Capítulo 13
Cuando Anne regresó a la fiesta, no se encontró con ninguno de los hermanos Hay. En cambio, un solícito duque se ocupó en el acto de que no tuviese otra compañía que no fuese la suya. El caballero vestía de impecable etiqueta, era joven y, si se quiere, apuesto, pero su carácter pedante y sus halagos excesivos, hacían que Anne lo viese como una presencia fastidiosa de la que quería librarse pronto.
—He temido por un momento —dijo el caballero con una sonrisa espléndida—, que desistiera de su promesa de retornar a la fiesta.
—Hubiese sido muy descortés por mi parte para con los señores van Lehmann —repuso Anne, demostrando tan solo deferencia hacia los anfitriones.
—En cualquier caso —comentó él—, me alegra mucho volver a contar con su compañía. No quisiera parecer desconsiderado si digo que el motivo más importante de mi presencia en esta casa, es usted.
Anne se sintió incómoda en el acto. Pese a que se encontraban en el gran salón rodeados de invitados, no pudo reprimir la sensación de agobio que experimentaba cerca de aquel hombre.
—A los señores van Lehmann no les gustaría que dijese eso, Alteza. Su presencia es de gran importancia para ellos.
El Duque de Mecklemburgo-Schwerin sonrió mientras la miraba con intensidad.
—Por supuesto, señorita Cavendish. Mi participación suele ser bastante codiciada en eventos de esta clase. Por suerte para ambos, los señores van Lehmann no se encuentran a nuestro lado, y han tenido a bien permitirme el placer de disfrutar de su conversación a solas.
—No estamos a solas... —replicó Anne, con cierto enfado que el caballero no percibió.
—Tiene razón. Espero que podamos corregir eso en el futuro —aseguró con otra sonrisa.
Anne no pudo decir nada más, pues la música del vals comenzó a sonar y con un rápido ademán el duque la llevó del brazo al centro del salón. Antes que pudiese darse cuenta, la había tomado de la cintura y comenzaron a danzar con destreza. Ella se sentía algo cansada, pero se dejó guiar por su experto compañero; no obstante, no podía negar que deseaba que la pieza concluyera pronto.
A su lado, en el salón de baile, se hallaban Prudence y Johannes, y a cierta distancia pudo observar a Georgiana con un caballero que no reconoció. Otras parejas anónimas se cruzaban a su paso, pero Anne pensaba tan solo en el momento de abandonar la prisión de los brazos del duque.
Edward se había aislado del grupo de invitados, en busca de tranquilidad. No deseaba tener a nadie cerca, pues sus pensamientos eran lo suficientemente difíciles como para tener que compartirlos con alguien más. Tampoco necesitaba de la intuitiva Prudence para que le insinuara algo que ya había sido capaz de admitir ante sí mismo; mucho menos toparse con Gregory, con quien había cruzado un par de palabras luego de su encuentro en la recámara.
Su pensamiento estaba en Anne, de quien se había deslumbrado. Por su mente desfilaron todos los momentos que habían pasado juntos, cómo comenzó a admirarla, cuánto deseaba su compañía... Fue entonces al escucharla cuando comprendió que la amaba, que empezaba a necesitarla como nunca pensó que volvería a necesitar a una mujer. Su descubrimiento fue tan intenso que temió haberle revelado más de lo que hubiese querido. Sabía que ella no sentía lo mismo, intuía que no era el momento adecuado para hacerle saber la naturaleza de sus sentimientos y, sobre todo, temía que nunca encontrara el valor para hacérselo saber.
¿Cómo podría ella, una criatura tan extraordinaria, enamorarse de él? Quizás no amarlo, pero sí desear compartir su vida con él, un hombre que sabría amarla más que a nada en el mundo. Después pensó en su hermano y en lo difícil que sería competir con él por el afecto de Anne. No se sentiría bien disputándola con alguien tan cercano, pero tampoco estaba seguro de que valiera la pena el sacrificio de apartarse de su camino. No creía que Anne estuviese interesada en Gregory, así como tampoco creía que los sentimientos de él fuesen verdaderos. ¡Tantas veces lo había visto prendado efímeramente de diversas mujeres!
Edward se sentía torpe e indigno de una persona tan perfecta como ella. Quizás por eso no se hallaba con el valor de hacerle frente a su amor y de luchar por Anne. En los últimos días había descubierto que él no le resultaba desagradable, lo había perdonado de corazón, y había confiado en él. Muy a su pesar, no podía reconocer algo más profundo en esos acercamientos positivos, ni podía encontrar la esperanza que necesitaba en ellos.
