Absoluta devoción.

N/A: con este capítulo se cierra esta historia. Estoy contenta con como quedó. Desde el principio quise plasmar los problemas políticos y personales de los personajes

Ambos, Maegor y Aenys, podrían sentirse un poco fuera de personaje, pero es porque intenté volverlos más humanos y regalarles matices y motivaciones más profundas. Así como Maegor en el libro casi se reduce a un hombre tiranico y brutal, y Aenys a un rey débil y enfermizo, quise agregarles esa pizca "humana" y darles sus propios puntos de vista y deseos.

Personalmente esta historia me gusta muchísimo y siento que logré lo que quería al retratar un "what if" de la vida de ambos personajes.

Espero que a ustedes les haya gustado por igual.

Quizás esta historia esté terminada, pero definitivamente tendré más material Maenys, partiendo por "Guard My Body", además de un extra para ellos en "Monogamia".

Ya no lxs molesto más y lxs dejo leer, besos!

***

El agua era un río volcándose sobre su cuerpo. Un diluvio que no esperaban y arruinaba todo su ataque. El lodo relentizaba las carretas, los caballos y hombres se hundían a cada paso y las tormentosas nubes no hacían más que empeorar. El viento era bestial, conseguía que el aguacero azotara su cuerpo con furia.

Maegor enguajó su cara con una mano y bajó entre las redes de su montura para poder analizar las heridas de Balerion.

Una de sus alas había sido traspasada por, al menos, tres lanzas y sangraba, el vapor escapaba de la herida. Otras dos lanzas estaban profundamente incrustadas demasiado cerca de su articulación. Había otras en sus patas. Maegor no podía ignorar su propio dolor ante las burbujas oscuras que escapaban de las laceraciones. No eran graves, y eso lo enardecía. Una herida superficial solo avivaba su furia y clamaba venganza. No estaba seguro quien estaba más enojado, sí él o Balerion.

Maegor observó, con una furia helada, una enterrada en su propia silla. Era de su tamaño, o más grande.

Se suponía que eran dos escorpiones. No doscientos.

Cuando miró a Vhagar notó no estaba mejor; ambos dragones heridos porque la información fue falsa. Rompió la promesa que hizo a Aenys, al final sí se puso en peligro.

Ilagon, Balerion —ordenó.

Su dragón obedeció, pronto su ala herida estuvo a su alcance. Requirió de varios hombres para poder quitar las grandes astillas, y los rugidos de Balerion se alzaron por encima de los truenos.

Ni siquiera notó cuando su madre llegó. Su cabello estaba trenzado y goteaba, su armadura brillaba. La ira emanaba de sus poros como vapor, y los mechones blancos que no estaban atrapados por su peinado se pegaban a su rostro producto de la lluvia. Maegor no tenía ese problema, su cabello estaba corto.

—Debemos reagruparnos y retroceder.

—Ya estamos acá —Maegor negó—. Si retrocedemos nos matarán.

Un relámpago iluminó sus ojos, la luz les regalaba un brillo rojizo, la batalla los volvía feroces.

—Son demasiados escorpiones —ella indicó—. Dentro y fuera del Septo, nos dispararán a bocajarro apenas nos vean llegar.

Asintió y volteó hacia los soldados más cercanos.

—Nos reagruparemos, cuenta a los muertos y heridos de gravedad —ordenó, luego se giró hacia su madre otra vez—. Tenemos que destruir esos escorpiones.

Un par de arpones Balerion los podía ignorar. Pero no lo expondría a su ataque reiterado y deliberado.

—Te hirieron.

—No es nada.

—No parece nada —ella espetó—. ¿Está rota?

Maegor ligeramente su muñeca y un latigazo de dolor respondió la pregunta.

—Un arpón le dio al asiento y se enredó con las cadenas —observó—. Está rota, pero no duele tanto.

Su madre tomó su extremidad cuando Maegor la extendió, y observó con aire crítico la fractura en su muñeca. Maegor no logró hablar antes de que ella reacomodara el hueso con un único crujido. Gruñó por el dolor que serpenteó por su brazo, pero al menos ahora su mano no era inútil. Dolía como los Siete Infiernos, pero podía usarla.

Un escudero la vendó a la rápida y volvió a irse corriendo. La venda estaba mojada, y el frío sirvió para menguar un poco el dolor latente.

—Esto no es lo que nos dijeron, es una emboscada, como alcemos el vuelo nos van a destrozar.

