Sellado en fuego y sangre: parte II.
N/A: Si tienen la posibilidad, escuchen este capitulo (al menos la primera parte) escuchando la canción del Soundtrack de House of the Dragon: Sealed in fire and blood.
Capítulo para mayores de 18, ya saben.
Eso, nos vemos.
***
La brisa marina se impregnaba en su piel y llenaba sus pulmones. Acariciaba sus mejillas y agitaba su cabello con suavidad. Era fría, pero acogedora, y no llegaba a atormentarlos teniendo encima las prendas suficientes para permitirle guardar calor. Maegor ya estaba acostumbrado al clima fresco de Rocadragón, El rojo bordeada sus mangas, delicados bordados de oro las decoraban.
Su madre permanecía de pie a unos metros, ataviada con un bello vestido rojo con entramados negros y dorados, su largo cabello sin más trabajo que una única trenza suelta. No sonreía, pero su postura evidenciaba su relajo, a su lado estaba Gawen. Azogue también estaba ahí, sus escamas blancas reflejaban los pocos rayos de sol que se asomaban entre el cúmulo grisáceo que lo escondía.
De Balerion solo alcanzaba a verse su enorme cabeza asomándose entre los cerros. Los observaba, probablemente sintiendo su propia emoción.
Aenys estaba delante suyo, con sus ojos tan brillantes como la plata que decoraba su cabello cuidadosamente trenzado. Llevaba sus prendas ceremoniales, idénticas a las suyas salvo por el tamaño, y su cabeza lucía la corona de oro que cargaban los Omegas para la boda.
Maegor pudo verlo voltear hacia su madre por un breve segundo, y cuando ella le regaló una sonrisita sutil él se volvió otra vez. Le sonrió. Maegor le devolvió el gesto, aunque implicase un esfuerzo a su rostro ejercer una expresión tan poco habitual.
Murmison hablaba. Palabras y palabras en valyrio que Maegor escuchaba a medias mientras inclinaba un poco la cabeza para que Aenys pudiese deslizar con delicadeza el filo de su cristal. Era evidente que había memorizado el discurso, porque sonaba particularmente monotónico. Maegor saboreó su sangre, misma que pintó su frente cuando Aenys acarició la herida con su pulgar y lo paseó con cuidado por su piel.
Cuando fue su turno hizo lo mismo.
Acunó su rostro con una mano y cortó su labio con la restante, atajando la gota carmesí con su pulgar y plasmándola en su frente con el mismo cuidado. Vio su lengua paseándose por la herida, necesitó concentrarse en el sutil ardor en su propia boca para distraerse.
Prestó atención a las palabras de Murmison; el viejo hombre palidecía cada vez que Maegor estaba cerca, probablemente porque no era menor su deseo por arrancarle los ojos. Pero había jurado a Aenys no matar sin un buen motivo, y matar a Murmison implicaba decirle a su hermano por qué lo hizo, y eso le quitaría el sueño por semanas.
Así que no le haría nada a Murmison, salvo disfrutar de su terror y atormentarlo con la incertidumbre.
—Iksan aōhon se iksā ñuhon —Maegor devolvió la atención a Aenys cuando lo escuchó.
—Iksan aōhon se iksā ñuhon —repitió.
El vidrio hirió su mano y un delgado hilillo carmesí fue vertido sobre la copa que ambos sostenían. Aenys hizo lo mismo, sobre la piel blanca la sangre lucía incluso más brillante, y el suave aroma inundó su nariz incluso a esa distancia y con ese viento.
El producto de sus heridas se mezcló en la copa, vino dulce y madera carbonizada. Humo, pero eso pertenecía a ambos.
—Sir nyke sytilībagon naejot ao, ñuha prūmia (ahora te pertenezco, mi corazón) —Aenys musitó, antes de llevar la copa a su boca y beber.
Maegor esbozó una sonrisa satisfecha.
Paladeó el metal cuando fue su turno y disfrutó de los dedos de Aenys rozando su muñeca, las feromonas envolviéndolos, delicadamente unidas a la suave brisa marina.
Algunos mechones de pelo blanco escapaban de la corona dorada y rozaban sus mejillas. Estaban teñidas de un suave carmesí, quizás por el viento helado, quizás como su reacción habitual. Maegor tocó la piel tibia y la apreció arrugarse cuando Aenys sonrió.
—Sir se syt mirre —pronunció.
Aenys acarició sus nudillos, Maegor pudo admirar el amor en su mirada cuando levantó la vista y lo descubrió observándolo. Era cariño puro, honesto, entera devoción e inmaculado anhelo. Sus ojos brillaban, ligeramente empequeñecidos por su imborrable sonrisa. Aenys dijo que podía sonreír por los dos, y Maegor estaba bien con eso.
Mientras ese cariño le perteneciera a él.
