7- Kaldor.



Para desgracia de los jóvenes, cuando llegaron a Catedral el clima festivo no hizo más que empeorar. La gente bullía en una masa acalorada de padres que se tomaban fotografías con sus hijos, madres que retocaban trajes o vestidos, abuelos que contaban historias o jóvenes que se retorcían las manos con frenesí. Había muchos saludos, abrazos y besos.

Dentro de Catedral todo era de madera de cedro o roca. Los suelos planos formados por baldosas de granito casi ni se veían de tantos concurrentes que había. En la planta baja se ubicaban bancos donde estaban sentándose los familiares de los jóvenes. Había mil personas o más allí dentro. Los mirones y curiosos se paraban en los pasillos o esperaban a lo largo de la colina a recibir los chismes.

En la cima de la escarpada colina se arremolinaban pequeños quiscos que ofrecían alimentos apetitosos, carne asada, flores comestibles, frutas cubiertas de miel, sodas de cola e incluso bebidas alcohólicas. Allí estaba deambulando las criaturas que no tenían ningún conocido que afrontara el Ritual pero que aprovechaban el festival y la movida del Reino para entrar al castillo y caminar por los jardines reales o comer algún aperitivo.

Los guardias empujaron a los criminales a las primeras filas de bancos, justo al frente del escenario, así todo el mundo los vigilaría. El resto de los jóvenes normales al verlos pasar enmudecía o murmuraban entre ellos, acalorados. En un mundo en donde todos recibían su destino ir a prisión implicaba que la fuente quería alejarte de la sociedad porque eras una fruta podrida y si te encerraban antes del ritual implicaba que eras peor que una fruta podrida, un cáncer, tal vez, o fuego que lo consume todo.

 Los jóvenes normales vestían sus mejores galas, aunque no fueran las mejores, Kaldor se preguntó si ese era el uniforme de presidiario más elegante que tenía. No estaba emparchado y eso era algo.

Solo las primeras filas de bancas de madera eran ocupadas por los muchachos que en ese año obtendrían su destino. Todos jovencitos de dieciocho, ingenuos, pensó Kaldor, no sabían que el mundo era tan oscuro, los veía felices y se preguntaba por qué el no podía ser así. La felicidad nunca le había parecido algo difícil de alcanzar, era como sostener una hoja de papel, cosa fácil, las circunstancias lo volvían difícil, no es lo mismo sostener una hoja en tu habitación que en medio de un huracán.

Kaldor vivía en un huracán que lo vapuleaba de un lado a otro, sin concederle una piadosa muerte. Él quería morir hace tanto tiempo que ya no podía reconocer si dentro de él quedaba algo para fallecer.

Una fruta podrida.

Al final del recinto se ubicaba un altar escalonado donde estaba la fuente de roca con sus aguas quietas y doradas, como oro fundido. Tres escalones te llevaban a ella, ni uno más ni uno menos. La fuente era hexagonal y debía medir ocho metros de ancho y largo, tal vez más. Kaldor no era bueno para matemáticas, pero parecía una piscina extravagante, sin oleaje, pasiva, alerta, como una fiera antes de saltar sobre su presa.

Sobre ella flotaban millones de papeles en blanco, al igual que un lago de otoño con hojas muertas o mosquitos sobre agua estancada. Un arco de rosas blancas coronaba a la fuente como la tiara de una novia. Incluso el agua mágica y dorada desprendía un fulgor ligero y sutil que iluminaba las rosas.

El único otro piso con el que contaba Catedral también estaba repleto de bancos, pero allí se sentaban la realeza, los nobles con sus pelucas horrorosas y escandalosas y todos los otros gases hediondos de la sociedad. Olía a champaña ¿Estaban bebiendo? ¿Cómo se llegaba hasta ahí?

Kaldor alzó la cabeza hacia las pasarelas que se erguían sobre su cabeza, donde estaban ubicados los nobles. Localizó las escaleras a unos metros, eran de roca oscura, ladrillos opacos y aplanados con el correr del tiempo se agrupaban y torcían para llevarte al reino de poderosos.

¿Cuántos años tenía ese lugar? No podía preguntárselo a sus nuevos amigos porque no tenían pinta de chicos listos, con suerte sabrían leer, se dijo.

