Capítulo 12

El sábado en la noche, Prudence le cedió a Anne una espléndida habitación de la Casa Norte para que se alistara para el concierto. Blanche, su dispuesta doncella, la ayudó a vestir. Había escogido un vestido blanco de muselina con una falda amplia y volantes, que resaltaba su pelo oscuro y la sumergían en una vaporosa nube de seda. Llevaba guantes largos, y una gargantilla de oro blanco, brillantes y esmalte que pertenecía a su abuela y que era una joya muy valiosa y querida para ella. La duquesa no dudó en prestársela a su nieta para la ocasión, algo que era costumbre en algunas presentaciones de Anne. Blanche le recogió el cabello con horquillas y lo adornó con algunas perlas ensartadas. El toque de color en el vestuario de Anne era una camelia roja que llevaba sobre el pecho, que había tomado de la decoración del salón principal.

—Está muy hermosa, señorita —le dijo Blanche con cariño.

Anne le agradeció, pero se sentía muy nerviosa. No enfrentar al público tenía sus ventajas, más para alguien que disfrutaba de su privacidad, por lo que asumir el reto de cantar la sumía en un estado de inseguridad. Tenía mucho temor de no poder vocalizar, faltaba una hora para la presentación y debía hacer sus ejercicios para calentar la voz... Por primera vez en mucho tiempo tenía miedo de hacer el ridículo, no solo por Prudence que, como exigente anfitriona, albergaba muchas esperanzas en el éxito de su fiesta, sino también por lord Hay, a quien quería demostrarle su valía como artista.

Se debatía ante la incertidumbre que su presentación representaba, ¿serviría aquel momento para que lord Hay retomara sus pasados criterios y la repudiara, al constatar por sí mismo la admiración masculina que puede despertar una artista? ¿Sería su voz lo suficientemente buena para hacerle entender la pureza del buen arte? Por otra parte, no debería de importarle tanto su valoración. No obstante, ya fuese por querer conservar su amistad con Prudence o con Georgiana o por querer demostrarle su talento, el criterio de lord Hay le preocupaba sobremanera.

Era cierto que en los últimos días se había mostrado mucho más solícito con ella, y que desde la visita al Rijksmuseaum algo había variado en el comportamiento de él y en el sentimiento que le despertaba a ella, lo cual le resultaba muy turbador. A pesar de ello, su orgullo le instaba a hacerle ver, de la manera más brillante posible, sus cualidades vocales.

Edward había sido sincero, se había disculpado una vez más, le expresó su deseo de parecerle un hombre digno. No había podido olvidar aquellas palabras, y por alguna extraña razón, había guardado su pañuelo en la caja de madera y marfil donde acostumbraba a depositar las cartas de Charles. En un primer momento, había decidido devolvérselo a solas, pero no había tenido la oportunidad de hacerlo y terminó quedándoselo. Le era difícil reconocer ante sí misma que le reconfortaba conservar esa prenda. Luego, la última conversación que habían sostenido en el invernadero, le había hecho sentir cercana a él. Se había mostrado tan próximo en sus sueños y tristezas, que le había impresionado. Sin duda, un puente en medio de ambas decepciones se había tendido entre su corazón y el suyo, y ella supo comprender que era, ante todo, un hombre bueno.

Anne se quedó sentada en una banqueta de terciopelo rojo, frente al espejo que reflejaba su rostro lleno de interrogantes y temores. Blanche había salido un momento a buscarle los zapatos de raso que había olvidado en el vestidor de Prudence, cuando tras un ligero toque en la puerta, se asomó la castaña cabeza de Georgie.

—¡Anne! —exclamó—. ¡Qué vestido tan bonito!

Georgie corrió a fijarse en los profusos volantes, que le daban volumen a su falda y en el bordado de la parte superior del vestido, con adornos de cuentas y perlas, semejantes a las del cabello de Anne.

—¡Estás muy hermosa! —prosiguió.

—Gracias —sonrió la aludida—. Tú también.

Era muy cierto, Georgiana era una joven muy hermosa. Esa noche llevaba un elegante traje verde de pechera de encaje de color marfil, que le asentaba muy bien a su cabellera.

—¿Estás lista?