—Nos van a destrozar si nos movemos por tierra, ellos están descansados y secos —su gente estaba cansada, entumecida por la lluvia y desmotivada después de ver cómo los dos dragones más grandes de Poniente se escondían entre los árboles—. Si los distraemos en el aire ellos podrían escapar.

—Ninguno de los dos es tan rápido —su madre dijo—. Con este viento y la lluvia estamos en desventaja. La única que podría hacerles frente es Azogue.

La sola idea de tener a Azogue con Aenys en ese sitio le sacó una mueca. Ninguno de los dos estaban hechos para pelear; Azogue era una dragona mediana sin experiencia en batalla, y Aenys era un Omega que evitaba el conflicto. Aunque pudieran ayudarlos por su fisionomía, estaban a medio día de viaje volando.

"Te prometo que volveré sin un rasguño."

Maegor bajó la mirada a su mano pulsante, percatándose de la evidente hinchazón que comenzó a adquirir su muñeca. No estaba seguro cuando se la rompió, si maniobrando para esquivar a los escorpiones, o mientras bajaba con demasiada rapidez. Pero la tenía rota, y le dolía.

—¿Qué piensas? —preguntó a su madre.

Ella presionó los labios y volteó hacia donde se erguía el Septo Estrellado.

—Si acabamos con todos alrededor eventualmente sus propios aliados se alzarán contra él para evitar la muerte.

Era una buena idea.

Otro relámpago brilló en la oscuridad. Un brillo blanco y fugaz, veloz con dejes platinados y puntas filosas. Irremediablemente pensó en Azogue.

Maegor notó un hormigueo en su nuca; una premonición terrorífica y anegante que lo obligó a voltear hacia Balerion cuando lo vio alzando su enorme cabeza en la dirección del Septo. Otro hormigueo erizó su cabello, serpenteó por su columna y, de pronto, Maegor no estaba solo avanzando, sino que corriendo como un poseído hasta la entrada del bosque. Escuchó a su madre gritar y a varios seguirlo.

"Si siento un solo pinchazo de algo similar al peligro viniendo de ti, te iré a buscar."

Un tercer relámpago aclaró el cielo nublado y encendió las nubes grises. Y, mezclado con este, la figura delgada y blanca de un dragón recortó el paraje.

"Tenemos un trato."

Maegor vio doble; el espanto y la sorpresa enfriaron su sangre. El Septo Estrellado, convertido en ese instante en una fortaleza armada hasta los dientes, se esclareció ante sus ojos.

Pero no era ese el motivo del jadeo conjunto que lo sobrevino, sino que los escorpiones, los enormes armatostes que hace años acabaron con la vida de Rhaenys y los obligó a descender para esconderse entre el follaje de los árboles, estaban siendo destruidos. Escuchaban los gritos, los estragos, el ruido que provocaban las estructuras al caer del amplio techo del Septo Estrellado.

Uno a uno caían bajo un enemigo que destrozaba cuantos podía y volvía a ascender hasta esconderse entre las nubes antes de que una horda de gigantescas flechas lo asediara.

No había fuego que anunciara su posición, nada calentaba el clima helado, a sabiendas de que no serviría de mucho contra ese aguacero, solo una sombra blanca y veloz que caía como un rayo y se escapaban con la misma rapidez. Era casi gracioso. Era humillante. Tanto esfuerzo, tanto dinero, todo para ser destruidos por un solo dragón pequeño.

Fue su madre la primera en hablar. Sintió el estupor en su voz, el miedo, él desconcierto.

—¿Ese es-. . .?

Una y otra vez, envuelto en relámpagos, la esbelta silueta blanca caía y rompía lo que alcanzaba, y con la misma velocidad que su tamaño le confería, escapaba otra vez a la seguridad del cielo nocturno.

Maegor le había prometido no ponerse en peligro si a cambio Aenys se quedaba.
Maegor se puso en peligro, y Aenys fue a su rescate.

—Mi esposo —pronunció, despejando su frente de su propio cabello para poder observar a Aenys encargándose de los escorpiones que casi acababan con ellos.

Fueron minutos así, destruyéndolos todos él solo, hasta que ninguno quedó a la vista. Maegor vio a su madre correr, y él mismo no se quedó atrás.

Su ejército estaba donde mismo, ellos se enderezaron cuando los vieron llegar, listos para las órdenes que Maegor no demoró en gritar.

