79- Olivia.
Olivia estaba esperando a que papá viniera. Él era como las pesadillas: siempre llegaba de noche.
Ese día él iba a enseñarle tiro con armas porque era su cumpleaños número diez y ya tenía fuerza suficiente en los brazos para soportar el latigazo rencoroso que suelta la bala cuando es disparada. Ella estaba sentada en la cama con una navaja en la mano, la había fabricado con la suela de su zapato de cuero, la había secado al sol y la había afilado contra la piedra del suelo.
Desde que había cumplido seis años se le había metido en la cabeza que tenía que matarlo, así se liberaría de todas sus estúpidas clases de combate. Además, acabar con su vida sería tan pero tan divertido que no se le ocurría otro mejor regalo de cumpleaños.
Siempre fantaseaba con hacerle daño y demostrarle que ella tenía carácter, que era la bestia que él había tejido día tras día. Pero desde que lo apuñaló erróneamente en el pecho papá se había tomado precauciones, ahora no le dejaba nada de filo, ni siquiera espejos o muñecas de porcelana o cualquier cosa que pueda ser utilizada como arma.
De seguro las balas de esa noche, serían de goma y papá la vería practicar con balas reales: «Un movimiento pequeña y te vuelo los dedos del pie ¿Ah no me crees?»
También le había puesto seguridad, y cada vez que caminaba por el castillo normal donde vivían los sirvientes, su hermano y sus padres, era escoltada por Bianca o por Mike Lana, de modo que tampoco podría tomar algún arma allí. En los desayunos con su familia tenía cubiertos sin punta como cuchillos de untar manteca y cucharas, jamás le daban un tenedor. Sus profesores la obligaban a usar plumas de pájaros y tintero en lugar de lápices o biromes.
Cuando en verano iba a la Juventud Dorada y acampaba con el resto de los niños sosos, los guías no le permitían participar de ciertas actividades como cacería, cocina, uso de navajas y sogas: «Tu papá ya nos dijo tu problema» le decían los guías. Desconocía la mentira que su padre les había inventado, tal vez había dicho que no quería ensuciarse las manos o que tenía horarios de siesta muy estrictos. La verdadera razón era que tenían miedo que matara a los adultos guías de la Juventud Dorada o a sus compañeras de carpas.
Y la miraban, ah, cómo la miraban. La hacían sentirse la única humana, en un mundo de ojos desconfiados.
Una vez había tratado de estrangular a su niñera con los ribetes que le ataron en el cabello. La hizo tropezar, una vez en el suelo la montó por la espalda, le rodeó la cadera con las piernas y presionó. La mujer logró incorporarse porque ella tenía ocho y era delgada, pero por más que trató de sacársela de encima no pudo, la niña seguía prendida a su espalda como una garrapata, sin aflojar la cuerda del cuello. La niñera tuvo que revolverse en el suelo, aplastarla con las paredes y aporrear la puerta con los puños para llamar a los guardias. Así logró salvar su miserable vida.
Desde ese día le habían asignado a la criadora Bianca, que cada vez que veía un pensamiento impuro en el rostro de Olivia le daba un rapapolvo y le dejaba los dedos marcados en la piel. Olivia amaba tener marcas en la piel porque eso provocaba que los odiara más e imaginara venganzas más creativas.
Y en el colegio la vigilaban, no sabía si era Mochina o Cacto, pero una de ellas de seguro era una asquerosa rata de alcantarillas. Soplona. Espía ¡Una de ellas era una traidora! O tal vez las dos.
Es que esas inadaptadas ni siquiera tenían el cerebro suficiente como para camuflarse, se habían hecho grandes amigas al día siguiente de la segunda vez que trató de matar a papá. Dos niñas asustadillas, hijas de los amigos más íntimos de sus padres, alguno de esos cortesanos lame culos o empresarios regordetes. Al principio le tenían miedo, pero luego habían aprendido a fingir mejor, gajes del oficio u experiencia, Olivia se negaba a creer que de verdad le habían tomado cariño.
Pero esas mocosas siempre por accidente se llevaban los pocos lápices y bolígrafos que conseguía, le pedían prestados los aretes y las cadenas y jamás se las devolvían o siempre que compartían almuerzo elegían, para las tres, cubiertos de plástico y luego se aseguraban de desecharlos. Incluso la acompañaban siempre al puto baño.
