55- Kaldor.
Kaldor jamás había ido a una fiesta, o al menos a no una de las normales. Lo más cerca de una celebración que estuvo fue de un motín en la cárcel.
Lo recordaba bien, demasiado para su gusto. Robín se había comportado como un conejito asustado, una fútil presa y cuando escuchó el estruendo de los agitadores se escondió en su celda. Cuando Kaldor quiso seguirlo cerró la reja para que él no entrara, lo había dejado expuesto en los pasillos de la prisión, donde estaban todos alborotados y desenfrenados, desquitándose con los guardias y moliéndolos bajo sus puños.
Algunos aprovechaban pasar drogarse, siempre había escondite para la droga. Si la fuente manejaba destinos, la droga pintaba la realidad, no había mejor artista ni poeta en toda la prisión que unas buenas pastillas o un polvo bien puro.
Kaldor nunca participaba en nada que involucrara a otro ser vivo. Así que no se inmiscuyó en el botín.
Observó pasivamente como el fantasma que se sentía.
Se había montado a la baranda de la pasarela y contemplado al papel higiénico prendido fuego caer por los octógonos y a guardias que eran arrojados del tercer piso. Había divisado que descendían colchones y se revoleaban camisas. Había pensado que ese escenario de violencia desenfrenada era una fiesta ¿Qué tan diferentes podían ser?
Solo faltaba la música ¿O no? En las fiestas se gritaba, eso había dicho Robín, y vaya que en los motines había aullidos, bramidos y sonidos de todo tipo.
Aunque Kaldor se adentraba en aquella zona de tierra, árboles, ramas, agua estancada y rocas absolutamente blancas, persiguiendo el rastro de un grito, supo, por primera vez en mucho tiempo, que nunca había estado en una fiesta.
Y que los gritos no eran celebrar, que la violencia no era alegría y que su vida no había sido lo que él quiso creer. Así que mira, Olivia, somos iguales, tan sola no estás, meditó.
El origen de los sonidos era una persona que sufría. Kaldor pensó cansado que el origen de todo siempre era dolor y gritos, como un enorme Bing-Bang de sufrimiento que se extendía prolongadamente hacia el infinito.
Había un hombre tendido en el suelo con un arma en la mano. Su ropa era extraña, de manchas marrones, verdes y caqui, como si quisiera fundirse con el mundo y que nadie lo notara. Buena idea, desconocido, todos en el fondo deseamos desaparecer.
Tal vez la habían lavado mal, cuando le tocaba turno en la lavandería debía separar la ropa blanca de la ropa de la oscura. Eso había aprendido.
Pero le sería difícil al hombre camuflarse en ese bosque con su atuendo, ya que todo era blanco y pálido como el marfil. Él llevaba un casco en la cabeza del mismo color opaco y varias insignias sucias en el pecho como parches de colores.
Estaba retrocediendo de un lebra, que se veía igual que una liebre solo que en lugar de orejas largas y empuntadas contaba con bocas dentadas. El animal no lo estaba atacando, en realidad se acercaba hacia él por mera curiosidad ya que era herbívoro, pero el humano no lo sabía y aullaba con pavor.
Aquel extraño había retrocedido hasta chocar con una estructura que dejó boquiabierto a Kaldor, lo primero que pensó fue en un elefante con la trompa horizontal y recta, pero no lo era. Esa cosa no estaba viva, llevaba mucho tiempo ahí encallada, la maleza reclama la monstruosa figura de metal cuya base eran unas series de ruedas contenidas en una cadena, con el tronco cuadrado y la trompa como el cañón de una escopeta.
No era un chico listo, pero supo que se trataba de un arma, no estaba seguro de cual, jamás en su vida había visto una tan grande. Era del tamaño de una choza. Tal vez él era... ¿Cómo se le decía? Un guerrero. Soldados que en lugar de proteger la ciudad como vigilantes de policía luchaban en guerras, defendían naciones.
Para él todos eran la misma mierda, pero la sorpresa no se iba. Un guerrero. Ya está. Lo había visto todo.
El soldado le disparó al lebra, pero se le habían acabado las balas, solo logró que el gatillo chasqueara bajo su pulgar. Chuck, Chuck, no puedo matar a nadie, chuck, chuck. A Kaldor le resultó gracioso.