—¡Espadas arriba! —rugió—. ¡El rey vino a nuestro rescate! ¡Entreguen sus vidas con la misma devoción y no permitan que una sola rata quede viva! ¡Todo el que pelee contra ustedes perecerá bajo fuego y sangre!

Pronto Balerion estuvo a su alcance, con su gran cabeza inclinándose en su dirección mientras se agarraba de las cuerdas que rodeaban su inmensa anatomía y escalaba. Ni siquiera notó el dolor en su mano o el frío en sus huesos, solo subió y subió hasta finalmente llegar a su silla, y desde el lomo pudo observar con mayor visibilidad el desastre que estaba causando Aenys. Se ató a la silla y comandó su vuelo.

Aprovechó que los escorpiones apuntaban a varios sitios para bajar. Con una pasada arrasó con un tantos escorpiones como pudo ver en ese aguacero. Deseaba quemarlos, verlos arder vivos, volvería ceniza la madera y ruinas esa estructura.

Vhagar sobrevoló su costado. Los rugidos se mezclaron con los truenos, y los relámpagos daban breves indicios de su posición.

Maegor no sabía qué quería Aenys, si solo destruirlos o también quemarlos. Si no estuviera, su madre y él definitivamente lo habrían reducido todo a cenizas. Pero ahora Aenys lideraba el ataque, y eso significaba esperar una señal.

Por momentos lo perdía de vista, la lluvia y la oscuridad dificultaban su visión y lo único que le permitía saber un poco la posición eran los faroles en el Septo Estrellado y los gritos de la batalla. Balerion prácticamente llevaba solo el ataque sabiendo lo que necesitaban hacer.

Destruir los escorpiones. Cuidar de Azogue y Vhagar.

Destruir los escorpiones.

Cuidar de Azogue y Vhagar.

Un latigazo repentino lo obligó a aferrarse de las cadenas y voltear buscando al causante del inesperado movimiento brusco en Balerion.

Entre la lluvia y la breve iluminación de un relámpago, pudo observar el ala de Balerion perforada por un arpón. Su rugido fue atronador y doloroso, Maegor notó el dolor serpenteando por su piel como si una flecha se le hubiese incrustado en la espalda. Un par de metros detrás de su inmensa ala extendida se recortó la silueta de Azogue.

Escuchó el chillido de la dragona como respuesta. No escuchó el grito de Aenys, entre la lluvia, el viento y la batalla abajo, era imposible escuchar algo más que su propia respiración. Pero pudo verlo.

El segundo de intensa luz que sobrevino cuando Azogue expulsó contra el Septo Estrellado una gran llamarada de fuego blanco. La mezcla entre relámpagos y fuego fue magnífica, brillante, espectacular. Maegor habría dado su peso en oro por estar ahí para escuchar a su esposo dar la orden. Pero con solo ver el fuego blanco tamizar el techo del Septo Estrellado supo qué esperaba Aenys.

Y fue todo lo que necesitó.

Maegor y su madre lo acompañaron en su ira. Con Balerion y Vhagar, quemar esa estructura fue sencillo. Ni la lluvia ni los escorpiones significaron nada.

Entre los tres quemaron esa regia construcción, y cuando no quedó viga que pudiese mantenerse de pie, se unieron a la pelea.

En menos de diez minutos todos los rivales comenzaron a tirar sus armas.

En quince minutos la batalla ya había cesado.

En veinte minutos se anunció la victoria de la Casa Targaryen entre rugidos y vitores.

Las bajas fueron mínimas gracias a Aenys.

***

Aenys caminaba en su dirección.

Su armadura era ceñida a su cuerpo, detallada y relucía por el agua que acariciaba su rostro cubierto por su casco. Brillantes escamas blancas se realzaban sus hombros, y en su pecho las entramaciones metálicas evidenciaban la forma de su dragona con las alas extendidas. Nunca lo había visto usándola, alguna vez creyó que usaría la de su padre, pero Aegon era notablemente más grande que Aenys, y Aenys siempre había preferido el blanco al negro.

Aenys se quitó el casco cuando estuvo cerca, y su rostro sucio por las cenizas pronto fue acariciado y limpiado por las gruesas gotas de agua que seguían cayendo.

Su cabello empapado estaba amarrado por dos trenzas a los costados de su cabeza y se notaba despeinado por el movimiento. Cargaba la daga de su padre y el casco abrazado contra su cintura. Maegor apreció los mismos detalles en la bonita estructura. No llevaba la corona, no llevaba joyas ni espada.