Kaldor, Cer y Río se ubicaron en el extremo de un banco, el resto de los jóvenes se apartó un poco. Las manchas de su piel se agitaban violentamente, atropellándose entre ellas, coagulándose o dilatándose, los otros presentes trataban de no verlo, les daba miedo. Una muchacha con ojos rasgados y vestido negro, una bruja tal vez, jugaba con el bordado de su falda y tenía la vista clavada en la punta de sus zapatos de charol.

Él recordaba que antes de llegar había estado parloteando alegremente, ansiosa, casi demente, como si quisiera entretener su mente en otro asunto que no fuera su inminente destino, pero ahora su lengua estaba quieta como el cielo de noche. El gato le había comido la lengua, o sus manchas.

—Oigan ¿Qué ven en mi piel? ¿Por qué la gente siempre evita mis manchas? —le preguntó a sus acompañantes.

Río estaba rasqueteando con la uña su cuerno derecho, ralentizó el movimiento hasta convertirlo en el fantasma de una voluntad pasada. Bajó la mano y se rascó la barbilla, pensativo, dilatando la respuesta para hacer cabrear a Kaldor. No necesitaba demorar mucho para enfurecer a Kaldor, él solo tenía paciencia con sus amigos y esa cabra olorosa todavía no calificaba para entrar en la lista.

Cer, por su parte, se tensó, sus hombros estaban crispados al igual que los de una estatua y le desvió la mirada, como si no lo hubiera escuchado. Kaldor la codeó para llamar su atención y el interés de sus ojos que era de un color avellana, su color favorito desde ese día.

Pero Cer continuó observando el piso superior, donde se agolpaban todos los nobles como garrapatas en la oreja de un perro.

Como no le respondió, le jaló el cabello disimuladamente, moviendo ambas manos porque las tenía esposadas, peguntándose si los guardias continuarían vigilándolos o si se habían ido porque ahora ellos eran presos de su destino.

Cer se volteó con el ceño fruncido, evidentemente molesta, apretó sus secos labios en una fina línea.

—No sé qué responderte Kaldor, si sacaras las manchas luces como un humano corriente y a mí me insultan.

—¿Te insultan? ¿Tanto te ofende que sea diferente?

—No, imbécil —contestó con aspereza—, literalmente me insultan. Tus estúpidas manchas me dicen cosas horribles. Son letras, palabras que vienen y van y me insultan.

Con que sabe leer.

—¡Yo veo rostros que sufren! Todos gritando con la boca abierta —el fauno imitó uno.

Un silencio poderoso se suspendió entre ellos. Kaldor sintió que la macabra pregunta que les había hecho tenía manos, habían aferrado su cuello con aquellos dedos malvados y lo había arrastrado kilómetros lejos de sus nuevos amigos. Nunca se había sentido así de diferente, extraño, como un bicho raro.

¿Debía matarlos a ellos también?

Se cruzó de brazos, enervado y se hundió en su sitio. Agitó los pies y se concentró en analizar sus zapatillas agujereadas y atadas con cinta adhesiva para que la suela no se desprendiera.

Eso hizo que Cer, en lugar de compadecerse de él, se enfadara. Qué chiquilla insolente.

—No te enojes conmigo, tu estúpida piel es la que me insulta.

—No estoy enojado —masculló Kaldor por lo bajo, no con ellos, sino con él.

Cer y Río habían sido las únicas personas que habían tenido la descortesía de responder a esa pregunta, nadie jamás quería hablar de lo que veían en sus manchas. No atinaba a deducir si eso significaba que eran personas decentes o, todo lo contrario, que por primera vez en su vida se había cruzado con criaturas tan desquiciadas y anormales como él.

—Qué más da que seas una especie rara, deforme y que nadie conoce —terció Río y Kaldor alzó la vista, en su rostro sentía latir una mancha oscura y densa—. Al menos no eres esos peleles parados en la entrada que su vida es tan aburrida que vienen a ver el Ritual de desconocidos.

Kaldor sonrió, ese tipo podía caerle bien.

—¿Qué clase de caras en pena ves? ¿Reconoces alguno?