Se hallaba en un zaguán, desde su puesto divisaba parte del jardín y el camino de grava que conducía a la Casa Sur. Estaba a solas, casi en la penumbra, pero disfrutaba mucho de su soledad. La brisa nocturna y fría, le daba en el rostro, pero no le importaba, se había quedado en silencio con sus pensamientos y no necesitaba de mejor compañía.
Unos pasos a su espalda lo hicieron volverse incómodo ante la presencia que quebraba su refugio; se sorprendió mucho cuando constató que se trataba de Gregory. El muchacho avanzó un poco hasta que se situó al lado de su hermano, recostado al muro de piedra que delimitaba el zaguán.
—Pensé que estarías bailando —le dijo Edward como saludo.
—He preferido imitarte —espetó Gregory irreverente—, y disfrutar del placer de no bailar.
El disgusto se reflejó al instante en el rostro de su hermano mayor. Gregory solía burlarse de él; Edward a veces lo toleraba pues, a pesar de sus diferencias de carácter, les unía un cariño sincero, pero esa noche no estaba dispuesto a admitir ningún comentario que le recordara su inferioridad. Antes de su accidente solía bailar bastante, como acostumbraban los jóvenes de su condición social y lo disfrutaba, como hubiese disfrutado tomar de la cintura a Anne y atraerla hacia él.
—¿Vienes a reírte de mí? —preguntó Edward con desdén—. Podría hacer lo mismo respecto a muchas responsabilidades que eres incapaz de asumir.
Gregory le dio una palmadita en la espalda para calmarlo, consciente de que no había escogido la mejor ocasión para hacer una broma.
—Lo siento —se disculpó—, en realidad vengo por un asunto serio.
El joven se quedó observando el jardín, con la mirada perdida en las sombras que proyectaban los arbustos, aguardando a que su hermano hablara.
—¿Qué sucede? —inquirió Edward preocupado—. ¿En qué líos te has metido?
—En ninguno —repuso Gregory con una sonrisa—, no se trata de eso. Lo triste es que no me he metido en lío alguno, y reconozco que es extraño en mí. Volviendo al asunto del que quería hablarte, imagino que te será difícil comprenderlo, pero he decidido volver a Londres lo antes posible. Ya he compartido tiempo suficiente con Prudence y los niños y necesito regresar a mi vida de antes.
—En efecto, no lo esperaba —contestó extrañado más que disgustado—. Pensé que estabas pasando un tiempo agradable en esta casa. Temo que Prudence pueda reñirte bastante por esta decisión apresurada.
—No será así. Prudence sabrá comprenderme mejor que nadie —agregó con pragmatismo—. Johannes me ha asegurado hace un instante que logrará ponerme en un vapor mañana.
—¿Cuándo lo has decidido? —indagó Edward—. Parece que lo has considerado muy bien.
—Hace unos minutos —admitió con sinceridad—, pero Johannes puede ayudarme a embarcar lo antes posible, como es mi propósito.
—¿Puedo saber por qué? —insistió su hermano—. Sé cuán encantado estás con la señorita Cavendish desde que llegamos a Ámsterdam, no entiendo que tomes una medida tan drástica que pueda apartarte de ella. ¿Acaso te ha rechazado?
Edward optó por hacer las preguntas correctas y no irse con rodeos. Gregory suspiró mientras apartaba la mirada de su hermano y volvía a observar el jardín.
—No, no me ha rechazado —dijo con tranquilidad—. Tampoco he dado motivos para ello —aseguró—. No he rebasado la línea de mis acostumbrados galanteos, pero me temo que, de haberlo hecho, me hubiese rechazado...
Luego, volviéndose hacia Edward y mirándolo a los ojos continuó:
—Ambos sabemos que mi admiración por Anne no deja de ser exclusivamente eso, y un sentir tan poco profundo no es suficiente razón para que me quede a cortejar a una dama como ella, sin intenciones de llegar al altar. Ella ha sabido comprender el tipo de persona que soy, haciendo gala de una perspicacia impresionante, por lo que no ha sucumbido a ninguno de mis encantos. Yo, por otra parte, estoy convencido de que solo le resulto agradable, pero es un sentimiento demasiado puro para que pueda llevar a algo más. Sin duda, Anne merece a alguien mejor que yo.
