Capítulo 3: Sebastián Valenzuela
No nací para los buenos inicios. Teniendo en cuenta mi situación, consideré un primer encuentro lleno de fricciones, pero jamás me pasó por la cabeza que los nervios me harían cometer una idiotez de ese nivel. ¿Qué clase de loca le dice al dueño que se ponga a trabajar? Todo sería más sencillo si hubiera preferido mantenerme lejos de los problemas, pero era tarde para los arrepentimientos. El error estaba hecho. El primero de muchos.
Tomé un profundo respiro, armándome de valor para alzar la mirada, esforzándome por inventar una excusa que no arreglaría nada. Mi intención desapareció. El bochorno me inundó al notar sus ojos negros estudiándome.
Ni siquiera me creí capaz de hablar cuando reconocí una sonrisa en sus labios. No hay peor castigo para un desconsiderado que el otro no te pague con la misma moneda. No sabía si el corazón me latía con fuerza a causa de la ansiedad o vergüenza. Quizás un poco de ambas.
—Es la esposa del señor Rafael Carrasco —lo puso al tanto la recepcionista, rompiendo el incómodo silencio. Él asintió, escuchándola. Agradecí su atención se centrara en otra persona—. Estaba solicitando una cita con José Luis.
Fue bueno que me lo recordara.
—Entiendo. No debe tardar —mencionó revisando el reloj de su muñeca—. Si no tiene problema, mientras tanto, yo puedo atenderla —propuso amable. Tuve que controlar a mi cabeza que se moría por negarse. Quedaría como una cobarde y no estaba dispuesta a asumirlo.
Dudé un segundo antes de aceptar su oferta, después de todo, había venido con un claro propósito y el descalabro inicial no me arrebataría la convicción que reuní. Intenté repetirme mi objetivo para volver a mostrarme segura. Yo no buscaba agrado, sino la verdad. Eran los retos incluidos. Nunca hay gloria sin parte del castigo.
—Perfecto, acompáñeme —me pidió mostrándome el camino. Otro titubeó que terminó por ceder.
En mi mente había imaginado una entrada imponente, cargada de adrenalina, pero en pleno juego no dejaba de preguntarme qué tanto podía fingir encontrarme en mi hábitat natural. Pocas veces acompañé a mi padre a la empresa, solo como un bonito adorno. Mi función era ser la prueba de una familia feliz, la bendición imprescindible para un hombre respetable, la garantía de que poseía la capacidad de manejar el reto que más se resiste, su propia vida.
El largo pasillo terminaba en la sala de juntas. El hombre me cedió el paso, le agradecí con un asentimiento antes de dar con el interior. Una larga mesa de cristal rodeada de sillas que se ocupaban según su jerarquía. Demoré un instante recordando el significado. Papá decía que era importante exigir un lugar, que nada llega por justicia. Fue esa la razón que me impulsó a tomar la de la cabeza, dejando implícito mi mensaje.
Sebastián no se mostró molesto por mi atrevimiento, pero respondió con la misma contundencia ocupando el de la otra punta, colocándose en las mismas condiciones. Escondí una sonrisa, eso me sirvió para deducir que el tipo no era ningún tonto, no me dejaría el camino sencillo.
—¿Le ofrezco algo de beber? —preguntó atento. Negué enseguida, dudaba tuvieran cianuro en el menú y era incapaz de tomar algo por los nervios.
Recorrí con la mirada el lugar hasta que de manera involuntaria, mi mirada se clavó en la suya. Despojándome de la vergüenza inicial me dediqué a analizarlo sin disimulo. Había algo intrigante en él y mi curiosidad exigía saber qué. Descarté su físico, porque aunque era la clase de hombres que robaba miradas, algo tan banal como la belleza nunca tuvo el poder de perturbarme. Debía tratarse de otro punto peculiar. Mientras más intentaba dar con él, más se resistía a aparecer.
Entonces, un chispazo me dio la respuesta. Mi padre, mi abuelo, todos los hombres en mi círculo cercano eran tipos imponentes, de aspecto severo y energía dominante que te hacían temerles. Era su manera de infundir respeto. No conocía otra método de ganar, de ocupar la punta de la pirámide. Por eso me resultaba sorprendente que el dirigente de una compañía se tratara, al menos en un primer vistazo, de un hombre amable, de carisma discreto y semblante tranquilo.
Claro que podía tratarse solo de una buena estrategia para que fuera fácil confiar en él.
