Odioso anhelo.
N/A: Está bien, quizás sean tres o cuatro capítulos.😔 No tengo autocontrol. Otra cosa, las edades fueron modificadas un poco, Aenys tendrá 24 y Maegor 21.
La historia sigue la línea de eventos del libro situándose justo en la pelea de Aenys y Maegor por haber, este último, desposado en secreto a Alys Harroway después de abandonar a su esposa, Ceryse Higtower.
Aenys es rey, o sea que Aegon está muerto. Lo demás ya está explícito.
Hay frases en valyrio, la traducción estará en los comentarios.
Besitos, ojalá les guste este minific, ya cuando tenga tiempo me pondré a editarle la portada y separadores. Podrían haber algunos errores de ortografía porque no he editado el capítulo.
adios<3
***
Cuando el rey Aegon estableció las normas en Poniente, dictó que su primer hijo varón heredaría el trono tras su muerte. Esto porque, siguiendo antiguas costumbres y creencias Valiryas, de dos Alfas solo nacen Alfas. Y sus dos esposas lo eran.
Grande fue su sorpresa al descubrir en su primogénito otra casta; un Omega. Un diminuto bebé delgado y silencioso, envuelto casi completamente por un delicado y sutil lanugo plateado. Cabía en sus manos y no lloraba, pero vivía.
Aegon vio a su esposa en él y con eso bastó. Así que en el trémulo silencio que lo subsiguió al anuncio de su casta, Aegon se movió con el niño en brazos, sonriendo como pocas veces se le había visto, y proclamó:
"—Un varón es un varón".
Y con eso su heredero quedó definido, Aenys Targaryen, el primogénito de Aegon El Conquistador.
No hubo espacio a quejas aunque estas no fuesen pocas. El Septón Supremo expresó su desacuerdo en tener como heredero a un Omega. Y no solo un Omega, sino uno enfermizo y escuálido. Se puso en duda su capacidad de habla y escucha por bastante tiempo, Aenys apenas y balbuceaba incoherencias, sus pulmones eran frágiles y emitían llantos bajos que solo Rhaenys podía consolar.
Pero Aegon estaba feliz con tener a su descendencia.
Era Aenys su refugio cuando el dolor lo asediaba tras la muerte de Rhaenys. Tres años tenía, y Aegon podía ver el reflejo de su amada en la sonrisita alegre que evidenciaba su hijo. Visenya sufría la pérdida con rabia, destrozando a cualquiera que se atraviese a cuestionar su fertilidad.
Entonces Maegor nació, los murmullos no se hicieron esperar. Un hijo Alfa, fuerte desde la cuna. ¿Qué era un Omega enfermizo en comparación? Solo heredero por nombre. Y aunque Aegon mantuvo sus ordenanzas sin siquiera reclinar hacia Maegor, la gente sí habló.
La salud de Aenys mejoró cuando se le dio a su dragona, y entonces las dudas llegaron a su fin. Aenys era el heredero varón de Aegon El Conquistador, encantador y amable, diestro en la espada pero sin resaltar, amante de la alquimia y astronomía. Aenys, el niño de oro del reino. Con aroma a vino dulce y cuya voz embelesaba a doncellas y caballeros, siempre rodeado de risueños cortesanos, querido por sus sirvientas y visitado de todos lados del reino para pasar una tarde con él.
Y después estaba Maegor, el príncipe de Rocadragón. Sin amigos salvo su madre, sin intereses aparte de las armas. Tan grande como su padre, y tan calculador como su madre. Si había algo que odiase más que a la fe militante, era a su hermano. ¿Por qué? La duda prevalecía, muchos se inclinaban hacia la obviedad: estaba celoso de su hermano como heredero. Algunos otros optaban por la diminuta posibilidad de que esos celos viniesen no por su futuro título, sino por su futura esposa.
Se rumoreaba que Maegor anhelaba a su hermano.
Pero las reglas de Poniente eran claras, y si se había hecho una excepción hacia Aegon con sus dos hermanas-esposas, eso no sucedería con sus hijos. Los niños se casarían con otras familias y afianzarían lazos con el resto de las casas.
