12. Más Cambios

Los siguientes seis meses se pasaron experimentando con el método de prueba y error. Ambos se pasaban leyendo en internet acerca de todo lo que debían hacer y cómo hacerlo para satisfacer al otro y luego lo probaban en sus cuerpos. Se comunicaban a la perfección, se decían lo que querían probar y se comentaban lo que habían sentido, de esa manera fueron conociendo sus propios cuerpos y sabiendo lo que a cada cual le gustaba más o le hacía enloquecer. Daniel se acostumbró a los gemiditos de placer de Panambí y una tarde cuando venían de la clase de piano le dijo que lo que más le gustaba de ella era los dos sonidos que era capaz de emitir, aquel que sacaba del piano y aquel que sacaba de su interior cuando él la acariciaba.

—¿Hago sonidos? ¡Qué vergüenza! —exclamó ella pero él rio y la miró a los ojos deteniéndola.

—Me encantan esos sonidos, me dicen que te gusta lo que te hago —dijo él.

—Claro que me gusta lo que me hacés —gesticuló ella y por primera vez en todo ese tiempo se dieron un beso fuera de la habitación.

La relación que tenían o lo que fuera que hacían lo mantenían en secreto, para evitar problemas con Arandu o con cualquiera. Además, ambos creían que no necesitaban contarle a nadie lo que pasaba entre ellos, porque al final de cuentas, eso le pertenecía solo a ambos.

Aun así Anita lo sabía, ella había ayudado mucho a Panambí con tips sobre como aprender a relajarse o como acariciar a Daniel. Después de todo Anita tenía mucha experiencia, ya que se había iniciado temprano, justo un mes después de haber cumplido los catorce, según le había dicho a su amiga.

Dani pensaba que Panambí era genial, ella le dejaba probar lo que quisiera y lo ayudaba a conocer su propio cuerpo experimentando en él. No sabía lo que tenían, sólo que la quería mucho y que le encantaba tener sexo con ella. Para Panambí, eso era amor, ella lo amaba y quería demostrárselo de todas las formas posibles, quería que él sintiera el amor a través de sus besos y sus caricias.

Luego de haber probado unas cuantas primeras veces, por fin dejó de dolerle. Daniel aprendió a aguantar un poco más y posteriormente, con ayuda del tiempo y de la práctica, lograron mejorar sus momentos. Ambos le pusieron tanto empeño y dedicación al cuerpo del otro y a tratar de satisfacerlo, que en poco tiempo se volvieron bastante buenos, y en ese momento es cuando más gusto le encontraron a sus encuentros y ninguno de los dos podía dejar de pensar en volverlo a hacer.

Se deseaban con locura, se tocaban, se besaban y se amaban cada vez que podían. A veces se conformaban con caricias prohibidas mientras subían en el ascensor vacío los dieciséis pisos para llegar al departamento de Dani, o en la biblioteca de la profe Raquel en la cual supuestamente entraban a leer mientras ella les daba clases a otros niños. Y otras lograban concretar los encuentros cuando Alicia salía con Paulo o cuando quedaba profundamente dormida.

Por lo demás, la vida seguía sucediendo aunque ellos no tuvieran cabeza para darse cuenta de nada más que de sí mismos y el mundo de descubrimientos que estaban realizando.

Alicia y Paulo se encontraban en una encrucijada, una gran oportunidad laboral había surgido en ese tiempo y Paulo debía tomar una decisión importante, su carrera o la familia que estaba intentando construir. Alicia sin embargo no creía que estuviera creciendo en su trabajo y se encontraba en ese momento de la vida en donde uno se plantea si valió la pena todo lo que hizo hasta allí. Los sueños que había tenido alguna vez no se habían cumplido y se sentía estancada, apagada.

