Capítulo 1
Essex, Inglaterra, abril de 1895.
La vista desde su balcón, jamás le había parecido a Anne tan desolada. Acostumbraba a admirar todas las mañanas el jardín que su abuela había diseñado y que tanto le gustaba: los setos que se levantaban robustos delimitando el camino, los canteros llenos de florecillas, la sombra de los sauces al fondo, y la fuente cuyo rumor semejaba una cadenciosa melodía; pero aquella mañana de abril, si bien el sol brillaba y no había atisbos de nubes cargadas de lluvia, los nubarrones se encontraban en sus ojos, y las frecuentes lágrimas le impedían apreciar la belleza del querido paisaje.
Esa mañana, rememoraba todo lo que le había sucedido la tarde anterior: era la hora del té y se hallaba junto a su dama de compañía, la señorita Norris y la señora Yeats, amiga de su abuela Lucille. El señor Graham, el noble escocés que las acompañaba desde hacía décadas, apareció entonces con la correspondencia en el Salón Azul. Al comienzo imaginó que se trataba de noticias de su abuela, quien llevaba una semana en Londres, pero al ver el nombre del remitente, la alegría que sintió -por demás, mal disimulada- fue mucho mayor.
La señorita Norris, una dama de unos cincuenta años, parlanchina y poco inteligente, no se percató del nerviosismo de la joven quien, a su pesar, debió esperar pacientemente a que despidieran a la señora Yeats para huir de prisa a su recámara.
El rostro de su doncella Blanche se iluminó cuando vio a Anne con la misiva en la mano.
—¡Oh, señorita! —exclamó—. ¿Ha recibido noticias del señor Clifford?
Anne le permitió la curiosidad excesiva, pues sabía que compartía con Blanche aquel secreto, no por voluntad propia, sino porque a las doncellas rara vez puede ocultárseles algo. ¿Cuántas veces no había sabido Blanche que ella se encontraba en las tardes con Charles para dar un paseo? No podía negarle el barro en las botas, ni el césped que se quedaba adherido a su vestido ni las flores que él le ponía en su sombrero cuando caminaban por Hyde Park. En esas ocasiones la diligente Blanche se ocupaba afanosa de quitar los rastros de los paseos furtivos.
Charles también acostumbraba a visitarla en el teatro durante los ensayos o en las presentaciones en las que Anne cantaba como soprano en el Covent Garden con un éxito rotundo. En aquellas ocasiones, Blanche hacía lo posible por distraer a la señorita Norris, salvaguardando de esta manera el secreto... En menos de un año, Anne se había convertido en la estrella más importante del Royal Opera House. Era de esperar que Charles hallase esa profesión incompatible con la de esposa de un futuro barón.
Tan solo otra persona sabía del amor de Anne: su querida tía Elizabeth, a quien muchas veces le había abierto su corazón. ¡Cuán lejos se encontraba ahora! ¡Cuán difícil le resultaba decirle lo que sentía! Las cartas que enviaba a Ámsterdam eran un consuelo, pero necesitaba a su lado a su confidente y amiga.
Blanche se apresuró a salir de la habitación portando unos vestidos y dejó a Anne en su escritorio con la carta todavía sin abrir. La inicial alegría se fue desvaneciendo mientras era presa de la incertidumbre y el miedo. Hacía un tiempo que Charles no le escribía; la última ocasión en la que se encontraron en Londres habían reñido, y el compromiso secreto pendía de un hilo. Aun así, ella sabía que la amaba, tantas veces se lo había dicho desde que eran niños, pero la maravillosa voz de Anne se había interpuesto en el camino que debía conducirla al matrimonio.
Vivir sin él constituiría el verdadero sacrificio, así que cuando tomó la firme decisión de renunciar a su carrera, se la comunicó por escrito, muy pocos días después de la horrible pelea. La respuesta había tardado cuatro semanas en llegar. ¡Se había desesperado tanto! La primera vez le había escrito desde Londres, pero al ver que no le llegaba contestación, decidió volver a Essex y escribirle desde allí, quizás Charles también se encontrara de regreso en Clifford Manor.