Diluirían la sangre, según Visenya, que rezongó ante la idea de expandir su círculo teniendo a dos regentes perfectos junto a ellos. Un Alfa y un Omega dignos hijos de los conquistadores, hechos uno para el otro como el día y la noche.
Sin embargo todos se inclinaban hacia la creencia popular de que Maegor ambiciaba el trono, no a su hermano. Y que lo odiaba profundamente. Así que cualquier otro rumor solo quedaba en suposiciones.
Maegor odiaba a su hermano, y eso era sabido.
Su hermano, que, por más que siempre expusiese sus deseos de tener hijos; "quiero al menos cinco, cada uno tendrá su propio huevo en la cuna", dijo, no hizo nada cuando se estableció a Alyssa como infértil. Su hermano que, aún expresando su amor genuino y sincero hacia él, le dio entre dos elecciones imposibles una noche luego de que Maegor anunciase su matrimonio con su segunda esposa, Alys, consumado mediante las antiguas tradiciones Valiryas.
Ella no estaba cuando la discusión se llevó a cabo.
—Vuelve con Ceryse a Antigua, Maegor —Aenys comandó, lanzando aceite a su ya encendida e iracunda actitud—. Ya has insultado a demasiadas casas con tu infame matrimonio.
—Esa mujer es tan infértil como una roca —Maegor gruñó—. Quiero hijos, mis propios vástagos, sangre pura de dragón.
—Los maestres ya proclamaron que tu esposa no tiene ningún mal, salvo tú.
Al menos cuatro guardias se necesitaron para detener la marcha indómita de Maegor hacia el trono, donde Aenys lo juzgaba en un silencio crítico. Quizás fue bueno que lo hubiese citado a él únicamente, sin cortesanos ni sirvientes. Solo ambos, y sus guardias reales. Maegor habría ensuciado aún más su nombre exponiendo esa actitud disruptiva delante de tanta gente. Pero le daba igual, la gente temía demasiado insultarlo sabiendo lo que sucedería si llegaba a enterarse, porque Maegor no era piadoso ni bondadoso, y ya tenía su historial de decapitados por haber hablado de más.
No había temor en Aenys cuando Maegor llegó hasta los pies del trono, jamás lo hubo. Era el rey desde la muerte de su padre, un jinete de dragón; erguido e imponente en ese inmenso armatoste de espadas, lo último que la gente apreciaba era su casta. Pero de esa poca distancia, era todo lo que Maegor percibía. El suave aroma a vino, mezclado con el deje ahumado que la mayoría en su familia poseía producto de sus paseos en dragón. Maegor pudo no tener un dragón desde cría, pero fue porque siempre estuvo destinado al Terror Negro.
Pensó en Azogue, la dragona de Aenys, y lo cercana que era a Balerion. En sus vuelos conjuntos y el contraste admirable cada vez que sus fuegos se dispersaban por el aire entre el viento y las nubes. Blanco y negro. Balerion pasaba más tiempo con esa dragona graciosamente pequeña que con Vhagar. Maegor podía admitir cierta afinidad hacia ella también, porque era obnubilante, genuinamente bella. Era una bestia creada para Aenys, la representación misma de su ser en un dragón.
Maegor veía a su hermano más que a su rey, y entre golpes se deshizo de la guardia mientras más y más llegaban. Se requirió del permiso directo de Aenys, cuando notó que todo comenzaba a escalar demasiado rápido, para que se le permitiese el paso, entonces Maegor pudo hacerle cara.
Aenys no lucía más imponente de cerca. Solo un ser de esplendido físico, cuyos rasgos armonizaban de una forma tan exquisita que, si su nacimiento no se hubiese visto atestiguado, quizás podría teorizarse que ese rostro tan idílico perfectamente pudo haber sido moldeado por los Siete mismos.
Maegor inhaló la rabia en su hermano y sonrió de vuelta al descubrir la presión que sus delgados dedos ejercían sobre el trono. No fue amable, fue una mueca desagradable y malicosa. Disfrutaba provocándolo, siempre lo haría.
—Vuelve con Ceryse —Aenys repitió, más bajo pero igual de enojado—. Es una mujer joven y fértil, y te está esperando en Antigua.