—La verdad es que no —respondió Anne—. Reconozco que estoy un poco asustada. No recuerdo haberme sentido con tantos nervios, salvo el día de mi debut en el Covent Garden hace casi un año. Supongo que ya había desechado de mi mente la posibilidad de cantar en público.

—¡Tonterías! —repuso Georgie—. ¡Lo harás de maravillas! No quiero preocuparte de más, pero el Duque de Mecklemburgo-Schwerin ha llegado hace un momento y le ha preguntado a Prudence por ti. ¡Mi hermana está muy feliz de que haya venido! Dice que tu presencia lo ha acabado de decidir y que está en deuda contigo por eso.

Anne no contestó. No podía explicarlo, pero aquel caballero la hacía sentir incómoda, y si ella era el motivo principal de su asistencia, tanto interés por su parte más que halagarla podría colocarla en un trance difícil. Durante su breve carrera había conocido a un par de caballeros impertinentes, cuyo buen nombre y modales corteses, no impedían que se mostraran en ocasiones, como personas completamente desagradables. A Charles le exasperaba mucho pensar que ella era el centro de la admiración de desconocidos, y era probable que aquel hubiese sido uno de los motivos de su alejamiento.

De manera involuntaria, Anne hizo un mohín de tristeza al recordar a su prometido, aunque en los últimos días había logrado no sentirse desesperada. Ámsterdam le había brindado la posibilidad de sanar su alma, gracias a la presencia de su querida tía Beth y de los nuevos amigos, sobre todo de Prudence y de Georgie. Y sí, también estaban el algo empalagoso, pero de buen corazón, Gregory y su hermano Edward, a quien había tomado un aprecio inusitado.

—Podemos ir al salón a ensayar un poco —se brindó Georgie—. Puedo tocar el piano y así te preparas para la presentación.

Anne asintió con una sonrisa, un poco más aliviada. Había podido ensayar con los músicos y había quedado bien. Eso debió haberle bastado para tranquilizarse, pero volver al piano con Georgie era reconfortante, justo antes de someterse al escrutinio público. Cuando Blanche regresó con los zapatos, Anne se calzó y desapareció con Georgiana hacia la sala de música.

El salón de la fiesta resplandecía. La orquesta se había colocado en su sitio; la plataforma de madera cubierta de flores, con una alfombra y algunos adornos, exhibían la elegancia prevista. La estancia estaba colmada de invitados que aguardaban con ansias a la sorpresa de la noche, una sorpresa que resultó ser un secreto a voces: la presencia de la conocida y misteriosa señorita Cavendish en Ámsterdam. La noticia había corrido por la ciudad, algo que Prudence hizo a propósito, por lo que se sentía satisfecha por el éxito de la convocatoria, dada la concurrencia. La pequeña presentación de Anne haría las veces de prefacio al baile, por lo que el salón no contaba con muchos asientos, salvo los indispensables en la periferia para algunas damas y caballeros de cierta edad, como era costumbre en un evento de esa naturaleza.

Edward se sentó en un diván lateral, donde tenía una magnífica vista del escenario, sin estar tampoco demasiado cerca de él. Las flores escogidas para engalanarlo llamaron su atención, así como sus tonalidades: blanco y carmín. No podía negar el profundo interés que le despertaba la presentación de Anne.

Los señores Thorpe se sentaron, por su edad, junto a Edward en el diván. Él lo agradeció porque, de los invitados, el matrimonio era el más cercano a él. La señora Thorpe alabó la decoración y habló bastante con Edward, pero él estaba abstraído y respondía lo mínimo que la educación exigía. La señora Thorpe comentaba con orgullo que una de sus sobrinas había fijado la fecha de la boda para comienzos del verano, una época maravillosa para casarse.

—Es probable que el señor Thorpe y yo vayamos por ese motivo unos días a Inglaterra. No quisiera perderme el enlace de mi querida sobrina.

—En tal caso —contestó Edward—, me sentiré honrado de saludarles, no dejen de enviarme una nota cuando estén en la ciudad, insisto en hacerles una visita.

La señora Thorpe sonrió agradecida. Edward, en cambio, lamentaba no sentirse más alegre, pero lo embargaba un estado anímico difícil de comprender, inclusive para él.