Edward se quedó pensativo.
—Creo que eres demasiado duro contigo mismo —contestó al fin—. Sobre tus sentimientos, únicamente tú puedes juzgarlos, y encuentro atinado no querer ilusionar a Anne haciéndole creer algo que dista mucho de tus reales intenciones. Por muy perspicaz que haya podido ser respecto a tu persona, el corazón de una mujer puede ser muy frágil.
—El de los hombres también, hermano —apuntó, pensando en Edward más que en sí mismo.
Edward se limitó a asentir, infundado en un recuerdo del pasado.
—Quisiera saber por qué has tomado esta decisión hace unos momentos. ¿Qué ocurrió esta noche que te ha precipitado a obrar de esta manera? Me sigue pareciendo una decisión demasiado apresurada.
Él imaginaba la respuesta de Gregory y le temía. No se sentiría cómodo al escucharlo, pero era el tipo de interrogante que entre hermanos debía formularse con claridad para evitar malos entendidos.
—Te vi con Anne —contestó con sencillez—. Eso fue lo que sucedió.
Edward le dio le espalda, incapaz de admitir su amor por Anne frente a él.
—¡No digas tonterías! Fui tan solo a felicitarla. ¿Acaso insinúas que puedo tener algún tipo de interés en ella? —Quiso que la pregunta pareciera absurda una vez dicha en voz alta, pero el resultado fue el opuesto, por más que quisiese hacerle ver que era descabellado.
—No te pido ninguna confesión, Edward. Sí, fuiste a la habitación a felicitarla, pero sucede algo más entre ustedes, algo de lo cual ninguno de los dos se ha percatado del todo. Hermano, te conozco bien y advertí la expresión de tu rostro cuando nos encontramos en el umbral de la recámara, cuando estabas junto a ella... Jamás me habías visto como un adversario —rio con pesar—, pero nunca hemos estado en realidad en lados opuestos. Para ser honesto, no soy el único que lo piensa, Edward, debo admitir que el primer indicio me lo dio Prudence esta misma mañana. Yo no le di mucho crédito a nuestra hermana hasta hace unos instantes, cuando pude comprobar que tenía razón.
Edward se giró una vez más hacia Gregory, un poco alarmado.
—¿Qué ha dicho Prudence de mí?
—No está segura, por supuesto, como tampoco puedo estarlo yo; pero creemos que estás prendado de ella...Y ese es, hermano mío, el tipo de sentimiento que deseábamos ver en ti desde hace mucho tiempo. No pienso arruinar ese acercamiento para satisfacer mi vanidad. He comprendido ya que todo esfuerzo por mi parte con respecto a Anne es infructuoso.
Edward suspiró.
—¿Qué te hace pensar que yo gozaría de mejor suerte? Soy mucho mayor que ella y para muchas cosas me comporto como un viejo. ¿Crees en verdad que alguien como Anne pudiese tener algún sentimiento de afecto hacia mí?
Gregory le dio unas palmaditas en la espalda.
—Me es difícil entender cómo alguien de tu carácter y de tu fuerza puede tener momentos de debilidad como estos... Aún eres un hombre joven, inteligente, amable, con un futuro brillante entre las manos, eso sin mencionar tu título y fortuna, los que probablemente sean los atributos que menos le interesen a Anne. Por lo que he podido ver en ella, resalta que es una mujer sensible, deslumbrante, a la que no le resultas indiferente. Prudence cree que el afecto ha nacido en ambas partes, pues se ha detenido a observar a Anne y ha notado que conmigo es condescendiente, paciente y tolerante, pero que a tu lado se ruboriza, se inquieta, lo que indica que te ve con otros ojos.
Edward recordó el incidente del pañuelo en los jardines del Rijksmuseaum, supuso que aquella opinión de Prudence se debía en buena medida a esa situación, cuando Anne se ruborizó al quedarse con la prenda. También recordó el encuentro que tuvieron con ella en el invernadero y la expresión de Prudence al verlo con Anne. Aquel día, durante el trayecto a casa, comentó en varias ocasiones lo alegre que estaba porque su relación con ella hubiese mejorado tanto.
—Prudence exagera bastante —contestó en un suspiro—. No tengo indicios que me hagan pensar lo mismo que ella, y alentar cualquier sentimiento sobre la base de las fantasías de nuestra hermana puede ser doloroso para mí.