Una vez, cuando estaban en los vestidores para las clases de gimnasia, ella se desnudó frente a sus amigas y le tiró la ropa en la cara, quería que la notaran, que vieran todas las cicatrices que había en su piel. Como aquella que se veía idéntica a una serpiente y estaba bajo su ombligo, se la había hecho papá cuando practicaban con espadas. Pero ellas fingieron que no veían nada.
«¿Te gusta esta serpiente Cacto? Le puse Tansa y le gusta enroscarse en los cuellos de las mentirosas»
«Por la diosa, Olivia, no nos muestres tus marcas de nacimiento» había respondido Mochina y el asunto había muerto.
Por el momento se divertía aparentando inocencia, ellas jugaban a ser sus amigas y Olivia jugaba a creerles. Cuando ellas la invitaban a su casa a hacer pijamadas o le escribían cartas de amor sonreía, pero no de cariño o ternura, sonreía porque veía su movimiento en el tablero y estaba ansiosa por hacer el suyo.
Pero esa noche, a los diez años, mientras lo esperaba con la improvisada cuchilla que había creado con la suela de su zapato, jugaría con papá.
Lo había escuchado hablando con Cratos el otro día, ella se había negado a entrenar.
A veces todavía conservaba ese salvajismo libre, desde los cinco había aprendido que llorar con papá no tenía resultado y que si no hacía lo que hacía la encerraría. No podía negarse a los entrenamientos, por más que la agotara, debía seguir. Era una regla básica para ella, natural. Pero a veces, volvía a ser una niña. A veces regresaba esa sensación de negación y lloriqueaba para que él tuviera piedad.
Nunca la tenía.
Pero luego de que intentara asesinarlo a los seis años, a una edad en donde otras niñas lloran cuando se le raspan las rodillas o le tienen miedo a la oscuridad, papá había decidido que sería mejor entrenarla día por medio. «Dejemos que tus nervios descansen» Así podría dormir por las noches y fingir mejor para Reino que ella era una princesa que conocía la compasión, la paz y el amor.
Una niña que vivía dos vidas, una que es mentira y la otra que es una oscura realidad, estaba destinada a convertirse en algo peor que un monstruo: en Olivia.
Pero es que Olivia tenía que fingir porque si no papá mataría a Darius y a mamá, ella no podía permitírselo. Para entonces no sabía que Darius y mamá conocían lo que papá le hacía. Desconocía que su casa era un altar a las mentiras. Cuando se enteró... pero todavía no se había enterado.
Desde los cinco años él le había quitado todos sus cuchillos y dagas como castigo, pero Olivia siempre encontraba una manera de encontrar algo punzante. La suela de un zapato reseco. Entre cosas dañinas se reconocen.
Papá entró a la habitación con un arma en la mano. Ella le sonrió desde la cama, estaba vestida con su traje de entrenamiento y con su cabello pelirrojo atado en un moño. Su uniforme era una pechera de cuero de lagarto, pantalones abultados y de tela áspera y botas negras. Papá la apuntó con la pistola, entornó un ojo para fijar el objetivo y dijo:
—Las manos arriba, Oli.
Olivia desplomó la sonrisa que había creado como una carpa que se desmorona, alzó las manos demostrando el cuchillo rudimentario que había fabricado. Era como una estaca, lo arrojó coléricamente al suelo, a los pies de papá.
—¿Otra vez con eso? —inquirió él, cansado.
Ella no respondería.
—Feliz cumpleaños, querida —Papá nunca sonreía, pero usó su voz amable para indicarle que era una conversación entre padre e hija y no entre enemigos.
—¿Ya tengo carácter, papá? —preguntó gélida, bajó las manos y señaló la daga—. Algún día verás que tengo carácter.
—Matar no es tener carácter, necesito que seas calculadora, que no tengas piedad, que no haya ni una pizca de compasión innecesaria —le recordó con la voz endurecida y grabe, la de un comandante o un jefe—. También que seas inteligente y no te dejes engañar. Algún día alguien te engañará.
—Te mostraré que no tengo compasión, dame el arma y una bala... —El labio de Olivia se curvó burlonamente.