No había dejado de llover ni por un segundo, pero eso no le impidió a Maegor deleitarse con su caminata erguida. Azogue volaba sobre su cabeza, resaltando entre las nubes grises. Balerion estaba entre los árboles, Maegor tendría que asegurarse de que sus heridas fuesen adecuadamente tratadas.

—¡Abran paso al rey Aenys Targaryen! —su madre vociferó—. ¡Rey de los Andalos y de los Rhoynar, y de los primeros hombres! ¡Señor de los siete reinos, y protector de la tierra!

Maegor debió obligarse a blanquear su mente y no avanzar en su encuentro. Permaneció en su sitio, y cuando Aenys estuvo lo suficientemente cerca, su rodilla tocó el suelo. Dejó el casco a un costado y levantó la Corona de Cristal para dejarla a disposición de su esposo.

Fue el primero en arrodillarse adecuadamente frente a Aenys.

Su madre se arrodilló a su costado. Todo lo que apreció fue su larga cabellera plateada, firmemente trenzada, deslizándose por un costado mientras ella honraba a su rey.

Los soldados pronto estuvieron de rodillas a su paso. Todos y cada uno caían frente a su presencia, cabeza baja y ojos centrados en el suelo lodoso. Y Aenys caminaba en el centro, erguido y poderoso. Nadie sospecharía que lo carcomían los nervios, que por dentro quería tomar a su dragona y escaparse lejos. Maegor lo sabía, sí, porque sentía su ansia de huida, como un hormigueo en su nuca que solicitaba sin voz salir de ahí.

Jamás tuvo la oportunidad de servir con su padre, y la idea de reinar no sonaba en absoluto mala. Quizás si la historia hubiese sido diferente, él habría tomado la corona, habría hecho las cosas a su modo sin tener una mano deteniendo su actuar. Habría sembrado el terror y reinado con poder y absolutismo. Quizás por eso no era él el rey, sino su esposo. Quizás si hubiese sido alguien más, Maegor no habría dudado en hacerse con el mando.

Pero reinar significaba una vida sin Aenys. Y una vida sin Aenys significaba vivir vacío.

Maegor cortaría su propia garganta el día en que Aenys dejase de vivir a su lado. Y Aenys no parecía recaer en eso; en que era lo único que lo mantenía cuerdo. Aenys pensaba que Maegor tenía un mínimo atisbo de amabilidad autónoma.

Maegor quemaría el mundo para calentar un poco a Aenys.

—El Septo Estrellado es tuyo, mi rey —pronunció levantando la bonita ornamentación que decoraba la cabeza del Septón Supremo—. Así como la Corona de Cristal.

Observó su pies cubiertos, la sombra que se impuso sobre él cuando un relámpago iluminó el cielo.

—¿Él Gran Septón está vivo?

—Vivo y sin un rasguño —asintió, girando la cabeza hacia el viejo hombre atado y amordazado junto a un par de soldados—. Lo atraparon tratando de escapar por las puertas traseras.

—Bien —él dijo. Sonó curiosamente satisfecho—. Te dije que no debías arrodillarte ante mi.

—Lo hiciste.

Aenys no respondió. Maegor no levantó la mirada. Lo vio moverse. Dos manos atraparon sus mejillas, y mientras guiaban su rostro hacia arriba Maegor solo tuvo un segundo para apreciar su piel empapada antes de que la boca de Aenys se estrellase contra la suya. Besándolo.

Aenys lo estaba besando.

Los dedos de Aenys estaban tan fríos como su propia piel, y por ello no sintió la diferencia de temperatura. Fue un contacto tibio y agradable al que no se negó, especialmente cuando toda su atención se centró en corresponder a su beso. La Corona de Cristal quedó en el olvido, entre el lodo y las cenizas.

Aún sentía los remanentes de la batalla hormigueando en su cuerpo, la mezcla de dolor y placer por la victoria latían en su cabeza, y el repentino contacto de su Omega terminó por coronar esa basta sensación de saciedad.

Porque habían vencido de una forma abismal, Aenys estaba ahí, brillando en su armadura blanca y lo estaba besando como si el mundo se fuera acabar luego de eso.

