Recuerdos que atesorar
El viaje estaba programado y, aunque los trayectos en avión estaban altamente contraindicados, Gallardo aceptó, consciente de que era el modo más rápido para llegar a Boston.
Mi única condición para ceder a todas las imposiciones de mis padres con respecto a la operación había sido la de esperar a la boda de Nata. Además, les había pedido que dejasen que Jaime nos acompañase, algo a lo que accedieron a regañadientes.
No comprendía por qué les había resultado tan difícil de aceptar el hecho de que me había enamorado de mi médico, tal vez se sentían culpables por no haberse dado cuenta... En cualquier caso, por alguna razón que no llegaba a comprender, no sentían demasiado aprecio por Jaime.
Mis amigas, sin embargo, lo adoraban.
El mes de octubre transcurrió entre preparativos, sesiones de terapia, revisiones médicas y veladas tranquilas en casa de Jaime. Conforme se acercaba el día, conciliar el sueño comenzó a ser difícil para mí, incluso tomando medicamentos, así que recurrí a lo único que conseguía calmar mi ansiedad: dormir con Jaime.
Mi constante presencia en su vida nos obligó entonces a contarle a Mónica la verdad. Me resultó sorprendente el modo en que la niña consiguió asimilar aquella información y cómo, una vez lo supo, comprendió cada extraño suceso que había presenciado con anterioridad. No me rechazó, como mi antigua versión había esperado, sino que empezó a mostrar una renovada simpatía por mí. En cierta manera, creo, sentía que nos parecíamos. Ambas queríamos a su hermano, ambas teníamos taras y el poder para hacer daño de verdad a Jaime, pero ninguna de nosotras deseaba hacerlo. Por eso luchábamos cada día para superar nuestros obstáculos. Al menos así lo veía yo...
Y casi sin darme cuenta, llegó el día señalado. La boda de Nata y David se celebraba en una antigua masía reconvertida en restaurante y lugar de eventos. Conforme nos acercábamos, en la parte trasera del microbús alquilado para trasladar invitados, se me cortó la respiración al ver lo bonito que había quedado el lugar. Había flores por todas partes, un enorme arco nupcial se alzaba en el jardín frontal de la preciosa casa de piedra, y el patio estaba salpicado por pequeñas mesas blancas provistas de bebidas y comida.
Cerré los ojos y recordé las tardes en mi habitación, cuando Nata y yo soñábamos con nuestras bodas de cuento de hadas, y mi corazón se encogió de felicidad al ver que mi mejor amiga había cumplido su sueño.
Entonces sentí que alguien apretaba mi mano derecha. Abrí los ojos y vi a Jaime, mirándome fijamente. Estaba guapísimo con un traje gris y una corbata granate, a juego con mi vestido.
—¿Estás bien? —Preguntó.
Levanté mi mano libre y le acaricié la mejilla, perdiéndome en esos ojos increíbles y en cada detalle de su cara, esa que había ido amando más y más con cada momento compartido, hasta no poder imaginar mi vida sin él.
—Perfectamente.
La ceremonia fue preciosa. Nata estaba radiante, como una princesa con su vestido blanco adornado con flores rosas, pero lo más importante fue darme cuenta de la completa felicidad que destilaba su expresión y la de David al darse el "sí quiero".
Después, la velada transcurrió sin incidentes, los invitados bebían, comían y se divertían. Yo también.
"¿Qué ha pasado, Lucía? Hay algo extraño aquí" me advirtió de pronto esa vocecita interior con la que llevaba meses compartiendo pensamientos.
"¿Algo extraño? ¿A qué te refieres?"
"A que estoy sola aquí dentro"
Tuve ganas de sonreír. Había encontrado al fin la salida de aquel laberinto de espejos.
"Siempre lo has estado, siempre has sido la única aquí dentro, Lucía" repliqué "Solo que ahora, por fin, estamos en paz."
"¿Qué quieres decir?"
No le respondí, en realidad no hacía falta; ella lo sabía, yo lo sabía.
En ese momento, el baile dio comienzo. Nata y David lo abrieron, como es costumbre, con una de las canciones favoritas de mi amiga, Fallin' All in you, de Shawn Mendes.
A la segunda estrofa, los asistentes comenzaron a llenar la pista de baile, y Jaime me tendió una mano.
—¿Bailas?
Asentí y pronto me encontré balanceándome torpemente entre sus brazos, aspirando su olor, sintiendo su calor...
—¿Lo estás pasando bien? —Me preguntó.
—De maravilla —respondí.
—No sé si te lo he dicho ya, pero estás guapísima —susurró en mi oído, haciéndome sonreír—. No puedo creer la suerte que tengo.
—Algo habrás hecho bien.
—Me gustaría saber qué, para poder repetirlo —replicó, guiándome para dar una vuelta y rodeándome después con sus brazos. Me besó el pelo y yo enterré mi cara en el hueco de su cuello, solo un instante.
—Jaime...
—Dime, Lucía.
Me separé un poco y lo miré a los ojos.
—Te quiero.
No esperaba que él dijese lo mismo, pero lo hizo.
—Yo también te quiero.
Sonreí, y él me beso. Fue uno de esos besos dulces que te hacen sentir como si tus pies se despegasen del suelo y flotases. Supe que, sin duda, ese sería uno de los recuerdos que atesoraría el resto de mi vida, no importaba si eran días, meses o años.
Y así fue.
Ese momento, el instante en que puse mi amor en palabras mientras bailaba entre los brazos del doctor Jaime Soler, rodeada por personas queridas y celebrando el día más feliz de la vida de mi mejor amiga, fue el último pensamiento que evoqué antes de quedarme dormida en la camilla de aquel quirófano, tan lejos de casa.
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¿Tienes tú un momento especial, un lugar feliz, algo que solo con pensarlo te relaja y te consuela? Lucía lo acaba de encontrar.
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