Capítulo V. Jalar el gatillo

El hecho de que no nos hayan dado lugar a descanso antes de empezar esta primera misión me dice muchas cosas: Primero, que esta organización no anda con rodeos. Segundo, que debo aprovechar al máximo mis pequeños momentos de descanso, porque nunca sé cuándo me pueden tirar a las garras del lobo. Y, tercero, que a ellos solo les interesa lo bien que podamos desempeñarnos y no cuánto nos cueste.

En síntesis, debí haber dormido en ese helicóptero.

Siento mis piernas agotadas mientras estas se mueven por la ciudad. Hace tanto tiempo que no camino entre gente, que también me siento bastante mareada. O tal vez sea por el cansancio, el hambre o la incertidumbre de saber que estamos en medio de una misión y no nos han dado muchas instrucciones.

Lo único que tenemos claro los seis novatos que vinieron conmigo y yo, es que debemos seguir caminando y mezclándonos entre la gente.

Estamos en medio de una manifestación pacífica, en la que piden al ministro de salud mejores insumos para los hospitales. Hemos caminado durante más de media hora, me han hablado dos señoras, a quienes no he sabido responder y, de todos modos, creo que una de las breves instrucciones que nos dieron incluía no hablar con extraños.

Vuelvo a mirar entre el tumulto de gente, pero no encuentro entre ellos al otro grupo de novatos y, por ende, a Leto.

Entre tantos manifestantes, esta sería una buena oportunidad para vengarme de él sin que el comandante que ha venido con nosotros me vea. Pero parece ser que el otro grupo ha ido a una misión distinta o, al menos, no se los ve por ningún lado.

Al fin estamos llegando a la sede del Ministerio de Salud, un edificio enorme, que se visualiza desde varios metros atrás. Esto significa el fin del recorrido, por lo que nos detenemos enseguida.

La gente parece agitarse más ahora que hemos llegado a destino y se puede ver al ministro de Salud a las puertas del Ministerio, intentando dar una charla. Los manifestantes empiezan a ponerse más agresivos y enérgicos, levantando sus pancartas al aire con entusiasmo y enojo.

Parte del grupo de novatos se me ha perdido de vista, aunque la verdad es que me resulta difícil reconocerlos vestidos de civiles. Alguno de ellos podría estar incluso a mi lado y no lo sabría.

A quien no he dejado de observar es al comandante de la misión. Un joven flaco y alto con rostro afable. Diría que no tiene más de veinticinco años. Inspira bastante confianza y, a pesar de su corta edad, parece saber muy bien lo que hace. Me fijo en que se inclina hacia un señor corpulento que tiene al lado y le susurra algo al oído. Al instante, el hombre arruga la frente y comienza a empujar a los de adelante, para abrirse paso, mientras grita algunas cosas inentendibles para mí.

Las personas que estaban a su alrededor comienzan a hacer lo mismo y la escena se transforma, en tan solo unos segundos, en un caos.

Gente apretándose hacia adelante con violencia, otros más están alzando la voz hasta llenar el ambiente de una polución sonora insoportable. Una madre empieza a gritar porque el brusco movimiento de la gente la ha separado de su hijo y unos jóvenes casi de mi edad empiezan a agitar palos contra la policía, que ya se ha acercado a la escena intentando calmar los ánimos.

Están empezado a volar cosas por los aires, ante la violenta respuesta de los agentes de policía. Hay gente que corre, tratando de huir, y otras más que se acercan para meterse en el tumulto, empeorando la situación.

Alguien me jala del brazo, haciendo que lo mire al instante. Es uno de los novatos y me hace seña para que lo siga. Entonces veo que el comandante se encuentra ya a unos metros de donde estamos. Entre tantas distracciones repentinas, me olvidé por completo de prestarle atención.

Sigo al novato hacia un lado, donde los guardias del ministro de salud lo están escoltando hacia una puerta, por la que ingresa enseguida, saliendo por completo de nuestro alcance.

Eso no parece preocupar al comandante de la misión, quien se ha colado por un pasillo contiguo, seguido de los novatos.

Caminamos por el pasaje durante más de un minuto, hasta llegar a una puerta que contiene una caja rectangular que intuyo que es el sistema de seguridad. El comandante saca de su bolsillo un pequeño aparato parecido a una llave electrónica y escanea con este la pantalla del sistema. Una luz roja se prende en la llave, seguida de un pequeño pitido que se mantiene durante unos segundos. Luego la luz cambia a verde y el sistema de seguridad reacciona, abriendo la puerta que un momento atrás parecía impenetrable.