—En eso tienes razón —concordó Gregory—, es muy pronto para formarse un criterio definitivo sobre este asunto, pero no me gustaría que renunciaras a este sueño. Anne ha descorrido las cortinas de tu alma —dijo recordando el brindis que en su nombre había hecho, unas semanas atrás—, pero la parte más difícil comienza ahora. Deberías considerar invitarla este verano a Hay Park; Georgie apreciará mucho su compañía y puede ser una buena oportunidad para que te conozca mejor.
Edward no respondió, su hermano no estaba al corriente de la invitación que le había hecho a través de la duquesa. No deseaba renunciar a Anne y ansiaba poder tenerla como invitada en su casa, pero la decisión estaba en manos de la propia dama.
—Gracias —expresó Edward—. Nunca pensé que pudiésemos tener conversaciones de esta clase. Te confieso que ha sido difícil y provechosa a la vez. De todas maneras, no creo que esto sea razón para que te embarques mañana mismo, somos personas civilizadas y no ha ocurrido nada entre nosotros.
Gregory se echó a reír cuando Edward mencionó la palabra "civilizadas".
—Sé que lo somos, pero intuyo que no serás ni la mitad de osado con Anne si yo permanezco cerca, aunque haya declarado que no tengo un interés serio por ella. Por otra parte, me siento aburrido, esa es la verdad, y no veo la hora de regresar a casa.
Edward no dijo nada más, se limitó a darle un abrazo y Gregory se marchó de regreso a la fiesta.
Anne se había excusado con el Duque de Mecklemburgo-Schwerin después del vals, se sentía agotada y se retiraría a la Casa Sur. El duque mostró interés por la distribución de la propiedad de los van Lehmann, mientras la acompañaba a beber un poco de ponche. Anne le explicó que se alojaba con su abuela en la Casa Sur, ubicada a cierta distancia de la mansión principal, debiendo tomar una berlina de regreso a la residencia para no caminar a una hora tan tarde de la noche.
El duque, con un desenfado que a Anne alarmó, se ofreció a llevarla en su propio coche, pero la joven declinó su ofrecimiento, asegurándole que la berlina ya le estaba aguardando fuera. El caballero, resignado, se despidió de la joven, asegurándole que volverían a verse muy pronto.
Anne salió acompañada de su doncella Blanche al jardín. A una docena de pasos se encontraba, en efecto, la berlina con el cochero, pero ambas jóvenes se detuvieron a esperar a la señorita Norris. Durante toda la noche, la dama estuvo bastante ausente: la había felicitado después de su interpretación, mas el resto del tiempo lo había invertido en charlar con diferentes invitados y en vanagloriarse de ser muy cercana a la magnífica soprano de la cual la concurrencia demandaba saber tanto. Esta coyuntura permitió que la insignificante compañía de la señorita Norris fuese disputada y de que gozara de bastante popularidad. Varias damas e incluso caballeros, querían conocer los detalles que ella podía ofrecer. Fue así que, a pesar de su voz nasal y de su insulsa personalidad, se convirtió en una de las personas más reconocidas de la fiesta.
La temperatura era fría y Anne llevaba puesto un abrigo de piel oscura que Prudence le había prestado a la hora de salir, para evitar que se refriase. La anfitriona no quería que se fuese, pero estaba tan satisfecha con el éxito que había tenido aquella noche, que no puso muchos reparos y le agradeció a Anne de corazón. Blanche, también un poco cansada, aguardaba en silencio a que el señor Havicksz llegase escoltando a la señorita Norris.
Ambas jóvenes, impacientes, se voltearon para descubrir quién venía caminando por el pasillo, para su sorpresa, no eran ni la señorita Norris ni el señor Havicksz, sino Gregory, más serio que de costumbre; Blanche se apartó de la pareja unos pasos, y se cerró más su desteñido abrigo de paño.
—Anne —dijo el joven—, sé que ya se retira hacia la Casa Sur. Lamento no haber tenido la oportunidad de bailar con usted.
—Espero me perdone —repuso ella—, me encuentro cansada, pero bailaremos en la próxima ocasión.
—Me temo que no en Ámsterdam —comentó con cierto pesar—, pues me marcho mañana para Londres. De cualquier forma, volveremos a encontrarnos en algún momento.
—¿Se marchan? —El tono de extrañeza de Anne era evidente—. Pensé que permanecerían un poco más de tiempo.
