Amor o deber.

N/A: Sigo picada con wattpad por no notificar. A ver si notifica esto (lo debo editar pero es tipo prueba). Una semana después y recién anunció la actualización JAJAJA no sé si reír o llorar.

Mañana publico el siguiente, tendrá cosas para gente adulta wink.

besitos.

***

—El reino planea una rebelión guiados por la Fe Militante.

Aenys asintió.

—Te llaman abominación —Visenya dijo, no había reproche, aunque Aenys lo habría preferido por mucho—. Te insultan, Aenys, insultan a tu sangre. Los Hijos del Guerro tienen sitiado Desembarco del Rey, debemos hacer algo.

Aenys no tenía ganas de enfrentarse a esa situación, solo quería dormir. Estaba cansado, el cuerpo le pesaba; miles de cadenas lo apresaban contra las sedas de su cama y le imposibilitaban ejercer acciones mínimas.

Murmison dijo que estaba enfermo. Aenys se sentía enfermo, como cuando Alyssa lo mordió y su vida perdió los colores. Había sido un dolor tan desgarrador que Aenys deseó, por al menos una semana, estar muerto. Se retorcía en la cama entre sollozos porque nada aplacaba las puñaladas que atormentaban todo su cuerpo por igual, y cada vez que Alyssa buscaba consolarlo, el dolor se triplicaba, sacándole gritos que atormentaban a todo el palacio.

Maegor terminó por interrumpir en su habitación una de esas noches, desesperado por sus gritos, y permaneció acurrucado a su lado, lamiendo sus lágrimas y maldiciendo a Alyssa en sus dos idiomas. Lo recordaba porque soñaba constantemente con despertar y volver a estar entre sus brazos, con abrir los ojos y encontrarse con ese rostro ceñudo y malhumorado inmerso en un sueño ligero. Siempre ligero porque Maegor vivía tenso y preparado para atacar.

Ahora nada le dolía, pero al mismo tiempo todo lo hacía. Sus músculos, sus huesos, su cabeza. Las voces hacían eco en sus oídos, solo eran un pitido molesto que Aenys definitivamente podía ignorar.

—Aenys —Visenya urgió—. Debemos hacer algo.

—El rey necesita descansar —Murmison dijo—. No estresarse.

Aenys se preguntó en qué momento había llegado.

—El rey —Aenys notó la ponzoña en su manera de pronunciarlo. Le dio igual—, necesita reinar. Necesita montar en su dragón y quemar hasta los cimientos a todos esos fanáticos del Septo.

Se escuchó un juramento bajo. Murmison era devoto, seguramente esa amenaza sonaba como el peor de los sacrilegios en su mente.

Aenys notó una mano fría posándose sobre su frente. Se sintió agradable contra su piel caliente, especialmente al recaer en el rostro ceñudo de su tía cuando abrió los ojos.

Se presionó contra los dedos, respirando del aroma tibio a agujas de pino y humo. Era fuerte, poderoso. Su tía era una Alfa respetada, temida. Aenys siempre había sentido cierto temor a su semblante, ella exudaba violencia, sus ojos ardían y eran más rojizos que violetas. Cuando lo miraban, Aenys sentía que su vida completa era juzgada. Jamás supo si su tía sentía alguna clase de aprecio hacia él. Llegó a pensar varias veces que lo odiaba, igual que Maegor.

—Vete —ella gruñó a su Mano—. Déjanos.

—Me niego a tal cosa —Murmison farfulló—. No después de lo que sucedió a la última persona que se quedó a solas con usted.

Alyssa. . .

Ella había muerto hace unos meses, cuando los intentaron envenenar militantes de la Fe infiltrados en el castillo. Aenys seguía débil, quizás eso lo tenía tan agotado, el veneno recorriendo su sistema. Pero, según Murmison, ya debería haber sanado.