—Las cerdas en ese chiquero son más fértiles que mi dicha esposa —gruñó—. No espero que lo entiendas, de todas formas, estás más cerca de jurar votos de castidad que de engendrar un hijo.
—Cuida tu boca.
—¿No es tu querida esposa tan fértil como la mía?
Maegor se nutrió del tono bermellón que se apoderó de su piel cuando pronunció esas palabras. Sangre rojiza acumulándose notoriamente en sus mejillas.
Pero no fue esa sangre la que obtuvo su principal atención, sino la que goteó por la palma de su hermano e inundó la estancia con un inconfundible aroma avinagrado cuando este no fue capaz de medir la fuerza con la que apretaba el reposabrazos del trono; Maegor arqueó una ceja al hilillo carmesí que bajó por las hojas que Aenys presionaba con tanta devoción. Todos los guardias se pusieron en tensión. El más cercano, Ser Raymont, no dudó en llevar una mano a su espada, dispuesto a acabar de una vez con las insolencias.
Raymont dio un paso tentativo en su dirección, atento como un halcón a cualquier movimiento. Maegor definitivamente podría matarlo, lo mataría por creerse en el derecho de interrumpir, y por cuestionarlo. Cortaría su cuello y exhibiría su cabeza en las puertas del castillo.
—Mi rey, ¿sus órdenes?
—Déjennos—Aenys ordenó.
Los seis guardias voltearon con una graciosa sintonía. Raymont fue el único que se atrevió a hablar, bajando la cabeza en el proceso.
—Alteza, debo protestar.
—¿Vas a desobedecer una orden directa de tu rey? —Maegor cuestionó, recibiendo el odio mismo en el par de ojos que lo observaron a través del brillante casco. El cinismo en su propio semblante solo sirvió para incrementar la tensión del Alfa—. Responde.
Raymont no lo hizo.
—Él responde a mí —su hermano interfirió—. Déjennos, Ser, permanezcan tras las puertas. Necesito unas palabras a solas con mi hermano.
No se necesitó más. Los guardias abandonaron la estancia en un silencio molesto, y las amplias puertas se cerraron a sus espaldas, dejándolos a solas.
—No lo has intentado las veces suficientes —Aenys dijo, bajando un poco los hombros, Maegor lo atribuyó a la falta de presencias aparte de él mismo—. Te enfrentas a una condena permanente si continúas con esta farsa, ¿eres consciente?
—¿Y cuántas veces fueron suficientes para aceptar que el problema no era tuyo?
Aenys fue veloz al ponerse de pie, incluso para Maegor, diestro y ágil, fue imposible predecir su movimiento.
Una bofetada cruzó su rostro, la plata que adornaba sus dedos lastimó su boca y llenó su lengua con el sabor a sangre. La suya no olía dulce, era madera carbonizada y alcohol fuerte. Aenys abrió y extendió puño y atizó otra bofetada que terminó por ladear del todo su rostro.
Maegor debió bajar la cabeza para enfrentarse a la ira de su hermano, porque, con su altura, él siquiera rozaba su barbilla.
—No tolaré otra falta de respeto —espetó—. Soy tu rey, tu obediencia debería ser la primera con la que cuento.
Sus cejas se arquearon, la ira se espesó y calentó en sus venas, rugió en sus oídos tan fuerte como Balerion lo hizo en algún lugar fuera del castillo.
—¡¿Y no lo he sido?! —rugió, señalándolo con su índice—. ¡¿No he asesinado a todo insurrecto y alzado que se atreviese a cuestionarte?! ¡He cortado tantas lenguas como cabellos tienes en la cabeza para mantener tu nombre limpio! ¡Soy tu mano! ¡Tu hermano!
—¡Y me traicionas de esta manera! —Maegor presionó los labios—. ¡Escupes en mi cara todo lo que te he dado!
—¡¿Qué me has dado?! —siseó—. Solo la impotencia de este matrimonio y la vergüenza de ser tu familia. Eres blando y débil, tan tibio que puedo insultarte sabiendo que no recibiré reprimenda, ¿qué dice eso de ti?