Tuve la impresión de que hablaría, me interesó lo que estuviera por decir, pero la puerta abriéndose me obligó a olvidarlo. Me puse de pie sin pensarlo, dándole la bienvenida al recién llegado. No se necesitaban presentaciones para saber de quién se trataba. De cabello castaño, alto y con unos expresivos ojos azules supuse era el otro capitán al mando.
—Disculpen la demora —habló deprisa con una sonrisa—. El tráfico de esta ciudad es un caos —bromeó de buen humor, sin una pizca de vergüenza por llegar media hora tarde—. Me avisaron que estaba aquí —me saludó ofreciéndome su mano. La envolvió con una familiaridad que me desconcertó—. Es una suerte que Sebastián estuviera. Cualquier problema él es el indicado, el más juicioso de los dos. Suelo decir que la empresa tiene mi apellido primero, pero él es quien no permita que se hunda —platicó amigable dejando su portafolio y ocupando el asiento a su costado. No entendí el propósito de su comentario, pero me propuse no olvidarlo—. Ahora sí, después de esta introducción, ¿en qué podemos ayudarla?
Me sentí un poco agobiada por su palabrería, aunque por la sonrisa del otro supuse se trataba de su estado natural. Decidí volver a mi asiento, era un tema largo de explicar.
—Sé que mi marido es accionista de esta compañía —repetí. Él asintió dándome la razón. Aún mantenía la esperanza fuera una mentira, encontrarme con un "sí" dolió. Dejé la pena para después—. Deduzco que su tarea ha sido más bien venir a cobrar las utilidades sin mover un dedo —añadí, disfrazando mi suposición de afirmación solo para confirmarla. Ningún evento, contrato, viaje con relación a la compañía. Él colocó el dinero en la mesa esperando otros lo hicieran crecer. Ninguno de los dos lo negó. Vaya, al final conocía a Rafael mejor de lo que esperaba.
—El licenciado Rafael Carrasco nos lo advirtió, no tenemos ninguna quejas. Sabemos que enfocarse en su propio negocio es su prioridad —lo justificó deprisa José Luis, temiendo meterlo en líos.
El problema era que no estaba en ninguno de los dos porque encontraba más productivo ocupar su tiempo revolcándose con su amante. Al final Gil era la cabeza en la empresa de mi padre.
—Me alegra estemos de acuerdo con ese punto —mencioné con una falsa sonrisa—. Creo que es importante involucrarse directamente en el crecimiento de nuestro patrimonio.
—¿A qué se refiere con involucrarse directamente? —dudó con una sonrisa, sin perder la gracia.
—A conocer a fondo los movimientos, las noticias, al personal... Quién sabe, tal vez hasta tomar decisiones —aclaré, aunque él debía saberlo mejor—. En pocas palabras, ser una accionista de verdad —concluí entrelazando mis manos para apoyar mi barbilla.
—Eso me temía —murmuró divertido a su compañero—. Por lo que entiendo, ocupar una oficina, venir todos los días y aprobar los movimientos diarios.
Me borró la sonrisa. Es decir, sonaba a una gran responsabilidad, no es que no quisiera comprometerme, era que sabía que no era capaz. Lo único que buscaba era el acceso a los reportes, un contacto con la gente que trabajaba dentro que me facilitara la información. Alguien tenía que saber algo que me fuera útil.
—Pues... —titubeé.
—¿Su marido está al tanto de este cambio? —preguntó el otro, perspicaz. Supongo que no disimulé me había tomado por sorpresa.
—Claro que sí, fue una decisión en conjunto —mentí defendiendo mi postura. Me dio la impresión de que no me creyó. José Luis pasó la mirada de uno a otro. Tenía razón, era de él quien debía cuidarme. No era tan fácil engañarlo—. Si quiere comprobarlo llamémosle para preguntarle —propuse.
Saqué el celular de mi bolso colocándolo en la mesa, a la vista de todos. Mis dedos temblaron al dejarlo. Mantuvimos un duelo de intensas miradas. Incluso cuando yo tenía todas las de perder, esperé él se rindiera primero. Mientras sus ojos negros analizaban mi semblante le recé a todos los santos que conocía para que no se le ocurriera seguirme el juego. No sabía qué haría si se le ocurría aceptarlo. Todo se vendría abajo. Rafael ni siquiera estaba enterado de que conocía sus inversiones, menos que pensaba investigarlas a fondo. El tiempo se detuvo mientras la decisión se mantuvo en el aire.