Desesperado arrojó la pistola al animalillo y este reculó apavorado, hasta que decidió saltar lejos y perderse en unos arbustos que lo tragaron y lo protegieron del agresor. Esas eran las reglas del ser humano: mata primero pregunta después. Una regla ejemplar, de oro, a Kaldor le agradaba.
Pero poniendo las cosas con seriedad ¿Quién se asusta de un lebra? ¿Acaso ere idiota? El humano actuaba como si nunca hubiera visto nada igual ¡Hasta un chiquillo de seis años, preso, puede saber lo que es un lebra!
El hombre continuaba tendido. No se movía. Algo iba mal. Tal vez el susto le había aflojado las piernas.
Olivia se aproximó elegantemente hacia el desconocido, se inclinó frente a él y notó que estaba herido. Lo hizo con ese andar de locos que tenía su familia, como si bailaran con gracia, exagerando los movimientos al igual que payasos actuando una obra infantil. Había de esos en la correccional, eran aburridos y patéticos, idénticos a la familia real, con la misma cantidad de maquillaje.
El hombre no se asustó de Olivia, ni trató de aventarle armas sin munición, la observó adolorido, confundido, claro, cómo no, Calvin se había ido, pero estaba lleno de hombres babosos, con el pantalón encendido fuego. Ella era hermosa, toda una rompecorazones, como Cer que al morir había roto el suyo.
Olivia reposó ligeramente una mano sobre la herida abdominal del hombre, alzó su vista hacia Kaldor.
—Debemos ayudarlo.
Kaldor no sabía nada de medicina, pero la mancha de sangre sobre su ropa de camuflaje se hacía cada vez más grande, con velocidad record. El hombre no hablaba, sufría, gemía y los escudriñaba asustado, con la mirada enloquecida de dolor y confusión.
Él se encogió de hombros y separó las manos del cuerpo.
—Yo solo sé envenenar, no curar.
Había ido hasta allá para ver qué pasaba y ya lo había visto: era un hombre perdido, vestido de forma rara junto a una estructura igual de rara que era un arma.
—¿Qué te sucedió? ¿Quién te atacó?
El hombre era caucásico, de cuarenta años tal vez, ojos negros, con barba marrón contorneando dos labios finos y pálidos. Se le estaba yendo el color. El color es vida, se decía por ahí y él estaba perdiendo los dos.
—Yo. Yo —se atragantó y soltó el resto de las palabras de forma tan apresurada que se le atropellaron en los labios, Kaldor tuvo que deducir lo que dijo para entenderlo—. ¿Dónde estoy? Yo no quiero morir ¿Dónde voy a morir? No quiero morir, Dios, ayúdame.
—Estás en Sombras —le respondió Olivia.
—¿Dónde?
—¿Qué te sucedió? —ella trató de abrirme la camisa para inspeccionar la herida, pero él le apartó las manos.
Respiró agitado, abrió enormemente los ojos, asimilando su pregunta, aterrado, como si pensara que Olivia ni Kaldor, ni el bosque blanco níveo podían ser reales.
—¿Qué te sucedió? —inquirió otra vez ella—. ¿Quién eres?
—Soy un soldado americano. Cu-cumplo misiones en secreto para el gobierno. Un bucle. Recibimos información de que una tropa se había perdido en el desierto. Ellos habían respondido a una señal de auxilio. Fuimos a buscarlos. El sargento Wordem nos comunicó que nadie tocaba esa zona. Los civiles decían que estaba embrujada. Se creía que eran terroristas acampando allí. Fuimos a combatirlos, pero... eran bucles. Estaba lleno de agujeros. Bucles. Llevo tres días tratando de regresar a casa. Dios.
Su voz iba perdiendo fuerzas y sus palabras rápidas se serenaban, ya no tenían prisa para ir a ningún lado. Ahora arrastraba lo que tenía para decir como si la lengua le pesara. Olivia le había dado la mano para mostrarle su apoyo, los dedos del desconocido y los de ella se enredaban bajo una lámina de sangre fresca. Rojo. Qué color más agresivo.
El hombre tomó una gran bocana de aire.
—Dios. No quiero morir —no sacaba sus ojos del cielo.
¿Por qué su dios iba a estar en el cielo? Se preguntó Kaldor. Era un lugar muy lejos como para que se escondiera allí un dios. Además, solo había una diosa y estaba en la fuente y llevaba a los muertos al mar, no al firmamento. Ese hombre tenía los segundos contados en la tierra, cuando falleciera su alma iría a flotar para siempre en el océano, o al menos eso le habían enseñado a Kaldor. Los pecadores no flotan, se ahogan para la eternidad.