Los nudillos de Aenys se volvieron blancos por la presión. La sangre caía entre sus dedos, cortes profundos ensuciando su piel perfecta. El goteo no era constante, pero cada lágrima carmesí que chocaba contra el suelo resonaba en la estancia de una forma increíblemente ruidosa.
—Que mi tolerancia contigo termina ahora —Aenys juró—. No permitiré otro insulto.
—Uno más —Maegor dijo, ganándose una mirada fiera.
Atrapó su mano herida, apreciando como el cuerpo de su hermano dio un brinco sutil y una tensión inmediata se apropio de sus músculos, y la levantó. La sangre cayó con libertad, no lo suficiente para ser un peligro, pero tampoco tan poca como para pasar desapercibida. Una única línea roja pintó su muñeca con lentitud.
La ropa de Aenys era holgada, exquisita y única, pero informal porque lo tomó de sorpresa. Todo ese asunto fue una sorpresa, un acto de rebeldía. Aenys probablemente estaba jugando con sus pócimas en alguna torre cuando se le hizo saber las acciones de Maegor, después de todo era de noche, ya habían acabado todos sus deberes. Maegor lo sabía porque, además de una camisa con puños ajustables, no llevaba mucho más. Pantalones de tela y botas. Sin guantes, son corona, nada de entramada joyería ni costosos y múltiples ropajes.
Bajo su mirada expectante acercó su rostro a la piel lastimada. Su lengua recogió una única gota de sangre que rodó libre por su antebrazo, y la persiguió hasta la herida misma, dejando una línea húmeda por toda la extensión expuesta.
Sabía a vino dulce. Una mezcla perfecta de feromonas y el dejo metálico típico inundó su paladar y erizó su cabello. Sus sentidos estallaron por una fracción de segundo; mientras cada pizca del producto de esa herida causaba estragos en su paladar, Maegor recayó en que ni el mejor de los licores, ni la bebida más exótica o exquisita, conseguiría jamás igualarse al placer fulminante que lo embargó con ese único y breve testeo.
Fue feroz, adictivo. Maegor se descubrió lamiendo por segunda vez la palma extendida, atrapando más y más de la sangre derramada.
Aenys tiró de su muñeca y Maegor la apretó, manteniéndolo en su lugar. A través de sus dedos extendidos consumió la mirada aturdida de su hermano. Su cuello encendido, sus orejas rojizas.
—¡¿Cómo te atrev–. . .
—Cásate conmigo.
Las palabras quedaron en el aire. Maegor no se detuvo ahí, se inclinó en su dirección, aspirando de la piel de su mano como un adicto en pleno viaje. Sus dedos eran tibios, y el tacto producía hormigueos agradables. Quizás solo necesitaba eso, los dedos cálidos de su hermano repartiéndole cariños.
—Quieres herederos —dijo, y al mismo tiempo depositó, con su mano libre, un roce delicado sobre su vientre. El pulso contra sus dedos se volvió un golpeteo alocado—. Te los daré, tantos como desees. Un ejército de niños.
—Perdiste la cabeza —Aenys negó.
—Dijiste que reinaríamos juntos —la expresión de Aenys era compleja, Maegor no fue capaz de leerlo—. Reinemos. Nuestros hijos serán de sangre pura, dignos gobernantes. Nuestros herederos.
Maegor se enorgullecía de su fuerza. No era secreto ni mentira su inclinación hacia las armas, porque el arte de la guerra era su pasión, y Maegor era bueno en ello. Pero también era inteligente, táctico y cruel, no podía vencer enemigos sin saber cómo funcionaba su cabeza, así que los leía. Los estudiaba a profundidad y se aprovechaba de sus debilidades, las explotaba y quemaba hasta reducir a cualquier oponente a cenizas.
Pero Maegor no descubrió esa debilidad al observar a su hermano. No descubrió su punto débil, simplemente encontró un atisbo de duda que volcó su corazón en algo peligrosamente similar a la esperanza. ¿Podría Aenys desear lo mismo? Aún si fuese un anhelo recóndito y sepultado, ¿podía?
—Solo anula mi matrimonio con Ceryse —Aenys parpadeó—. Obedeceré todo, complaceré cualquier petición, todas tus necesidades serán suplidas. No tendrás enemigos, ningún problema durante tu reinado.