—Compasión innecesaria, querida, tener compasión está bien, pero no la deberías tener con cualquier monstruo...
—El único monstruo que conozco eres tú.
—Porque tienes diez. Eres joven. Algún día conocerás otro, necesito que no seas manipulable, que conozcas toda la oscuridad del mundo. Si no tienes el carácter ni la destreza suficiente para combatirlo, ese monstruo vil te empujará a Muro Verde y hará que destruyas a todo Reino ¿Quieres eso? ¿Quieres destruir a todos tus súbditos?
—No, solo a ti, papá.
—Hago esto para tu bien y para el de Reino. Lo hago por amor.
—Es mi cumpleaños ¿Me confesarás quién fue el que te dijo todo esto si no estaba en tu destino?
Papá miró la pistola que él cargaba, suspiró.
—Cuando seas más grande, mariposa.
Olivia se mordió la lengua, ojalá fuera una mariposa, ellas solo vivían once meses. Ni siquiera llegaban a darse cuenta de que estaban vivas que ya se morían.
—¿A qué edad? —insistió, cuando hablaba con él sonaba como una mujer irritada e indignada.
—Cuando seas...
—¡DAME UN NÚMERO! —rugió.
—A los doce.
—Once.
—Bien.
Olivia sonrió. Papá retrocedió un paso, inquieto, cualquier padre se hubiera puesto orgulloso al ver sonreír a su hija, pero él solo sentía miedo. A veces creía que ya había logrado que Olivia tuviera carácter, a veces pensaba que se había sobrepasado con su entrenamiento, pero la fuente solo daba órdenes no explicaciones.
Se prometió que podía esperar, papá también le había enseñado a tener paciencia, algún día serás una Reina, decía él, una Reina que deberá gobernar en tiempos oscuros, tu hermano no podría subir al trono, no tendrá experiencia en tomar decisiones crueles o pacientes, tú sí.
La Reina Roja quería llamarse, o aún mejor, a veces quería llamarse la Reina Negra. Él título estaba por verse.
A los cuatro meses de su cumpleaños número diez Olivia tomó su noche libre de entrenamiento para espiar a Darius, le gustaba ir a la zona concurrida del castillo y verlo dormir. Sentía tanta satisfacción, al verlo indefenso, que no podía entenderla.
Truncó la cerradura que la aislaba del resto. Atravesó los pasillos del ala abandonada del castillo donde ella vivía, sorteó los guardias y llegó hasta él.
Esa noche encontró la puerta cerrada, pero la habitación, tanto como su hermano, estaban despiertas. Podía ver un destello dorado escapándose del picaporte. Ella se sentó en el suelo y apoyó su oído contra la puerta, contuvo la respiración y sonrió al oír la voz de Cratos.
Había oído su voz muchas veces en el castillo, inexplicablemente porque se suponía que él estaba muerto. Pero cuando oía la voz no decía mucho y desaparecía, como si fuera una brisa. Era un alivio saber que no estaba loca, se sintió afortunada y ganadora.
—¡Deja de insistir en que me vaya de aquí, Cratos! —susurró vigorosamente Darius, como si quisiera gritar.
—Pero... —ahí estaba el sonido repulsivo de la voz de Cratos.
Era un primo lejano por parte de su padre, la familia había llorado mucho su cruel destino. Se suponía que debería estar muerto hace meses.
—Ni siquiera sabes qué es lo que ocurrirá... —refutó Darius, no lo dejaba hablar.
—Pero sé que es algo malo.
—¿No es que obedeces a la fuente todo el tiempo? ¿Por qué no dejas que a mí me suceda lo que me tenga que pasar?
—Porque contigo es diferente, no puedo permitir que mueras...
Olivia se colocó de cuclillas, con los pies flexionados y los talones en el aire, esa posición la usaba cuando quería saltar y jugaba a ser una rana. Si alguno de los dos abría la puerta ella correría... o no.
—¡Ni siquiera sabes qué es lo que pasará aquí! —murmuró Darius— ¿Y ahora voy a morir? ¿Por qué no vas y le preguntas a Grady Grimmer?
—Él no puede verme todavía...
—Por la fuente ¿verdad? La diosa te dijo cuándo tenías que verlo y obedeces.
—Sí.