Todo para él. Solo para él.
Maegor juntó sus frentes, y Aenys no rehuyó al toque. Lo correspondió creando un choque cuidadoso. Sus narices se frotaron.
Murmison no dijo nada cuando recibió la copa de su mano. No hubieron vítores ni aplausos, gritos ni ruido salvo el aletear de Azogue y el rugir de Balerion cuando ambos emprendieron un vuelo conjunto. El golpe de sus alas destrozó el silencio, y las olas colisionando con fiereza los acompañó. Era una melodía furiosa que se embraveció al destrozar la distancia y unir sus bocas. Porque no había otra manera de evidenciar su sentir que sus propios dragones, exhalando mortíferas llamaradas contra las nubes y el mar. Blanco y negro arremolinándose, danzando el ritmo de sus propios corazones.
Saboreó la sangre de la boca de Aenys, una mezcla perfecta que inundó su paladar y enardeció sus sentidos.
Unidos en sangre y fuego. Uno para toda la vida. Finalmente.
Lo besó con ansias, con pasión, con el deseo acumulado de todos los años que no pudo disfrutar de el destino que finalmente se reproducía frente a sus ojos. Lo besó y adoró cada segundo acariciando sus labios heridos, deleitándose con la calidez de su boca y suavidad de su lengua.
Fueron una, dos, tres veces, las suficientes para memorizar la textura que su boca tenía ese día en particular. Blanda y accesible, hecha para ser besada solo por él. Y Maegor lo hizo, porque el mundo se detuvo, disuelto a su alrededor. Solo existía Aenys entre sus manos, besándolo, acariciándolo, respirando del mismo aire y existiendo.
Nada volvería a separarlos. Y de esa unión nacerían los futuros gobernantes. Sus hijos reinarían, la casa del dragón prevalecería por cien años, y luego otros cien más. Y si algún día llegaban a caer, volverían a resugir. Porque eran los hijos de Aegon, reyes desde la cuna.
Aenys coronó el contacto con un ultimo beso dulce y terminó por separarse unos centímetros. Sus dedos sin dejar su mejilla, Maegor sostuvo su muñeca para mantenerlos contra su rostro, dejando besos ociosos sobre su palma lastimada. Podía tocarlo y besarlo cuánto quisiera y donde quisiera.
Ahora era su esposo. Su rey. Y pronto sería su Omega y padre de sus hijos.
Reparó en que Aenys había preguntado algo a su madre, y en que ella se había acercado.
—Su padre habría sido feliz viéndolos —dijo.
Maegor asintió, rodeando los hombros de su hermano para pegarlo a su cuerpo, Aenys, por otro lado, no dejó de mirarla.
—¿Y mi madre?
La vio erguirse. Una insospechada nostalgia invadió su semblante y consiguió que su expresión perdiera audacia. Maegor la vio apreciar el rostro de Aenys por algunos segundos antes de voltear hacia el mar, y deleitarse con su magnífica extensión.
—No habría habido mujer más orgullosa —confesó.
Su esposo asintió, y Maegor se vio abrazado por igual. Descansó el mentón sobre su cabeza y apreció el atardecer, recortando la suave luz anaranjada estaba la gran silueta de Balerion, y cercano a él Vhagar y Azogue le hacían compañía.
Aenys también admiraba el paisaje, los últimos rayos de sol se vertían sobre su rostro como oro líquido. Cuando miraba el sol, el lila de sus ojos oscilaba en un rojizo anaranjado deslumbrante. Maegor se descubrió más interesado en memorizar el perfil de su esposo, que en deleitarse con el atardecer.
—Mi rey, no deseo importunar —Maegor parpadeó al escuchar la voz de Murmison interrumpiendo su paz. Aenys suspiró y se deshizo del abrazo para voltear hacia su Mano—. Comienzan a llegar los Señores para el banquete.
Deseó blanquear los ojos ante la idea de tener que asistir a ese banquete. Maegor solicitó una boda privada, Aenys lo permitió si a cambio el banquete era abierto y encabezado por los dos. No tuvo como negarse, y ahora estaba condenado a pasar horas soportando gente ruidosa que tomaría en ese lapso de tiempo más alcohol del que Maegor se permitiría en un año.
Aenys disfrutaba de esas cosas. Siempre lo hizo. Reír y bailar, cantar y bromear con sus cortesanos y vasallos, siempre bajo su mirada atenta.
La música era alegre, los bailes implicaban saltos y gritos, y Aenys pasaba de señor en señor, de dama en dama, bailando melodías grupales que no hacían más que celebrarlos. Era feliz, Maegor podía sentir su emoción a la distancia, cada vez que giraba o saltaba como si todo el peso en sus hombros se hubiese disuelto cuando ambos finalizaron su unión.