Su hermana Prudence revoloteaba por el salón haciendo los honores de la casa; estaba tan hermosa como cuando se casó. Johannes seguía prendado de ella. Aunque era un hombre muy expresivo, las reuniones sociales lo exasperaban, pero acompañaba a su esposa con devoción. Aquella noche, se hallaba en compañía de sus amigos e invitados especiales: el Gran Duque de Luxemburgo y su esposa.

Prudence no reparó mucho en la presencia de su hermano, tenía mucho de qué ocuparse esa noche. Edward agradeció que no le dedicara ningún comentario fruto de su conocida agudeza. Ella tenía un don especial para comprenderlo, algo que a veces lo asustaba por lo que, en momentos de introspección y de cierta incertidumbre, prefería evitarla a toda costa. La dama dedicaba más tiempo a un caballero rubio de traje oscuro y apariencia impecable, que estaba solo. Edward no tardó en reconocer al Duque de Mecklemburgo-Schwerin. "¡Sí que la señorita Cavendish le resultaba interesante al duque!" —meditó—. Finalmente había cumplido con su propósito de asistir para verle cantar. Al pensarlo se disgustó, cuando recordó la expresión de adoración excesiva y fastidiosa que le había dedicado a la joven la noche en que se conocieron.

El duque, pese a su edad, le parecía prepotente, pero no podía justificar con ningún argumento el sentimiento de animadversión que experimentaba nada más verlo. Debía reconocer que era una persona muy distinguida, pero Prudence había logrado aunar en su salón a otras figuras prominentes de la sociedad neerlandesa.

Cualquier pensamiento negativo acerca del invitado de su hermana, se desvaneció por completo cuando el Director asumió su puesto; todos hicieron silencio y una hermosa figura vestida de blanco con una rosa encarnada en el pecho se colocó en el escenario. Edward tardó unos segundos en identificar la melodía que comenzaba a interpretar la orquesta, pues sus sentidos estaban puestos tan solo en Anne y en lo hermosa que estaba. Era como si la viese por primera vez, y de cierta manera, así era, pues tenía ante sí una imagen que escapaba a la realidad que conocía y que se asemejaba a un sueño. No era que antes no la hubiese admirado, reconocía que era una mujer hermosa, aunque pocas veces se permitía ese pensamiento sin recriminarse por ello. Aquella noche Anne era más que bella, y se sentía libre para pensarlo y admitirlo, al menos a sí mismo.

El vestido que había elegido era perfecto para ella; su cabello adornado sin excesos, resaltaba muchísimo con su vestido blanco. A Edward le pareció que era la encarnación de una sílfide; solo el color de su flor rompía, para bien, la metáfora de hada que inspiraba. Anne brindaba una visión tan pura de sí misma, que por unos instantes se sintió avergonzado de alguna vez haber dudado de aquella pureza. Sí, para él era como si la viese por vez primera, y la revelación que suponía mirarla de aquella manera, lo había dejado sumamente impresionado.

La sensación tan intensa que sintió Edward al verla aumentó más cuando pudo identificar la música que interpretaba la orquesta. La señora Thorpe hizo un comentario sobre la pieza seleccionada que hizo que él saliese por un momento de sus cavilaciones. Setrataba del aria, Èstrano! Ah! Fors'è lui, de la ópera La Traviata que tan bien conocía, y la música de Verdi, su compositor, era maravillosa. Entonces comprendió la selección de las flores, las camelias blancas y rojas en alusión al argumento basado en la novela de Dumas. Eso justificaba también la flor roja que Anne llevaba sobre su corazón. El contraste entre el personaje de la cortesana Violetta que ella encarnaba, y la innegable pureza de la intérprete, resultaba evidente para él, no porque el vestido le diera un aspecto virginal, sino por lo que podía observar en ella misma como mujer. ¡Qué tonto había sido al no admirarla desde el primer momento en que la conoció!

Si Edward estaba deslumbrado por la hermosura de Anne, más lo estuvo cuando la escuchó cantar las primeras líneas de su aria. Su voz melodiosa y suave lo hicieron estremecer, mientras la dulzura de su perfecta dicción, iba bordando la letra en italiano con una maestría digna de una ninfa.

"È strano! è strano! in core, scolpiti ho quegli accenti!/

¡Extrañas!... ¡Extrañas!... ¡Esas palabras queman mi corazón!"