—Entonces hazle caso en todo. Incluso cuando se trate de mí.
—Solo quiero que estés preparado, tus padres preparan a Olivia para lo que se avecina, pero a ti...
—Sé cuidarme solo.
Olivia escuchó un golpe. Era el sonido que provocaban las chuletas cuando la cocinera las aplastaba con un martillo para coserlas, también se oía similar a las zurras que le propinaba papá.
Cratos había golpeado a Darius.
—Vamos, defiéndete. Puedes ¿No es lo que dices? —un cuerpo cayó sobre la mesa de noche—. Tu hermana podría defenderse de mí y tiene diez años.
—Vete. Hace años que te fuiste, puedo manejarme solo.
—El otro día vi a tu padre caer al suelo y gritar, se contrajo de dolor, como si alguien lo estuviera apuñalando. La maldición lo atrapó, estoy seguro. Y su destino es acabar contigo.
Olivia abrió los ojos como platos, si la maldición había atrapado a papá después de tanto tiempo era que él no cumplía con su destino, pero en su destino solo pedía que fuera leal al amor de su vida, él había leído eso frente a miles de personas y era la historia que le había contado a Olivia.
¿Acaso era un mal esposo y por eso la fuente lo maldecía? Olivia rezó rapidamente a la diosa para que no tuviera misericordia con su padre.
—Eso es imposible. No puede atraparlo la maldición. Él se deshizo de la maldición.
Olivia asintió. Sí, papá no se moriría por la maldición, lamentablemente él ya había cumplido con su destino. Se había casado con mamá y le era leal. O al menos eso creía ella. Años después se enteraría que su familia, matando a inocentes, se liberaba de la maldición de la diosa y vivían las vidas que quisieran.
—Te digo lo que vi y lo que sé. Ustedes están confundidos. El ritual no sirve. La diosa finge ser engañada por la magia real, en realidad sabe que se deshicieron de las maldiciones. Torrenco...
Olivia frunció el ceño sin entender la última parte, se masajeó los oídos, segura de que había escuchado mal.
—No menciones a ese trasto asqueroso.
—Torrenco me dijo que yo perdería al amor de mi vida...
—Si me hubieses amado habrías dejado que la maldición te aniquile y me habrías permitido ir a Muro Verde contigo, como te pedí ¡Te dije que lo abandonaría todo para estar contigo! ¡Pero te acobardaste y decidiste cumplir con el retorcido destino que la diosa te legó! Ya tomaste una decisión. Ahora vete.
Las voces se apagaron y Olivia corrió de regreso a su cama para ir a soñar y asegurarse de que no había oído nada de ello.
Pero antes de conciliar el sueño ella se había percatado de dos cosas aterradoras.
La primera fue que Darius sabía todo lo que papá le hacía por las noches. Estaban al tanto de las torturas y el entrenamiento. Por eso no había ido a ayudarlo cuando Cratos le pegó. Porque se lo merecía por cobarde. Si lo sabía su hermano lo sabía su madre. Ambos la habían traicionado, eran igual de monstruosos que papá. Estaba sola en aquel castillo, era una prisionera y aun peor, estaba sola en todo el mundo.
La segunda fue que, de hecho, no le importaba.
Cuando cumplió once, celebraron una fiesta enorme, fueron todos sus compañeros de colegio de día, sus profesores, los amigos más cercanos de la familia, empresarios, actores famosos y las familias más adineradas de todo Reino.
La fiesta tuvo lugar al medio día en los jardines reales, bajo un sol caliente y deslumbrante. Olivia había elegido decorar todo con globos de colores blancos y rosas, que eran sus colores favoritos. Había decoraciones florales, juegos para los niños y una montaña de regalos en una mesa engalanada con moños enormes y manteles de algodón. Artistas, malabaristas y bufones hacían piruetas o soplaban pompas de jabón de colores, ella usó un vestido blanco y tacos por primera vez.
Sonrió para tantas fotos que terminaron doliéndole las mejillas. La última imagen que capturó el fotógrafo profesional fue una a pedido de Olivia con sus amigas, pidió que ambas se pusieran en el suelo y ella las apuntara con una hogaza de pan como si fuera un rifle. Colocó la barra de pan frente a su ojo entornado y la sostuvo como papá le había enseñado. La siguiente que capturó fue ellas tres riendo, pero ninguna tan divertida como la primera.