—Kesā jurnegon tolī zirȳla lēda aōha ābrar.
Maegor volteó hacia su madre, ella también miraba a Aenys, ambos sentados en un espacio aparte dispuesto solo para la familia real y la Mano. Su voz adquiría una gravedad poderosa cuando utilizaba su idioma natal.
—Mīsagon zirȳla —ella dijo—. Zālagon tolvie run lo bēvilagon.
Murmison les lanzó una mirada de reojo. Maegor siguió a su hermano entre la multitud, riendo, sus mejillas teñidas de un agradable tono bermellón producto del movimiento, y su cabello ligeramente despeinado. Aenys se encontró con su mirada y le sonrió.
—Kessan —pronunció, sin titubeo ni duda.
Su madre asintió, satisfecha, y se acomodó en su asiento después de solicitar que su copa fuese llenada otra vez.
Sabía que no era solo un concejo de madre. Era su deseo por que no se repitiera la historia; ella no pudo proteger a Rhaenys de sus enemigos, pero Maegor sí lo haría con Aenys. Cada día mientras respirara.
—Valzȳrys.
Maegor no admitiría en escalofrío de placer que lo recorrió cuando fue capaz de escuchar esa palabra. Parpadeó hacia Aenys, que se había detenido y acercado a la mesa sin abandonar del todo el amplio salón de baile. La música se detuvo, todos frenaron por igual.
El silencio fue pesado, expectante y presuroso. Y Maegor se descubrió incapaz de decir que no a esos ojos brillantes.
Aenys extendió una mano en su dirección.
—Baila conmigo.
Odiaba bailar. Odiaba que la gente lo mirara. Odiaba esa clase de atención. Odiaba la música festiva. Odiaba estar tan expuesto. Odiaba, odiaba, a las muchedumbres. Odiaba los murmullos y las risitas.
Pero ese Omega era su única adoración, y decirle que no era negar su instinto primario.
Por ello se puso de pie con lentitud, ignorando la sonrisita en la boca de su madre porque seguramente era la única que podía empatizar con él y saber a ciencia cierta la humillación interna que estaba sufriendo en ese instante.
Rodeó la lujosa mesa y atrapó la mano de su esposo, la restante se instaló en su cintura y lo guió cuando la música fue retomada y ambos tuvieron un espacio privilegiado en el centro del salón. Levantarlo fue sencillo, seguir sus vueltas, pisar sus pisadas.
Juntaban sus palmas vendadas y giraban, después unían sus manos sanas y volteaban de nuevo. A veces la gente vitoreaba, cuando ambos se mecían con una singular sincronía. Aenys sostuvo sus manos y Maegor terminó por romper la distancia, juntando sus cuerpos hasta que el espacio entre ambos fue nulo y Aenys pudo aprovecharlo dejando un beso corto y travieso sobre su boca.
Recibieron más vitores, algunas risitas por su atrevimiento.
—¿Cuánto vino has bebido? —curoseó por lo bajo, enlazando sus dedos junto a sus cabezas para después alejarse unos pasos sin soltarlo y volver a acercarse.
—Ni una sola copa —Aenys dijo—. No atontaría mis sentidos el día más feliz de mi vida.
Se consideró satisfecho con eso, pero no lo evidenció en voz alta. Simplemente se permitió disfrutar del baile con su esposo e ignorar al resto.
Fue sencillo cuando todos solo los miraban. Dejó de serlo en el instante en que Murmison anunció la hora del búho, y la gente comenzó a acercarse.
Su mano fue instintivamente al costado del que descansaba Fuegoscuro, listo para rebanar a quien se atreviera a tocarlo. Otra atajó su muñeca en el acto, cuando se dispuso a exigir una respuesta, se encontró con la mirada férrea de su madre.
—Raqagon se bantis —dijo, y con una habilidad tenebrosa terminó por deshacer el nudo de su empuñadura y tomar su arma.
Dos manos atraparon sus mejillas y dirigieron su rostro. Maegor se encontró con la boca de Aenys, tibia y blanda, sus hombros cayeron inconscientemente. No había ni un deje de alcohol salvo el dulce saborcillo a vino que él poseía. Lo correspondió, pero no duró tanto como la hubiese gustado porque entonces Aenys fue arrebatado de su cuerpo.
Todo lo que vio y sintió, desde ese instante, fueron manos. Manos rodeándolo, tocándolo, tirando de su ropa y empujándolo.
Y gritos. Palabras vulgares y de aliento, felicitaciones, lo que fuese. Maegor apenas las escuchaba porque le interesaba más no perder a Aenys de vista. Él lo miraba a unos pasos, siendo llevado por otra multitud mientras sus exquisitos ropajes eran reducidos a telas y telas que abandonaban su cuerpo. Logró moverse entre pasos torpes y atrapar la mano de su esposo para besarlo otra vez.
