33- Kaldor.


 No le importaba lo que hablaran con la mujer de alas, él estaba esperando que Cerezo despertara, atento, como un zorro asechando su presa. Giró la daga en sus dedos.

 Con la pistola no tenía puntería, pero había encontrado una daga en los pantalones de Cer. No supo en qué momento ella la robó, tal vez cuando entró a Muro Verde por primera vez. Dudaba que trajera esa arma desde la prisión.

 Él era muy bueno usándola, estaba apuntando a las alas que crecían, minúsculas, como moho, en la pared, y nunca le erraba. Había encontrado su arma perfecta, pero no era suya, como todo en la vida.

En la habitación había una cama matrimonial con mantas bordadas y rosadas, junto a una ventana cuadrada de cristales, una mesa de noche y una silla de madera donde él se balanceaba como un chiquillo aburrido. El cuadro de un niño sonriendo, muy parecido a Calvin, colgaba de la pared. El niño debía tener trece años y sostenía un conejo muerto.

Kaldor arrugó el labio asqueado, todo lo que tuviera un parecido a Calvin, o a cualquier humano, le provocaba un poco de rechazo. Por la ventana vio a Olivia caminando muy apurada hacia el patio trasero de la cabaña. Tal vez iba a cagar.

La chica caminaba con una expresión constipada, como si le dolieran las tripas o pensara en algo que la abrumaba, o ambos. La fuente le había pedido que la protegiera, tal vez debería preguntarle cómo se sentía o solo debía limitarse a llevarla hasta el cambiaformas.

Nunca le había dado su merecido por quebrarle los espejos. El mundo de afuera lo estaba ablandando, santas aguas ¿A dónde había ido todo ese odio que lo alimentaba? Era su motor, no tenía que perderlo. Necesitaba un espejo, espejo, espejo, espejo ¡ESPEJO!

Detuvo el balanceo de la silla.

Notó desde esa ventana que la casa estaba rodeada por un círculo de faroles plantados en el suelo, eran un límite, de seguro si ibas más allá de las luces atravesabas ¿Qué cosa? ¿El portal? ¿El muro protector? ¿Existía eso? ¿Era un círculo de invisibilidad? ¿Se podía crear algo así con magia? ¿Había alguien que le importara? A él no, mucho menos cuando vio a Cer sacudirse.

Se acercó hacia ella que fruncía el rostro por oleadas de dolor que crispaban su cuerpo, una capa de sudor frío le abrigaba la piel. Kaldor pudo haberla abanicado con el cuadro del niño, pero era demasiado esfuerzo. Ella abrió ligeramente los ojos: dos rendijas arrugadas, rodeadas por un mar de ojeras.

—¿Dónde estás? —preguntó Kaldor.

«Por favor, junto a mí. Por favor» Pensó.

Ella parpadeó y se cubrió torpemente el oído.

—No grites, animal. La cabeza me mata —musitó.

—¿Dónde estás? —repitió Kaldor, inflexivo, aún más fuerte.

Ella tardó en responder, asimilando las palabras, estudió la habitación y sus ojos se detuvieron en él. Las manchas se agitaron con nerviosismo «Nos está mirando chicas, pónganse lindas, señoritas»

—¿Se supone que yo tengo que decirte? —replicó ella—. No sé dónde mierda estamos ¿Qué verga pasó?

—Estamos en la casa de una mujer... de plumas —contestó aparentando indiferencia.

—¿Y dónde es eso?

—Villa Contruri.

Cer exhaló.

—Suena a un maldito refugio para divorciados.

Kaldor no tenía idea de qué era eso, pero no le gustaba admitir que no sabía nada del mundo exterior por haber sido encerrado toda su vida solo porque la fuente le dijo a su madre que debía tener un hijo y ese niño estaría obligado crecer en la cárcel. Su ignorancia era el capricho de una diosa y su todo su dolor también.

Ella se masajeó los párpados. Se preguntó si la especie de Cer dormía.

—¿Dormiste?

—Tuve pesadillas —respondió de mala gana.

Asintió, eso era algo.

—¿Con que soñaste?

No respondió o demoró mucho en hacerlo.