—Tú debes obedecer —la mano envuelta por la suya volvió a tirar, pero Maegor se negó a dejarlo—. A tu hermano y rey.
Maegor frotó la nariz contra sus dedos. El fuego se extendió por su sistema al recaer en la pérdida de tensión sus falanges, como si se estuviese rindiendo a su tacto. Contra su piel, Aenys depositó un roce tentativo, cauteloso. Su rostro se vio acunado por esa mano lastimada, la sangre ya no fluía. Sus músculos tirantes se volvieron laxos.
—Solo obedeceré a mi pareja —dictó, su tono arisco volviéndose un farfulleo malhumorado.
—Tu pareja espera en Antigua.
—Mi esposa espera en Antigua —Maegor gruñó—. Mi pareja es un necio demasiado correcto para su propio bien que se niega a aceptarme.
—Maegor.
Reaccionó a su nombre arrugando la nariz en un gesto desdeñoso. Se vio más interesado en el mimo que Aenys le regalaba; no eran muchas las ocasiones que se le permitía el contacto físico. Y Maegor, hasta la fecha, solo había sentido ese tipo de cariño el día en que Aenys fue coronado y decidió regalarle dos besos en nombre de la paz, que Maegor aún podía sentir calentado su piel cuando los recordaba.
—Estoy casado —dijo—. Tú estás casado.
—Puedes anularlo —insistió.
—La casa Velaryon no callará ese insulto —Aenys frotó su pómulo, Maegor recordó el par de golpes que esa misma mano le propinó, y el ardor que aún mantenía la zona—. La casa Higtower tampoco, la palabra del rey no lo es todo, y lo sabes.
Pero sí lo era, especialmente la de un rey con bestias capaces de destruir ciudades en cosa de horas. Tenían a Balerion, Vhagar y Azogue, dos de ellos dragones de guerra. Maegor sabía que su madre no dudaría en involucrarse si lo pedía, especialmente tratándose de su hijo y sobrino. Ella fue la que, en primer lugar, alegó sobre la estupidez de no casarlos debido a las quejas del Septo.
—Seré responsable de las consecuencias.
Los ojos de su hermano brillaron, pero no fue alegría lo que cruzó su semblante. Maegor pudo apreciar un cúmulo impresionante de emociones surcando cada facción divina. Parpadeó ante su sonrisa, ante la tristeza que arrugó suavemente los costados de sus ojos.
—¿Cuándo lo has sido?
No tuvo palabras, solo una respiración cortada por el frío que lo embargó cuando los dedos de Aenys se apartaron, finalmente, de su rostro. Deseó perseguir su mano, sin embargo se abstuvo. En su lugar extendió una mano y delineó un mechón de cabello. Solo tenía dos delgadas trenzas despejando su rostro, el resto caía libre y largo hasta su mandíbula. Maegor no entendía ese gusto por dejarlo crecer, por permitirse peinar, y dudaba que fuese algo de omegas porque su madre también exhibía trenzas con el mismo orgullo.
La idea de poseer el cabello largo le molestaba, sería incómodo en una batalla.
—Repudia a Alys Harroway, una bruja solo traerá desgracias y calamidades, es antinatural —su mandíbula se presionó con una fuerza demoledora, pero no lo evidenció, simplemente dejó las hebras suaves frotando sus dedos para disfrutar de los remanentes—. Vuelve a Antigua.
Maegor se descubrió blanqueando los ojos y apartándose.
—¿O qué? —cuestionó.
La respuesta, admitiría mucho tiempo después, enfrió su sangre como nada lo hizo en su vida. Maegor juraría haber sido capaz de sentir como su corazón se detenía por un momento.
—Te vas —Aenys pronunció, fue tan frío como el hielo. Dolorosamente lejano—. Te exiliaré. Cinco años lejos de Poniente te servirán para reflexionar tus actitudes.
Maegor se permitió una risa amarga, una única carcajada venenosa que se sintió falsa y obligatoria. Dio pasos molestos por la estancia y volvió a voltearse hacia su hermano. Él lo miraba en silencio.