—No dudo de su palabra —declaró. Volví a respirar. Tenía un mes antes de que Rafael regresara de su viaje, el mismo tiempo para dar con el final del misterio, nadie podía arruinarlo—. A título personal, no tengo ningún problema en que se incorpore a la junta directiva —dictó, sorprendiéndome. José Luis tampoco disimuló la confusión, pensó que se resistiría más. A nadie le gustan los intrusos—. Está en su derecho —aclaró a su amigo. En pocas palabras, si me lo impedían alegaría legalmente. «Hombre listo».
Eso cambió cualquier argumento. José Luis entendió de qué se trataba.
—Siendo así, por las buenas... —carraspeó acomodándose el saco claro. Una sonrisa se pintó en mi rostro ante la victoria—. Bienvenida a Iriarte Valenzuela. No sé por qué, pero la corazonada esta experiencia será muy gratificante para los tres —pronosticó optimista.
No usaría la palabra gratificante, pero sí sorpresiva, porque esa mañana nadie en esa empresa podía hacerse una idea de lo que estaba por venir. No podía esperar a descubrir qué secretos se escondían en esas paredes.
No confíes en nadie. Las palabras se repitieron en mi cabeza sin darme una oportunidad de celebrar mi acierto. Debo confesar que nunca logré arrancarme el error de fiarme demasiado en las personas, ese detalle me llevó a cometer los peores errores de mi vida. Podría llamarme ingenuidad o idiotez, el nombre daba igual, las consecuencias calaban con la misma fuerza.
Deseando no volver a errar, pese a que era inevitable, me propuse seguir su consejo. Después de todo, aquellos dos hombres de aire encantador, se dedicaban a hacer tratos, era su trabajo hacernos creer que apostar de su lado te convierte en ganadora. Y en los negocios, como en el amor, nadie se tienta el corazón antes de tirarte puñaladas.
—Me gustaría conocer la empresa, al personal... —hablé en voz alta. Ellos se miraron entre sí, meditando qué hacer. Tampoco podía culparlos. Era un cambio abrupto, pero mi plan no estaba a consideraciones.
—Entonces qué, ¿un pequeño tour para irnos conociendo? —bromeó José Luis, adelantando no daría mi brazo a torcer—. Le van a encantar las remodelaciones que hicimos en los últimos meses —me platicó sin acordarse de que era la primera vez que pisaba la empresa, que escuchaba de ella. El otro hombre también dejó su asiento para acompañarnos.
Tenía la impresión que pese a que el apellido Iriarte era el primero, el que de verdad movía las piezas en el tablero era Valenzuela.
En medio de la multitud me sentí como una basura volando por el aire. Intenté mantener mi espalda recta, no bajar la mirada al piso pese a los nervios que me consumían viva al percibir la curiosidad de la gente. Los otros dos, a su manera, sabían imponerse, yo me pregunté cuánto duraría mi mentira. Las piernas me temblaron en cada paso, fingí escuchar las curiosidades de José Luis que parecía no poder detener su boca. Hablaba, hablaba, hablaba sin parar. Asentí haciéndome la interesante sin entender un comino, rogando en silencio para que los tacones no se doblaran en mi lucha de imponer mi presencia. Sentí la mirada de Valenzuela a mi hombro, lo atrapé mirándome y tuve la impresión de que no se tragaba mi cuento. Esperé no se le ocurriera investigar por su cuenta.
Al entrar a las oficinas deseé el personal no fuera tan avispado. Percibí sus miradas a mi espalda, escaneando al nuevo elemento, pese a su mal intento por disimularlo. Tuve el deseo de salir corriendo, pero me lo prohibí. No fracasaría antes de empezar. En aquel área me fue más difícil seguirle el paso al par que avanzó con naturalidad.
—¿Quién es esa? —cuchichearon. Fue un volumen tan bajo que de no ser porque tenía los nervios de punta lo hubiera pasado por alto. Me hubiera gustado tener una respuesta con la que me sintiera cómoda. ¿La esposa de un accionista? ¿La dueña que ni siquiera sabía que existía la empresa?
—Debe ser otra incompetente para sustituir a la inútil Miriam —opinó mordaz. Una risa brotó con el deseo de arrebatarme la poca seguridad. Frené de golpe. Fue un impacto directo a mi confianza.
Respiré hondo para que el juicio no se nublara por las dudas. El par siguió el camino, quizás sin percatarse del comentario, pero yo me congelé en mi sitio. Pude pasar la página, pero si permitía me pisaran una vez lo harían hasta que fuera imposible levantarme. Medité un segundo mi siguiente paso. Era ahora o nunca.
—¿Sucede algo? —preguntó Sebastián al notar me había quedado atrás.