Recibieron otra horda de gritos. Más manos tironeando de su ropa. Empujones. Feromonas de Alfas y Omegas anegando su nariz y atontando sus sentidos.
—Ya, malditos, no exageren —masculló, siendo ignorado.
Quizás todos contaban con la protección de las tradiciones. Maegor ya había vivido un encamamiento, Aenys igual. Nadie murió por desnudarlos. Maegor sí habría repartido algunos golpes si no estuviese demasiado interesado en poder llegar a la habitación con Aenys.
Aenys fue tomado entre sus cortesanos y Maegor gruñó cuando sus dedos terminaron por soltarse. No dejó de verlo, entre la muchedumbre feliz de honrar tradiciones, brillaba el cabello albino de su esposo. Su risa destacaba. Notó que poseían más cuidado cuando lo desnudaban a él, y que a medida que se acercaban a la recamara nupcial, más y más gente se unía al festejo, destrozándole la ropa sin tregua ni gloria.
Maegor estaba desnudo cuando fue empujado a la habitación. Aenys aún conservaba una parte, pequeña, de sus pantalones. Su cabello había sido decorado por pequeñas y bonitas flores coloridas, y su rostro estaba encendido de un gracioso tono carmín.
Antes de que las puertas se cerraran, y con los retazos de la alegría que los envolvía, los últimos cortesanos terminaron de tironear de los remanente de la ropa de Aenys, deshaciéndolos mientras le regalaban un empujón que logró juntarlos otra vez. Lo envolvió entre sus brazos y alcanzó a ver los rastros de cabello antes de que desaparecieran todos los cortesanos.
Las puertas se cerraron y el silencio los envolvió, interrumpido por sus respiraciones irregulares y algunos cuchicheos al otro lado de la habitación.
Maegor sintió un movimiento ligero.
—Tendremos audiciencia toda la noche —Aenys murmuró, lanzando una mirada hacia las puertas cerradas.
—Que escuchen lo que deseen.
Una mano se posó sobre su pecho, Maegor apreció los dedos de Aenys dejando una caricia sobre una herida reciente. La mayor parte ya no requerían vendajes, y los puntos fueron removidos cuando Gawen lo consideró propicio. Solo un corte en su espalda era aún tratado, y las vendas lo protegían del roce con la ropa.
—Valzȳrys —Aenys pronunció.
Dioses, eso sonaba bien.
Dejó un beso corto sobre sus labios.
—Otra vez.
Aenys soltó una risa baja y continuó su beso, abrazando su cuello en el proceso. Maegor notó el esfuerzo que debía hacer para ponerse a su altura, alzándose sobre sus pies y extendiendo graciosamente su boca.
Se inclinó, tomó sus muslos y lo cargó con facilidad, disfrutando de la sorpresa fugaz en sus facciones antes de que fuese reemplazada por una sonrisa amena. Maegor tuvo que alzar la mirada esta vez, porque las manos de Aenys tomaron sus mejillas y lo inclinaron para poder seguir mimando sus labios.
—Valzȳrys. . . —Aenys volvió a murmurar.
Maegor caminó hasta la cama y se dejó caer sobre esta sosteniendo aún a Aenys. Ambos rodaron. Aenys rió, especialmente cuando Maegor presionó juntos sus cuerpos y comenzó a repartir besos viciosos sobre su mejilla y mentón. Y después sobre su cuello, hizo un camino por la línea de su pecho acariciando sus costillas. Entonces Aenys emitió un suspiro trémulo mezclado con otra risita.
—¿Qué te causa tanta risa? —cuestionó, deteniéndose a mitad de camino.
Aenys rozó su mandíbula.
—Tu barba me hace cosquillas.
—Cosquillas —repitió, frotando su cara contra la piel suave de su abdomen. Aenys volvió a soltar una carcajada baja—. ¿Te molesta?
—Me gusta.
Maegor respiró de su vientre, nutriéndose de la piel tibia. Disfrutándolo. No esperaba músculos de alguien que prefería las ciencias; Aenys no era débil, pero tampoco era un interesado en la guerra. Las pocas veces que Maegor visitó Desembarco del Rey en su niñez, siempre lo encontraba escondido en su torre leyendo sus libros y observando las estrellas.
A Aenys le gustaba mezclar cosas, descubrir cosas, investigar. Cuando asumió como rey, Maegor notó como lentamente se alejaba de sus intereses para dedicarse al reino, y como eso lo había hecho un poco más infeliz.
La felicidad de la gente no podía importarle menos; pero tratándose de Aenys, le era imprescindible hacerlo feliz. Necesitaba verlo sonreír tanto como el aire que respiraba.
Aenys era su aire.
Era el latir de su corazón.
El motivo de su existencia.