—Da igual qué escoja —observó, notando la negativa inmediata—. Al final no estaré a tu lado.
Aenys se adelantó, sus manos rodearon sus antebrazos cubiertos por ropajes gruesos de cuero; Maegor, aún así, pudo sentir el calor de sus falanges. Permaneció quiero bajo su tacto, su cuerpo se quemaba en rabia y emanaba la ira en nubes espesas y casi visibles. Podía respirar su propia furia por encima de Aenys, y eso solo lo enojaba más.
—Puedes quedarte a mi lado —los ojos de Aenys a veces le recordaban a los de un cachorro, grandes y brillantes, completamente trasparentes a sus emociones—. Eres mi mano, mi familia, siempre voy a quererte junto a mí.
—No de la única forma que deseas, que deseo —siseó, llevando una mano hasta su rostro. No lo tocó, acarició el espacio entre sus dedos y la mejilla de su hermano, en su lugar deslizó su pulgar por el hueso de su mandíbula y delineó su cuello—. Pídelo, Aenys, acabaré con los necesarios para dejar la advertencia.
—No necesitas acabar con nadie —él dijo en su lugar, inclinándose hacia su tacto—. El pueblo merece paz.
—El pueblo merece fuego y sangre por su egoísmo —masculló—. Tú pacifismo es insultante.
—Hermano —musitó—. Nyke ēdrugī. . .
Fue consciente de la molesta sensación que se adueñó de su pecho al escucharlo, no el idioma, su idioma, sino el tono. Su voz bajó una octava, se volvió trémula y cansina. Era incómodo ser el causante de esa reacción. Prefería mil veces verlo enojado que triste.
Con su pulgar frotó el espacio bajo su oreja, ganándose un suspiro. La mano de Anys se situó sobre la suya, pero no lo alejó. Maegor acarició la fuente de su aroma, bajo el lóbulo de su oído y un poco por detrás, una sutil e imperceptible capa de piel fina y sensible que se encargaba de emitir la mayor parte de sus feromonas. Había otros lugares, en las muñecas y en la zona íntima, pero donde rozaba era el principal. El cuerpo de su hermano perdió fuerza, notó, se volvió increíblemente maleable entre sus manos.
No debería hacer eso, tocar esas zonas reservadas a su pareja. Aenys no debería mostrarse así frente a alguien sin escrúpulos y poco honor. No debería exponerse, ser tan permisivo. No frente a Maegor, cuyos instintos eran más fuertes que su moral y percepción del deber.
—Nyke ȳdra daor jaelagon naejot vīlībagon lēda ao dombo. . .
—Sagon ñuhon.
Su ropa cubría una gran parte, pero no le fue difícil mover ligeramente la tela y exponer la piel limpia. Impecable. Disponible. Ninguna marca a la vista salvo los remanentes de una herida notablemente vieja que apenas era visible.
Era un secreto, Maegor sabía, la incapacidad que Aenys tenía de enlazarse con su esposa. Alyssa lo mordió durante el encamamiento y la herida se infectó a niveles alarmantes. Maegor asesinó a los maestres que lo curaron por ese tiempo para evitar rumores y cuando Aenys sanó lo intentaron de nuevo. El resultado fue peor; estuvo semanas enfermo, sus venas se marcaban en la piel ceniza y la delgadez a la que llegó provocó estragos en sus nervios. Las ojeras eran líneas moradas bajo sus ojos y su aroma perdió la dulzura para volverse algo agrio y repelente.
Maegor terminó pasando por arriba de los guardias para poder visitarlo, y permaneció acurrucado a su costado hasta que Aenys fue capaz de comer sin vomitar y dormir sin recurrir a la leche de amapola. Requirió una semana completa rondando sus aposentos, llenándolo de sus feromonas para contrarrestar el veneno de esa marca mientras Alyssa observaba con un odio brillante la codicia con la que Maegor lo sostenía.
Los maestres lo atribuyeron al vínculo entre hermanos. Su madre se burló por la ceguera voluntaria a la que se aferraban con tanto ahínco. Aenys no deseó hablar del asunto.