Alyssa no tuvo tanta suerte, estuvo luchando con los efectos del veneno por días hasta que se rindió en la batalla. Según los maestres, fue justo después de la visita de su tía, pero ninguno se atrevió a acusarla de algo. La duda prevalecía, siempre lo haría. Visenya era capaz de todo cuando se trataba de la familia, y Aenys sabía que ella nunca estuvo de acuerdo con ese matrimonio.

—Déjanos —murmuró.

—¡Alteza!

—Dije —Aenys botó el aire y volvió a respirar—, déjanos.

Murmison los dejó, y sus aposentos se sumieron en un silencio lamentable. Un peso se sumó a su cama, Aenys tuvo que obligarse a abrir los ojos para enfrentarse a la figura regia de su tía. Su mano seguía repartiéndole caricias.

—¿Vas a matarme? —cuestionó, odiándose por la debilidad en su voz. Ni siquiera sonó como pregunta, sino como un susurro adormilado—. Exilié a tu hijo.

Visenya lo miró en un silencio contemplativo. Su pulgar rozó uno de sus pómulos, Aenys cerró los ojos ante la caricia.

—También eres mi hijo. 

Su labio inferior tembló. Quizás porque jamás tuvo una visión de su madre, y todo lo que tenía de ella era a su tía. Parecida físicamente, pero a mundos de distancia cuando se trataba de personalidad.

Ladeó la cabeza, apretándose contra el toque. Su tía murmuró algo en valyrio que no fue capaz de escuchar. Ella hablaba mejor ese idioma, era poderoso y habitual. Su acento al hablar el idioma de Poniente solía ser más marcado de lo necesario, quizás porque lo último que ella deseaba era ser recordada como alguien de esas zonas. Visenya era pura sangre valyria, fuego de dragón corría por sus venas.

Aenys no era como ella.

—Mi hermano era mi esposo, y siempre lo quise por ello —ella dijo, su voz era un arrullo contra sus oídos adoloridos—. Mi hermana era mi amor.

Aenys debió abrir otra vez los ojos para asegurarse de que había escuchado bien. Se enfrentó al perfil de su tía, perdido en algún punto de la ventana. Ella aún rozaba su rostro, lo marcaba con su aroma. No con la conocida intención posesiva que poseían los Alfas, sino de una forma puramente cariñosa, familiar.

Aenys disfrutó de la calidez que lo envolvió, era la misma sensación fiera que solía sentir cuando Maegor lo hacía; él entendimiento de que nada lo dañaría estando ellos a su alrededor.

—Habría hecho todo por ella —Visenya musitó—. Así que cuando me pidió que no me preocupara, que ella y Meraxes podían ir solas a Dorne, lo hice. Me quedé porque mi deber era proteger a mi hermano.

El silencio que subsiguió esas palabras fue doloroso. Aenys perdió la noción del tiempo que ella tardó en volver a hablar, cuando lo hizo, necesitó una bocanada de aire y un suspiro profundo.

—Ella murió, y yo perdí una parte de mí. Perdí a mi mundo entero.

—No lo sabía —Aenys confesó. Le cansaba hablar, su garganta se sentía seca y gastada.

Parpadeó. Visenya se giró y Aenys la tuvo de frente otra vez. La confusión en sus facciones debió ser evidente, porque ella rozó la suave arruga entre sus cejas y sonrió. Fue ligeramente perturbador verla sonreír con genuino cariño, y no sólo la mueca maliciosa que solía esbozar al enfrentarse a cualquier persona.

—Maegor me dio la alegría suficiente para seguir —ella dijo, y Aenys se descubrió aguantando la respiración cuando se inclinó en su dirección. Pero todo lo que hizo fue presionar los labios contra su frente, dejándole un beso cuidadoso—. Pero tú me mantuviste cuerda en mis peores momentos.