Besó su abdomen, sintiendo sus manos anclarse en su cabello. Mordió sin fuerza y notó cómo dejaba de respirar cuando siguió bajando, y entonces los centímetros que lo distanciaban de su intimidad despierta eran austeros. Pasó por el costado de la zona sensible, notando el quejido bajo de su esposo por no recibir la atención correspondiente.
Sus manos atraparon los tobillos de Aenys, guiando sus piernas hasta que estas se flexionaron sobre la cama. Besó el interior de sus muslos, mordió y succionó marcas codiciosas, esta vez haciendo mella en frotar sus mejillas contra la piel sensible, raspándola con su barba. No era mucha, solo un rastro incipiente pero evidente que pensó en afeitar antes de saber que a Aenys no le molestaba.
—Maegor. . . —Aenys murmuró. Sus dedos tiraban sin fuerza de su cabello, acabando con su poco raciocinio frente al tono extendido y trémulo que empleó su esposo.
Maegor dejó que las piernas de Aenys descansaran sobre sus hombros, y sus manos rodearon su cintura para acercarlo un poco más antes de atrapar toda la caliente longitud con su boca.
Aenys se arqueó. Notó su cuerpo tensándose entre sus brazos y el aroma puro a excitación invadiendo el ambiente. Denso y dulce. Maegor debía hacer un importante ejercicio para prepararlo primero y no solo tomarlo como deseaba desde que tenía memoria. Todo en él arañaba su sistema ante la sola idea de marcarlo y llenarlo. Hacerlo suyo, solo suyo.
Levantó la mirada y se encontró con los ojos aguados de su esposo. Llorosos y brillantes. Su rostro teñido de un rojo intenso y acariciado por cabellos albinos. Maegor le dio placer con más ganas, siguiendo el ritmo que Aenys estableció con sus manos y abarcando toda la extremidad.
Lo escuchó gemir, esta vez nada les impedía hacer ruido. Quizás Aenys podría cohibirse un poco al saber que sería escuchado, pero Maegor podía encargarse de que olvidara eso. Tenía tiempo.
Como tenía tiempo, podía jugar. Podía ensuciar un poco ese temple pudoroso y deleitarse con el rojo de su rostro.
Sopló suavemente la punta de su erección y se apartó, notándolo removerse en busca de más cariño. De atención. Su atención. Se acomodó sobre su cuerpo y los volteó, dejándolo arriba.
—¿Por qué. . .? —Aenys preguntó, su vocecita vuelta una cosa agitada y necesitada. Había confusión en sus facciones, especialmente cuando Maegor acarició su trasero.
—Tómala si la quieres —dijo.
Apreció el carmesí expandiéndose por todo su rostro. Mordió su labio inferior y sonrió con malicia a su espantada confusión.
—¿Q-Qué?
—Oíste, siéntate y tómala.
—¿Tu bo–. . .
—Lo que quieras —lo escuchó jadear, sus dedos dejaron caricias sobre su espalda—. Hazlo, omega, nadie te juzgará.
Lamió su boca y lo besó hasta que Aenys se apartó. Admiró la forma de su cuerpo cuando se incorporó sobre él, Maegor podía ignorar su propia erección latente si a cambio le daba la oportunidad de disfrutarlo. Y Aenys lo hizo, quizás un poco guiado por sus propias manos impacientes, que pronto comenzaron a impulsarlo hasta su rostro.
Aenys fue un poco reticente al inicio, demasiado bloqueado por la vergüenza como para permitirse experimentar cosas nuevas. Fue su tarea acariciar sus piernas y fomentarlo a seguir, hasta que el miembro endurecido de Aenys estuvo al alcance de su boca, con sus bonitos muslos a los costados de su cabeza y su trasero disponibles para entretenerse. Entonces Maegor lo atrapó otra vez y con sus manos terminó de instalarlo sobre su rostro.
Lo escuchó gemir, lo vio cubriendo su cara sonrojada, especialmente cuando Maegor engulló sin pena toda la erección e impulsó sus movimientos apretando la piel blanda de su trasero. El lubricante de su entrada se mezclaba con su propia saliva y anunciaba la excitación pura de su esposo.
—Jurnegon rȳ nyke, valzȳrys.
—D-Daor. . .
Tragó, ganándose un sonidito ahogado por sus manos. Dos dedos se deslizaron por la línea de su trasero y contactaron directamente con la zona húmeda, la acariciaron. El anillo de músculos se contrajo. Aenys se retorció entre jadeos, las dos manos pronto atraparon su cabello, probablemente buscando un apoyo, y siguieron el vaivén que Maegor estableció. Su lengua rozaba la punta, sus labios generaban un vacío cuidadoso. Aenys tiraba de su cabello y embestía su boca, una, dos, tres veces.