No respondí. Las palabras no eran mi fuerte. Giré sobre mis talones para regresar a encarar a la mujer. Supe exactamente de quién se trataba por la forma en que se hizo la desentendida al verse atrapada. Avancé como una tornado destruyendo mis inseguridades, echando abajo su arrogancia.
—¿Puede hacerme el favor de repetirlo? —la confronté. Tuvo que erguirme porque los tacones no me ayudaban. La mujer me miró extrañada por mi atrevimiento de exigir cuentas, después pasó sus ojos claros a mi espalda pidiendo explicaciones a sus jefe.
—¿Disculpe? —se ofendió, alzando su ceja. Todos centraron su atención en nosotras. Mejor así.
—¿Acostumbra a usar el término incompetente con todo lo mundo o es una cálida bienvenida? —tiré sin contenerme.
—Carlota... —Sebastián la amonestó al entender mi molestia.
—Para su información la incompetente es una de las accionista de esta compañía —destaqué causándole una mueca de horror de la rubia—. Vaya, parece que las cosas cambian así —corté su balbuceo—. Me preocupa qué clase de personas laboran en este sitio —me quejé. El silencio pesó teniendo en cuenta los gramos que cada mirada añadía—. Empezando porque parece que nadie aquí trabaja —expuse en voz alta para que todos volvieran a lo suyo.
El murmullo volvió a instalarse brindando cierta paz a la mujer que seguía ante mí.
—Discúlpeme, le pido ignore ese pequeño incidente. Yo tengo una amplia experiencia en finanzas, hablo varios idiomas, mi trayectoria es impecable... —explicó queriéndome comprar con su barata palabrería—. Estoy capacitada para desempeñar tareas de alto cargo.
—Me alegra oír esto —la felicité con una sonrisa—. Le será muy útil de ahora en adelante —admití antes de girarme alrededor para hacer llegar al mensaje de punta a punta. Recorrí los rostros de los presentes—. Algunas cosas van a cambiar en este lugar... —dicté—. Empezando por la manera en que se extienden los rumores. —Clavé los ojos en los de ella—. Para conocer el estado de la empresa, necesito reportes actualizados de todos los departamentos para este viernes —ordené directa.
Vi a todos tomar nota de mi petición. Esa era la información que iniciaba el camino.
—Ya que usted es tan eficiente no le resultará un problema entregarlo para mañana —señalé a Carlota.
—¿Qué? Eso es imposible... —murmuró.
Sebastián quiso interceder, levanté mi mano impidiéndoselo, yo me ocuparía del asunto. No podía permitir desacreditara mi autoridad el primer día.
—Claro que no, Carlota. Tienes aptitudes para grandes retos —la animé con una sonrisa, usando sus palabras en su contra—. Además, piensa que en caso el tiempo no te alcance... Siempre es más rápido escribir una carta de renuncia —propuse.
Carlota apretó los labios, seguro maldiciéndome a sus adentros. No me di tiempo de escuchar lo que tuviera qué decir. Me hice espacio entre los dos hombres para continuar por mi cuenta. Era una advertencia para todos, sembraría precedente para cualquiera que quisiera ponerse contra mí. Yo había perdido todo de golpe, mi reputación no me importaba.
José Luis que pareció ser amante del drama solo negó con una sonrisa divertida a mi espalda, antes de murmurarle a su compañero:
—Esta es de las difíciles.
El resto del recorrido no presentó ningún incidente. En el exterior, la empresa no destacaba, pero cuando recorrí sus pasillos, inspeccioné el área de producción y vagué entre sus oficinas me llevé una sorpresa. Parecía un laberinto interminable. José Luis comentó que en el último año realizaron ampliaciones ante el aumento de pedidos, esa fue la razón por la que buscaron inversionistas.
Escuché atenta cada unos de sus comentarios intentando dar con algo, pero no hallé nada fuera de lo común. El negocio crecía a pasos agigantados por sus propios méritos. Ninguno se quedó estancado. Haría bien aprendiendo cómo no conformarme con lo primero que te da la vida.
Contrario a mis pronósticos me pareció bastante interesante el tema, hasta le agradecí a José Luis cuando propuso enseñarme un catálogo para mostrarme las diferencias en las texturas que manejaban. Intenté mantenerme seria, pero cuando se marchó se me escapó una sonrisa. Me entusiasmaba aprender lo que pudieran enseñarme, creer que de verdad podía formar parte.
La borré al recordar no estaba sola. Sebastián estaba perdido en sus pensamientos. Contemplé su expresión un segundo, parecía que al concentrarse el mundo dejaba de existir. Agité mi cabeza repitiéndome lo que debía hacer. Era un buen momento.