—¿Cómo eran tus pesadillas? —presionó.

—Soñé con una leyenda que tenemos las dríadas. Yo caminaba —respondió ella colocando su antebrazo sobre los ojos, como si fuera a tomar una siesta y arrastró perezosamente las palabras—, en arena negra y allí me acuchillaba el estómago. Puf. Soñé con un lugar donde no crece ninguna vegetación, el frío impera y el sonido lastima, son tierras negras hasta las entrañas, como si estuvieses en el ojo de un predador.

Suspiró y se despejó la mirada para observarlo atentamente.

—Ahora me dirás qué hacemos en la casa de una señora de plumas.

—Creo que la anfitriona dibujó un mapa a Calvin sobre la ubicación del cambiaformas, o eso oí desde aquí. Ah, y tú te volviste loca, viste cosas que no estaban. El humano piensa que es tu maldición, es una enfermedad que vio antes, pero afecta a la mente y no al cuerpo, la llamó esquizofrenia.

—¿Qué hice? —musitó, trató de incorporarse, pero hizo una mueca y se sujetó la frente como si temiera que se le desmembrara por partes la cabeza.

¿Cómo se vería Cer desmembrada? La idea no le gustaba, la prefería unida, con la cabeza sobre los hombros. Kaldor había visto a una persona descuartizada y no era un escenario muy entretenido, mucha suciedad.

Él estaba con la vista fija en sus dedos manchados, frotaba con el pulgar una mancha negra que se había quedado inmóvil en su nudillo, cuando era pequeño había tenido la loca idea de limpiarlas y había adquirido el hábito.

—Te reíste porque viste un banquete —explicó Kaldor y esperó a que eso le sonara, pero ella no agregó información útil así que prosiguió—. Estabas de risitas, muy feliz, no me gustó —se detuvo, él no era de decir ese tipo de cosas, alzó la mirada hacia la cara desconcertada de Cer—. No me gustó porque la primera vez que te vi verdaderamente feliz fue cuando ni siquiera sabías quién eras.

Cer tragó saliva, giró la cabeza y contempló el techo en silencio, asimilando lo que él le había contado. Kaldor notó un fogonazo de melancolía en sus ojos, fue como una estrella fugaz, al momento estaba y al otro ya no. Apretó sus labios secos y suspiró:

—Está bien —fue lo único que dijo.

—¿Cer?

—¿Qué? —preguntó bruscamente, con la voz ronca.

—¿Por qué no fuiste a la fuente? —preguntó.

—Deja de preguntar cosas —respondió ella observando los rincones de la habitación—. Por qué quieres saber siempre todo, maldición.

Kaldor se encogió de hombros, él no entendía por qué la gente no sentía la necesidad de averiguarlo todo, él sin meterse en la vida de los demás sentía que enloquecía, tal vez era como la fuente, un cotilla controlador.

—Dímelo.

—¿O qué?

Kaldor acercó la silla hacia su cama, apoyó los codos en el colchón y la miró atentamente.

—Generalmente haría una amenaza de muerte, pero contigo no puedo. Me gustas, aunque no te entienda, eres como una oración que cada vez que quiero leer cambia de orden.

Ella alzó las cejas, tenía las mejillas rojas de la fiebre, pero el resto del cuerpo pálido como un cadáver humedecido en sudor. Carne con guarnición. Su cabello estaba pegado al rostro como algas, enredado. Cer acomodó la cabeza en la almohada.

—¿Te gusto?

—Sí.

—¿Y me lo dices, así como así?

—¿Algún problema?

—Esas cosas no se dicen Kaldor, la gente suele gustar en secreto.

Kaldor frunció el ceño. No sabía nada acerca de eso. Robin siempre se reía de él «Tienes que salir más muchacho» solía decirle en broma. Otra vez, a su pesar, comprobó que el maldito gordo tenía razón. Enlazó sus brazos sobre las sábanas y colocó la barbilla encima de los antebrazos, estaba muy cerca de su enfebrecida piel, podía sentir el calor emanando de ella como un radiador.

—No soy gente.

Cer puso los ojos en blanco.

