Atrapada
Nunca he tenido claustrofobia, pero he de admitir que el cilindro blanco del tubo de resonancias puede ser bastante agobiante. Aun así, para mí no era nada en comparación con la sensación de estar atrapada en mi propio cuerpo.
Llevaba ya cuatro días en el hospital y mis heridas físicas estaban sanando, no así las mentales.
Es extraño, muy difícil de explicar. Me sentía como si, de pronto, mi yo corpóreo no fuese real, como si solo fuese un lastre y lo único verdadero fuese mi yo interior, mi espíritu o como quieras llamarlo. Ese ente que constituía mi auténtica persona no dejaba de buscar la manera de escapar de su cárcel de carne, huesos y piel, antes de que esa maldita vena estallase y acabase con todos mis yoes.
La psiquiatra que vino a visitarme ese día me dijo que sufría una despersonalización.
Era una mujer de mediana edad, morena con una mirada muy fría. No me gustó. Se sentó delante de mi cama y empezó a explicarme la terapia que íbamos a seguir; fue en ese momento cuando me di cuenta de que debía protegerme. Mi cuerpo estaba enfermo, tal vez, de una curiosa e incomprensible forma, pero mi mente no. Yo era lo único que me quedaba y no iba a dejar que una psiquiatra empezase a hurgarme en la cabeza.
—No quiero terapia —esa fueron las primeras palabras que dije en tres días, las primeras que formaban una frase.
—Cariño —intervino entonces mi madre—. Llevas días sin decir una palabra, apenas comes y no duermes.
Me volví hacia mi madre y la miré por primera vez recuperando la unidad de mi cuerpo y mi mente. Ambos estaban de acuerdo en esto.
—No quiero terapia —repetí.
En ese momento dos suaves golpes me alertaron de que alguien más había llegado a la habitación. Era Álex.
"Por fin se atreve a aparecer" pensé, sorprendida por la furia que se apoderó de mí. Al fin y al cabo, él conducía ese maldito coche.
Por culpa del accidente ahora sabía que iba a morir. Es mucho más fácil pensar que tienes toda la vida por delante, pensar que siempre tendrás tiempo de arreglar tus errores, de caerte y volverte a levantar...
En ese momento hubiera dado cualquier cosa por volver a ser esa chica ignorante, y culpaba a Álex de no serlo.
—Hola Luci —dijo. Parecía que le costaba un enorme esfuerzo entrar.
La psiquiatra se levantó entonces, muy digna, y lanzó su fría mirada sobre mí.
—Volveré más tarde —dijo.
—No se moleste —respondí.
—¡Lucía! —Me regañó mi madre.
Sin embargo, la psiquiatra estirada nos ignoró a ambas y se marchó. Un instante después, mi madre se volvió hacia Álex.
—¿Cómo estás, cariño? —Le preguntó, aunque noté su tono forzado. Ella también le culpaba.
—Bien, Carmen, gracias por preguntar.
—Me alegro —mintió ella, después cogió su bolso y se dirigió a la puerta—. Voy un momento a la máquina a por un café. Os dejo solos.
No esperó respuesta y desapareció. Álex por fin reunió el valor para mirarme a los ojos y se acercó un poco a la cama. Se quedó a los pies.
—¿Cómo estás? —Preguntó.
Conté hasta tres, despacio, sin dejar de mirarle, esperando a que mi ira se aplacase, pero eso no pasó. Pensé que debía pretender que me importaba lo más mínimo, porque eso había pensado siempre. Creí que debía agradecer su visita porque eso era ser bien educada, porque al fin y al cabo era mi novio y yo debería estar contenta de verle. Pero no, no pude.
Habían pasado cuatro días desde el accidente y él no había tenido el coraje de venir a verme. Habían pasado cuatro días desde que mi mundo se había derrumbado a mi alrededor y la persona que se suponía que era la más importante de mi vida no había estado a mi lado. Había huido a la seguridad de su vida mediocre y sana, de su cuerpo sin taras, como una rata inmunda. Me había dejado sola ante el miedo y el dolor. No, no se merecía mi agradecimiento ni mi comprensión.
—¿Es que te importa? —Repliqué, con acidez.
—¿Cómo puedes decir eso? —Contraatacó.
—Estaba convencida de que ni siquiera vendrías a verme —dije, calmada—. Tienes un dilema, si ahora me dejas serás un grandísimo hijo de puta que abandona a su novia moribunda. Seguro que has estado dándole vueltas.
—No sabes lo que dices, Lucía.
—No me trates como una imbécil Álex, como si no me diese cuenta de nada. Dejemos de fingir de una vez.
Álex abrió la boca para responder, pero no dijo nada, de modo que continué hablando.
