8- Olivia


El novio de mamá estaba sentado tras su espalda, era el padre de Abbi. Olivia tenía el deseo de saludarlo, pero no podía, quería jugar con sus hermanas a piedras, papel y tijeras, como ellas estaban haciéndolo, pero eran incapaz de dejar de apretar sus manos, deseaba escuchar el discurso de su madre, pero tenía la mente en otros asuntos.

Olivia estaba sentada al lado de la baranda que separaba la pasarela del primer piso hacia la planta baja, de allí podía escudriñar a toda la multitud del pueblo, entre los barrotes. Buscó en la tumultuosa y quieta muchedumbre a alguna de sus amigas.

Encontró a Cacto muy cerca del escenario, su corazón se hincó de amor. Cacto estaba sentada, cruzada de piernas, ataviada con un fino vestido de bordados consecutivos como rayas de estática, era negro y le llegaba hasta los talones, parecía una novia de oscuridad. Y sus zapatos de charol le sentaban de maravilla, llevaba lo labios rojos, tal como le había contado a Olivia que los usaría.

Anheló con todo su corazón estar en el piso de abajo para tomarle la mano y susurrarle que todo iría bien. Porque Olivia necesitaba que alguien le dijera que todo iba a estar bien. Quería un abrazo, como cuando era niña, sus ojos se pusieron vidriosos.

Sacó su teléfono celular del bolcillo de su vestido. Escribió rapidamente una súplica a Cacto:

«Necesito tu ayuda, por favor»

«No sé qué hacer, creo que estoy en peligro»

«No sé quién soy, Cacto»

«No sé quién soy»

Observó atentamente a su amiga, para comprobar si ella cogía el teléfono, pero lo más probable es que se lo hubiera dejado a sus madres, para no distraerse, o lo hubiera apagado. Repiqueteó sus uñas contra el móvil. Aguardó con el corazón en la boca y desistió. Cacto estaba escuchando la oratoria de su madre, con la mente en sus propios problemas.

Con desilusión guardó el móvil perezosamente en el bolsillo y lo cerró.

No iba a culparla.

Olivia perdonaría a sus amigas incluso si ellas le clavaban un puñal en el corazón. Olivia sabía perdonar, sobre todo a ellas que eran como sus hermanas, sus almas gemelas y ella las engañaría.

¿Y si Cacto recibía el destino de ser un sacrificio? ¿Con que cara la miraría cuando ella leyera otro futuro en el papel? ¿Cómo podía permitir que Cacto muriera y ella inventarse un destino?

Y es que nadie mentía, no decir la verdad ese día era un acto mucho más inmoral que asesinar. A nadie se le ocurriría. A nadie que no fuera un monstruo.

Por eso no existía algún sacerdote o guardia que leyera contigo el papel, no podías decir: «Vaya, mi destino dice que seré una millonaria ejerciendo abogacía, me casaré con el amor de mi vida y moriré a los noventa» porque Reino te creería, pagaría tu escuela en la carrera de leyes, elegirías al chico que más te gusta y Reino te lo daría, junto con todo lo demás, porque era tuyo, era tu destino. Pero la fuente no te perdonaría por tu desobediencia, por inventarte un destino que no te otorgó en toda su divinidad. Ella te castigaría con una enfermedad. Y si al segundo año de tu carrera de abogada la piel comenzaba a caérsete a tiras y los ojos se te derretían como cera, era evidente que habías mentido.

Con el tiempo la verdad sale a la luz.

Pero no para su familia que había descubierto la manera de pasar la maldición. Alguien debería pagar por sus pecados, alguien inocente, pero alguien, como dijo mamá, que nadie extrañaría.

Un don nadie, un preso, tal vez, o un mendigo. Alguien que nadie extrañaría.

Una asesina. Y una mentirosa. Con la sonrisa de un ángel benevolente. Ya no sé quién soy. Quién soy.

No podía creer que mentiría frente a todo el pueblo, engañaría a las personas que más la amaban, a ella y a su familia. Al entrar a Catedral, como ese año y todos los otros, los pueblerinos se aventaron en aluvión a saludarlos, estrechar manos o besarlos. Los estimaban tanto que querían compartir siempre un segundo de su tiempo con ellos, y a Olivia le encantaba regalarle del suyo, les daría toda su vida si pudiera, cada minuto.