Una cosa baja y triste escapó de sus labios ante aquello. Visenya enjuagó sus mejillas y besó su rostro, justo como Maegor lo había hecho años atrás, cuando decidió prudente exiliarlo.
Dos años habían pasado de ese entonces, y no había día que Aenys no extrañase su presencia con un dolor desolador. Desgarrador. Una garra de hierro ardiente había atravesado su pecho para apuñalar directamente su corazón el día en que Maegor se fue.

—Eres bueno.

Aenys no se sentía bueno, se sentía estúpido e ingenuo. Incapaz. Inútil. Patético. La Fe militante tenía sus razones para llamarlo abominación; era un hijo de Aegon, el conquistador, incapaz de poner un alto a una rebelión que llevaba años formándose.

—Soy débil —susurró, tragando la bola de hierro atascada en su garganta—. Jamás debí ser rey, no soy un digno heredero.

—Eres un Omega —Aenys podía saborear sus feromonas, amargas y débiles, ni siquiera era capaz de olerlas. Ya casi no olía a nada, quizás su olfato se había dañado—. El primero de nuestra familia, y necesitas a tu pareja. Necesitas a tu consorte.

Aenys arrugó la nariz.

—Mi pareja murió.

—Tu esposa murió —Aenys quiso bufar, pero solo consiguió un suspiro agotado—. Tu pareja está en Pentos esperando tu indulto.

—Con su esposa —soltó de forma agria, encogiéndose cuando una puñalada se clavó con saña en su pecho. Quiso llorar.

—Él quería tu atención, quería que vieses que te importa y anularas estos matrimonios. Se le salió de las manos porque resultaste ser tan terco como él.

—El Gran Septón jamás permitirá que anule ese matrimonio —masculló—. Hablamos de su sobrina.

—Te preocupa demasiado la opinión de un hombre muerto.

El frío heló su sangre, especialmente cuando el tono de su tía evidenció la falta de juego en sus palabras. Se enderezó, solo un poco, y parpadeó a sus ojos. Visenya emanaba violencia.

—Morirás si sigues así —ella indicó—. Vomitando la medicina y negándote a la comida. Estás matándote, te consumes por la tristeza, dejas que ese veneno, una cosa tan burda, te siga lastimando.

—Yo no–. . .

—¿Y qué crees que pasará? Si te rindes al veneno y se atribuye tu final a la Fe.

Aenys apretó los labios, haciendo un breve conteo mental para llegar a un único y tétrico final:

Maegor los mataría.

Los mataría a todos.

Una masacre sin precedentes, fuego y sangre tiñendo las nubes de negro mientras su hermano descargaba su ira en toda la gente que provocó su muerte. No habría piedad, solo cenizas. Balerion taparía el sol y su fuego oscuro carbonizaría hasta al último posible oponente. Se perdería en su odio. Cualquier atisbo de bien, que de por si era escaso, perecería frente a su furia.

Maegor sería recordado por su crueldad. Nada detendría su sed de venganza.

—No lo puedes permitir —comandó—. Se convertiría en un monstruo.

—No soy yo la que puede impedirlo —Aenys apretó los labios, notando la molestia tomar peso en su sistema. Encima del dolor. Encima de la tristeza—. ¿No lo extrañas?

Cada día. Cada hora. Cada segundo. Con dolor y agonía, como si fuese el aire que necesitaba para respirar.

—Yo perdí a Rhaenys y mi mundo se redujo a ustedes dos —Visenya dijo—. No dejes que la historia se repita. Permite que vuelva, arreglen las cosas.

—¿Cómo? —la cama ondeó con suavidad cuando se removió sin ánimo—. Los cuervos no llegan, y Azogue jamás ha hecho un viaje tan lejano. Llevo años sin volar.

—Iré yo.

Negó.

—No pregunté, sobrino. Si te preocupa, puedes intentar detenerme.

—Eso es cruel —murmuró.

—No luches más —Aenys emitió un suspiro trémulo—. Dos años separados ya fueron suficiente castigo.

—¿Para quién?

Visenya siguió la forma de su nariz, Aenys la arrugó como reflejo.