—Estoy sorprendida —inicié llamando su atención. Otra vez sus ojos se encontraron con los míos, el valor se escondí, decidí regresar la vista al proceso para no delatarme. Los míos siempre hablaban con la verdad—. Rafael hacía muy pocas menciones sobre la compañía, algo raro siendo tan próspera —reconocí mi extrañeza. Trabajaban a gran escala, parecía ser un negocio rentable, ¿por qué se lo calló?—. Él... ¿Solía pasarse con frecuencia por aquí? —curioseé con falsa inocencia.
—Él estaba al pendiente —contestó sin responder. Torcí mis labios ante su evasiva—. Señora, ¿puedo hacerle una pregunta? —me sorprendió cambiando los papeles. No lo esperaba. Nos miramos un instante, de nuevo perdí la batalla. Nunca podía anotarle un punto—. ¿No le interesaban los negocios? —curioseó—. Le confieso que me resulta un poco extraño que nunca antes tuviéramos noticias suyas.
Guardé silencio, meditándolo. A Rafael no le convenía que lo hiciera. Mientras menos metiera mis narices en sus asuntos más fácil era manejarlos a su antojo. Sobre mi nula mención supuse que se trataba de otra forma de moverse con libertad en el medio.
—Creí que no necesitaba ayuda —mencioné para mí, con sinceridad. ¿Qué podía saber siendo una total ignorante en el tema? Solo le daría más problemas.
—Todos necesitamos ayuda, de una u otra forma —dijo con sencillez, despertándome. Alcé una ceja sorprendida por su forma peculiar de ver la vida. A mí me enseñaron lo contrario, mientras menos personas interfieran en tus planes las posibilidades de éxito se elevaban—. Piénselo, ninguno de los dos estaríamos aquí de no ser por el esfuerzo de otros —añadió.
—Sí, supongo que tiene razón —reconocí sin hallar ningún argumento en contra. Incluso cuando crees que eres invencible llega algo a demostrarte lo contrario. El silencio caló en mis oídos, en aquel tormento solté lo que aprisionaba mi corazón. Fue tan sencillo que la honestidad volviera a tomar el mando—. Muchas gracias por permitir que me quedara —confesé. Sebastián me regaló una sonrisa que no logré corresponder—. Pensé que no sería fácil, los empresarios son recelosos.
—¿En serio? ¿Eso piensa? —Encontró divertida mi opinión—. ¿Lo escuchó por ahí?
—Es lo que he visto —solté en voz baja. Espectadora del triunfo ajeno sin aspirar a tener el propio. Guardamos silencio, en ese escondido tan seguro como peligroso, hasta que él se decidió a romperlo.
—Intento mantener presente un consejo de mi padre. Una vez me dijo que el egoísmo no lleva a ningún lado. Tenía razón —comentó para sí mismo. Sonreí sin que me viera, reconociendo una noble enseñanza—. Además, estaba en su derecho. No me agradezca por algo que le corresponde —me pidió.
Contemplé su mirada intentando encontrar la advertencia de que su amabilidad se trataba de una estrategia. Sin embargo, su transparencia lo único que ocasionó fue una punzada de culpa por repartir castigo entre inocentes. Tal vez estaba con la gente equivocada. «No confíes en nadie», intenté recordarme al flaquear. ¿Cómo se vive así? No puede llamarse vida a sobrevivir creyendo todos son tus enemigos. Rafael no elegiría los míos.
La acertada llegada de José Luis me hizo pegar un respingo volviéndome a situar en el presente.
—¿Y qué me dice? ¿Se quedará? Puedo dar instrucciones para que le preparen una oficina —propuso José Luis cediéndome el catálogo.
Pasé la mirada de uno a otro sin saber qué responder. No esperé llegar tan lejos, para ser honesta mi plan terminaba justo al sentarme en la sala de juntas. Estaba convencida se negarían, no me preparé para continuar.
Abrí la boca para responder, pero la palabra quedó en el aire. Un nuevo mensaje tensó mi cuerpo. La paz desapareció, debí ponerme pálida. La sangre se congeló en mis venas. Tuve la impresión que me preguntarían si me encontraba bien, porque era claro no lo estaba, pero sin creerme capaz de mentirles les pedí un segundo para atender una llamada.
Me alejé apenas unos pasos, para que no pudieran verme. Impaciente liberé el celular que casi se me escapó de las manos. Les di un fugaz vistazo al par de hombre, tranquilos y envueltos en su conversación, antes de contemplar el último mensaje que derrumbó la paz que con esfuerzo había reunido.
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