Pero ahí iba a estar ella, arriba del escenario, mintiéndoles.

De repente sintió repugnancia por su hermano Darius, y rapidamente una castigadora vergüenza. No era común que engendrara esos pensamientos. Debería avergonzarse de tenerlos. Es tu hermano, Olivia, se dijo. Debes perdonarlo y amarlo, Darius solo siguió ordenes de mamá, él debió haber estado igual de asustado que tú este día, él también ama a la gente de Reino, al igual que tú. No lo juzgues. Perdona.

Pero cómo iba a perdonar a ese maldito cínico. Olivia apretó sus dedos, tan fuerte, que crujieron.

Hace cinco años él había mentido a todo el pueblo, a la fuente que tan sabia te concede tu destino. Olivia lo recordaba. Habían entrado a Catedral alegremente, habían saludado a todos con cortesía, regalando besos, abrazos, segundos, tiempo y vida, compartiendo elogios. Se habían sentado en el piso superior mientras su padre daba el discurso de apertura porque en aquel entonces él había estado vivo.

Darius se había colocado a su lado y su madre al otro. Flanqueada. Ella se había reído de la torpe idea de que eran un sándwich, su hermano un pan, su madre otro y ella... no sabía qué ser, pero le resultaba divertido de todos modos. A sus trece años solía reír más.

Su hermano le había pellizcado la mejilla con ternura cuando la había oído reír distraída en el discurso, porque siempre había hecho eso y a ella le encantaba. Darius era su chico favorito. Era elegante, atento, gracioso e inteligente. Siempre tenía tiempo y cariño para ella. Daba los abrazos más fuertes y los saludos más desgarradores.

Cuando su padre había finalizado la oratoria, así como su madre estaba finalizando ahora, él se había levantado de su asiento, no sin antes guiñarle un ojo a Olivia, para decirle que todo iría bien y había bajado hasta el altar de la fuente, porque siempre la familia real comenzaba y si ese año no había nadie real iniciaba el ritual un voluntario de dieciocho años que quisiera empezar. Darius había bajado las escaleras mientras todos lo aplaudían, así como ella bajaba los escalones con una sonrisa mientras la multitud estallaba en vítores y la alentaba a escoger su destino entre todos los papeles que flotaban.

Había saludado con una mano alzada al pueblo y Olivia hizo lo mismo antes de subir el primer escalón del altar.

Él había visto a su madre que lo esperaba tras el atril para darle un caluroso abrazo y susurrarle en el oído: «Haz lo correcto, Darius»

—Haz lo correcto, Olivia.

La multitud había estallado enternecida, prologando una exclamación de cariño, como si ellos recibieran ese afectuoso abrazo. Entonces él había respirado una gran bocanada de aire y se habían inclinado a la fuente, había cogido una papeleta mojada, había agitado el papel y ¡CAÑALLA! ¡MALDITO! ¡CÓMO PUDO!

Continuar con el deber real. Ese había sido su destino todo el tiempo. Ese debía ser el destino de Olivia. Sus ojos se empaparon.

Darius, el mentiroso, el maldito hijo de perra, estaba mirándola desde el piso superior, así como sus hermanas, Bianca, sus amigas, todos la miraban. Esperaban.

Las palabras fueron escribiéndose de a poco en el papel, porque primero estaban todos en blanco, sus manos brillaban porque estaban empapadas de esa agua dorada y mágica. Y su destino fue revelado ante sus ojos.

Ahí estaba, riéndose de ella. Burlándose.

Continuar con el deber real.

Ese había sido siempre. Siempre. Siempre. Se suponía que sería el mejor día de su vida. Olivia abrió la boca, pero no pudo soltar ni siquiera aire. Las palabras. Tenía que vomitar las palabras mentirosas como si fueran un virus y todo habría acabado. Finalizado como una obra, un crimen que nadie vería, un sueño que acabó porque ella despertó. Porque alguien más pagaría con la maldición, con el pecado, alguien que nadie extrañaría, dijo mamá.

Su madre la esperaba detrás del atril, le dio la espalda al público para encararla y dedicarle una mirada fija, desesperada de advertencia. «Haz lo correcto, Olivia»

El público esperaba, atento, sin aliento, incluso el aleteo de una mariposa hubiera silenciado el hilo de voz con el que Olivia leyó su destino:

—Serás sacrificada en abril para construir un puente.

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