Río meneó con la cabeza, pero no le sostuvo la mirada mucho tiempo, depositó sus ojos en los destellos dorados de la fuente, resplandecía como estrellas lejanas, como un deseo bien anhelado.

—Algunos gritan, otros lloran, no reconozco a nadie, pero me pareció ver a un compañero de celda, se movió rápido, no pude verlo muy bien.

—Tal vez será gente que sufrirá —aportó Cer y se encogió de hombros con indiferencia para aparentar que en realidad le daba igual, aunque Kaldor intuía que le gustaba hablar con ellos—, tal vez lo que leo son insultos que recibiré.

—Asesinaré a todo el que ose insultarte —prometió Kaldor.

Cer se inclinó sobre él, ligeramente, como si compartieran un secreto, clavó sus ojos en los de él, avellanas, el color más lindo del universo ¿Cómo el mundo podía tener un color como ese?

—Después de asesinar a la reina —le guiñó un ojo.

Kaldor asintió, no sabía qué responder, nunca había estado tan cerca de una chica, mucho menos una tan hermosa. Tampoco recordaba que una persona lo mirara con esa fijeza. Pudo notar un leve titubeo en la mirada de Cer, ligero, casi invisible, porque ella seguía contemplando en él insultos que se entretejían, palabras horribles, promesas insanas, sin embargo, aunque estaba tentada a desviarle la vista se esforzó por ignorar el deseo.

Se esforzó. Y ese fulano, Río, también. Se prometió jamás volver a pensar en matarlos, solo mataría si ellos se lo pedían. Después de todo faltaba poco para abril, para otoño, donde el mundo moría, los árboles se marchitaban, los ríos se aquietaban y la hierba se secaba. Podía contentarse con ese nivel de muerte.

¿Así se sentía estar ebrio?

—Nunca probé el alcohol —confesó.

—¿Vas a estar todo el Ritual diciendo cosas que no te preguntamos? —inquirió Río, cansado.

—¿Acaso yo pedí tu opinión de mi opinión?

—¿Acaso yo pedí tu opinión diciendo que no pediste opinión de mi opinión? —contraatacó.

—¿Acaso...

—¡Basta! —chilló Cer que estaba en medio de los dos—. Por la santa fuente—Se cruzó de brazos y de piernas y se hundió en el incómodo banco—, si quieren ir y acostarse no tienen que embriagarse para eso.

—No me gustan los animales, gracias —cortó Kaldor.

—¡Hibrido! Y al menos sé lo que soy, mancha de cocina.

—¿Mancha de cocina? ¿Fue lo mejor que se te ocurrió?

Río masculló algo por lo bajo, un insulto a él, de seguro. Sin duda alguna ese chico jamás estaría fuera de su lista de amigos.

Repentinamente la multitud hizo silencio.

—Mira, hasta cansaste a los civiles —señaló Río con su mano extendida a las personas que se apretujaban en las filas de bancos, detrás de ellos.

—No, peor que eso, miren —señaló.

Todos se pusieron de pie y como ninguno alcanzaba a ver, el trío se paró sobre el banco y se aferraron de los hombros de los demás adolescentes para lograr equilibrio. Kaldor se sostuvo de un humano de cabello color caoba que sacudió sus hombros y comenzó a pellizcarlo para que lo soltara, cada vez apretaba más fuerte su manchada piel, atenazando un trocito de carne que comenzó a sangrar sobre su traje, para alivio de Kaldor. El muchacho no sabía que podía despellejar a Kaldor y él no sentiría nada.

Por el pasillo de Catedral había desperdigado pétalos de flores, y sobre ellos caminaba la reina con una sonrisa de oreja a oreja, tan cálida y cordial que Kaldor supo inmediatamente que era falsa, porque así le sonreían reflejo a veces.

Detrás de ellas marchaban con los brazos extendidos, chocando dedos, estrechando manos, girando tontamente, sonriendo y regalando besos benévolos a gente desesperada por atención, todas sus hijas. Parecía que bailaban entre saludos y lo hacían con gracia, como el viento colándose entre tu ropa o meciendo las copas de los árboles.

Eran cinco en total ¡Vaya, cinco! ¡A esa reina no le gustaba cerrar las piernas! ¡Mierda santa! ¿Habrían sido todas por parto natural? ¿Le había dolido? Ojalá que sí. En la cárcel se necesitaría a una mujer como la reina que quisiera follar todo el tiempo, pero Kaldor ya no estaba en la prisión, se dijo.