Ese día se le cumplían todos los caprichos a Olivia, por lo tanto, suplicó que en las últimas horas de la fiesta abrieran las puertas del castillo para que todos los ciudadanos de Reino, que tuvieran ganas de asistir a su cumpleaños, pudieran hacerlo. Le concedieron su deseo, un poco reacios, pero no podían negárselo enfrente de todos, se verían como unos tiranos, como los farsantes que eran.
Un periodista de la fiesta dijo que, al día siguiente, en primera plana, pondría un artículo que hablara de la indulgencia de la princesa.
Las puertas se abrieron y para su disfrute, sus padres y hermano se pusieron nerviosos, ellos tenían muchos secretos por ocultar, y las grandes multitudes los alteraban. Incluso Olivia se tomó el atrevimiento de hacer un brindis por los que se fueron y por Cratos que supuestamente llevaba meses desterrado.
Todos bailaron, comieron, bebieron y se la pasaron en grande en su cumpleaños. Los periódicos al día siguiente hablaron de la fiesta y de la generosidad desmedida de la familia real.
Esa noche papá vino para completar su entrenamiento, practicarían el tiro con arco, pero en lugar de puntas metálicas sus flechas tendrían ventosas.
Ella estaba sentada en la cama, esperando a que Bianca y otros sirvientes revisaran todos sus regalos y le dieran solo los que no eran peligrosos, filosos o contuvieran algo con lo que se pudiera dañar. La excusa que le habían dado a esas cabezas huecas era que Olivia tenía manos torpes y siempre solía romper todo, que era mejor mantenerla protegida.
Ah, y por qué no, también la tenían alejada de los dormitorios reales y de cualquier alma viva porque de ese modo ella podría aprender las artes de la meditación y, si quería cuando fuera grande, ser una sacerdotisa de la fuente.
Sin embargo, Olivia dudaba que Bianca y los otros sirvientes se lo creyeran. No podían ser tan tontos. Bianca fingía que les creía y seguía las ordenes de sus padres, así como una manivela es movida por los engranajes de un reloj. Le figuraba un poco vergonzoso y patético de su parte.
Papá entró a la habitación, le sonrió y ella le devolvió la sonrisa. No traía las armas con él. Seguramente ya las había dejado en la plaza octagonal que había en la parte abandonada. Él estaba vestido de traje dorado, todavía no se había cambiado desde la fiesta, incluso estaba peinado de la misma forma, en su cabellera morena tenía marcadas las lengüetas del peine.
—¿La pasaste bien, preciosa? —preguntó animado.
Había días en donde papá olvidaba que no era feliz.
Olivia pensó en fulminarlo con la mirada o en decir algo que le helara el corazón, pero creyó que sería más apropiado estar tan animada como él. La verdad era que después de un día alegre ella no sabía qué sentir. No sabía manejar la alegría y cuando ese sentimiento aparecía la dejaba desconcertada.
—Sí, me divertí con mis leales amigas —soltó una risilla infantil, como las que había liberado a lo largo de todo ese día.
—Fuiste muy dadivosa al dejar entrar a todos —Papá cerró con llave la puerta.
—¿Esos muertos de hambre? —preguntó balanceando las piernas con una sonrisita inocente—. Ellos fueron el verdadero espectáculo, la forma en que los veneran, parecen abejas hambrientas alrededor de azúcar ¿A qué no?
Papá tenía las manos escondidas detrás de la espalda, después de haber estado en contacto con niños de once años y con una Olivia que fingía ser como ellos, se había acostumbrado en unas horas a ignorar que jamás serían como el resto.
—No digas esas cosas de tu pueblo —aconsejó.
—Tú eres rey, es tu pueblo, papá, no el mío —Se quitó una pelusa de los pantalones de entrenamiento—. No creas que soy mala...
—Dices cosas malas.
—Me gusta verlos felices, solo que me parecen tontos —contestó encogiéndose de hombros.
—Ellos no tuvieron la educación que tú tienes, sabes más que un adolescente de secundaria con tus clases extracurriculares después del colegio. Y cuando vayas a la secundaria tu mente será la de un catedrático. Maduraste antes, es comprensible que los creas tontos. A veces, cuando tenías cinco años, hablabas con la madurez de una de quince.