El lubricante se deslizaba sin pudor de su entrada, Maegor lo aprovechó y con dos dedos se encargó de estimular también su interior.
—Oh, dioses. . . —Aenys soltó, quedándose momentáneamente quieto para asimilar la intromisión.
Maegor volvió a atender su miembro. Cuando Aenys no follaba su boca, era embestido por sus dedos. Atormentaba su interior sin tregua, girándolos y expandiéndolos para conseguir nuevas sensaciones. Y Aenys era víctima de ellos, envuelto en temblores y reducido a una masa jadeante y sonrojada. Verlo así era alucinante, un deleite que valía todos los años de espera.
¿Qué eran unos cuantos años? Ahora tenía a su esposo sentado sobre su cara, todo lo valía.
Torció un poco más sus dedos y volvió a golpear su interior. Entonces Aenys se tensó, incluso sus piernas sufrieron un pequeño espasmo. Los sacó y volvió a meterlos, tocando el mismo lugar. Pudo ver el brillo perdido en sus ojos, las lágrimas de placer mojando sus mejillas incluso a esa distancia. Lo vio blanquear los ojos y arquearse contra sus dedos, y embestir su boca, y tirar de su cabello sin fuerza.
Interesante.
Cuando tres dedos estuvieron atormentado su interior, notó como Aenys los apretaba. Se contraía alrededor y tensaba sus piernas. Más lubricante terminó por humedecer toda su mano.
—Dioses. . . —Aenys sollozó, meciendo sus caderas—. Dioses. . . Dioses. . .
El orgasmo de Aenys no fue anunciado sino después, cuando profirió un sonidito bajo y se estremeció entre sus manos. Todo su cuerpo pareció verse azotado por el placer; Maegor definitivamente no se perdió la expresión distorsionada y compleja que lo envolvió, especialmente cuando tragó sin dudar el fruto de su extasis.
Maegor se enfrentó a su rostro colorado, y en respuesta dejó besos en el interior de sus muslos hasta que lo sintió moverse. Alzó las cejas cuando Aenys encontró un sitio en su abdomen, entonces se incorporó quedando sentado con su Omega sobre sus piernas.
—¿No fue bueno? —murmuró.
Aenys no respondió, en su lugar sostuvo sus mejillas y unió sus bocas. Maegor estuvo feliz de poder corresponderle y abrazar con ganas su cuerpo esbelto. Lo besó disfrutando de los chasquidos húmedos que provocaban sus intercambios, sintiendo las manos de Aenys abrazando sus hombros y rozando su espalda. Dioses, era débil solo por él, y eso no estaba bien. No era bueno permitirse fragilidad con alguien frágil.
Recibió más besos, besos en la nariz, en las mejillas, en su mandíbula, mientras Aenys lo besaba, sus manos pasaban desde sus hombros hasta sus pectorales, luego siguieron bajando, acariciando tramos de piel desnuda dispuesta a él. Se enfrentó a sus ojos violetas cuando Aenys juntó sus narices.
—¿No seguiremos? —él curoseó.
Maegor debió hacer un esfuerzo por no denotar su sorpresa. En su lugar se enderezó un poco más y mordió su labio inferior.
—¿Tienes prisa, esposo? —cuestionó de vuelta.
—Te deseo —Aenys admitió—. Deseo hacerte sentir bien.
—Mi rey es tan complaciente. . . —susurró, ganándose un sonidito indignado—. Dime si te duele.
—No eres el primero, esposo —Maegor estaba muy al tanto de eso, las tres marcas en su cuello eran un recordatorio constante del que desaría apenas pudiese—. Sé cómo se siente.
—Definitivamente no lo sabes —para respaldar sus palabras, alineó su erección caliente entre el pliegue de su trasero, evidenciando el tamaño. Y rozando la entrada pulsante de paso—. Te prometí un bebé.
—Me prometiste tres —Aenys corrigió, ahogándose con sus propias palabras cuando Maegor ejerció presión e introdujo la punta—. Oh, di–. . .
Sintió sus pies removiéndose a sus espaldas, sus uñas cortas rasguñando sus hombros. Besó sus labios hinchados y continuó hundiéndose, teniendo que hacer un esfuerzo abismal por ir lento y no perder la cordura frente al calor que lo envolvió. Era abrasador y apretado, una presión exquisita que le sacó un suspiro.
—Tan bueno. . . —susurró, rozando sus mejillas—. Listo para mí. . .
Aenys asintió, balbuceando contra su piel palabras que Maegor no alcanzaba a entender. Sostuvo sus caderas y cuando estuvo completamente dentro se encargó de mantenerlo quieto y repartir caricias sobre su espalda baja. Podía sentir su respiración tibia contra el cuello, sus brazos rodeándolo.
—Estoy listo. . . —Aenys susurró—. Oh, dioses. . . Estoy tan listo. . .