Y, Dioses, sus labios estaban fríos, húmedos y sabían a vino dulce. Un poco a humo y victoria. Eran la gloria después de una pelea, su máximo extasis, un deseo que no sabía que poseía pero al que ahora definitivamente era adicto. Fue fogoso y necesitado, y, ni así, dejó de ser particularmente amable. El agua se mezclaba entre sus labios, podía paladear dejos de sangre producto de las heridas en su propia boca, también las feromonas de Aenys y su saliva tibia.

No esperaba un beso, no ahí, no considerando lo pudoroso y convencional que era Aenys. "Las muestras de cariño dentro de la habitación, hay que dar una buena imagen". Se sonrojaba si besaba su mejilla frente a la gente y evitaba hablar de temas íntimos en el exterior. Definitivamente su sorpresa tenía un respaldo.

Pero Aenys lo estaba besando, no solo un mimo corto, sino un intercambio memorable y digno. Si ninguno escuchó los chasquido fue únicamente porque la lluvia escondía ruidos tan bajos. Su lengua siguió la forma de su labio inferior antes de introducirse en su boca y causar en Maegor una revolución interna preocupante.

Maegor se mantuvo de rodillas, permitiéndole llevar el asalto hasta que Aenys coronó su premio con un último beso corto que abultó sus labios y los dejó hormigueando. Sus manos acariciaron sus mejillas y despejaron su cara de algunas gotas de agua.

Respiró de su aliento tibio y relamió su boca para desgustar los remanentes de su beso antes de que la lluvia se los llevara.

Aōha gūrotrir —él susurró, lo suficientemente bajo como para no ser escuchado por nadie más.

Sus manos aún estaban sobre su cara, repartieron roces desbordantes de anhelo. Maegor no tenía interés en que se apartara, no cuando era el foco de su atención y destino de sus caricias.

Sepār bona?

Iā memēbagon.

Maegor no escondió una sonrisita satisfecha.

Ya ni siquiera le dolía la fractura en su mano, o los golpes. Debería avergonzarse la facilidad que tenía su humor de mejorarse con solo un par de besos de su esposo.

—De pie —Aenys ordenó.

Su voz perdió calidez cuando se dirigió al resto del mundo. Todos lo hicieron. Maegor incluido.

Fue el último en levantarse.

—¡La guerra termina hoy! —Aenys pronunció—. ¡Cualquier Clérigo Humilde o Hijo del Guerrero que sea encontrado luego de esta batalla será enjuiciado al instante, y podrá escoger entre pasar la vida en el Muro, o la muerte!

Maegor no habría sido tan piadoso, pero se abstuvo a decir algo, en su lugar hizo un gesto con una mano, y los soldados remolcaron al Gran Septón hasta obligarlo a postrarse delante de Aenys. Maegor sostuvo el cabello de su nuca para mantenerlo en esa posición y lo terminó de arrastrar hasta los pies de Aenys.

—Tú no tendrás esa opción —los ojos de Aenys se oscurecieron cuando bajó la mirada hacia el hombre—. Tu sentencia ya está dictada.

—No temo a la muerte cuando los Dioses me esperan con los brazos abiertos después de esta —él gruñó—. Dicta tu sentencia, infame abominación, los Siete me protegen.

Maegor deseó sacar su espada y acabar con sus insultos en ese mismo instante, en su lugar solo lo obligó a agachar la cabeza delante de su esposo.

—Maegor —Maegor parpadeó al oír su nombre—. Tú lideraste el ataque y quemaste el Septo, cumpliste mis órdenes sin cuestionar, este es tu prisionero, ¿cuál es tu sentencia?

El silencio se vio interrumpido únicamente por la lluvia cayendo. Maegor apreció el semblante del hombre perdiendo valentía, y sintió su propio rostro tirando cuando una sonrisa demoníaca tomó posesión de sus facciones.

—¿Mi sentencia? —repitió, notando el repentino temblor que ganó el cuerpo despojado del viejo.

—Debes tener mejores ideas que yo para dictar un castigo —Aenys señaló—. Puedes escoger el castigo que consideres propicio para él, y para todos los prisioneros sobrevivientes de esta pelea.

Pensó si ese también sería su premio, o si simplemente Aenys no era capaz de pensar en cosas tan retorcidas. La cosa era que, cuando Maegor volteó para mirarlo, notó la furia helada y tenebrosa oscureciendo su semblante. Algo había pasado, supuso, algo que logró ganarse el rechazo de Aenys, el sujeto más pacífico que Maegor conocía.

Maegor no dejaría pasar la oportunidad de devolverle un poco de sufrimiento al sujeto que se encargó de arruinarle años de reinado a su esposo.