—Ambos.

Para Aenys por su terquedad, y para Maegor por su idiotez.

Pensó en su hermano, con ese temple indómito e imperativo, recubierto por una furia incomparable y peligrosa. Era volátil, malhumorado y grosero. Terco como una mula y sanguinario como ninguno. Aenys jamás consideró la idea de encontrarlo entrañable hasta que se descubrió observando la armería sin encontrar a su hermano golpeando algún maniquí.  O persona.

Ningún maestre quejándose de sus actitudes hacia la gente, ninguna pelea durante la noche porque Maegor había vuelto a hacer de las suyas.

Nada.

Estaba solo y triste.

—Ve por él —murmuró al final—. Tráelo a mí.

Visenya no necesitó más.

Vhagar partió esa misma tarde rumbo a Pentos, y dejó en el castillo los susurros en desacuerdo de su maestre, y su propia esperanza llenándolo de un ánimo que no se le había visto en días.

Aenys comió un almuerzo completo por primera vez en días bajo la mirada alegre de sus sirvientes, y pudo dormir sin pesadillas ni dolor.

***

—Dime —ordenó un caballero al mercader que solicitaba la entrada a Desembarco del Rey—. ¿Estás a favor de los dioses, o de la abominación que se esconde tras esas murallas?

—Los dioses, mi señor, siempre —él dijo—. El Guerrero me da fuerza y la Vieja guía mi camino.

El caballero asintió, satisfecho. Permitió la pasada e interrogó al siguiente.

La fila era prolongada, y muchos de los hombres que la formaban terminarían con sus cabezas dispuestas en el muro, porque cualquier allegado a la casa Targaryen recibiría un final sangriento para dejar el mensaje. Los Hijos del Guerrero tomarían el poder y acabarían con los tres extranjeros que ingenuamente se creyeron merecedores de portar la corona.

Los rumores hablaban de la enfermedad del rey, de que la reina viuda Visenya había desaparecido hacía semanas a lomos de Vhagar y la única dragona en la ciudad no era más grande que una casa y llevaba meses sin moverse del agujero en el que se escondían.

El rey estaba desprotegido, y la Fe Militante más fuerte que nunca. El ataque sería pronto. Se orquestaba día y noche en el Septo de la Conmemoración, donde llegaban más guerreros cada hora. La estructura rebosaba de poderosos hombres, Alfas dispuestos a dar la vida por la Fe. Por los dioses. Todos armados y listos para acabar de una vez con los Targaryen.

Pero no sin antes entretenerse con los botines. Se decía que todo Omega que rodeaba al príncipe estaba dotado de tanta belleza como el mismo; y los Hijos del Guerrero eran hombres, Alfas, muchos sin pareja ni ataduras salvo su pasión por el Septo. Deseaban probar al primer rey Omega antes de que su cabeza fuese exhibida en la zona más alta y visible del muro. Sería rotado como premio. Planeaban disponer de un espacio en la plaza central donde permanecería el falso rey y sus seguidores listos para ser tomados por todo hombre de la Fe.

El Septón Supremo había dado la orden, y ellos acatarían sin dudarlo.

—¿Tu favor es hacia los dioses, o hacia la abominación? —volvió a cuestionar.

Pero el viajero no pudo responder.

Sus palabras se las llevó la ráfaga de viento caliente que azotó la ciudad, y el calor en sus venas fue drenado poco después, cuando la oscuridad los absorbió. El día volviéndose noche por los segundos que le tomó a toda la inmensa anatomía pasar por sobre sus cabezas. Un rugido chocó contra los muros decorados por cabezas cercenadas, grotesco y escalofriante, tan brutal y furioso que, tiempo después se diría, asesinó a gente del puro pánico que ocasionó.

Fue una muchedumbre la que se abalanzó a las puertas, luchando por salir del campo de visión del gran dragón que sumió a casi la mitad de la ciudad en una abrumadora oscuridad.