Recordó la tristeza de Anne cuando la encontró en el invernadero con la carta de su prometido en las manos. Mientras cantaba, la expresión de la joven se tornaba parecida a la de aquel día; sin lugar a dudas, sentía lo que cantaba con una intensidad sorprendente, y el ímpetu con el que pronunciaba "esas palabras queman mi corazón", lo hicieron estremecerse en su asiento. Por un momento olvidó el libreto de La Traviata e imaginó que Anne cantaba, ante él solamente, su propia historia.

"Saria per me sventura un serio amore?/

Un amor verdadero ¿será una tragedia para mí?"

Cada frase lograba que Edward se emocionara más, olvidando dónde se encontraba y las personas que tenía a su alrededor, sumergido en la atmósfera ideal que Anne estaba creando con su voz conmovedora.

"Che risolvi, o turbata anima mia?/
Null'uomo ancora t'accendeva O gioia/
Ch'io non conobbi, essere amata amando!/"

"¿Qué vas a decir tú? Oh, turbada alma mía.
Ningún hombre ha encendido mi amor.../
¡Oh, júbilo que nunca he conocido!
¡Amar, ser amada!"

El tono desgarrador y triste, arrebató más de una expresión de alabanza entre los presentes. Edward en cambio, la observaba sumido en una ensoñación... No podía resistirse al deseo que la música había llevado a su corazón: enseñarle a Anne el júbilo que se experimenta al amar y ser amado; un júbilo que su inocente persona no había conocido del todo ni mucho menos a plenitud.

"E sdegnarla poss'io/
Per l'aride follie del viver mio?/"

"Esta alegría, ¿puedo desdeñarla/
por los estériles sinsentidos de mi vida?"

El auditorio vibró ante el poderoso agudo de la señorita Cavendish, que subió sin esfuerzos hasta donde demandaba la partitura, en una explosión de emoción que luego retomó los causes emotivos en los bajos que el aria precisaba, haciendo gala de su maestría y su extraordinaria tesitura.

"Ah, fors'è lui che l'anima/
Solinga nè tumulti/
Godea sovente pingere/
De' suoi colori occulti!/
Lui che modesto e vigile/
All'egre soglie ascese,/
E nuova febbre accese,/
Destandomi all'amor./".

"¡Ah! Puede ser este aquel que mi alma/
Sola en el tumulto/
En secreto imaginaba amar/.
Aquel que vigilante/
viene cerca de mí, enferma/
y enciende una fiebre nueva/
despertándome al amor".

Edward imaginó ser ese hombre. ¡Cuánto deseaba conmoverla con un beso apasionado! La voz de Anne se acercaba a la parte que más le emocionaba del aria, y él se preparaba para dejarse invadir por aquella ola de sentimientos que experimentaba cuando la escuchaba hablar de amor. ¿Qué sentía por ella? ¿Era posible que su voz le hiciese ver algo que había intentado negarse en los últimos días?

"A quell'amor ch'è palpito/
Dell'universo intero/,
Misterioso, altero/,
Croce e delizia al cor/".

"A ese amor que es la inspiración/
del universo entero/
misterioso y noble/
cruz y delicia para el corazón/".

Anne terminó el aria, sumida en una turbación que se trasmitía, pero Edward se quedó pensando en la última estrofa y su cierre "cruz y delicia para el corazón". Eran las palabras que mejor retrataban al amor, esa mezcla perfecta de sufrimiento y dulzura que solo él puede generar. ¿No había sufrido él, una década atrás, la cruz de un amor truncado o no correspondido? En cambio, en Anne podía hallar la dulzura que jamás había pensado encontrar en una mujer.

En su interpretación, Anne cerró con la cabaletta, Sempre libera, una música vigorosa que terminó de conquistar a la audiencia. Cuando concluyó, una ovación avasalladora se escuchó en el salón. Era un público con emociones contenidas, aguardando el momento oportuno para estallar en merecidos aplausos para la intérprete. Edward también se levantó a aplaudir, pero sabía que a la distancia en la que se encontraba, ella no podría verlo.

—¡Ha estado maravillosa! —exclamó la señora Thorpe.

Edward no pudo responderle, pese a que concordaba con la dama. Para él, la velada había sido reveladora. La amaba ya, no podía negarlo. Y ahora, se preguntaba mientras continuaba aplaudiendo, ¿qué podría hacer con ese amor?