Relamió sus labios y comenzó un vaivén lento, siguiendo los movimientos que Aenys inició con sus caderas. La presión de su cuerpo caliente era magnífica.
Ni siquiera sabía por dónde comenzar a describir el inigualable placer que implicaba finalmente poder unirse a ese Omega. Podía saborear sus propias feromonas, cada instante más pesadas alrededor de Aenys. Impregnándolo, haciéndolo aún más suyo. Daban igual las cicatrices, las primeras veces.
Aenys era ahora suyo. Y eso era lo único que importaba.
Un suspiro de alivio escapó de su propia boca. Era esto lo que anhelaba, esto. Aenys aferrado a él, recibiéndolo con la calidez que solo él podía brindarle. Sus caderas se levantaron, buscando incrementar la velocidad. Aenys jadeaba, su cuerpo temblaba, sus ojos lucían perdidos y vidriosos, brillantes igual que sus labios.
Sostuvo su cintura y entonces ambos cayeron sobre la cama, Maegor se situó sobre su cuerpo agitado y disfrutó de la visión. Aenys no demoró en recibirlo con las piernas abiertas, y abrazarlo con las mismas. Sus brazos también lo rodearon.
Maegor golpeó su interior y Aenys emitió un gemido bajo, exquisito. Su cordura se quebró como el vidrio; frente a los jadeos de su esposo no podía hacer mucho por mantenerse atento. Maegor cedió a su propio deseo, deseoso por follar hasta la última partícula de ese Omega y volverlo tan suyo como su propio ser.
—Rápido. . . —Aenys sollozó, ganándose su atención—. Más rápido. . . Alfa. . .
Fue feliz complaciendolo, comenzando a embestirlo a una velocidad bestial y abrumadora. Fue consciente del crujido que provocó la cama cuando sus movimientos se volvieron una sintonía estable y furiosa. La cabecera golpeaba la pared de piedra y la madera chillaba, temblaba, se balanceaba.
Hundió el rostro en su cuello, disfrutando las manos de Aenys enredándose en su cabello. Aspiró del aroma a sudor y feromonas. Se nutrió de él. Aenys ladeó la cabeza y cruzó las piernas sobre su espalda, la mitad de su cuerpo estaba casi levantado recibiendo sus estocadas. Maegor no tenía ningún control sobre su propio actuar llegado a ese punto, solo seguía su propio deseo de devorar, follar, marcar que susurraba cada vez que Aenys gemía contra su oído.
Se enderezó, solo un poco, y frotó su vientre con una mano, hundiéndose hasta el fondo al mismo tiempo. Aenys gritó, un sonido profundo y ahogado por su piel cuando mordió una zona de su hombro. Maegor disfrutó del dolorcillo que eso implicó.
—¿Lo sientes, Omega? —susurró, observando el ligero bulto que se formaba en la base de su vientre cuando lo embestía, ahí donde sus dedos presionaban sin fuerza—. Como todo tu interior me recibe. . . Incluso acá. . .
Aenys atrapó su rostro y estampó sus bocas juntas. Sabía a vino fuerte, dulce y embriagante. Sabía a él. Y cada vez que sus manos tironeaban de su cabello Maegor se perdía un poco más a sí mismo. Jugó con su lengua, tragándose los gemidos que emitía cada vez que golpeaba su interior. Podía esconder esos, no podía hacer nada cuando él mismo jadeaba contra la piel húmeda, estremeciéndose ante el toque abrasivo de Aenys.
—Márcame —él susurró, suplicó, sollozó—. Márcame, márcame. . . La quiero. . . Alfa. . . Por favor.
Sus colmillos crecieron instintivamente frente a la petición. Sintió su boca salivando y sus pupilas afilándose, y, aún así, antes de clavar los dientes en el punto en medio de esas tres asquerosas cicatrices, se detuvo y tocó la zona con la nariz. Aenys se retorció, gimoteando ante la repentina lentitud que adquirió.
¿Y si enfermaba? ¿Y si no era distinto a Alyssa? Maegor no estaba seguro de reaccionar bien a ser el causante de un daño en él. ¿Y si la herida infectaba?
Lamió la zona, recibiendo un temblor en ese cuerpo caliente. Besó ahí e ignoró los susurros en su mente suplicando que lo mordiese.
—No —murmuró al final, tragando el fuego y negando ligeramente—. Puedes enfermar.
Su esposo se arqueó cuando se hundió otra vez en él. El sudor humedecía su cabello albino, el roce contra las almohadas lo despeinada. Su pecho repleto de mordidas y marcas subía y bajaba con rapidez, y su interior lo aprisionaba y pulsaba, anunciando un orgasmo inevitable. Él mismo podía sentirlo formándose en su vientre, tensando sus músculos y hormigueando en su estómago.