Esperaba que el hombre hubiera sido devoto a la diosa para que ella lo perdonara.
—Quiero regresar a casa —lloriqueó.
—Shhh. Tranquilo —lo serenó Olivia.
—¿Dónde estoy?
—En Sombras.
Kaldor comenzó a rodear la escena como si fuera un animal de caza, tal vez de tanto mirar encontraba un indicio que le dijera de dónde había salido ese hombre. No conocía el lugar llamado Americano, pero el desconocido dijo que era un soldado de allí.
La voz de Olivia promovía su llanto. Tenía ganas de llorar. Era una voz tan hermosa. Calmada, amigable, totalmente cálida, era una voz que te acompañaba en tu dolor, pero no se dejaba arrastrar por la desesperación, era un faro de luz entre tantas sombras.
Tal vez así hablaban las madres que quieren.
Robin siempre se había burlado de Kaldor porque dijo que jamás tendría el amor de una chica, y era cierto, ni tías, abuelas, madres o hermanas querrían a Kaldor, mucho menos una novia, porque él estaba solo, a su suerte en ese mundo de extraños. Ni siquiera podía contar con el amor de un hombre. Los compañeros de celda no eran familia y las personas que dormían con él eran sacos que no tenía donde colgar.
No había nada en el mundo de Kaldor que fuera de él, solo la muerte, que lo reclamaba y lo llamaba. Así como estaba demandando la vida de ese hombre ¿Cuándo segundos le ganaría el soldado a la muerte? ¿Cincuenta segundos más? ¿Mil? ¿Un millón? ¿Mil millones? ¿Qué sentido tenía pelearlos si no eran de él?
—No quiero morir —musitó el hombre—. Dios. No quiero. Por favor.
Olivia continuaba siseando, imitando el sonido de un oleaje.
—Tengo que volver —Se atragantó con su propia sangre, la tragó—. Dejé a Sam desangrándose cuando nos atacaron en el tercer bucle. Sam tiene hijos, le dije que iría por ayuda. Ella debe estar esperándome, le prometí que regresaría porque ella tiene que regresar, tiene hijos.
—Lo sé, lo sé —respondió Olivia, aunque no tenía ni idea de lo que él hablaba.
¿Quién los había atacado? Esa amenaza no seguía en el boque, Kaldor podía sentirlo, ni siquiera sabía si estaba ahí. Ahí.
Olivia trató de abrazarlo, pero el soldado no quitaba sus ojos del cielo, buscaba a alguien entre esas nubes, su dios, Kaldor no sabía si ya lo había encontrado o si algún día lo haría. El cielo le parecía un lugar lejano, vacío y frío para vivir. Era tan diferente al mar.
—No quiero morir aquí. Dios, sabes que no, no, no, no quiero —tragó con dificultad.
La mancha de sangre ya no era una mancha, era todo él, todo su pecho y la herida ya no era una herida, también era él. Toda su vida estaba acumulada esa herida que jamás sería cicatriz y era tanta la vida que se desbordó. La perdió, se le derramó. Su labio tembló ante el titubeo:
—No quiero m-mo-m... —El aire se le escapó, frunció ligeramente el ceño, ahí se acababa todo—. ¿Dónde estoy?
Olivia no respondió a esa pregunta porque no había alguien esperado una respuesta.
Kaldor no entendía lo que había pasado, pero toda su vida había sido así de inexplicable ¡Además desde que había puesto un pie en Sombras las cosas ya no tenían sentido! Tal vez el lugar no se llamaba así por la oscuridad que tenía sino porque el mundo se volvía difuso y las cosas no tenían una forma clara, como la figura deformada de las sombras.
Olivia continuaba sujetando al cadáver ¿Se lo decía?
Ella, con lentitud, soltó el cuerpo que abrazaba, casi como si estuviera en otro lado, tal vez buscando a algún dios en el fango blanco. El hombre cayó al suelo como el fruto olvidado de un árbol que está destinado a pudrirse frente a todos, al igual que un alma triste caminando en una ciudad.
—Papá —musitó.
Bueno, era momento de que Kaldor hiciera algo ¿O no? La agarró de la muñeca, la alzó en volantas hasta ponerla de pie y la soltó.