Intentaron dos veces más una marca. Las dos veces Aenys terminó peligrosamente enfermo. Maegor rescataba de todo eso la posibilidad de dormir con Aenys entre sus brazos. Un cuerpo tibio solo para él. Hecho para él. El único al que Maegor aceptaba acatar, porque era suyo, y una gran parte de su existencia se componía por el deseo de complacerlo.
Dejaron de intentar una marca, y Aenys se volvió un poco menos sonriente cuando logró aceptar el hecho de que no sería capaz de engendrar hijos con su esposa.
—Ao umbagon syt nyke —susurró, inclinándose para poder juntar sus frentes, Aenys tembló ante el toque, su cuerpo entero presentaba breves y espasmodicos movimientos—. Iksā vēttan syt nyke.
—Se vokēdre. . .
—A la mierda la Fe —profirió, deslizando fuera un asunto tan desagradable—. Un viejo delirante no definirá mi futuro.
Aenys emitió un sonido bajito, un quejido agónico. Cuando parpadeó, sus ojos evidenciaron lágrimas contenidas.
—Aōha prūmia pyghagon syt nyke —el pulso golpeó su pulgar—. Ñuha dārys. . .
—Lēkia. . .
Su aroma se intensificó, más dulce y empalagoso que nunca. Maegor debió hacer un esfuerzo monumental por respirar sin reaccionar. Sus colmillos eran una molestia, la saliva acumulándose en su boca ante la posibilidad de una mordida. No sucedería, pero Maegor no se negó un poco más de contacto. Estaba hambriento, deseoso. Podía sentir su interior burbujeando por las ansias.
Su nariz frotó su mejilla, y su lengua acarició la piel tibia, atrapando la única lágrima que se deslizó con libertad por su pómulo enrojecido. Aenys tenía sus ojos cerrados, permitiendo su consuelo en un silencio adolorido. Besó sus párpados húmedos y lamió las lágrimas mientras más y más descendían sin tregua.
—Ñuha jorrāelagon.
Aenys suspiró, ladeándose con lentitud contra su tacto, Maegor podía respirar sus propias feromonas impregnadas en su cuerpo y ropa. Aenys olía más a él que a sí mismo, y el conocimiento infló su pecho de orgullo. Todos podrían reconocerse en el rey, podrían sospechar y jamás serían capaces de hacer algo al respecto.
Guió su rostro hacia arriba, ganándose la mirada cristalina de su rey. Los dedos de Aenys dejaron una caricia en su cabello; debía inclinarse para llegar a su rostro porque su hermano era considerablemente bajo. Su rostro cabía en una mano, podía rodear casi todo su cuello y Aenys no se negaba.
—Te llevaré a Dragonstone —susurró, raspando la piel fina de su labio con los dientes—. Te haré mi esposo. Serás mío y nadie podrá negarse.
Aenys negó y, al hacerlo, sus narices chocaron con una graciosa suavidad.
—Alargas lo inevitable.
—Tengo un deber, igual que tú —Aenys musitó, respirando el mismo aire caliente—. No anularé ningún matrimonio, volverás a Antigua. Alys Harroway no será aceptada jamás. Puedes escoger, Maegor, el exilio o tu esposa.
Dioses, Maegor a veces deseaba sacudir a ese ser hasta conseguir quitarle toda esa innecesaria ansia del buen hacer. Era un idiota, y se metería en problemas por serlo. Ningún humano decente aceptaría a una buena persona como rey, mucho menos cuando todo lo que Aenys quería era complacer. Complacerlo a él, al Septo Estrellado, a sus esposas, a las casas y al reino.
Quizás Aenys ni siquiera lo quería, quizás solo le permitía tocarlo porque sabía que era todo lo que Maegor deseaba.
Inhaló y se llenó de la imagen de Aenys aún entre sus manos. Su rostro bonito y labios llenos, ojos violetas enmarcados por pestañas tan blancas como su cabello. Era impresionante la diferencia siendo ambos albinos; su piel repleta de cicatrices producto de heridas por peleas tontas o batallas, palmas callosas por el uso constante de su espada. Siguió la forma de su labio inferior con el pulgar, y asintió.
—El exilio —sentenció, apreciando la enfermiza palidez que adquirió su rostro—. Escojo el exilio.
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