—La lengua con la que predicó insultos hacia el rey será cortada —dijo—. Los dedos que señalaron al rey como una abominación serán quebrados, y las manos que escribieron las cartas buscando seguidores para alzarse contra su reinado, cortadas. Solo entonces se irán también los pies que lo llevaron por tan erróneo camino. Extremidad por extremidad, serás curado mientras se cumple tu castigo, porque la muerte será tu premio.

Maegor cortó la distancia y agarró la cara desvanecida y pálida, apretando sus mejillas hasta ganarse un lloriqueo adolorido.

—Cortaré tu polla, porque no la necesitarás —agregó—. Y cuando me aburra, cuando tu castigo finalmente termine, entonces tomaré la cabeza que tuvo la tonta idea de intentar una rebelión contra la Casa Targaryen.

Observó las lágrimas en sus ojos, como se mezclaban con la lluvia. Sus uñas se clavaron en la piel, consiguiendo que el llanto se intensificara. Si el sujeto iba a llorar, que lo hiciera con motivo.

—Comienza a rezar ahora —susurró, acercándose más, acercándose tanto que todo lo que pudo respirar fue el terror evidente emanando de su sistema—, quizás así tus dioses te reconozcan cuando acabe contigo.

—Eres un monstruo sin corazón —él balbuceó—. Sin piedad.

—Tengo un corazón que tiene piedad —Maegor asintió, señalando con la mirada a su esposo aún de pie a su costado—. Y él quiso que yo te castigue, así que no hay piedad para ti.

El Gran Septón negó entre lágrimas que se mezclaban con el agua. Maegor asintió a la par, delineando sus colmillos con la lengua.

—Tus Dioses tendrán poder, pero no vendrán a ayudarte —murmuró—. Estás a mi merced.

—Arderás en el infierno por esto cuando mueras. . .

Maegor se encogió de hombros.

—Pero mientras viva seré un hombre bien servido —comentó, mirando de reojo como Aenys se iba con su madre a dictar directrices y ver a los heridos—. Tu pasarás el resto de tus días entre llantos de dolor mientras yo los disfrutaré entre los brazos de mi esposo, rodeado de mis hijos, siendo un rey.

—Consorte —el viejo escupió—. Toda esta masacre. . . ¿por qué? Todo su linaje está condenado.

Por más que hubiese una diferencia, para Maegor realmente no era un problema. ¿Por qué lo sería? Su padre escogió a Aenys para ser el rey, y Aenys lo escogió a él para ayudarlo.

"—Hermano, no tienes que volver a
arrodillarte nunca ante mí. Vamos a gobernar este reino juntos —le dijo—. Tú y yo."

Y besó sus mejillas luego de regalarle a Fuegoscuro.

"—Eres más digno de esgrimir esta espada que yo. Empúñala en mi nombre y me daré por satisfecho."

Incluso antes de casarse. Incluso antes de su exilio. Mientras crecían apartados y se sellaban sus vidas en base a sus crianzas, Aenys lo quería a su lado. Como su Mano o su Consorte, como su hermano o confidente. Maegor tendría la misma cantidad de poder. Establecería su linaje y disfrutaría de los lujos mejor que nadie, reinando mano a mano con su pareja.

—Porque mi esposo me lo pidió.

Maegor no le permitió decir más porque pronto su puño cubierto por la armadura se estampó contra el rostro. El crujido acogedor de una nariz rompiéndose contra sus nudillos fue lo que necesitó Maegor para terminar de esbozar una sonrisa maligna.

—Quiero seis guardias cuidando que llegue seguro a los calabozos de Desembarco del Rey —anunció—. Si algo le pasa antes de que termine con él, todos los guardias sufrirán su mismo destino.

Así sucedió.

Observó como se lo llevaban entre gorgojeos de dolor y llantos desesperados. Entonces volteó buscando a Aenys.

Él estaba entre los heridos, obviamente, asegurándose de que fuese bien atendidos. Su madre a un par de metros hablaba con el Comandante para estipular su regreso a Desembarco del Rey y el resto se reagrupaba y celebraba la victoria rematando a los moribundos y recogiendo objetos de valor.

Vio a su madre situarse junto a Aenys, y lo que sea que haya preguntado Maegor fue incapaz de escucharlo. Solo lo vio rozar su propio abdomen y esbozar una sonrisita nerviosa.