Al fin a solas, tomó la ansiada carta en sus manos y rompió el sello llena de temor. ¡Cuántos pensamientos se agolpaban! ¿No le renovaría Charles la promesa de amor? ¿No le enviaría la certeza de sus sentimientos y la resolución de pedir su mano a lady Lucille? ¡Bien sabía Anne que su abuela detestaba a esa familia, pero que entraría en razones por su felicidad!
De vuelta al presente, la carta -quince horas después de ser recibida- permanecía en la misma posición, abandonada sobre el escritorio desde la víspera. Su destinataria no había tenido valor mas que para leerla dos veces. En una primera lectura no pudo entender lo que decía, incapaz de reconocer en sus líneas al hombre que le amaba; en la segunda, acabó de manera irremediable, sumida en la desesperación.
Clifford Manor, abril 8, 1895
"Estimada Señorita Cavendish:
He recibido su carta del pasado viernes y la he leído lleno de estupor. Le agradezco los sentimientos de afecto que me dedica, pero no he podido recuperarme del asombro que me supuso descubrir que todavía alberga alguna esperanza sobre nuestro futuro.
Reconozco que en el pasado correspondí su sentir con semejante intensidad, pero ambos sabemos que el cariño y la amistad son los únicos lazos que todavía nos unen; si alguna vez hubo otro entre nosotros, recordará seguramente, que usted misma lo deshizo por los dos.
Se despide muy atentamente,
Charles Clifford"
Anne había llorado pocas veces en su vida, pero a consecuencia de esa misiva había vertido las lágrimas de un lustro. A la mañana siguiente, perdida en sus pensamientos, tomó una decisión en su balcón. Desde allí, podía observar en la distancia las almenas de Clifford Manor, pero sabía que en ese viejo edificio se encontraban las respuestas a sus torturantes preguntas. La carta estaba fechada el día anterior, así que, con algo de suerte, Charles se debía encontrar todavía allí.
Blanche entró a la recámara y la ayudó a vestirse como de costumbre, sin hacer ninguna observación sobre el rostro marchito de Anne, las sombras bajo sus ojos, su sonrisa extraviada ni los párpados hinchados. Parecía que había envejecido en las últimas horas, pero, ¿cómo podía ser posible con apenas veintiún años?
Puso en orden los oscuros cabellos de Anne, y la peinó con sumo cuidado, como había hecho desde los primeros tiempos en el teatro para las representaciones. Mientras, recordaba cómo se había presentado ante el señor Harris buscando un empleo; era agraciada, de alta estatura y muy joven, pero carecía de talento. No sabía cantar, ni conocía nada de música. En cuanto a la actuación, lo hacía mal también. Antes de ser despedida de una vez -algo que había temido en un inicio-, la solución había aparecido con Anne: desde entonces le había servido como doncella en el teatro, aprendió a peinarla, a embellecerla, y se le daba muy bien la costura, por lo que más de una vez le ajustó algún vestido a escasos minutos de una presentación. En algunas ocasiones Blanche vestía como Anne, de esta manera la joven dama podía huir del teatro sin ser asediada por el público masculino, confundido por el atavío de su doncella. Una vez que la joven señorita Cavendish decidió renunciar a su carrera de forma definitiva, no la abandonó a su suerte y se la llevó consigo a sus hogares de Londres y Essex.
—Blanche —susurró Anne, cuando estuvo lista—. Voy a salir por un par de horas, pero necesito que nadie lo sepa. ¿Puedes decirle a la señorita Norris que tengo una terrible jaqueca y que no deseo ser molestada hasta la hora de la comida?
Blanche asintió y no hizo ninguna pregunta indiscreta. Se imaginaba de antemano a dónde se dirigiría su patrona y lamentaba no poderla acompañar. La señorita Norris no tenía un carácter muy agradable, pero haría su máximo esfuerzo en convencerla de no incomodar a la señorita Cavendish.
El trayecto hasta Clifford Manor se le hizo a Anne interminable. La tarde anterior había llovido, por lo que todavía había barro en el camino y por mucho cuidado que ponía en su ruta, sus botas ya estaban bastante cubiertas por él. En dos ocasiones pensó volverse, pero la angustia y la ansiedad que sentía tirarían de ella hasta el final. En otra oportunidad hubiese reparado más en el paisaje y la vista de Clifford Manor, cada vez más cercano por cada yarda recorrida. Fue en las inmediaciones cuando se percató de que no tenía un plan, puesto que tocar a la puerta y hacer una visita no era recomendable. No dudaba que la recibieran, tal descortesía era impensable en el hogar del Barón de Clifford, pero bien sabía que el abuelo de Charles detestaba a lady Lucille y que la habría tratado con reservas. El sentimiento de antipatía era recíproco, algo que Anne no había podido desentrañar nunca en los últimos años.