—Mis hermanos se quedan —explicó Gregory, percatándose de la sutileza de su plural—, pero yo debo viajar mañana mismo.
—Qué pena —dijo ella con amabilidad—, espero que ningún problema lo fuerce a abandonarnos tan pronto.
—No, ningún problema —respondió él con una sonrisa—, más bien he cumplido ya con el propósito de mi viaje y echo de menos mi vida de Londres. La opinión de Prudence pudo hacerme cambiar de idea, pues no quisiera disgustarla, ¿sabe?, pero mi querida hermana ha optado por no reñirme. Acabo de hablar con ella hace un instante y me ha perdonado.
A Anne no le pasó desapercibido el tono utilizado por Gregory; era como si quisiese decirle de forma explícita que no le interesaba lo suficiente y que tomaba en consideración únicamente la opinión de Prudence para marcharse o permanecer. Aunque las palabras de Gregory le resultaron un poco extrañas, no le incomodaron. En aquel momento pudo constatar que la presencia del joven no influía en lo más mínimo en su estado de ánimo.
—Me alegra que Prudence haya sido comprensiva y que usted no tenga ninguna dificultad en cumplir su deseo de marcharse. Que tenga un buen viaje y espero poder saludarlo a mi regreso a Londres.
—Muchas gracias, así será. Ha sido un placer conocerla y contar con su compañía. Nunca olvidaré estos días.
El caballero le besó la mano y desapareció, dejando espacio al señor Havicksz que regresaba solo.
—Lo siento mucho, señorita Cavendish —se excusó el hombre, tartamudeando—. No he podido hallar a la señorita Norris. Me han dicho que se ha marchado del salón algo indispuesta, pero no he podido encontrarla.
La noticia impacientó más a Anne; no quería marcharse sin la señorita Norris, pero deseaba regresar a la Casa Sur lo antes posible. Imaginaba que su dama de compañía había bebido de más, y que esa fuese la causa real de su indisposición. Blanche se acercó y se ofreció a buscarla, bastante segura de que la encontraría en la habitación que Prudence les había cedido. A Anne le pareció sensato aquel razonamiento y accedió. Estaba tan cansada que se sentía incapaz de dar un paso más. Incluso, si la señorita Norris no se encontraba en condiciones, podría pasar la noche en la Casa Norte.
—Muchas gracias, Blanche. Aguardaré en el coche, tengo mucho frío... Muchas gracias a usted también, señor Havicksz. ¡Buenas noches!
Tanto el mayordomo como su doncella se marcharon por diferentes corredores, en lo que Anne se dirigió al jardín. La temperatura había bajado bastante y si bien la chaqueta la protegía del frío, resultaba temerario arriesgar su salud de aquella manera; se encaminó a la berlina, atravesando el jardín por un sendero de piedra rodeado de arbustos hasta llegar al camino de grava donde se encontraba el vehículo. Saludó al cochero, pero anhelaba el calor y el asiento confortable de su interior, por lo que no dudó en entrar enseguida.
Una vez dentro se relajó y se quedó dormida por unos minutos sin darse cuenta; un ruido en la puerta de la berlina la hizo sobresaltar y percatarse de que el sueño la había vencido. Le tomó un par de instantes comprender donde estaba, casi a la vez que una cabeza rubia se asomaba por la puerta abierta. Anne estaba aturdida, se quedó sin habla, confundida ante lo que sucedía. El hombre sin pensarlo dos veces subió al vehículo de un salto y cerró la puerta.
—¡Su Alteza! —exclamó atónita cuando el caballero se sentó a su lado, con una sonrisa inquietante—. ¿Qué está haciendo aquí?
El Duque de Mecklemburgo-Schwerin había urdido un plan que estaba saliendo de maravillas. Al fin podía estar a solas con la señorita Cavendish y sus ojos brillaban de exaltación.
—Silencio, querida —dijo colocando por un momento su mano sobre la boca de Anne. El contacto la hizo apartarse de él lo más que pudo—. No queremos alarmar a nadie, ¿verdad? Este será nuestro pequeño secreto.
—¿Qué está haciendo aquí? —repitió la joven con voz airada—. ¡Bájese inmediatamente!
—Señorita Cavendish, pienso que está siendo demasiado ruda conmigo, ¿qué reparos puede tener de la compañía de un caballero? Espero que no me prive del placer de estar a su lado.