Se encontró con la mirada de Aenys cuando él volteó en su dirección. Su sonrisa se amplió. Maegor necesitó parpadear a su rostro brillante por el agua, a sus ojos lila reflejando los despojos de luz de luna que se asomaban entre las nubes.

Era un rostro por el que valía la pena romperse algunos huesos.

Caminó en su dirección, pisando la Corona de Cristal en el proceso. La bello cristal crujió bajo sus pies, y fragmentos enlodados se incrustaron en su suela. Maegor decidió que mientras viviese, lograría que la Fe de los Siete mantuviese sus narices lejos de los reinados de su familia. Aún si debía sacarle el corazón a mordidas a cada seguidor.

Todos comenzaron a movilizarse en el claro para llenar las carretas y reagrupar a los caballos. Los sanos irían a pie, y los muertos serían envueltos en telas para ser enterrados en Desembarco del Rey.

—¿Tienes una mano rota? —Aenys cuestionó cuando llegó a su lado.

Maegor asintió, enseñando su muñeca vendada. El rostro de Aenys que comprimió en algo acongojado mientras tomaba con delicadeza su mano.

—Oh. . . Es tu mano dominante —él se lamentó, depositando un cariño cuidadoso sobre sus nudillos.

Una corriente de placer tibio escaló por su brazo y erizó el cabello de su nuca. Notó que su madre lo miraba de reojo. Maegor solo tenía cabida para el cariño amable que recibía, incapaz de procesarlo completamente.

—Gawen te revisará cuando lleguemos —Aenys prometió, y luego besó la venda húmeda.

Maegor permaneció impasible.

—¿Te duele mucho?

Observó los ojos de Aenys mirándolo desde su lugar. Su nariz recta suavemente pintada de un ligero tono rojizo, posiblemente por el frío, y sus dos manos sosteniendo aún su extremidad lastimada.

—Un poco, quizás la tenga inmovilizada por un tiempo —dijo.

—¿Sí? —Maegor asintió—. Tranquilo, si necesitas usarla para algo te ayudaré.

Dejó un nuevo beso sobre sus nudillos. Maegor no cambió su expresión.

—También me golpearon en la cara.

Si iba a irse al infierno, un pecado más no cambiaría su sentencia.

Aenys rozó su mejilla magullada y lo instó a inclinarse para dejar un beso cuidadoso sobre el hematoma. La misma sensación tibia permaneció generando cosquillas sobre su piel.

—Y tengo una herida en la boca —agregó, inclinándose un poco más. Aenys soltó una risita y besó velozmente sus labios—. Todavía me duele.

Los dos voltearon cuando escucharon el bufido de su madre a algunos pasos. Ninguno se perdió la sombra de una sonrisa iluminando brevemente sus facciones filosas mientras se daba la vuelta para caminar hacia Vhagar.

No fue eso lo que se llevó su atención, sino el ligero tintineo a sus espaldas.

No escuchó los pasos, y tampoco fue capaz de sentir el aroma entre esa mezcolanza de sangre y muerte. Solo cuando un brillo sutil se alzó sobre la cabeza de Aenys Maegor se percató del peligro, y reaccionó levantando la mano para detener el inminente ataque.

Una daga atravesó su mano, la traspasó haciéndose visible por el dorso y causó un inmediato goteo carmesí que ensució las vendas en su muñeca. Cerró sus dedos alrededor del arma para evitar que la extrajera y atajó con su mano restante el cuello del atacante, ganándose un forcejeo feroz.

—¡Mae–. . .

—Está todo bien —anunció.

Permitió que el sujeto extrajera la daga de su mano y entonces atrapó su muñeca para arrebatársela. Levantó su cuerpo al apretar su cuello y escuchó sus balbuceos desesperados mientras se retorcía contra su mano en busca de aire.

Aenys se tambaleó cuando Maegor obligó al sujeto, un Hijo del Guerrero a juzgar por su ropa, a moverse para alejarlo del rey.

—¿Qué ibas a hacer? —Maegor cuestionó, levantando la daga para rozar su mejilla con la punta sucia. Un hilo de sangre, su sangre, pintó la piel—. ¿Apuñalar al rey por la espalda?

—Expresar mi–. . . devoción. . .—él escupió, rodeando su mano sin conseguir un cambio en la presión—. Matar a la abominación. . .

—Devoción. . . —repitió. Interesante concepto—. Haré lo mismo.

Lo levantó un poco más, por encima de su propio cuerpo. Sus pies se sacudieron y golpearon su armadura sin conseguir más que sonidos huecos y desesperados.