El comandante ordena a tres de los novatos que se queden a controlar la entrada y los demás nos escabullimos por la puerta, la cual da a un espacio bastante estrecho, que a su vez conduce a unas escaleras que bajan hacia un subsuelo.

Mis sentidos comienzan a alertarse a medida que vamos descendiendo. Todos lo hacemos en absoluto silencio, sin emitir siquiera un sonido, enmudeciendo nuestras pisadas para no ser detectados, como nos enseñaron en los entrenamientos.

Una vez que llegamos abajo, el comandante hace una seña con la mano, para que nos detengamos. Unas voces se escuchan bastante cerca y parecen estar aproximándose.

—A31 —indica el comandante, con tan solo unos movimientos de labios.

Como tengo muy buena memoria, una de las cosas que menos me costó durante estos últimos cuatro años, fue memorizarme los inagotables códigos de comando. A31 indica asalto sorpresa. El comandante deberá ocuparse del objetivo principal, mientras los demás limpiamos el campo. Es decir, nos encargamos de los guardias.

También nos enseñaron a leer perfectamente bien los labios, para no tener que emitir ningún sonido que pueda comprometer la misión.

El objetivo se ha acercado más rápido de lo que yo esperaba. Dos guardias delanteros reaccionan de inmediato, sacando sus armas. Sin embargo, algunos novatos ya han arremetido contra ellos, por lo que yo me enfoco en los guardias traseros.

Uno de ellos ha llevado la mano al bolsillo y extrae de este un aparato que parece de alarma. Me impulso contra él con la rapidez de una fiera y, de una patada, hago volar el objeto por los aires. El hombre lleva la vista hacia atrás, intentando recuperarlo, y es ahí cuando aprovecho para sacar mi cuerda y llevarla a su cuello, impidiéndole el paso del aire y logrando que se desmaye. El aparato de alarma ha caído al piso, pero no se ha accionado, debido a que actué a tiempo.

En menos de cinco minutos, nuestro equipo de asalto ha logrado desestabilizar a los cinco guardias del ministro de salud, quien ya se encuentra a merced del comandante.

—B7 —ordena este, indicando que lo llevaremos como rehén.

Uno de los novatos extrae de su mochila unas vendas y comienza a amordazarlo, para luego cubrirle los ojos. Mientras tanto, una chica y yo empezamos a examinar exhaustivamente al ministro, como indica el protocolo. Los demás proceden a controlar el perímetro, en caso de que pudieran llegar refuerzos y para lograr un escape más efectivo.

Tomo el cuchillo que tenía acomodado al costado de mi cinturón, debajo de mi blusa, y corto las ropas del hombre desde la espalda. Una vez que he logrado sacarle la camisa, empiezo a revisar su piel con mis manos, ignorando los quejidos de este, quien no puede hacer absolutamente nada, pues ya lo han atado de manos.

La chica que me ayuda está inspeccionando toda la parte delantera del hombre, mientras yo hago lo mismo con la trasera. Me toma muy poco tiempo percatarme del pequeño bulto que sobresale bajo la piel de los músculos posteriores de su pierna. Es chiquito, como un pequeño grano interno, pero con el tamaño suficiente para hacerme dudar. Acerco mi cuchillo a la zona y lo estoy apoyando en la piel del hombre, cuando mi comandante me detiene.

—¿Qué está haciendo, agente? —pregunta con descortesía.

El trabajo del comandante en este momento de la misión es asegurarse de que cada uno de los miembros del grupo cumpla con el trabajo que le corresponde.

—Creo que tiene un rastreador aquí —le contesto, señalando el lugar.

—Hágase a un lado —me ordena.

No me queda más remedio que obedecer, a regañadientes. Él se ubica en el lugar en el que yo estaba hasta hace un momento, extrae de su bolsillo un pequeño bisturí y, luego de inspeccionar con sus dedos el espacio que yo había señalado, procede a cortarle la piel. El ministro intenta oponerse, pero sin éxito. Los otros novatos lo tienen bien sujeto. El procedimiento que mi comandante lleva a cabo para revisar el rastreador ubicado bajo la capa superior de la piel del ministro es exactamente el mismo que yo habría hecho si él no me hubiera interrumpido.

—Señor —le digo, arriesgándome a una reprimenda—, yo misma podría haber hecho eso.

Él continúa, como si yo no hubiera dicho nada. Una vez que ha logrado dejar al descubierto el pequeño receptor, se pone de pie, se gira hacia mí y responde:

—Usted es una novata, agente. Esta es su primera misión. Preocúpese más por volver con vida que por hacer algo que está muy por encima de sus habilidades.

