Nada de qué arrepentirse
Sabía que no estaba muerta, pero me encontraba en algún lugar donde mi mente podía descansar, un lugar oscuro y tranquilo donde tuve tiempo para pensar. Un rato después, no supe cuánto, el panorama cambió y me encontré en un espacio blanco y completamente vacío. No estaba sola, había dos versiones de mí misma sentadas frente a mí. Era extraño verme por triplicado, como en esos laberintos de espejos que hay en las ferias...
—Yo creo que es hora de hablar en serio —declaró una de mis copias, supe enseguida que se trataba de la Antigua Lucía.
—¡Ya estamos! No podemos ni relajarnos en nuestro espacio de relajación...
La Nueva Lucía no parecía querer tomarse en serio lo que nos había sucedido.
—¿Qué crees que ha sido esto? ¡Un aviso! —le replicó.
—¿Tú crees? —Intervine.
—Pues claro, nos hemos desmayado en medio de la calle, ¡qué vergüenza!
—Pero, estamos bien... Estamos vivas.
—Si no estuviésemos vivas, no estaríamos aquí, Lucía. Pero, ¿es eso a lo que aspiramos ahora, simplemente a estar vivas?
—No seas dramática —resopló la Nueva Lucía, aunque, en ese caso, estaba de acuerdo con su eterna adversaria. Estar vivas no era suficiente.
—Yo lo que quiero es estar bien —reflexioné—. Quiero una vida plena.
—Exacto —corroboró mi aliada inesperada, la Antigua Lucía.
Suspiré... sabía lo que tenía que hacer.
Cuando abrí los ojos sentí un déja vu, solo que este era muy real. Me encontraba en una habitación de hospital y mi madre estaba a mi lado. No era la única.
A los pies de mi cama estaban también mi padre y Jaime. Este último no llevaba su bata blanca, sino unos vaqueros y una sudadera. Fue el primero en percatarse de que había despertado, y pude ver el alivio en esos ojos que se habían clavado tan profundamente en mi corazón.
—Lucía —dijo, aunque no se acercó a mí. Fue mi madre la que cogió mi mano.
—Hija, ¡qué susto! —sollozó—. ¿Cómo te encuentras?
—¿Qué me ha pasado? —Quise saber.
—Te caíste en la calle —reveló mi padre.
—Lo sé, pero... ¿Mi cabeza está bien?
—Sí, tranquila. Parece que solo sufriste un pico de tensión —explicó Jaime.
—¿Parece?
—Yo... ya no soy tu médico, Lucía —respondió—. No estaba bien.
En ese momento una figura apareció en el umbral de la puerta. Se trataba del doctor Gallardo, tan sereno e imponente como recordaba.
—No, no estaba bien —confirmó las palabras de Jaime—. Pero sí, lo que te ha pasado es culpa de la tensión, no es bueno sufrir tanto estrés en tu situación, ¿se puede saber qué has estado haciendo?
—Nada —repliqué.
"Bueno... has estado esforzándote por cumplir unos absurdos propósitos, enamorándote, enfrentándote a una tensa relación paterno-filial y discutiendo con dos alter ego muy entrometidos" escuché decir a la Nueva Lucía en mi cabeza. Me alegré de sentirla con todo mi corazón.
—Esta vez voy a ser mucho más severo, Lucía —dijo el doctor Gallardo—. Para empezar, es hora de recurrir a los medicamentos. Uno para la tensión, otro para mantener esa cabecita tranquila, ¿entendido?
—Tomaré en de la tensión, pero no quiero psicofármacos.
—¿Por qué eres tan cabezota, Lucía? —preguntó mi madre, estaba hundida, pude verlo en esa cara que tan bien conocía.
—Prometo que me calmaré, doctor —insistí—. Incluso iré a terapia.
—De acuerdo —accedió Gallardo—Espero, por tu bien, que así sea, Lucía. Te quedarás un día más en observación y, si todo sigue igual, podrás irte a casa.
El doctor se marchó de la habitación y volvimos a quedarnos ahí los cuatro: mis padres, Jaime y yo.
—¿Podéis dejarnos solos un momento? —Pedí a mis padres, y aunque mi madre no paraba de lanzar miradas desconfiadas a Jaime, terminaron cediendo.
—¿Cómo estás? —Me preguntó él en cuanto nos quedamos solos.
—Bien, estoy bien de verdad —contesté, levantando el respaldo de mi cama con el mando. Luego extendí la mano, quería que él la cogiese, pero hizo algo más que eso. Se acercó a mí y me abrazó, me estrechó tan fuerte contra sí que pude oír los acelerados latidos de su corazón.
—Mierda, Lucía, ¿cómo ha pasado esto? Tenía que estar pendiente de ti, pero... A veces hasta se me olvidaba.
—No es culpa tuya, Jaime —le regañé con dulzura—. Yo también he llegado a olvidarlo, tú me haces olvidar todo lo terrible de mi vida y eso me hace feliz. No me arrepiento de nada, no cambiaría nada de lo que siento estando contigo.
—Ni yo —una tímida sonrisa se dibujó en su cara, y yo me estiré un poco para besarle. Él respondió brevemente a ese beso.
—Me voy a operar —declaré entonces con firmeza. Quería que él fuese el primero en saberlo.
—¿Estás segura?
Asentí. Por su mirada cruzaron un montón de pensamientos, parecían estrellas fugaces, pero de entre todos ellos, Jaime escogió uno.
—Siempre te apoyaré en todo lo que hagas, Lucía —dijo—. Pero, ¿por qué has cambiado de opinión?
Pensé en la extraña reunión con mis alter ego.
—Porque no quiero seguir apostando día tras día, esperando que salga la carta ganadora, eso es tentar demasiado a la suerte. Y, aunque ya he ganado muchas veces, creo que puedo ganar una última vez —respondí—. Solo una vez más y podremos estar juntos.
—Estaremos juntos, sea como sea —replicó él.
—Lo sé —cedí—. Pero contigo lo quiero todo, Jaime. Quiero pensar en el futuro contigo, no solo en el presente. Y eso solo podrá ser si me opero.
Con un suspiro, él claudicó. Volvió a abrazarme.
—Está bien —dijo contra mi pelo, luego besó de nuevo mi frente, mis mejillas y mis labios.
Deseé que el tiempo se detuviera en ese momento, justo en el instante en que nuestros labios se encontraron. Deseé que, por arte de magia, todo desapareciese, todo excepto nosotros.
"¿Cuándo vas a decirle que le quieres?" me preguntó la Nueva Lucía.
Tenía razón, debía decirle a Jaime lo que sentía por él, y ese momento era tan bueno como cualquiera.
Abrí la boca para hablar, pero entonces mis padres decidieron que ya nos habían dado el tiempo suficiente. Jaime se separó de mí de golpe y, lanzándome una mirada cómplice, anunció que se iba a tomar un café.
Era hora de comunicar a mis padres mi decisión.
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Al final las circunstancias han señalado el camino, o quizá no, ¿será que Lucía solo necesitaba algo de tiempo para pensar? ¿Qué opinas tú?
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