—¿Y por qué te estaría gustando?

No tenía ni siquiera que pensarlo. Ella aún conservaba el antebrazo sobre su frente, como si fuera un paño de agua fría que le calmara la fiebre. Él palpó el codo de ella con el dedo índice, anonadado. Supuso que el codo era la parte menos sensual del Cer por lo tanto ella no se molestaría si la tocaba, estaba en lo cierto, ni siquiera se dio cuenta. Empujó el hueso que tensaba su piel verdosa como si fuera un timbre y acarició la superficie. Aunque era una parte poco atractiva y erótica sentía que le estallaba el pecho.

—Porque eres hermosa.

—No lo soy.

—Sí que lo eres.

—Mido lo mismo que tú Kaldor, tengo la puta piel del color de un enfermo y estoy un poco inflada...

—Sí, mi espalda lo notó.

—Tal vez estuviste toda tu vida viendo pitos y te calentaste con la primera chica que te topaste, pero yo no encajo en el estereotipo de belleza del... del mundo real.

Estaba desilusionado de que ella se tuviera en tan poca estima.

—No me importa —admitió alzando los hombros—. Tal vez tienes un cuerpo grande para meter tu enorme corazón.

Ambos rieron porque sabían que no era verdad. Kaldor se animó al notar que ella se reía con él, eso hacían las personas que se querían o al menos que no se despreciaban.

—También eres... —Humedeció los labios buscando ideas— no sé cómo decirlo ¿Ruda?

—¿Una jodida loca?

Meneó la cabeza.

—No, así es Olivia. Tú... eres... indomable.

—¿Eso es un cumplido?

—Supongo. No sé.

Cer nunca veía sus manchas, aunque encontrará palabras desagradables en ellas. Y si sus ojos se topaban con la oscuridad danzante fingía que no. Lo naturalizaba. Tal vez sí tenía un buen corazón después de todo, o era ciega y al igual que la anfitriona, tenía alas en lugar de ojos. Como si le leyera la mente Cer colocó sus dedos en el cuello de él y recorrió una mancha:

—Perra dormilona —musitó y rio—. Jamás nadie me había llamado así.

—Hasta ahora, perra dormilona.

—¿Quién dijo eso?

—No sé ¿Quieres que lo averigüe y lo apuñale? —preguntó dejando al descubierto la daga que le había robado.

Ella quiso arrebatársela, él la suspendió lejos de su alcance. Cer hizo una mueca agónica al moverse y soltó un débil quejido. Kaldor depositó el cuchillo en la mesa de noche, acongojado.

—Mierda, me duele todo —bisbiseó—. ¿Me tiré de un sexto piso o qué?

—Creo que te envenené.

Cer arqueó una ceja.

—De nada.

—¿Cómo?

—Con mis manchas.

Cer arqueó ambas cejas.

—¿O sea... es posible?

—Las muevo de mi piel a otra piel. A mí no me hacen daño, pero al resto los enferma o los desintegra.

Cer soltó aire de la boca, como si quisiera inflar un globo.

—No querría saber qué haces con las chicas que no te gustan.

A Kaldor lo entusiasmó que tomara con ligereza la mayor rareza de él.

—Estabas muy loca —insistió.

—En lugar de loca prefiero el término: viendo un banquete.

Kaldor sonrió.

—Sé que no tuviste el banquete que querías, pero si quieres puedes comerte este postre —se señaló con los pulgares.

Cer rio y meneó la cabeza sobre la almohada empapada.

—¿Qué mierda te pasa? Siento que esta conversación perdió el sentido hace rato ¡Estás mal de la cabeza!

Kaldor se animó a correrle el cabello del rostro, ella se lo permitió ¡Diosa dorada! Todo su cuerpo temblaba cuando tenía contacto con Cer, sentía el impulso de empujarla de la cama y hacerse un lugar. Quería acostarse con ella en el sentido inocente y en el que tampoco lo era. Se sostuvieron la mirada.

—¿Por qué no fuiste por tu destino, Cer? —preguntó lentamente, arrastrando las palabras.

—Tú odias a la fuente, ni siquiera ibas a retirar un papel, ibas a asesinar a la reina...