Anne no contestó, se quedó en silencio mirando al duque, y se sintió impotente. El tono empalagoso de él no la engañaba en lo más mínimo, le aumentaba el miedo y la rabia que, a partes iguales, la iban invadiendo.
—Su Alteza —contestó con todo el aplomo que pudo—, mi dama de compañía y mi doncella están al llegar, por lo que le agradecería que me evite tener que explicarles su presencia en mi berlina a estas horas. No creo que sea conveniente para usted ni mucho menos para mí.
Con un ademán inusitado, el duque dio un golpe en el techo de la berlina y esta comenzó a moverse.
—¿Qué ha hecho? —prorrumpió Anne asustada.
—Me aseguro que nadie pueda interrumpirnos, querida mía. Lamento mucho si consideró en algún momento que podía intimidarme. Todavía no me conoce lo suficiente, Anne, para algunas cosas puedo ser muy persuasivo y si se requiere, persistente. Espero que con usted baste con mi persuasión. ¡Las damas se disputan mucho mis atenciones, Anne! Puede sentirse afortunada de que me haya tomado tantas molestias con usted.
—Me temo, Excelencia, que tiene una idea muy equivocada de mi persona. No deseo sus atenciones y le exijo que se baje cuanto antes. Puede tener repercusiones muy serias para usted esta actitud tan poco considerada que está teniendo conmigo.
El duque rio, nada impresionado con la amenaza de Anne y sintiéndose superior al resto de las personas. Harto estaba de conocer de la inmunidad de la cual disponía, por lo que una simple artista no iba a ponerlo nervioso. Anne se percató de que nada de lo que dijera iba funcionar con aquel hombre, por lo que se incorporó y comenzó a gritar, desesperada, pidiéndole al cochero que se detuviese.
La expresión del duque pasó de la burla a la violencia; la haló del brazo, haciéndola sentar de un golpe. Ella reprimió la expresión de intenso dolor que sintió, y trató de liberarse sin éxito de los brazos que la inmovilizaban. Él le colocó una mano sobre la boca y con su cuerpo encima de la delgada figura, evitó que pudiese moverse.
_¡Eres rebelde! ¡Eres indomable! —dijo entre jadeos, mientras la miraba con una expresión que Anne jamás había visto en un hombre—. ¡Me encantas así! —continuó él riéndose—. Un poco de dificultad siempre pone mi sangre a hervir, pequeña.
Anne estaba aterrada, inmóvil y no podía gritar. La sensación del cuerpo del duque sobre el suyo era horrenda. Él volvía a sentirse eufórico ante el dominio que tenía de la situación, retiró su mano de los labios de ella y la sujetó por ambos brazos. Antes que hubiese tenido tiempo de gritar, el duque la besó con vehemencia; la joven se resistió, volteó el rostro cuanto pudo, cerró los labios, pero ninguno de sus intentos era suficiente para hacerle frente a la fuerza desplegada sobre ella. El duque colocó su mano derecha, esta vez sobre su garganta. No ejercía demasiada presión, pero la tenía amedrentada y en la posición justa para recibir sus besos.
No sabía qué hacer, estaba desesperada. La mano sobre su garganta se volvió más tensa, mientras la otra exploraba su cuerpo, por encima del vestido blanco. Estaba siendo ultrajada, y no sabía cómo evitarlo... El duque le besó el cuello, aquello resultaba tan repulsivo que se sentía enferma, llena de náuseas. Se arriesgó y gritó cuanto pudo. Él, nuevamente irritado, le apretó aún más la garganta y la amenazó, pero Anne no tenía nada que perder. El duque la volvió a besar con violencia para silenciarla, pero la joven se aferró a la única idea que le pareció acertada: le mordió en el labio hasta hacerle sangrar; lo supo al sentir en su propia boca el sabor salado de la sangre de su agresor.
El duque se alejó al instante, maldiciendo, en lo que Anne no perdió ocasión para volver a gritar lo más fuerte que le fue posible e incorporarse en el asiento. Sus esfuerzos fueron recompensados, porque la berlina aminoró la marcha hasta detenerse. El duque gruñó de frustración y se abalanzó sobre ella, sujetándola por las muñecas, pero la joven estaba resuelta a liberarse y lo golpeó en la ingle con su rodilla derecha; él se retorció de dolor y Anne no dudó en abrir la puerta y bajar con rapidez.