Balerion, el Terror Negro, hizo su entrada entre gritos y llantos, destrozó casas con su solo aletear y provocó estampidas de viajeros y mercaderes.

Ni siquiera mil guerreros habrían sido capaces de enfrentar al terror que ocasionaba la visión de tamaña bestia moviéndose por sobre sus cabezas. Balerion sólo necesitaba una exhalación para acabar con la mitad de la ciudad, y todos lo sabían.

Un segundo dragón terminó de evocar el terror en la gente, los gritos no se hicieron esperar cuando Vhagar se asomó por el lado contrario a Balerion, y juntos sobrevolaron la ciudad en una macabra sintonía. Entre círculos parecieron definir los límites de su dominio y esperaron a que todos en la ciudad recordasen por qué eran temidos en primer lugar.

Pero nadie ardió.

Los dos enormes dragones dieron un par de vueltas, anunciando su llegada y, con ello, el regreso de Maegor Targaryen a Poniente.

Su cabello plateado fue todo lo que se divisó entre el azabache cuero de su inmenso animal, y cuando fue suficiente teatro, Vhagar se desvió hacia el castillo y Maegor se perdió hacia la Colina de Rhaenys. Hacia el Septo de la Conmemoración, donde yacían centenares de guerreros equipados, listos para atacar el castillo.

El castillo donde Aenys residía.

El castillo del que Aenys no había sido capaz de salir desde que fue sitiado por esos insurrectos delirantes. Seguidores de una Fe enfermiza.

Maegor escuchó el rugido de Balerion cuando bajo ellos el gran Septo de la Conmemoración se hizo presente. Una bella construcción, adornada y brillante, bien mantenida. Grande para todos vista desde abajo; una casa más vista desde arriba. Los vitrales provocaban arcoiris sobre el pasto, verde y brillante, mullido y repleto de bonitas flores coloridas.

Miles de Hijos del Guerrero anunciaron su llegada entre gritos. Algunos acampaban fuera del Septo, otros muchos salían entre hordas para señalarlo. Estaban armados hasta los dientes, en sus fogatas ardía el estandarte de la casa Targaryen. Maegor sabía que, de haber tardado un día más, ellos habrían entrado al palacio.

Aenys habría perecido bajo sus armas.

Su madre le habló de los rumores, de lo que deseaban hacer antes de asesinarlo. De sus deseos por humillarlo, al rey, por rebajarlo a lo que siempre fue, un simple Omega. Querían tomar la cabeza de Azogue y exhibirla como trofeo. Quería arruinar a su casa.

—¡Balerion! —rugió.

Balerion no necesitó la orden, solo su propia ira compartida. Balerion descendió, y Maegor pudo escuchar los gritos con más fuerza que nunca. Algunas flechas volaron en su dirección, escuchaba sus silbidos rasguñándole las orejas, a veces sentía el pinchazo de algunas. Ninguna se clavó, pero varias lo rasguñaron. La sangre entibiaba su piel helada por el azote del viento constante.

Su visión dio de lleno con uno de los septones, ataviado de telas que rozaban el suelo y furioso. Maegor, incluso desde esa distancia, habría jurado ser capaz de escuchar como el Septón alzaba un juramento en su dirección, ojos encendidos en odio y boca abierta mientras lanzaba improperio tras improperio hacia él, su casa, su familia, sus antepasados y sucesores.

Sonrió, sintiendo la locura misma oscureciendo sus facciones. Un deseo de sangre lo suficientemente poderoso como para borrar de ese rostro anciano todo rastro de rabia, y sustituirlo por el terror de saberse una presa más del máximo cazador.

Dracarys.

El Septo de la Conmemoración, la gran estructura erguida en la Colina de Rhaenys, su tía, pereció bajo el fuego de su dragón y de su propia ira. Los gritos resonaron por todo Desembarco del Rey, las cenizas de la construcción se mezclaron con la de los miles de cuerpos reducidos a despojos grises que se adhirieron a Balerion como una suave capa de nieve.

