó en bajar a esperarla, presa de una preocupación más fuerte que otras precedentes.
—Voy a dejarlas a solas —añadió Edward, con lo cual se retiró y cerró la puerta tras de sí.
Un rato más tarde, una indignadísima lady Lucille salía de la biblioteca con Anne; era evidente que la muchacha había estado llorando. Rememorar lo sucedido y contárselo a su abuela fue muy difícil para ella, más aún cuando hacía muy poco tiempo de ello. Anne hubiese preferido ahorrarle tamaño disgusto, pero la providencia había hecho que la anciana la sorprendiera en aquel estado y no pudiese negarle la verdad.
Se encontraron en el pasillo con la doncella y con la señorita Norris, que ya habían llegado desde la Casa Norte en la berlina. Ambas temían que algo terrible hubiese acontecido. Lady Lucille, cortante, hizo pasar a una cabizbaja señorita Norris a la biblioteca, en lo que Anne se alejó con Blanche hacia su recámara; no podía hablar, pero le dirigió a Edward una elocuente mirada que evidenciaba su agradecimiento.
La duquesa avanzó resuelta hacia lord Hay y lo estrechó en sus brazos, una manifestación de afecto que en ella no resultaba ser muy frecuente; para Edward tampoco lo era ser abrazado de aquella manera tan íntima, pero su desconcierto inicial dio paso a un sincero cariño hacia la dama, ante su calidez.
—Lord Hay —dijo la anciana mientras volvía a tomar distancia—, no sé qué decir para agradecerle lo que ha hecho por mi Anne. ¡Estoy tan furiosa con ese hombre! —La cólera era un sentimiento riesgoso a sus años, así que Edward trató de serenarla—. ¡Oh, lord Hay! —exclamó tomándolo del brazo—. Usted es un caballero en toda regla. No tengo palabras para corresponder el bien que ha hecho esta noche, pero le aseguro que nunca olvido una deuda de gratitud.
—Mi querida señora —contestó él un poco turbado—, no existe deuda entre nosotros. Mucho lamento los hechos acontecidos, jamás hubiese imaginado ni querido presenciar tamaña afrenta, y menos a alguien como Anne. Sin embargo, más que una deuda de gratitud, espero que podamos considerarnos en lo adelante, sinceros y leales amigos. Les profeso un profundo afecto, Excelencia, pese al corto tiempo que hace que las conozco.
La dama tenía la suficiente experiencia para controlar las expresiones de sorpresa en conversaciones de esa naturaleza; no era que no estimase a lord Hay... Para ser justos, le había agradado desde el primer momento, incluso en las circunstancias más desfavorables para su persona. Era, en cambio, que las palabras del conde la hacían suponer que un sentir más profundo lo unía a su nieta, aunque no estuviese en condiciones de expresarlo. Alguna vez había pensado que el inicial rechazo de lord Hay por Anne podría tornarse en un sentimiento distinto, de semejante intensidad. Tenía bastantes años para conocer que del desprecio al amor podía existir un trecho bastante corto. Luego estaban las veces en que lo había visto conversar con Anne, incluyendo la última charla cuando los interrumpió en la biblioteca; en todas esas ocasiones presintió que podría unirlos, en el futuro, un lazo indisoluble.
Edward volvió a la fiesta, pero no encontró rastros del duque, quien debió desaparecer antes que la concurrencia se percatara de su rostro golpeado. Nadie parecía estar al tanto de la reyerta que había sucedido. Se acercó a Prudence, que se había sentado por unos minutos en una silla dorada. Sus mejillas estaban enrojecidas después de bailar.
—¿Te has divertido? —le preguntó, incapaz de arruinarle el ánimo.
—¡Oh, sí! —le aseguró ella—. ¡Ha sido magnífico! —Luego se detuvo un poco más seria—. ¿Has hablado con Gregory? Ha decidido de improviso regresar a Inglaterra en el primer vapor de la mañana.
—Sí, he hablado con él —contestó su hermano, sin deseos de ahondar en la cuestión—, y respeto sus motivos. Por cierto, ¿has visto al duque Mecklemburgo-Schwerin? No lo he encontrado en el salón...
—Hace tiempo que le echo en falta —comentó con tristeza—, le he preguntado al señor Havicksz y me aseguró que se había marchado. ¡Le pidió buscar su coche sin haberse si quiera despedido! ¡Pensé que la velada le había sido agradable! Hasta el Gran Duque de Luxemburgo ha permanecido más tiempo que él.
Edward no contestó. Era probable que el señor Havicksz sí hubiese apreciado el estado en el cual se encontraba el duque y prefiriera guardar silencio. Había sido muy inteligente de su parte no alarmar a Prudence con ello.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top