—Pero mi vida fue diferente a la tuya.

—Que tengamos vidas diferentes no quiere decir que por dentro no podemos ser iguales.

—Sé que no lo somos.

Cer humedeció sus labios secos por la fiebre y sus ojos se pusieron vidriosos, pero no liberaron ninguna lágrima. Ella las retuvo. Fuera el sol caía como una bengala.

—¿Sabes que las dríadas tenemos la vida de un árbol? —inquirió muy bajito.

Kaldor se aclaró la garganta, asintió para no decir la verdad: no tenía ni puta idea de su especie. Ni siquiera lo más importante que era cómo se reproducían, o qué acostumbraban a hacer. Sabía que tenía que ver con algo aburrido como la naturaleza, el cuidado de los animales, la protección de las plantas y otro montón de chorradas mágicas. Ladeó la cabeza ligeramente hacia la derecha.

—Disculpa ¿Qué edad tienes?

—Cincuenta y ocho.

—Vaya —se inclinó hacia ella— ¿Te conté que las viejitas me parecen cachondas?

Cer le aplastó la nariz con el dedo medio, él le rodeó las manos como si enjaulara una mariposa.

—Equivalen a dieciocho años humanos idiota, por eso ayer fui al Ritual y no hace cuarenta años. Así, es Kaldor, haz la cuenta, yo hubiera vivido mucho tiempo, tal vez cuatro vidas humanas y ahora ni siquiera sé si llegaré a abril.

Suspiró. Kaldor apretó su mano para asegurarse de que ella era real, sus dedos eran una suave y ardiente caricia, ella estaba enferma y horrible, pero él no la veía así, por más que le pareciera atractiva no la miraba con los ojos.

—Las dríadas casi siempre reciben el mismo destino: viven protegiendo parques o reservas tropicales, forestales, ayudando a los peludos y sucios animales y esas cosas, junto con otros paletos, pervertidos de la naturaleza, como los faunos. Nunca vuelven a salir de esos lugares. Son como árboles fijos, donde echan raíces se quedan. Pero en lo que más se parecen a los árboles es que todas son iguales.

Kaldor arrugó el ceño, Cer era única, no podía creer que hubiera más parecidas a ella, una le parecía suficiente, tal vez dos comenzaría a fastidiar. La mano de ella estaba sudada, qué asco, pero si quería besarla tenía que soportar algo ¿O no? No se escala la montaña sin chupar un poco de frío, pensó.

—Yo siempre quise destacar, ser diferente, la gente se queda con lo que ve, no quería caer en el estereotipo, en lo que esperaban de mí. Ser una criatura bondadosa, paciente y amante de la naturaleza es abrumador. Todos cuando nacemos venimos al mundo con una cajita de regalo y se llama prejuicio, venimos estereotipados, con etiquetas en la piel, porque depende cómo coño nos veamos es lo que somos ¿O no? Siempre fue así. Pero yo no lo quería ¿Tiene sentido?

—No.

—No quería mi destino, no quería ser igual a las demás dríadas y vivir apartada de la civilización, sin zapatos, ni señal, cuidando cosas... creí que podía ser diferente sin sufrir ningún costo, pero me equivoqué, si te esfuerzas por no ser como al resto, sorpresa, no lo serás porque tú estarás sufriendo y los demás no. Felicidades, camarada, no eres como el resto, estás peor.

Negó rotundamente con la cabeza.

—Y aquí me ves, Kaldor —finalizó sin fuerzas—. Nunca rechaces esa cajita de regalo, a veces, es lo mejor que vas a tener.

—¿Huiste de tu casa? —preguntó soplando sobre sus manos unidas.

—Sí.

—¿Y terminaste convirtiéndote en prostituta?

—Dama de compañía —corrigió con una mirada crítica.

—Es la misma mierda —dijo recorriendo sus nudillos con el pulgar.

—Sí —aceptó ella con pesar—. Pero era mi mierda. Yo la elegí.

—¿Y porque no te gusta esto? La maldición es también tu mierda.