Estaba a unos pasos de llegar a la verja de entrada de la mansión, cuando vio encaminarse a un caballo negro que salía de la residencia al galope. No tuvo que mirar al jinete para saber que se trataba de Charles, y su corazón se desbocó por la sorpresa. Se había imaginado enfrentándolo en el jardín de Clifford Manor, en uno de los recodos más privados y hermosos, donde lo vio por primera vez cuando era niña, acompañando a su tía Elizabeth.
El padre de Charles había muerto, y la familia Cavendish debía presentar sus respetos. Lady Lucille no acudió tampoco en aquella ocasión, pero envió a su hija a trasmitir sus condolencias en tan difícil trance.
El Barón de Clifford tenía un hijo, un hombre apuesto —según decían los que lo conocieron—, que despuntaba en la política por sus dotes de gran orador y sus habilidades conciliatorias. Su padre tenía planes ambiciosos para él, lo veía incluso como Primer Ministro en unos años, pero sus sueños de desvanecieron de golpe cuando Charles Clifford murió en circunstancias no muy esclarecidas. Los rumores se referían a una amante involucrada y a un marido celoso, si bien el informe oficial del médico había descrito una falla cardíaca como causa de la muerte.
Fue en esa oportunidad cuando Anne se empeñó en acompañar a su tía, más por el paseo que por el hecho en sí. Era muy pequeña cuando sus padres murieron, por lo que la muerte de un familiar cercano todavía no la había afectado de forma avasalladora. En su más tierna infancia, el amor de Elizabeth y el desvelo de lady Lucille -pese a sus excentricidades-, fueron más que suficientes para llenar cualquier vacío emocional, sin sufrir tanto la orfandad.
Al arribar entonces a Clifford Manor, se encontró en uno de sus jardines a Charles, un niño de diez años que hacía todo el esfuerzo del mundo por evitar que sus ojos se le llenaran de lágrimas, por miedo a que su severo abuelo castigara su debilidad. La tía Elizabeth había consentido que Anne la esperara allí, bajo la vigilancia de la institutriz de Clifford —muy segura de que no debía demorarse mucho—.
Unos minutos bastaron para que la tierna inocencia de una niña de ocho años cautivara a Charlie Clifford para siempre, según le había dicho él en una ocasión. No obstante, durante su juventud, Charles se convenció de que nada duraba para toda la vida.
Anne despertó de sus recuerdos y se centró en Charles quien, al halar bruscamente de las bridas, provocó que el caballo se encabritara, levantándose sobre sus patas traseras. Anne se apartó un poco del camino, temerosa de que él terminara en el suelo. Cuando pudo dominar a Raven, se bajó y la miró a los ojos. Ella pudo notar que se sentía tenso y quizás disgustado. Le dio la espalda, caminó unos pasos y ató al caballo a la rama de un árbol.
—Señorita Cavendish —dijo unos segundos después—. No esperaba verla. No hace bien andando sola por estos rumbos.
El tono era cortés, pero la frialdad que Anne percibió en él estuvo cerca de hacerle llorar. Se armó de valor, levantó el mentón y lo miró a los ojos con firmeza.
—Señor Clifford —le respondió, aunque se moría por llamarle Charles—, he recibido su carta, ese es el motivo que me ha traído hasta aquí.
—No entiendo la razón que alega —le espetó él—. Recuerdo haberle escrito con absoluta franqueza y claridad.
Anne se sintió desvanecer. Ni siquiera esa mañana había desayunado, algo que había obviado en un momento de imprudencia y que hacía menguar más sus fuerzas.
—Espero que su caballerosidad no me ponga en la penosa posición de explicarle los motivos de mi sorpresa ante el contenido de su misiva.
El rostro de Charles se descompuso. Ella había apelado a su caballerosidad, y no podía escucharla decir nada más. ¿Cómo soportar con estoicismo sus recriminaciones? ¿Cómo escucharle hablar de las promesas que él le hizo y permanecer impasible?