Arandu tenía nuevos amigos, Raúl y José, un par de chicos de la calle a quienes había conocido a raíz de que siempre venían a comprar cigarrillos del quiosco. Ellos no tenían mucho qué hacer, o en realidad no querían hacer gran cosa. Se habían criado en las calles limpiando vidrios y pidiendo limosnas, no entendían ni aceptaban por qué en el país había tantas diferencias sociales. Estaban llenos de odio y recelo, todo lo que habían vivido desde que tenían uso de razón era el desprecio de la sociedad. La gente les gritaba cuando les limpiaban los vidrios, les ofendían y los maltrataban, sin embargo, siendo simples niños no sabían el porqué de aquello si no estaban haciendo nada malo, sólo lo que sus padres le habían pedido para ganarse el pan de cada día.

En aquellos autos cuyos vidrios limpiaban, solían ver niños con otra suerte, tenían juguetes lindos, comían galletitas y jugos, tenían mamá o papá, iban a la escuela. Ellos sin embargo, no podían aspirar a aquello. Para protegerse del frío o del hambre, debían recurrir a la droga, a la cual accedieron desde los ocho o nueve años, «cola de zapatero» metida en bolsitas. La aspiraban y se perdían en ese fuerte aroma hasta perder la conciencia del mundo y poder superar el dolor que el estómago hambriento les producía. Luego pasaron al crack y después se hicieron expertos en venderla a niños más pudientes con ganas de experimentar. Eso daba plata fácil y conseguía más drogas para ellos.

Panambí los vio un par de veces rondar el quiosco pero no les dio importancia, ella estaba en una nube de amor y pasión, no había nada malo en el mundo para ella. Raúl y José se hicieron amigos de Arandu, y pronto lo invitaron a salir con él. Este se sintió incómodo en un mundo que desconocía, pero luego de haber probado una pizca de lo que sus amigos vendían y de haber olvidado por un rato las tristezas de su alma frustrada, se encontró pensando que era justo para él conseguir un rato de descanso, tanto físico como mental, un rato en el que pudiera distraerse de todo aquello que lo aquejaba.

La salud de Don Enrique fue empeorando lentamente, porque mientras su hijo trabajaba y su hija estudiaba, él seguía fumando, seguía envenenando su cuerpo con aquello que era su vicio desde los diez años y de cuyas garras no podía escapar, aun cuando sabía que lo guiaba a la tumba misma.

La única que se daba cuenta que algo había cambiado en sus chicos era la maestra Raquel. Ella secretamente sabía que Panambí estaba enamorada de Daniel desde el principio, por supuesto que la niña nunca se lo había dicho, pero bastaba con verla mirarlo a los ojos o cuando ejecutaba el piano. La profesora pensaba que el chico no sentía lo mismo por ella, pero últimamente había fascinación en la mirada de ambos y la tensión sexual podía ser percibida a distancia.

Esperaba que el chico no lastimara el corazón de la soñadora Panambí, aquella que pasaba horas leyendo libros de romance e imaginando en su cabecita historias similares. Se notaba que era un alma sensible, solo alguien así podría expresar la música como ella lo hacía, solo alguien sensible, apasionada, amante del amor. Pero se preocupaba por ella, estaba sola en la vida y no tenía nadie en quien confiar o con quien compartir las famosas «cosas de chicas».

Raquel era una persona mayor pero sabía que el mundo de ahora no se movía como el de su época, las chicas eran más liberales y ya no había restricciones. Temía por ella, porque su futuro se viera truncado como el de todas las chicas de su clase, que terminaban embarazadas y tiradas en las esquinas pidiendo limosnas. Raquel había trabajado por años con niños de clase baja y sabía que aunque tuvieran talento muchos acababan en nada, porque salir de la pobreza no era sencillo, terminaban envueltos en drogas o en algún embarazo precoz. Ella temía por la suerte de Panambí, que aunque talentosa no tenía los medios para sobresalir, era muy joven y el chico también, además que aunque no era adinerado, al menos era de clase media, seguro accedería a estudios universitarios y tenía toda una vida por delante. Si algo fallase en esa relación, era Panambí la que tenía todas las de perder, pero ella no sabía cómo decírselo sin que se lo tomara a mal, como hablarle sin que se enojara. Después de todo nunca habían hablado de cosas tan personales.

6Cola de zapatero: Cemento de contacto.

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