Estuvo casi medio día quemando el Septo y sus alrededores, levantó nubes y nubes de humo tan negro como el fuego de su dragón, hasta que el Septo no fue más que un cúmulo ennegrecido y destruido hasta sus cimientos.

Solo entonces Balerion tocó la tierra ardiente, y, al hacerlo, un torbellino de cenizas se arremolinó a su alrededor. Lo escuchó emitir un sonidito bajo y gutural, su enorme cabeza siguiéndolo mientras desmontaba y caminaba a través de la oscurecida colina. Sus manos enguantadas se hicieron con un estandarte que él mismo había llevado.

Un dragón rojo de tres cabezas, la tela era más grande que él y flameó con orgullo cuando Maegor la enterró en la cima de la colina con un único y poderoso movimiento.

La casa Targaryen se alzaba otra vez.

Renacería de entre esas cenizas más fuerte que nunca. Se harían con el trono una y mil veces a base de fuego y sangre. Porque habían nacido para conquistar y reinar. Eran gobernantes, sangre e hijos de dragón; Poniente les pertenecía.

Hoy y siempre.

***

Hubieron murmullos a su llegada.

La sangre goteaba de su cuerpo, apestaba y atontaba sus sentidos. La mayor parte pertenecía a los pocos Hijos del Guerrero que llegaron mientras Maegor se encargaba de de las flechas que se habían quedado incrustadas en Balerion.

Los asesinó a todos, uno por uno. Sus espadas estaban atadas y colgaban de su espalda provocando un tintineo por cada paso que daba más cerca del trono. Eran un regalo para su rey. Uno de muchos. La victoria en la Colina, el escape de los Hijos del Guerrero de los muros de Desembarco del Rey y la ira del Septón Supremo, quien, lejos de asumir la derrota, anunció la necesidad inmediata de acabar con todos los blasfemos y sacrílegos falsos reyes. Hijos del incesto y los demonios. 

Se haría cargo otro día, en ese instante solo deseaba dar a Aenys las espadas de sus contrincantes como muestra de su devoción, y anunciar que la amenaza inmediata había sido disuelta.

El Trono de Hierro se impuso frente a él, y Maegor notó como su rostro caía con perplejidad cuando descubrió que no fue su hermano quien le dio la bienvenida, sino un maestre que permanecía de pie junto al gran armatoste vacío. Su madre estaba de pie al otro lado, su cabello amarrado en una única trenza de la que escapaba mechones rebeldes. Ella aún llevaba su armadura, y lo miraba con la fiereza de siempre.

Ella había llegado a Pentos provocando estragos con Vhagar, no por destruir nada, sino por el revuelo que causó su llegada imprevista y sin anunciar. Un viaje que debería durar una semana, como mínimo, lo hizo en cuatro días. Comió y bebió lo necesario para recuperarse del viaje y permitió que Vhagar hiciese lo mismo mientras explicaba todo.

Que Aenys estaba enfermo, que casi todo el reino estaba rebelándose contra su reinado, que se había rendido. Le dijo que lo necesitaba, y que su exilio había terminado.

Maegor montó en Balerion esa misma tarde seguido de cerca por su madre, y en tres días ya habían llegado a Desembarco del Rey. Lo demás era ceniza sobre la Colina de Rhaenys.

Varias decenas de cortesanos, casas allegadas y sirvientes atestiguaban su entrada en un silencio mal ejecutado. Los susurros parecían gritos en la estancia, y todos señalaban su grotesca entrada.

Maegor cargaba su armadura abollada, sucia con sangre, barro y cenizas. Sus manos estaban desnudas porque sus guantes quedaron en el olvido mientras peleaba, y lucían negras. Su rostro no debía verse mejor. Pero estaba vivo, y había vuelto.