—Ya se murió, estúpida, déjalo.
Olivia parpadeó y lo observó anonadada.
—¿Q-qué acaba de pasar?
—Se murió, preciosa.
—¡Eso ya lo sé! —estalló regresando a la realidad—. ¿Pero quién era él? ¿De dónde vino? Alguien acaba de atacarlo ¡Pero somos los únicos varados aquí!
Kaldor se tapó el tímpano que Olivia acababa de dañar, cerró los ojos y contó mentalmente hasta tres. Aunque Río se había ido él no se liberara aun de los chillidos de un dramático:
—Tal vez seamos los únicos aquí, pero gritas como si hubiera mil, sol de mi vida.
—¡Sam! —gritó, buscando en derredor a la compañera del soldado, la que se desangraba y tenía hijos, aquella que había perdido en el tercer bucle—. ¡Sam! ¡Sam! ¿Qué son los bucles? ¿Qué son los bucles, Sam?
Por la forma histérica en que Olivia formulaba esa pregunta él intuyó que no era la primera vez que oía hablar de ello. Bucles. No supo qué lo intrigó más si la palabra o el hecho de que Olivia llamaba a la mujer herida solo para interrogarla, no para ayudarla o salvarle la vida. Su pretenciosa indiferencia hacía que ella le cayera mejor.
—Si yo fuera Sam y te viera, correría en sentido opuesto.
—¿Por qué? ¿Tienes experiencia en ahuyentar a la gente?
—Todavía no te ahuyente, así que eso te convierte en una desesperada, Olivia. Yo que tú buscaría mi dignidad en lugar de buscar a Sam.
Ella lo observó enervada como un animal, con las mejillas rígidas y los labios apretados en una mueca disgustada. Al menos su molestia la distrajo del cadáver, por unos segundos.
Kaldor no era de desesperarse, cuando pudiera le preguntaría a Reflejo, sabría de dónde vino ese hombre, quién era él, Sam, los bucles y hasta la persona que lo atacó. De qué murió. Lo sabría todo, porque esa era su bendición tanto como su maldición.
Kaldor se aproximó hasta el cadáver, abrió la mano sobre la herida y la sumergió en la sangre fresca. Era una mordida lo que recibió, vaya, vaya, y le rompió el estómago, el ácido de su barriguita le comió los otros órganos. Bueno, qué muerte, a veces se tiene suerte a veces no.
Con una herida como esa no pudo haber caminado ni dos metros, tuvo que haber sido atacado en ese lugar, y por una bestia grande como para que una mordida lo derribara, sin embargo, en el fango blanco, no había huellas. Faltaban las pisadas del animal. Ni siquiera había huellas que indicaran que el hombre había venido caminando o arrastrándose.
Literalmente había salido de la nada.
Olivia corrió hacia él, lo sujeto de la espalda y jaló en su dirección.
—¡No lo toques! ¡Quita! ¿Qué haces? ¡Lo estás manoseando!
—Sí, cielo, lo hago y seguro será lo mejor que le pasó en su vida... bueno, en su muerte.
Sacó la mano y trató de ver algún reflejo en su palma sucia, pero le fue imposible. La giró en todas direcciones, bajo distintos ángulos de luz, para estar seguro. Al menos lo había intentado. Se limpió el líquido granate en su camisa de preso ¿Todavía tenía las esposas en su muñeca? ¿Cómo verga se las sacaría?
—Quería buscar un reflejo, abejita —respondió con una mueca antipática—. Así sabremos quién era él.
Olivia dudó, notó como la aprensión de sus ojos se desvanecía al instante, ya no lo estaba juzgando, es más, se avergonzaba de haberlo hecho. Humedeció los labios. Buscó con manos temblorosas en la falda abultada de su vestido de Ritual o lo que quedaba de él, el futuro puente se vestía bien. Entre la tela de encaje y la gasa tenía un bolsillo. De ahí sacó un teléfono celular apagado. Lo quitó cuidadosamente del lado de la carcasa, para que él no viera reflejos.
—¿Vas a pedirme el número, preciosa?
Olivia bufó y rodó los ojos.
—No necesito tú número.
—Sabes lo fácil que soy.
—Ya cállate.
—Cállame.
Olivia alzó sus ojos molestos hacia él, centelleaban irritación, él asintió, había ganado, se callaría.
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