—Cuando una persona quiere a otra, y esta descubre que es posible que muera pronto, lo que espera es ver a quien ama correr a abrazarla. Espera consuelo e incluso mentiras, espera oírle decir que todo saldrá bien, que estará a su lado pase lo que pase. Pero, ¿sabes qué he visto cuando has entrado a la habitación? —Álex suspiró y bajó la mirada, pero no contestó—. He visto a una persona que no quiere estar aquí, a alguien que preferiría estar entrando a una cámara de tortura antes que a esta habitación.
—Lucía, yo...
—Ya sé que no me quieres, ya hace tiempo que no —repliqué, la calma se desvanecía y los ojos me picaban—. Yo tampoco te quiero a ti, por eso lo voy a poner fácil para ambos. No quiero volver a verte, no vuelvas a visitarme, no preguntes por mí... No vengas a mi funeral. Olvida que existo, porque yo no voy a dedicar un segundo más de lo que me quede de vida a pensar en ti.
El alivio en sus ojos fue doloroso.
—Siento que haya pasado esto —dijo, mientras yo rezaba por que se marchase antes de que rompiera a llorar—. Adiós Lucía.
Dos lágrimas resbalaron por mis mejillas en cuanto él salió por la puerta, aunque no lloraba por él, no. Lloraba porque con él parecía irse todo lo que sí me importaba, la persona que yo había sido.
La Lucía de hacía cuatro días no era la mujer más feliz del mundo, pero en ese preciso instante deseé con todas mis fuerzas recuperarla.
Fue entonces cuando una figura de bata blanca apareció silenciosamente en el umbral. El doctor Soler me miró con una expresión extraña, algo incómoda.
—¿Cuánto tiempo lleva ahí? —Pregunté secándome las lágrimas.
—El suficiente.
—Bien, espero que le haya gustado el espectáculo.
—Veo que ya hablas —comentó él, ignorando mi comentario.
—Tendré tiempo de sobra para estar callada pronto.
Soler parpadeó con sorpresa y yo también me quedé atónita. Ni siquiera sabía que tenía ese humor tan negro.
—La doctora Casanueva me ha dicho que no quieres terapia —cambió él de tema.
—No hablaba porque no tenía nada que decir —contesté—. Pero no creo que la falta de ánimo para estar de cháchara sea un problema demasiado grave teniendo en cuenta la situación.
—De acuerdo, si no quieres hablar con la doctora no insistiremos —replicó él—. Pero creo que debería mandarte una cita para dentro de un mes. Si entonces sigues sin querer terapia, no te obligaremos.
Un mes... Ni siquiera me había permitido el lujo de pensar más allá del minuto siguiente, y ahora el doctor me hablaba de una cita dentro de un mes. Mis esquemas mentales se tambalearon.
—¿Voy a vivir tanto? —Me atreví a preguntar.
Al principio él me miró fijamente durante unos segundos, como si no comprendiera mis palabras. Después cerró la puerta tras de sí, y se sentó en la silla que poco antes había ocupado la psiquiatra.
—Tienes una lesión cerebral de un tamaño y gravedad considerables en un lugar poco accesible de tu cabeza. No estás en la mejor de las situaciones. Pero se trata de algo congénito que has tenido ahí probablemente durante mucho tiempo. Lo hemos encontrado por casualidad, no porque haya dado síntomas, y eso es bueno —dijo con una pasmosa e irritante tranquilidad. Suponía que, para ellos, los médicos, casos como el mío eran el pan nuestro de cada día—. Además, eres joven, lo que facilita la posibilidad de encontrar el tratamiento adecuado.
—Pero no pueden quitármelo.
—No, no podemos, es muy arriesgado.
—Entonces estallará.
—No podemos saberlo —contestó él—. Podría estallar, o podría no hacerlo nunca.
—¿Y qué pasará si lo hace?
El doctor Soler me miró a los ojos. Me di cuenta entonces de que se esforzaba cada minuto por mantener una máscara de seriedad, por ser el médico que sus pacientes necesitaban que fuese, pero que debajo de esa fachada había otra cosa. Me fijé en el color castaño dorado de sus ojos, en el ligero fruncimiento de sus cejas que formaban un arco poco pronunciado, y en esos detalles descubrí una preocupación genuina.
De pronto sentí que mi ira y mi miedo se aplacaban un poco. Al menos hasta que volvió a hablar.
—Si estallara, entrarías en coma y, si no llegásemos a tiempo, probablemente morirías.
Y ahí estaba otra vez. Mi corazón llevaba días sin latir, congelado en el momento en que se dictó mi sentencia, pero de pronto rugió como una maquinaria vieja. Dejé caer un poco mi propia máscara, solo por un instante, solo ante el doctor Soler.
—No quiero morir —susurré, aterrada.
—Haremos todo lo que esté en nuestra mano para evitarlo, Lucía.
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¿Qué te ha parecido la charla con Álex? ¿Y esta última conversación con el doctor Soler?
Si te ha gustado, dale una estrella y sigue leyendo. Te dejo una cita interesante...
"La vida es tan incierta, que la felicidad debe aprovecharse en el momento en que se presenta." Alejandro Dumas
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