—Es un honor tenerlo de vuelta, mi príncipe —el maestre anunció. Maegor observó la mano brillante chapada en oro agarrada de su ropa, lanzó un sonido desdeñoso—. Ansiábamos su regreso.

—¿Y el rey?

—El rey se disculpa por su ausencia, no se enc–. . .

—Madre —dijo, cortando las palabras del anciano—. ¿Mi hermano?

—Espera por ti —ella dijo, su respuesta fue exponencialmente más agradable y mal vista por el maestre—. Enfermo por tu ausencia.

—Por el veneno —el viejo negó, corrigiéndola—. El rey nos acompañará en el banquete. El luto por su espo–. . .

Maegor volvió a interrumpirlo, esta vez gracias al ruido que provocó el golpe de las espaldas contra la piedra lisa del suelo. La única que permaneció con él fue Fuegoscuro, correctamente enfundada en su cintura. Las demás se desplegaron a los pies del maestre, la Mano del Rey, y se ganó una mueca ante la sangre fresca que pintaba las hojas.

—Que las pongan en el trono como están, sin limpiar —dictó—. Pertenecen a Damon Morrigen, capitán de los Hijos del Guerrero, Lyle Bracken, Harys Horpe, Aegon Ambrose, Dickon Flores, Willam el Vagabundo y Garibald de las Siete Estrellas. Cortaron las cabezas de sus dueños, que ahora descansan en el muro que tanto ambiciaban. Voy a ver a mi hermano.

El maestre tuvo que apartar la mirada de las grotescas espadas y se volvió hacia él. Una sonrisita complicada adornó sus facciones arrugadas.

—Quizás mi príncipe desee curar sus heridas y tomar un baño antes de visitar a Su Alteza —sugirió, consiguiendo una horda de susurros.

Y alguna risitas.

Maegor toqueteó el mango de su espada con un aire distraído mientras se balanceaba en su lugar. El rugido de Balerion a las afueras del castillo provocó un temblor en los vidrios y calló de golpe cualquier sonido.

—Quizás La Mano desee cerrar la boca antes de que sea su lengua la próxima decoración del Trono de Hierro.

El anciano palideció.

—Voy a ver a mi hermano, el que se atreva a interferir ganará un viaje de ida al muro —anunció, y como si fuese necesario aclarar, agregó:— en partes.

Su caminata hacia las puertas se vio seguida en un silencio fúnebre. La sangre húmeda pegaba su ropa sucia a su piel, y las heridas abiertas no menguaban el sangrado debido a sus movimientos constantes. No le dolían. O quizás sí. Todo le dolía. Pero todo le dolía desde el viaje a Pentos hace dos años. Sus músculos estaban rígidos, notó que, en realidad, todo su cuerpo gritaba por el dolor y clamaba descanso.

Dormir. Comer. Un baño caliente. Y Aenys. Sobretodo Aenys. Siempre Aenys.

Aenys. Aenys. Aenys.

Arrastraba los pies porque la armadura pesaba y las heridas quemaban. La peste a sangre ajena picaba en su nariz, su cabeza palpitaba y nublaba su visión a momentos. Hacía el camino guiado por la memoria y sus sentidos atontados.

—Alto ahí.

—Vengo a ver al rey —gruñó—. A mí hermano.

El silencio que lo continuó fue extendido, y las siguientes palabras estuvieron cargadas por una sorpresa e incredulidad de la que se habría burlado en otra situación.

—¿Príncipe Maegor?

Parpadeó hacia el guardia. La habitación de Aenys se alzaba delante suyo. Tan cerca. Casi no podía olerlo, y eso volvía locos a sus nervios. Murmison dijo algo de un veneno, ¿y si Aenys realmente estaba grave? ¿Y si no se sanaba?

—Abre —gruñó.

—Pero, mi príncipe —el guardia balbuceó—, sangra. . .