Ja, Olivia había visto chicas de quince y ellas solo tenían flores en la cabeza, al menos tenían algo, los chicos de quince no tenían nada.
—No me siento tan lista —lamentó sintiendo cómo se desvanecía la felicidad de ese día y arreciaba el vacío frío que siempre la enajenaba.
—Oh, Olivia —comentó con las manos todavía detrás de la espalda, se acercó hasta ella y la besó en la frente—, eres lista y hermosa, eres mi pequeña mariposa.
Olivia quedó rígida al sentir el beso. Fue horrible. Ella estaba sentada en la cama, como todas las otras noches. Levantó la mirada hacia él, era tan grande como un gigante.
—¿Por qué me quieres si yo no te quiero a ti?
—Porque el amor no es tan pretencioso, no es un bumerang para volver siempre que lo avientas.
—Pero tú recibes mucho amor papá, de ese pueblo de tarados.
—Yo amo a Reino, lo adoro con todo mi corazón, Olivia, recuerda que sacrifiqué la crianza de mi hija para su seguridad. Que me dediques tanto rencor es comprensible teniendo en cuenta la intensidad de nuestros entrenamientos. Así que me tranquiliza que me odies, prefiero eso a que te odies a ti misma.
Se esforzó para sonreír, si a los dioses se los ama con miedo y a los amantes se los ama con locura, papá la amaba con asco.
—¿Qué tienes tras la espalda? —Olivia se deslizó hasta el suelo y cayó de culo sobre la loza.
—Es mi regalo para ti.
—¿Qué le das a una vida sacrificada? —preguntó frunciendo el ceño.
—Otra vida.
Papá le mostró que en sus manos tenía una pequeña maceta de papel. Había una hortensia plantada allí, crecían agrupadas en ramos al extremo de un tallo grueso y tan petizo como el tronco de un hongo. Cada flor individual de hortensia era relativamente pequeña; sin embargo, el despliegue de color se acrecentaba por un círculo de brácteas modificadas alrededor de cada flor.
Era una flor mágica que solo creía en las laderas del monte Funjo en la provincia de Bahana. Aquellas flores no creían con la luz del sol, se alimentaban de los cantos de los pájaros. Así que debería dejarla en el alfeizar de la ventana y rodearla de mijo para que se nutriera bien de las melodías. Es más, había leído por ahí que si las hervías en tu té te daban la capacidad de escuchar los colores por unas horas.
Olivia sujetó a las flores en sus manos y las observó anonadada. El repentino deseo de destruirlas la azotó. Tan solo tenía que comprimir los dedos y las flores serían aplastadas contra la tierra que las acobijaba. Pero no tuvo valor para asesinarlas, eran hermosas y mudas y simpáticas. Esas flores jamás traicionarían a nadie.
Años después tendría los mismos pensamientos con la bebé Abi.
Detestaba reconocer que papá le había despertado esa pasión en su vida: la botánica.
Papá la sujetó de los hombros en un inútil intento de abrazarla, porque la atención de la niña estaba puesta en aquellos pétalos suaves como la piel mojada. Sin quitar los ojos de su regalo ella murmuró:
—Hoy tengo once.
—Así es.
—Y me dirás quién te dijo que yo destruiría Reino si era una debilucha ingenua —musitó acariciando una hortensia.
Papá se frotó los ojos con la mano libre, suspiró y la soltó. Juntó las muñecas tras la espalda, como un prisionero. Caminó inquieto de un lado a otro de aquella habitación impersonal y fría, de roca, como solían ser los castillos antiguos.
—¿No podemos terminar este día feliz de otra manera? —esperanzó.
—Lo prometiste —negó Olivia, su voz denotaba severidad.
—Nadie me lo dijo, apareció en mi destino. Eso es lo que cree tu madre.
—Explícate.
Papá detuvo su caminata. El mundo siguió girando, los grillos continuaron chirriando y las personas soñaron como todas las otras noches, pero Olivia sintió que todas las otras cosas se detenían también. Ella odiaba el mundo porque siempre se quedaba atascado en los lugares de los que quería escapar.
Y cuando se trataba de escapar su padre y ella estaban realmente detenidos.
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