Ella apretó los dientes, lo observó enervada y respondió casi sin mover la boca:

—Porque esta puta mierda va a matarme, retardado mental. Es diferente.

—Ya veo.

Kaldor hubiera soñado con una infancia tan elegante y libre como la suya, parecía casi poética, tenían un equilibrio justo entre oscuridad y luz. Era cierto que había terminado con la mugre de la sociedad, pero ella lo había elegido.

«¿O no? Elegimos nuestro destino... ¿Ella eligió vivir como prostituta o fue la mejor opción que le tocó por el simple hecho de nacer en la familia equivocada?» pensó y no obtuvo respuesta, porque preguntas como esas, sobre personas como esas, son mejor ignorar.

—Escucha, Cerezo, nunca hice promesas, jamás, pero te prometo que no permitiré que mueras. Lo juro.

Ella resopló como si considerada absurdas sus palabras, tenía sentido, eran palabras tontas. Él no era dueño de su destino ni de sus promesas, ella tampoco, todos eran fichas que movía la diosa. Si él lograba salvarla era porque la fuente se lo permitió.

—No eres el primer chico que me promete el paraíso, Kaldor. Si algo saben hacer los hombres es embelesar con las palabras —Meneó la cabeza—, pero ya no creo nada.

—Me importa un bledo —contestó frunciendo el ceño indignado—. Lo mío es real, lo creas o no.

—¿Y porque prometes eso? —murmuró anonadada, encogiéndose como si le asustara el cariño autentico.

—Porque no dejaré que mi novia se muera.

Cerezo rio, su risa se desbordó como una copa llena, le sacudió el pecho y le cosquilleó agradablemente en los oídos.

—¿Así me lo estás pidiendo?

—¿Aceptas?

Ella meneó las manos unidas de ambos de un lado a otro, miró el movimiento, pensativa.

—Esas cosas no se piden, Kaldor, mucho menos a desconocidos, ni así —recorrió la habitación con los ojos y luego su cuerpo tendido— ni ahora.

—¿Por qué?

Él había pensado que era mucho más fácil.

—¡Por qué primero hay que salir, no sé, al cine, a comer algo, a lo que sea! ¡Enamorarnos, follar...

—Podemos adelantarnos a esa parte, si quieres.

Ella meneó la cabeza y trató de reprimir la naciente sonrisa, su voz tembló por aquel sentimiento reprimido.

—¡Hay que conocernos más de un día y tener más de una conversación!

Kaldor sonrió de lado.

—¿Entonces mañana sí?

Cer rio otra vez «Mi nombre es Kaldor y soy un adicto»

—Ya veremos —apretó los labios para ocultar la sonrisa.

—¿Es un sí?

—Lo pensaré —contestó petulante.

—Avísame cuando sea un sí.

Ella sintió.

—Oh, sí, te lo haré saber ¿Me pasas tu correo?

—¿Mi qué?

—Era un chis... olvídalo.

—Lo que quieras.

Cer frunció el ceño, estaba mirando sus manchas, las que se mecían en su barbilla.

—¿Qué pasa?

—Leí otro insulto.

—¿Qué decía?

Cer dudó, miró hacia la ventana, cohibida como una niña pequeña, pero al fin de cuentas se lo dijo. Se volteó hacia él, acostándose de lado y susurró:

—Era un poco largo, resultaría gracioso si no fuera tan... ¿Personal?

—¿Me lo dirás o seguirás haciéndole una presentación?

—Decía: Maldita cucaracha traicionera ojalá... ojalá te mueras mañana como se murió... —enmudeció.

No iba a continuar leyendo en voz alta, la última parte se la reservó para sí. Se guardó esa muerte y ese insulto, como si fuera una fotografía vergonzosa.

—¿Te lo dijeron antes?

Meneó la cabeza, extrañada.

—No, no olvidaría un insulto como ese. Y no hay suficiente tiempo como para que me lo digan en el futuro —se consoló y miró el techo.

Pero Kaldor bien sabía que el futuro podía sorprender. El futuro, a veces, era tan cabrón como el pasado.







Un capítulo largo, pero no quería cortar la conversación.

¡Buen viernes a todos!

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