Definitivamente lo hacía. Líneas de sangre se deslizaban sin tregua por cuerpo, ensuciando el suelo de un marrón espantoso y anegando toda la estancia con el aroma a muerte.

—Abre la puta puerta o te abro la garganta.

No fue necesario, porque la puerta se abrió desde adentro y reveló el rostro pálido de Aenys. Ojeroso y delgado. Distorsionado por la preocupación.

Se lo había imaginado peor, y el saber que al menos era capaz de pararse y enfrentarlo logró calmar un poco a esa cosa dentro suyo que llevaba buscando a Aenys desde que entró en la sala del trono. Estaba ahí, frente a él, envuelto en ropa de dormir holgada y blanca. Su cuello y hombros a la vista, las cicatrices eran círculos sutiles e imperceptibles que Maegor solo pudo apreciar porque los había visto en su peor momento.

La sorpresa en más facciones de su hermano fue la misma que de los guardias. Como si nadie hubiese anunciado su llegada, como si no le hubiesen avisado que estaba en el castillo, buscándolo.

Iksan arlī, ñuha dārys.

—Maegor. . .

Una mano viajó hasta la mejilla blancuzca, ensuciando el rostro limpio con mugre y sangre. Su sangre. Ni siquiera recordaba haberse lastimado los dedos. Aenys sostuvo su mano, apretando el rostro contra sus dedos y su cuerpo completo perdió fortaleza bajo la piel tibia.

Ñuha jorrāelagon. . . Ñuha prūmia. . .

—Sangras, Maegor, estás herido —Aenys dijo, la alarma en su voz le sacó una sonrisa, lo vio voltear hacia los guardias, con sus dedos aún acariciando su mejilla—. Traigan a los maestres y sirvientes. A todos, quiero a todos acá sanando al príncipe.

Maegor no quería a nadie. Solo quería respirar su cercanía y olvidar los últimos dos años atormentado por su exilio. Lejos, solo, enojado. Escondió el rostro en su cuello, llenándose del aroma a vino y humo. Era vago, pero estaba ahí, y era suyo. Finalmente suyo. Finalmente de vuelta. En casa.

Una mano se apretó contra su nuca, Maegor lo permitió sin resistirlo, rodeando el cuerpo delgado con los brazos. La ropa debía estarse ensuciando, Maegor estaba seguro de que una porción generosa de su piel estaba teñida de carbón y sangre producto de su última revuelta. Sentía el cabello tieso y húmedo. Estaba asqueroso.

Kesan zālagon tolvys murmuró, frotándose contra la fuente de su aroma.

—Estás ardiendo en fiebre —Aenys dijo. Tenía sentido—. Deliras.

Ēva konīr issi mērī se lanta hen īlva.

—Iksā ribazmoqitta —Aenys dijo, pero Maegor descubrió la suavidad en sus palabras, el cariño. Dedos rozaron su cabello raso, lanzando corrientes de analgésico placer.

Kesan leghagon ao lēda riñar  —masculló, besando la piel sensible al notar el tono rojizo que adquirió, besó ahí, luego más abajo, su nariz acarició la zona, deseoso de encontrar un lugar idóneo para morder—. Valītsossa se riñi. . .

Su cuerpo pesaba, y Aenys lo marcaba con tanto cariño que pronto comenzó a sentirse incapaz de mantener su propio peso. Más de la mitad ya estaba siendo sujeto por Aenys, alguien más débil habría cedido. Su hermano era un Omega, estaba delgado y era bajo, pero seguía siendo un hijo del Conquistador, entrenado y erguido.

—¿Skoverdi?

—Naenie, kesā glaesagon oiro.

Recibió una risa. Fue suave y melodiosa, pura música divina.

—Vulgar —Aenys pronunció.

—Iā azantyr hen riñi.

Maegor inhaló de su cuello, y se permitió caer entre sus brazos cuando los remanentes de la batalla se hicieron de su energía, y lo arrastraron sin piedad a la oscura inconsciencia.

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