—Anne...
Ella tembló al escuchar que volvía a decirle de ese modo. Sabía que al fin había desaparecido esa barrera invisible entre ellos, y que él le hablaría con más sinceridad. Se quitó el sombrero y se alborotó un poco su pelo dorado con la mano, sin saber qué decir.
—Charles, ¿qué sucede? —dijo ella con desesperación—. ¿Qué ha cambiado?
Él extendió la mano y trató de acariciarle la mejilla, pero renunció a ello casi de inmediato.
—Anne, no puedo casarme contigo.
—¿No recibiste mi carta? —Ella sabía que sí, pero no entendía su conducta—. Dejé de cantar, Charles —le explicó una vez más—. Me percaté de que esa vida no es la que deseo y renuncié al teatro. No fui sensata para decírtelo la última vez que nos vimos, pero...
—No es solo por eso —le interrumpió él—. Es verdad que no puedo casarme con una cantante, señorita Cavendish, pero no puede remediarlo ahora dejando de cantar. Mi abuelo ya conoce de su talento artístico y de sus incursiones en el escenario. Para colmo de males, descubrió hace muy poco nuestro estrecho vínculo, y desde entonces se opone a un enlace entre los dos.
Anne continuaba aturdida, no sabía qué responder, pues su dignidad le impedía hablar más sobre su amor, y las promesas que Charles le había hecho.
—Estamos comprometidos —agregó—, en secreto, pero comprometidos...
—Una promesa de niños, me temo —volvió a decir con frialdad—. Pensé que todo había quedado aclarado cuando nos vimos en la última ocasión, pero, aun así, traté de ser explícito en mi carta. Si me disculpa, señorita Cavendish -dijo haciendo una pequeña reverencia-, debo partir ya. Que esté bien.
Volvió a darle la espalda y se encaminó en busca de Raven, con el estómago revuelto. Anne se quedó inmóvil, con miles de pensamientos bulléndole en la cabeza y el corazón destrozado. Echó a andar tras él, pero ya Charles se había montado en el caballo, que volvió a mostrarse inquieto por la cercanía de ella.
—Charles, ¿ya no me amas? —preguntó con sencillez mirándole a los ojos.
Él frenó un poco el caballo con las bridas y tardó unos segundos en contestarle.
—Estoy comprometido para casarme. El compromiso se hará público hoy y fijaremos la fecha de la boda lo antes posible. Mi abuelo desea verme casado antes de partir de este mundo, y pienso complacerle.
Anne le sostuvo la mirada sin decir nada, sus ojos vidriosos le indicaron a Charles el momento oportuno de partir.
—Lo siento mucho, Anne —masculló antes de espolear su caballo y desaparecer por el camino.
Pocas veces Anne había sentido tanta desesperanza y tristeza como en aquel momento; anduvo el trayecto de regreso con bastante torpeza, temiendo caer al suelo. No podía creer que aquel niño de diez años a quien había amado desde que lo conoció, hubiese sido capaz de traicionarla de esa manera, de renunciar a su amor. ¿Acaso había dejado de quererla? No había respondido a su pregunta, pero su conducta era la más despreciable y ruin, y aun así, trataba de justificarle y de encontrar alguna explicación plausible para aquel extraño comportamiento.
¿Cómo no esperar a que se arrepintiera? ¿Cómo no desear que se tratara de un mal sueño y que ese compromiso con otra mujer jamás llegara a existir? Cuando arribó a su hogar comprendió que no había explicación alguna; Charles, su adorado Charles, ya no la amaba, y la sensación de pérdida no podía soportarla ella sola...
"Mi querida tía Elizabeth:
Deseo que al arribo de la presente se encuentre muy bien, así como el señor van Lehmann y el resto de la familia. No imagina cuánta falta me hace en estos momentos... He decidido aceptar su amable ofrecimiento de ir a Ámsterdam a visitarlos, pues la añoranza es demasiada en los últimos días.
Espero que a mi abuela le parezca conveniente, ya sabe cuán difícil le es cambiar sus planes con tan poca previsión. También esperaba abrirle mi corazón para contarle que..."
Anne tuvo que transcribir la carta dos veces antes de poder enviarla. Las incontenibles lágrimas humedecían las páginas y descorrían la tinta, al punto de hacer desaparecer líneas enteras.
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