Anne experimentaba un cúmulo de sensaciones difíciles de explicar; su interpretación había sido tan sentida, que había terminado exhausta. El dolor que había experimentado en cierta medida era verdadero, pero había dado paso a una sensación de satisfacción que le invadió una vez que terminó de cantar. Pocas veces se hallaba complacida con su desempeño, pues solía juzgarse son demasiada severidad. Esta vez el resultado había sobrepasado lo que esperaba de sí misma. Sin duda había puesto el corazón en cada frase, en cada nota, y tal entrega había llenado de brillantez su interpretación. Los invitados la aclamaron, algo que Anne tampoco había esperado con su acostumbrada sencillez. Jamás imaginó un éxito de tamañas proporciones, las damas y los caballeros se acercaban eufóricos a felicitarla.

Muchos rostros conocidos, pero fundamentalmente desconocidos, desfilaron para agasajarla, una vez que bajó del escenario. Apenas le había agradecido al director de orquesta y a los músicos, cuando Prudence, acompañada del Duque de Mecklemburgo-Schwerin, acapararon su atención: la anfitriona le agradeció extasiada por su arte, que haría de su fiesta un rotundo éxito; el caballero, no dudó en deshacerse en elogios e insistió en que le permitiese ser su compañero durante el vals. Anne no tuvo cómo rehusarse, y luego de comprometerse a dedicarle esa pieza, continuó saludando al grupo de invitados que se le acercaban llenos de amabilidad.

Un cuarto de hora después, Anne se hallaba al fin en la recámara de la Casa Norte, junto a su doncella. Le había pedido a Prudence ausentarse unos minutos del baile para reponerse un poco, aunque volvería a tiempo para cumplir la promesa que le había hecho al Duque de Mecklemburgo-Schwerin, muy a su pesar. No había tenido más remedio que aceptar bailar con él, y pese a que era un joven atento y distinguido, había algo en su carácter que no le simpatizaba.

Se recostó en un diván, situado cerca de una ventana y se relajó un poco. Su rostro estaba encendido por el esfuerzo de cantar, por lo que Blanche se retiró en busca de un refrigerio. Suspiró unos instantes disfrutando de la soledad y llena de deseos de no regresar al salón: había cantado con mucho sentimiento, y la tristeza y la desesperación de Violetta aún no la abandonaban del todo, sumando un poco de dolor a sus propios pesares.

Un toque a la puerta la sustrajo de sus pensamientos, y no tuvo tiempo para incorporarse de su posición cuando instó a la persona a pasar, imaginando que se trataba de Georgiana, que le había prometido acompañarla. En cambio, no se trataba de su amiga, sino de una figura imponente y conocida que atravesó el umbral y cerró la puerta tras de sí.

—¡Lord Hay! —exclamó Anne mientras intentaba levantarse con un poco de torpeza, arrojando un par de cojines al suelo.

El caballero no avanzó a su encuentro, se quedó de pie mientras la observaba en silencio, con una mirada que a Anne le resultó indescifrable. Al inicio pensó que iría a reñirle, por un momento supuso que Edward la había odiado como cantante, pues su expresión no era en modo alguno de evidente regocijo. Alguna tormenta se desataba en sus ojos oscuros, como un mar violento que bate embravecido contra la costa.

—Siento mucho si le he decepcionado...

Al escucharla, Edward atravesó el salón hasta colocarse frente a ella, atónito ante el comentario de la joven.

—Me sorprende que pueda tener alguna duda del éxito que ha tenido esta noche... —dijo por fin.

Anne levantó la barbilla y lo miró a los ojos.

—Pienso que a muchos de los presentes les ha parecido una buena interpretación, pero por su severa expresión tengo dudas de que haya tenido el mismo efecto en usted.

Edward sonrió, aunque algo de tristeza podía verse en aquella sonrisa.

—Ciertamente —continuó con serenidad— su interpretación ha tenido en mí un efecto distinto que para el resto de los concurrentes. No obstante, me sería muy difícil describirle a usted cuál ha sido ese efecto ni los sentimientos que he recordado al escucharla cantar...

Ella aguardó en silencio, no muy segura de cómo interpretar sus palabras. Edward había hablado con una voz ronca y muy inquietante.