—La deseo —Aenys susurró, atrapando su rostro y obligándolo a mirarlo, sus pulgares frotaron sus mejillas, Maegor respiró de una de sus manos—. Nada de ti podría enfermarme.
—Si se infecta. . .
—No lo hará —había una resolución encandilante en sus facciones sonrojadas—. Lo juro.
Y le creyó. O quizás quiso creerle porque realmente deseaba terminarse de unirse a él como era debido, y teniendo su permiso su propia desconfianza quedó en el olvido.
Besó su labio inferior, lo succionó y mordió. Volvió a embestir su agujero, inundando hasta el último espacio vacío de su sistema. Apretó sus cuerpos y lo envolvió en feromonas, todo en la habitación, y probablemente fuera de esta, apestando a sexo. Buen sexo. Satisfactorio y perfecto. Él mismo apestaba a Aenys, sentía el aroma dulzón y familiar envolviéndolo, pegándose a su piel como si fuese una delgada capa de ropa.
Aenys anunció que estaba cerca, vio su mano masturbando la erección goteante y rojiza que se alzaba entre ambos, desatendida hasta ese instante.
Gruñó, limitando sus propios colmillos con su lengua y golpeando hasta el fondo. Su esposo se arqueó sobre la cama de una manera obscena. Cuando Maegor bajó la mirada, lo pudo ver frotando con el pulgar el sutil relieve bajo su ombligo mientras se daba placer. Santos Dioses. Ese hombre no tenía idea lo mal que lo ponía.
—Angogon nyke —lloriqueó, exponiendo su cuello. Maegor observó la piel disponible. Tenía el permiso, la disposición, tenía a su Omega suplicando por él—. Kostilus. . . Valzȳrys. . .
Ni siquiera notó cuando sus dientes se hundieron en la carne tierna. No escuchó el grito de Aenys ni su propia voz. No cuando su orgasmo azotó su cuerpo y se expandió por su sistema como el fuego sobre la hierba seca. Poderoso y brutal. Demoledor. Extasiante. El interior de Aenys lo comprimió y después se amoldó inconscientemente al nudo que se hinchó en la base de su propio miembro, uniéndolos. Todo se volvió un eco lejano salvo el latir de su corazón y su respiración agitada.
La sangre inundó su paladar. Era dulce y metálica, adictiva y ardiente. Tibia. Atrapó con la lengua los remanentes que se escapaban y besó la herida entre jadeos. Todo en él se sentía sobreestimulado; su piel reaccionaba al roce mínimo de sus manos, todo olía distinto, no escuchaba nada salvo a Aenys y los sollozos bajos llamándolo.
Era un Omega recién marcado y anudado, si Maegor se sentía drogado, Aenys debía estar peor que si hubiese bebido litros de leche de amapola sin tener heridas.
—Gīda —susurró, repartiendo lamidas conciliadoras sobre la herida abierta. Luego pasó por su mandíbula y se encargó de mimar su rostro húmedo por las lágrimas. Besó sus párpados, su nariz y mejillas, frotó sus rostros y siguió susurrando consuelos, intentando respirar para calmar su corazón—. Tan bonito. . . Kesan mīsagon ao, Omega.
Entonces descubrió que no era solo su corazón el que escuchaba. Era una melodía veloz y acorde que no iba a juego con su propio pulso. Escuchaba demasiados palpitos demasiado rápidos, y cuando ambos pudieron suspirar y respirar el oxígeno del otro, Maegor notó que era el corazón de Aenys ese segundo latir que resonaba contra sus oídos. Podía escucharlo latir. Sus corazones iban, literalmente, al mismo ritmo.El suyo se comprimió ante la idea.
Observó con impacto la sonrisa amplia que Aenys había esbozado. Lo sintió abrazarlo y todo en él se erizó al corresponderlo. Juntó sus frentes, rozó sus narices, recibió sus besos sonriendo a la mezcla de aromas que los envolvían. Podía sentirse en él, y sentirlo a él tan perfectamente equilibrado.
—Lo sientes. . . —murmuró, besando su boca trémula por una risa atontada—. Me sientes. . .
—Te siento. . . —Aenys pronunció, acariciando su espalda y cuello. Podía sentir su alegría, podía verla como suaves partículas coloridas envolviéndolo. Era contagiosa, la compartía y Maegor no se podía negar a recibirla.
Era suyo, era suyo, suyo, suyo. Olía a él, yacía con él, lucía su marca.
Su cordura y estabilidad. Aenys no necesitaba saberlo, que se limitaba por él, quizás ya lo sabía. No le importaba que lo supiera porque nada cambiaría a menos que alguien se atreviese a arrebatarselo. Y entonces quemaría el mundo.
Porque si él no podía vivir en un mundo con Aenys, nadie viviría sin él.
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