36. El código
ESTE ES EL ANTEÚLTIMO CAPÍTULO DE TAI.
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Escuché un disparo. El disparo que anunciaría el final de mi vida y el comienzo de una nueva etapa.
Pero no me sentía muerto. Estaba más vivo que nunca.
Abrí los ojos un poco perdido por la situación, más que nada por el hecho de que Rubén me estaba apuntando y se supone que ya me debería haber matado.
—¡Sospechoso abatido, repito, sospechoso abatido! Aseguren el área —recitaba por radio Vargas, el líder del escuadrón Halcón.
—Vargas, me salvaste la vida —le dije una vez que asimilé la escena. El cuerpo de Rubén yacía sin vida en el suelo, con un tiro limpio y raso sobre su cráneo.
—¿Pensaste que te iba a dejar ejecutar? No, señor. Claro que no —respondió con una sonrisa picarona y un buen apretón de manos.
—¿Qué pasó con Carla Márquez? ¿Cuántas bajas tuvimos? —pregunté sin más.
—Con mucho esfuerzo logramos capturar a Carla Márquez con vida, Damián. La tenemos bajo custodia en uno de los patrulleros —contestó rascándose su barba, marcando una pausa—. En cuanto al estado de nuestras fuerzas, el tiroteo derivó en una masacre. Perdimos al oficial Garcia de la metropolitana y a diez miembros de la federal, mientras que otros seis están gravemente heridos.
—No te puedo creer, loco. No te puedo creer.
Un hijo de puta arruinó la vida de decenas de familias inocentes, gente de bien.
¿Cómo es posible que exista gente así en este mundo de mierda?
No me cabe duda que TAI es el peor psicópata que enfrenté en toda mi vida.
Y lo tuve ahí todo el tiempo. El sorete seguía yendo al colegio como si nada, como un alumno más.
Lo ocultó tan bien que no tuve muchas ventanas de acción.
Pero va a caer. No le queda nadie ni nada que pueda salvarlo.
—Damián, encontramos donde está atrincherado Julián con los rehenes. Se encerró en un sótano con una puerta blindada que funciona como cuarto de pánico. La única forma de abrirla es introduciendo el código. ¿Alguna idea? —me dijo Vargas, sacándome de mis pensamientos.
—Llevame hasta la puerta. Vamos a ponerlo nervioso primero —respondí, y recién en ese momento me percaté de que todo el escuadrón del Grupo Halcón nos estaba rodeando, escuchando con atención y a su vez cubriendo el perímetro dentro de la casa. Uno nunca sabe.
Vargas asintió y procedió a llevarme hasta la fortaleza de Julián, ubicada al otro lado de la casa, donde habían capturado a Carla.
Un hogar hermoso. Que horrible que se haya convertido en un baño de sangre.
—Este es el lugar —me indicó el líder de escuadrón.
Observé el cuarto con atención. Se trataba de una especie de living, con un ropero bastante ambiguo y lo que parecía un mueble gigante para guardar mierditas de asesinos.
Detrás de ese mueble falso estaba la puerta blindada que llevaba al sótano, dato que averiguamos mediante los planos de la casa.
Interesante. Muy interesante. Tenían todo bien planeado.
Pedí ayuda para correr el mueble y dejar la puerta blindada al descubierto, que parecía que relucía y brillaba en su acero puro.
Sobre ella, descansaba una pequeña pantallita con números y el lugar para cuatro dígitos. Espero poder descifrarlo.
—¡Policía! ¡Julián, abrí esta puerta de mierda! No tenés escapatoria —grité, y grité. Claramente no estaba esperando que me abra la puerta y me invite a tomar un café, pero puedo joderlo un buen rato y ponerlo nervioso.
Seguí tirándole boludeces mientras pensaba en el código de cuatro dígitos.
Pensé en llamar a la empresa que les instaló el sistema para que chequeen el código de la puerta y así poder abrirlo, pero después me acordé que Carla debe haber cambiado el predeterminado. No son tan tarados para caer así de fácil.
No me quedaba otra que rebuscar en mi cabeza y analizar la psicología de esta familia.
¿Qué los impulsa? ¿Qué los lleva a esta interminable matanza?
Según mi teoría, la muerte de uno de sus integrantes, del hijo mayor, del hermano de Julián fue el desencadenante de su furia: Pablo.
Y lo sé muy bien. Eran un trío preparado y extremadamente inteligente, pero cuando se trata de obsesiones y trastornos personales, ¿quién es capaz de hacerlos a un costado? Absolutamente nadie. Lo sé por experiencia propia.
El código debía involucrar a ese hijo muerto, a ese hermano perdido. No cabía duda.
Recordé su fecha de nacimiento, Pablo Márquez nació el 4 de agosto de 1998. Hoy tendría diecinueve años.
—Creo que lo tengo —le dije a Vargas confianzudo, aunque por dentro estaba muy nervioso.
Marqué los números 4, 8, 9, 8, esperando una luz verde o que la puerta se desbloqueara.
No sucedió. Fallé. La pantallita indicó que el código era incorrecto.
Volví a utilizar mi memoria lo mejor que pude, y nuevamente no me defraudó. Mi conducta obsesiva con este caso sólo hizo que me aprendiera absolutamente todo: sospechosos, testigos, fechas, datos cruciales.
Según el archivo que saqué de la galera unos días atrás, el certificado de defunción de Pablo Márquez indica que falleció el 4 de mayo de 2015.
Por favor. Si no es esa fecha, estoy en cero.
4, 5, 1, 5.
Cuatro por el día, cinco por el mes, uno y cinco por el año.
Suena bien, ¿no? 4, 5, 1, 5.
La pantallita emitió un pitido y la puerta blindada cedió milagrosamente.
Es hora, se termina. Ya no más TAI en la tele, en las noticias, en el diario, en mi casa, en el barrio, en todos lados. Hasta acá llegó.
—¡Todas las unidades, al sótano! ¡Vamos a atrapar a este hijo de puta! —bramé con todo lo que me quedaba de garganta. Vargas chifló a su escuadrón y establecieron una formación para bajar con cuidado.
Fui el primero en descender por la escalinata. Estaba frenético, quería agarrarlo ya.
No había ventanas. No había mucha luz tampoco, simplemente una muy tenue.
Lo que sí había era un olor a putrefacción increíble. Olor a muerto.
Cuando bajé el último escalón olvidé donde me encontraba. Olvidé que era lo que hacía ahí. Olvidé esperar al Grupo Halcón.
Olvidé todo.
Muerte había. Eso seguro.
Chicos vivos había. Eso también.
Pero Julián no estaba.
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