Atrapó adecuadamente el mango y después de tragarse el dolor incrustó el cuchillo directamente en su garganta, traspasando su tráquea y provocando un curjido bestial y nauseabundo.

Escuchó un jadeo general entre sus guerreros. Maegor los ignoró para centrarse en su tarea, y sin soltar aún el cuerpo envuelto en espasmos moribundos, deslizó el filo hacia abajo, abriendo una herida espantosa que expulsó su sangre a chorros que ensuciaron su cuerpo y cabello, y esparció sus viseras por el pasto mojado.

El líquido estaba tibio contra su piel, Maegor podía sentir las gotas deslizándose desde su cabello hasta su rostro. Exhibió el cuerpo destripado del sujeto a todos los presentes, luego clavó la daga en su cabeza y lo lanzó al suelo como si se tratase de un simple maniquí.

Deslizó su muñeca por sus ojos para limpiarse la sangre y se giró para buscar a su esposo.

Aenys lo miró, su expresión era difícil. Al principio, mientras caminaba en su dirección, creyó que era espanto. Rechazo. Pensó que finalmente destruyó la imagen que Aenys tenía sobre él y todo lo que quedaría sería el miedo y odio al que podía aspirar.

Pero entonces se acercó más, y notó que no había odio. No había espanto. Algo extraño y corrosivo se apoderó de su sistema al percatarse de la inusual e insospechada emoción distorsionando su semblante etereo. Como si quisiese asustarse, pero solo pudiese sentir una enfermiza fascinación.

—¿No te lo dije? —Maegor cuestionó sin dejar de avanzar—. Que obedecería en todo y complacería todas tus peticiones.

El lazo hormigueó en su nuca, evocando una extraña sensación de deseo que definitivamente no le pertenecía.

—Que todas tus necesidades serían suplidas —dijo.

No escondió su sonrisa a los ojos brillantes de su esposo. Se detuvo delante de él, consiguiendo que levantara la mirada para poder enfrentarlo. Aenys no tembló ni se encogió. No le temió, y no lo apartó cuando su mano ensangrentada hizo un camino hasta su mejilla, deteniéndose antes de tocarlo.

—Que no tendrías enemigos durante tu reinado.

Aenys tragó, aún estático ante su caricia.

—¿Estás asustado, Omega? —murmuró, sosteniendo su mentón para alzar suavemente su rostro—. ¿Deseas huir de mi?

Aenys sostuvo su mano. Maegor guardó silencio, expectante a su respuesta. Lo apreció observar su mano herida, y todo en él se paralizó cuando llevó la palma hasta su rostro, apretándose cuidadosamente contra ella. Lo vio inhalar de la piel de sus dedos y observarlo a través de ellos.

Consumió de su mirada a través de sus dedos, la intensidad poderosa y brillante, casi felina, el suave carmesí pintando sus orejas. 

—No me asustas, Alfa —él respondió, suspirando cuando su pulgar regaló un roce tentativo sobre su labio inferior—. Te dije que reinaríamos juntos.

¿Qué era la devoción sino lo que brillaba en los ojos de su esposo mientras se dejaba acariciar por sus manos ensangrentadas?

—Tú y yo.

Líneas rojas pintaron su piel impecable, pero Aenys se inclinó contra su tacto y regaló un roce exquisito sobre sus nudillos con su mano, manteniéndolo cerca. No lo apartó, aún cuando la sangre seguía caliente sobre su cuerpo y se resbalaba por su anatomía evidenciando su reciente asesinato.

Acortó la distancia para juntar sus frente y Aenys lo correspondió levantándose sobre la punta de sus pies.

¿Qué era la devoción sino lo que mantenía a Maegor obediente a las órdenes de un sujeto absurdamente débil?

Exhaló contra su boca, rodeando su mandíbula. La mitad de su bonito rostro estaba pintado por su sangre, pero a Aenys eso no pareció molestarle.

La boca de Aenys lo recibió cuando Maegor se inclinó para besarlo. Y su tibieza siempre tan molesta no pudo haberse sentido mejor. Recibió su calor. Ensució su piel. Inundó su interior y terminó por sellar la distancia imponiéndose completamente sobre él.

No necesitaba matarlos a todos, pero podía matar a los necesarios.

Eso era devoción.

Absoluta devoción.

Eterna cercanía.

La sangre verdadera unida para reinar como uno.

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