Idiota.

Me limito a asentir, pues una de las órdenes principales durante una misión es hacer todo lo que diga el comandante, sin dudar.

Él parece satisfecho con mi sumisa reacción y se agacha de nuevo para examinar el rastreador.

—Es imposible extraerlo, ¿no? —pregunto.

Mi superior piensa durante unos segundos, antes de dar su veredicto.

—Si lo intento, se disparará una alarma.

La otra chica se sorprende al oír esto. Aunque yo no lo hago. Estamos hablando de un ministro y, además, estoy segura de haber visto ese mismo rastreador en uno de los manuales que Nyx solía leer de vez en cuando y que me permitía ojear a menudo.

Mi entrenador sabe que soy fanática de los equipos electrónicos y, aunque mi educación no incluía conocer los más complejos, él se alegraba de que yo estudiara todo lo que quisiera.

—¿Y si le cortamos la pierna? —Sugiere la chica, dirigiéndose a nuestro superior.

El ministro, al escucharla intenta emitir un quejido, que queda opacado por la mordaza que lleva en la boca.

—No tiene sentido intentarlo —responde el comandante—. No contamos con los instrumentos ni el tiempo necesario para hacer una operación como esa, podría morir desangrado aquí mismo.

—Entonces, ¿qué hacemos? —pregunta de nuevo ella.

—Abandonamos la misión. No podemos arriesgarnos.

Por muy tajante que parezca esa decisión, el protocolo indica claramente que, en el supuesto de encontrarse en una situación de riesgo como esta, lo correcto es abortar. Si la misión consiste en llevar al hombre a los cuarteles de Avalon Noir y no podemos sacarle el rastreador, no hay nada que se pueda hacer.

Pero yo sé que abortar una misión como esta, en la que una persona tan importante ha visto nuestros rostros, no nos deja más opción que matarlo. Me fijo en los cuerpos de los guardias que lo habían acompañado, ellos también han muerto por esto. Si abortamos la misión, habrán muerto en vano, y el ministro también.

—Esperen —expreso, sin pensar.

El comandante me mira como si no entendiera. Después de todo, ¿quién soy yo para contradecirlo?

—¿Agente? —pregunta, al no escuchar nada más por mi parte.

Y es que no tengo nada más que decir, no tengo idea de qué hacer para evitar esto.

—Yo puedo solucionarlo. Puedo sacarle el rastreador sin activar la alarma.

Mentí, no puedo. No tengo los equipos que me habrían servido para hacerlo, pero algo me impulsa a impedir que el comandante mate a este hombre.

Mi superior me mira como si no me creyera. Sin embargo, no tiene otra opción más que hacerlo. Es eso o abortar la misión y volver a casa con las manos vacías.

—Adelante, señorita —me ordena—. Muéstreme lo que es capaz de hacer.

Asiento y doy un paso al frente. Mi cerebro va a mil por hora. No tengo idea de cómo proceder y, a la vez, sé que es algo que solo yo podría lograr. Intento recordar todo lo que leí al respecto, todas las veces en las que hablé con Nyx sobre tecnología avanzada mientras él solo me observaba y asentía, sorprendido por mi capacidad.

—Bien —digo, empezando a darle forma a una idea en mi cabeza—. Necesito que me dé la llave electrónica que usó hace rato para abrir la puerta.

Él arruga la frente, incrédulo, pero no duda en sacar la llave y entregármela.

Esto es insólito. Estoy en mi primera misión, dándole órdenes a mi superior. Si no puedo resolver esto, me costará muy caro.

Tomo mi cuchillo y empiezo a desarmar el aparato, para revisar su interior.

—Me tomará unos minutos modificar esto para que nos sirva —le indico al comandante.

La verdad es que ni siquiera estoy segura de poder hacerlo. Todo depende de lo que me encuentre dentro de esta llave electrónica.

—No tenemos unos minutos, agente. Apúrese.

Mis manos tiemblan mientras desarmo el aparato, le saco la tapa y al fin puedo revisar su interior. No es perfecto, pero es más de lo que esperaba y me da esperanzas de tener éxito.

Intento olvidar todo lo que tengo alrededor y concentrarme únicamente en esto. Levanto la vista cada tanto solo para observar al ministro. Su vida está en mis manos ahora, solo yo puedo salvarlo y esa es razón suficiente para que lo logre.