—Diablos, Kal —comentó Cerezo, a él le gustó que lo llamara Kal y no Kaldor, casi podía hacerle creer que no eran dos desconocidos—. Con razón quieres matar a esa mujer, es una idiota.

—¡Sonríe tanto que parece borracha! —observó Río, otra vez hablando indecentemente alto.

—Aprovecha, tal vez le gusten los animales —se burló Kaldor dándole un golpecito en la nuca.

—Tal vez le gusten las manchas.

—¡Deja de copiar todo lo que digo! ¡Maldita sea!

Parecían los únicos que les molestaba ese asunto de la entrada alegre y excéntrica porque todo el resto de los presentes estaba encantando, se esforzaban por contenerse y no abalanzarse a besarle los pies.

La reina se ubicó tras un atril que colocaron, mientras todos estaban distraídos viéndola llegar, en el primer escalón del altar. La fuente iluminaba su espalda. Tenía la cara maquillada grotescamente y una túnica rara le llegaba hasta la planta de los pies, como una sábana cubriendo un viejo mueble.

Cuando la asesinara Kaldor la despojaría de ese trapujo, así quedaba desnuda, eso sería más insultante. Él no entendía porque la gente veía deshonroso no tener ropa y exponer tus genitales, pero si los alteraba y humillaba a ellos, mejor.

Sus hijas subieron caminando con ese andar alocado que tenían y con esas sonrisas que las hacía ver como las personas más felices de la tierra. La sonrisa más grande y sincera era de la hija mayor, ataviada con un atuendo digno de admiración. Era verde, como las olivas. El corsé se le ceñía a la cintura sobre una falda de campana que se veía pesada, era se seda y gasas, pero Kal sabía que debajo tenía aros metálicos. Se lo había enseñado la pornografía de la cárcel, cuando las modelos en la revista levantaban sus faldones para revelar el sexo más lampiño y sonrosado que pudieras encontrar. Las mangas de su vestido de encaje le iban holgadas, pero se ajustaban en la muñeca por cordones brillosos. Qué ropa incómoda,0 pensó él, pero lo más incómodo era esa sonrisa desmedida.

Su cabello rojizo lo tenía suelo sobre la espalda y fue la última en subir la escalera hacia el piso superior de los nobles.

La reina comenzó a dar un discurso de apertura en donde hablaba del orden del mundo, de la grandeza de la fuente conocedora de destinos, merecedora de respeto y quién sabe qué más, sobre todo habló de cumplir con honor tu futuro para no contraer una humillante enfermedad terminal que te otorgaría la fuente por tu desobediencia. Kaldor solo podía observar a la hija mayor, quería saber qué la hacía infeliz, deseaba preguntárselo a reflejo. Pero a un espejo, un reflejo que dijera la verdad, no una superficie opaca y deformada como una cuchara mentirosa. Estaba cansado de las mentiras.

—¿Cómo vas a matarla? —susurró Cer arqueando una ceja.

Él se humedeció los labios, desvió la mirada hacia ella y contestó igual de bajo porque hasta entonces habían estado gritando.

—Escondida en mi manga tengo un hueso filoso, planeo cortarle la yugular.

Cer chasqueó la lengua con los ojos clavados en la reina.

—Es muy difícil.

—Te matarán —aportó Río—, además, tienes las manos atadas. Muy difícil.

—Te matarán —repitió Cer.

—Esa es la idea, que me maten después de matar —explicó.

—¿Quieres morir hoy? —inquirió Río arqueando disgustado el labio.

—¿Justo hoy? —terció Cer—. ¿En el día que te darán tu destino?

—Sí —respondió tajante, cansado del asunto.

Cer y Río colocaron sus ojos preocupados en él, estaban inquietos, no les gustaba la idea de presenciar su muerte, sí la de la reina, pero no la de él. Kaldor se esforzaba por entenderlo, pero no podía. Se conocían hace cuatro horas, mucho menos, porque habían ido todo el camino hasta allí en silencio ¿Diez o veinte minutos entonces? ¿No eran asesinos? ¿Hierba mala al igual que él? ¿Cómo les inquietaba un baño de sangre?