No confiaba en el conductor; era bastante mayor y poco podía hacer por ella, así que ni siquiera perdió tiempo en tratar de darle una explicación. Sabía que el duque no demoraría en seguirla, por lo que corrió de regreso a la Casa Norte; habían avanzado unos metros y no a mucha distancia se veía la casa iluminada; Anne estaba agotada, la cola del vestido le impedía avanzar con mayor agilidad, pero no se rindió. A su espalda sintió a su perseguidor; le pisaba los talones, ya repuesto del golpe infringido y con mayor sed de venganza. Anne temía incluso por su vida, pues dudaba que, teniendo en cuenta los acontecimientos recientes, alguien de una reputación intachable como el duque, dejase que ella contara las afrentas de las que era capaz. Ese temor la hizo seguir corriendo con un impulso que desconocía que tuviese.
Transitaba por el camino de grava, casi desfallecida, mientras el duque le daba caza. Se acercó más a la casa, pero no había encontrado ninguna puerta de acceso. Gritó una vez más, por si alguien la escuchaba, aunque no tenía esperanzas de que así fuera; una roca en el camino, no visible en la oscuridad, la hizo precipitarse al suelo, infringiéndole un terrible dolor en la pierna. No obstante, el dolor más terrible era el que sentía en su corazón, al comprender que ya todo estaría perdido.
Las bruscas manos del duque la levantaron, a pesar de que Anne no estaba en condiciones de mantenerse en pie; la joven gritó más y se defendió. Él la sujetó por los brazos, haciéndole daño, como si le quemara la piel con el fuego de sus manos abusivas. La situación se le había ido de control y no sabía qué debía hacer; lo peor era que, un hombre violento como él, debía librarse de su rabia de alguna manera. Anne pidió auxilio una vez más, pero el duque la calló con una fuerte bofetada que la hizo tambalearse y caer al suelo.
—¡Estúpida! —la insultó—. Te juro que si no te callas... —El hombre no terminó su amenaza.
Volvió a levantarla del suelo, y la colocó frente a un árbol, la tenía entre sus manos y Anne optó por permanecer callada. Estaba agotada y la bofetada todavía le ardía en la mejilla de una manera insultante.
—¿Sabes que cuando te rindes te ves más hermosa? —comentó él con una risa entrecortada, fruto de la sensación de triunfo que sentía ante su nueva posición de poder—. Todavía hay tiempo de arreglar las cosas. —Volvió a reír—. No tenemos necesidad de convertirnos en enemigos, pero debes prometer que serás más dócil. Juro que podré olvidar todo lo que me has...
El duque se detuvo al advertir que una figura se acercaba a ellos. Todavía sujetaba a Anne cuando la voz, a unos pasos de ellos, se escuchó implacable.
—¡Suéltela! —exclamó el hombre—.¡Suéltela ahora mismo!
La luz de los salones de la casa era lo suficientemente cercana para iluminar a ambas figuras: a la dama y al duque que le amenazaba.
Anne rompió a llorar cuando se percató de que era la voz la de lord Hay y de que al fin estaba a salvo; el duque la soltó al instante, pero se dirigió a Edward con petulancia.
—Excelencia —dijo crispado—, ¡márchese! Este asunto no le incumbe y no ha sucedido nada que merezca su intervención.
—¡Apártese de ella! —exigió Edward por segunda vez, con una voz tan atronadora que a Anne le costó trabajo reconocer.
—No me obligue a usar la fuerza, —respondió impaciente el duque—, no acostumbro a enfrentarme a caballeros lisiados. —La alusión a la minusvalía de Edward enfureció a este—. La dama y yo tuvimos un pequeño malentendido que ya zanjamos y estamos en camino a nuestro coche, ¿verdad Anne? —La dulzura con la que dijo esta última frase resultó escalofriante.
Ella no podía hablar, lloraba. El duque la tomó del brazo y la obligó a dar unos pasos en dirección al carruaje que se divisaba a lo lejos; la muchacha a duras penas podía caminar por su dolor en la pierna. Edward, con una rapidez que sorprendió al duque, lo separó de ella con sus propias manos.
Antes que el atónito duque pudiese reaccionar, Edward le asestó un puñetazo en el abdomen que lo hizo retorcerse de dolor; su Excelencia intentó atacar a Edward, pero este, con una habilidad impresionante, propinó otro golpe con su puño, en esta ocasión en la mandíbula, que le hizo caer al suelo.
