Prólogo

Si me pidieran empezar por algo, creo que empezaría con su pasado, o quizá su injusta vida.

Vida a la que mí egoísmo no pudo hacerle justicia.

Pero siento que es demasiado pronto para contarlo todo, no tengo prisa, después de todo, en cuanto alguien llegue a leer este relato mí insignificante vida habrá llegado a su fin.

¿De que sirvió hacerlo, si aún así, nadie pudo obtener su final feliz?

Ni siquiera tuve el valor para ver sus muertes, siempre he cerrado los ojos, siempre he huido de los problemas, de mí herencia, de su legado, de los cambios.

Y de la maldita profecía.

Aún recuerdo el fuego, su mirada antes de saltar, su forma de entregarse a la muerte por mí, solo por no estar lista para afrontar mí destino.

Pero siento que estoy desviandome demasiado.

Esta historia empieza donde termina: En un palacete en el campo, escondido de las miradas curiosas y de los ataques letales.

Se podría decir que el palacete mismo predecía la naturaleza de esta historia, donde nada es lo que parece, todo está a la vista, pero es imposible de ver, ya sea por un hechizo o una adolescente cegada y convencida de que todos merecen redención.

En el palacete vivían cuatro hermanos, medios hermanos más precisamente, compartían madre pero no padre y cada uno tenía una historia propia que se negaban a compartir con los otros, pero que todos sabían.

En ese palacete estaba prohibido hablar del padre de Roxanne.

Si todos cumplían esa regla jamás dicha pero siempre implicita podrían vivir en paz. Si  por paz entendemos escuchar las continuas discusiones de los mayores, los ataques de pánico del menor y vivir con un constante sentimiento de culpa por todo, entonces si, se vivía en paz.

Ya habían pasado dos meses desde que fueron obligados a confinarse ahí, y Helga ya estaba habituada a su nueva vida, llena de peleas y caos, pero vida después de todo.

Hasta que un día como cualquier otro, su hermano desapareció.

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