Deberían estar agradecidos de que Kaldor, su Kal, les diera un espectáculo más entretenido que una leída de destinos.

Era débiles, tal vez, después de todo no se habían criado como él en la cárcel, de seguro habían tenido padres, hermanos o alguien a su cuidado. Una vida normal que ellos mismos habían arruinado. Le resultó extraño que, de ser así, no estuvieran las familias de Cer y Río en Catedral, había mirones en los rincones y extraños en los jardines, un padre no se perdería eso, a no ser que estuviera decepcionado y ya no reconociera a sus hijos.

¿Acaso la especie de Cer no nacía de brotes como las patatas y no tenía padres? ¿Cómo follaban las dríadas? ¿Follaban? ¿Había machos? Debía descubrirlo si quería que fuera su novia, se recordó. Y si quería tener novia debería estar vivo al menos hasta abril, le dijo una vocecita en su interior, él casi nunca escuchaba voces que venían de él, todas las voces venían de reflejo.

Si asesinaba a la reina ese sería su último día de vida, moriría en aquellos muros añejos sin haber descubierto cuántos años de antigüedad tenía ese edificio, su cadáver yacería en esa escalera repugnante, junto a la fuente que le arruinó la vida. Moriría sin ver un reflejo nunca más ¡Moriría sin haber besado a una chica!

¿Y si la fuente le concedía un destino donde estaba ella como su esposa? ¿Querría matar a la reina de todos modos? ¿Y si podía vivir feliz? Sostener esa estúpida hoja de papel en el ojo del huracán, tal vez feliz era mucho, pero podría alcanzar la alegría pasajera algunos días del año. Podría ser posible que viviera como toda esa gente ignorante, y que luego de un tiempo regresara a Catedral con sus hijos, unos a los que él protegería y no permitiría que vivieran las atrocidades que él vivió.

De repente se encontró con la horrible idea de que tenía que elegir su destino, era el único ser de la sala que tenía opciones, caminos bifurcados y la difícil tarea de elegir uno. No quería cometer un error, pero cómo hacerlo, si todo él era un error. Envidió a los demás, de súbito, la fuente no le resultó tan tirana. Ella te otorgaba la tranquilizante sensación de que nada era tu culpa, ni siquiera tus errores. Dejaba tu mente en paz porque para bien o para mal, tu vida, era porque ella quiso que fuera.

¿Te divorciaste de tu esposa? Porque yo lo quise, no porque fuiste un capullo que la engañó y regó la vagina de otra mujer ¿Tu hijo te odia? Porque yo así lo determiné, no porque seas la peor madre del mundo ¿Te despidieron de tu trabajo? Porque así estaba escrito no porque seas una incompetente como jefa.

En ese mundo no había errores, se dijo. Miró la cara de los presentes y añoró pertenecer, aunque sea un ratito, a su mundo perfecto sin caminos, ni opciones, ni pecados.

Pero él no gozaba de esa suerte. Y estando ahí, como un extraterrestre en la luna, era el único ser de la sala que ese día debía elegir su destino. Qué sería de Kaldor. Qué sería.

—Mejor lee tu destino y luego la matas —propuso Cer con la mayor benevolencia que le fue capaz de expresar en su voz rígida y seca.

La chica parecía humana, solo alguien atento se daría cuenta que su piel tenía una ligera tonalidad verdosa.

Después de una vacilación ella le ofreció su mano abierta. Kaldor no dudó ni un segundo y la estrechó. Mierda. Era suave ¿Alguien podía excitarse por el rose de una mano? ¿Tan caliente estaba? No importaba porque había sucedido. Ella le acarició con el pulgar sus nudillos.

—Aprovecha. Es gratis.

—¿Cobras por tocar?

—Sí —respondió ella sin vergüenza, casi con orgullo—. Pero si haces algo conmigo que no pagaste terminas como el tipo que se convirtió en narciso.

—Siempre quise ser una flor —bromeó.

—¡Yo también! —aportó Río.

Kaldor respiró profundamente para no romperle la cara.

—Deja de imitarme —masculló interrumpiendo por última vez el discurso de la reina. 

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