Tengo los conocimientos y las herramientas, lo único que no tengo es tiempo. Así que pongo todo mi esfuerzo en hacerlo lo más rápido posible. Hay algo que ocurre entre los aparatos electrónicos y yo, cuando los tengo a mano. Es una especie de conexión que me permite deducir en dónde y cómo desarmarlos, unirlos y modificarlos. Me faculta entender perfectamente su funcionamiento para poder manejarlos a mi merced.

Si Nyx estuviera aquí, si me viera ahora, estoy segura de que estaría sonriendo.

Una vez que he terminado, acerco la llave a la pierna del ministro y acciono el botón principal. El "pip" tarda unos cinco segundos en escucharse, pero apenas eso ocurre, la luz del rastreador se apaga automáticamente.

—Estoy impresionado —admite el comandante y eso me llena el pecho de orgullo—. Debo confesar que estaba dudando de sus habilidades, agente, pero usted ha salvado la misión. Ahora debemos movernos, rápido.

Por supuesto, no hay tiempo para felicitaciones. Debemos salir de aquí cuanto antes, así que todos nos ponemos en marcha. El vehículo que nos llevará al cuartel general debe estar ya esperándonos.

Hay un protocolo que se lleva a cabo una vez que se vuelve de las misiones, dependiendo de cuál sea el objetivo de cada una de estas. En el caso de un secuestro, el grupo entero se dirige primero a las celdas, donde se resguarda bien al prisionero y se le hacen los interrogatorios correspondientes. Los novatos no tenemos permitido participar de una actividad tan delicada como lo es un interrogatorio a un político tan importante, por lo que estamos esperando en una habitación contigua, mientras el equipo médico revisa que ninguno de nosotros cuente con alguna herida que atender.

—Estás perfectamente sana —me notifica la enfermera que me estaba examinando—. Puedes esperar aquí a que te habiliten el pase.

Un pase es el indicador de que la misión ha terminado y somos libres de volver a nuestras habitaciones en el cuartel. Solo el comandante de la misión o un ejecutivo superior pueden conceder pases.

En este caso, tenemos la obligación de esperar a que termine primero el interrogatorio, para que la misión pueda darse por finalizada. Hasta que eso ocurra nadie podrá descansar, aunque ya no tengamos nada que hacer.

Los demás novatos hablan entre ellos mientras yo descanso mis ojos. Estoy sentada y recostada contra la pared, cabeceando de vez en cuando. La adrenalina de la misión se ha esfumado y en su lugar me ha quedado el cansancio acumulado.

Los minutos van pasando muy rápido, o tal vez me he quedado dormida, porque me sobresalto una vez que se abre la puerta y una agente a la que nunca había visto llega hasta donde estamos.

—¿Quién es Nahbi? —pregunta.

Me pongo de pie y ella me hace un gesto para que la siga.

Acompaño a la mujer por un corto pasillo y dos giros, hasta que me abre una puerta y se hace a un lado para que pase.

—Te están esperando.

Ingreso a una habitación en la que se encuentran cuatro agentes de altos mandos y el comandante de la misión. Todos están acomodados en un círculo y se giran hacia mí al percatarse de mi llegada.

—Ella es la agente Nahbi —me presenta el encargado de la misión—. Es la que modificó la llave y desactivó el rastreador.

—Usted se ha lucido el día de hoy, agente —me felicita uno de los hombres.

—Señor, hice lo que tenía que hacer —contesto.

—Hizo incluso más que eso —vuelve a hablar el comandante—. Gracias a usted la misión pudo continuar, logramos traer al ministro al cuartel y hemos podido sacarle la información que necesitábamos. Con esa información hemos obtenido nuevas pistas acerca de un asunto muy importante para nosotros.

—Era mi deber —reitero.

En realidad, solo quería salvarle la vida al ministro.

—Pero no cualquiera posee la habilidad y el compromiso que usted ha demostrado hoy —prosigue el comandante—. Y yo dudé de sus habilidades en el campo, por lo que ahora quiero recompensarla. Quiero que sea usted quien realice la última actividad de la misión. Quiero que tenga el honor de darla por finalizada.

—Bien... ¿Qué debo hacer?

Él sonríe y se gira hacia una ventana que se encuentra en la pared, a través de la cual se puede ver al ministro en la habitación del interrogatorio, sentado en una silla, cansado. Cuando el comandante vuelve a hablar, un escalofrío recorre mi espalda:

—Debe jalar el gatillo, señorita. 



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Holi, yo sé que he tardado un montón (no me odien).

¿Qué creen que hará Nahbi? ¿Va a ser capaz de jalar el gatillo?

¡Les amo mucho, gracias por estar siempre!

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