—Podría elogiarla como la han hecho tantos otros, y aun así no le expresaría con certeza cuánto valor tiene usted para mí. La admiro como artista, tiene una voz exquisita, una técnica impecable... —prosiguió—, pero es su sentir, vertido en esa pieza, lo que más me ha impresionado esta noche. Pienso que ha expuesto su alma, y tal vez muchos no hayan sido tan agudos para advertirlo. Yo pude hacerlo y me ha conmovido, Anne...

Al escuchar su nombre en los labios de él, se estremeció.

—Ha logrado que la vea hoy de una manera distinta, como siempre debí haberla visto. Así que perdóneme por mi severidad, pero las emociones que ha provocado en mí no puedo tomarlas con ligereza...

Anne no sabía qué responderle, sus palabras habían sido tan inesperadas y a la vez tan turbadoras, que ignoraba cuál debía ser la respuesta adecuada.

—Le agradezco, lord Hay, por cuanto ha dicho. Nunca imaginé que le hubiese gustado tanto mi interpretación, su criterio es muy importante para mí.

Él volvió a sonreír con tristeza, sin apartar la mirada de ella.

—Ha sido más que eso, pero supongo que es demasiado pronto para confesarle lo que me ha sucedido hoy con usted, podría azorarla y dejarla anonadada, pero ese no es mi propósito. Me limito entonces a sumarme a la ovación colectiva y a asegurarle que esta noche ha estado espléndida.

Anne no pudo contestar, pues la interrupción de Blanche con el refrigerio puso fin a la charla. La doncella no disimuló su extrañeza ante la inesperada presencia de lord Hay, se distanció de la pareja, pero la conversación no volvió a retomar el rumbo de antes de su llegada. Edward anunció que se retiraba y Anne lo acompañó a la puerta, todavía con muchas dudas sobre lo dicho por él.

Justo cuando se marchaba, Edward se topó con sus hermanos Gregory y Georgiana, quienes lo miraron con evidente sorpresa. Anne, se percató enseguida de la mirada interrogante que el joven Gregory le dirigió a su hermano mayor. Georgiana, en cambio, estaba tan nerviosa como ella.

—He venido a felicitar a la señorita Cavendish —se explicó Edward, un poco irritado—, me ha sido imposible hacerlo en el salón y, como pretendo ausentarme del baile, consideré que este era el momento oportuno para trasmitirle mi sentir.

—Yo también he venido a felicitarla —repuso Gregory mirándola a los ojos y obviando por completo a su hermano—. Le he pedido a Georgie venir con ella a fin de decirle cuán sublime y maravillosa ha estado esta noche. Pienso en las veces que la he visto cantar y a pesar de que ya nos tiene acostumbrados a su excelencia, no recuerdo una interpretación como esta. Su Violetta es la más encantadora que he visto, se lo aseguro.

La facilidad de palabras con las que su hermano trataba a las damas, en ciertas ocasiones exasperaba a Edward.

—Le agradezco mucho, pero exagera bastante.

—¡En lo más mínimo! —exclamó Gregory—. Alabo su modestia, pero esta noche ha estado extraordinaria.

Edward y Gregory se marcharon al cabo de unos instantes, dejando a Georgie con Anne. Las muchachas conversaron por unos minutos, comentándole Georgie cuán admirados se habían quedado los presentes al escucharla y lo deseosos que estaban de que regresara a la fiesta. Empero, la joven no hizo ningún comentario sobre sus hermanos. Le parecía bastante notoria la atención que Gregory le dispensaba a Anne, pero el comportamiento de Edward durante los últimos acontecimientos la había dejado atónita. ¿Acaso él también se sentía atraído por ella? Aquel pensamiento no podía compartirlo con su amiga, era una arriesgada suposición que no tenía cómo confirmar. Por otra parte, también era posible que Edward se hubiese visto compelido a felicitarla como muestra de buena voluntad y ofrenda de paz después de la pasada desavenencia y, en ese caso, sus anteriores suposiciones quedarían sin real fundamento.

¡Hola! Espero que les haya gustado el capítulo. Edward ya está más que enamorado... ¿Qué sucederá con Anne? Recuerdo cuando escribí este capítulo, lo hice escuchando a María Callas cantando el aria para poder describir mejor las emociones que me imaginaba sintiera Edward al escucharla. Les dejo arriba en los medios el aria. El próximo capítulo estará bien intenso... Espero que también les guste. Un abrazo

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