—¡Márchese! —gritó, mientras colocaba su bastón en las costillas del duque, que yacía en el suelo, adolorido—. ¡Márchese de inmediato o le aseguro que tendrá más motivos para arrepentirse de lo que ha hecho!
El duque se levantó, con una rabia contenida, pero consciente de que no estaba en condiciones de empeorar más la situación. Se dirigió despacio hacia la Casa Norte, no sin antes asegurarle a la pareja que se arrepentirían ambos de lo que había sucedido.
La amenaza quedó flotando en el aire, mientras Anne y Edward lo observaban alejarse. La joven había dejado de llorar, pero era incapaz de pronunciar palabra. Cuando Edward se aseguró que el duque no regresaría, se giró hacia ella, que temblaba como una hoja, de miedo y de frío, pues el abrigo se había quedado en la berlina.
—¡Oh, Anne! —exclamó—. ¿Qué ha sucedido? —Tomó sus manos, que estaban heladas con una dulzura que contrastaba en extremo con la postura que debió asumir unos instantes antes—. ¿Estás bien?
La joven lo miró a los ojos, todavía asustada.
—¡Ha sido terrible! —dijo al fin con la voz entrecortada—. Aguardaba a la señorita Norris y a mi doncella en la berlina —comenzó con cierta agitación—, cuando el duque subió a ella; antes que pudiese reaccionar dio la indicación al cochero de partir. En ese momento comprendí el riesgo que corría...
—¿Qué te ha hecho, Anne? —preguntó Edward, lleno de temor.
La joven se ruborizó; no podía contar todo lo que le había hecho el duque.
—Me atacó —contestó llorando otra vez—, se abalanzó... —La joven no continuó la frase—. Grité varias veces hasta que la berlina se detuvo, pude golpearlo y liberarme, y por fortuna, bajarme a tiempo, ¡tenía tanto miedo!
—¡Canalla! —exclamó Edward indignado y la rodeó con su brazo. Anne no huyó del contacto, encontró refugio en él y recostó la cabeza en su hombro, mientras sollozaba. Edward la consoló, como había hecho en el museo, hasta que ella se calmó un poco—. Estás temblando —advirtió.
—Tengo mucho frío...
—Debemos entrar a la casa, Anne, debes descansar. ¿Crees poder andar?
—Quiero ir a la Casa Sur, por favor... —pidió—. No soportaría tener que explicarle a nadie mi estado y la fiesta no ha concluido. Por favor, lord Hay —dijo apartándose de él—, no quisiera que este incidente se supiera. Sería terrible para la familia y temo a las consecuencias de toda índole que puedan derivarse de su divulgación...
—Eso no puedo prometerlo, Anne —respondió él, airado ante el recuerdo del duque y su comportamiento—. ¡Ese hombre merece un escarmiento! Debe asumir la responsabilidad por lo que ha hecho, su actitud no puede quedarse sin castigo.
—¡Oh, no, por favor! —expresó asustada—. Será peor, tiene muchas influencias y perjudicaría a la familia van Lehmann. ¡No puedo imaginar el disgusto que esto causaría en tía Beth, en su estado! ¡Y en mi querida abuela!
Edward entendió sus motivos y la tranquilizó enseguida. Respetaría su decisión de mantenerlo en silencio, las damas nunca sabrían lo sucedido, si dependía de él.
—Muchas gracias —contestó Anne más serena—, creo que estoy en condiciones de caminar hasta la berlina. No está lejos y desde aquí puede divisarse.
—Es muy valiente al aceptar volver a ella. —Edward estaba admirado.
—No, no lo soy —repuso Anne— pero no veo otra alternativa para llegar a la Casa Sur. ¡Estoy tan casada! La pierna me duele mucho y no creo que pueda ir andando hasta allá. Además, usted estará a mi lado. ¡No sabe cuánto le agradezco su apoyo!
Edward se emocionó al escucharla.
—¿Se ha torcido el tobillo? —Le parecía un poco atrevido por su parte comprobar él mismo, levantando el vestido, la causa exacta del dolor de Anne.
—Pienso que no —susurró la joven—, es la pierna. Me caí sobre ella y me escuece un poco.
El dolor se fue haciendo menos intenso; se trataba de una extensa rozadura que se había hecho al caer al suelo y el escozor era resultado de la herida abierta. Edward no dijo nada más, le brindó el brazo y juntos anduvieron despacio y en silencio hasta la berlina.
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