vi. i am so much worse.

CAPÍTULO SEIS
soy mucho peor



ECHO NUNCA HABÍA VISTO A KAZ TAN... FRENÉTICO.

Su estoicismo habitual se cambió por una energía nerviosa que podría avergonzar a Jesper y, a pesar de los trajes inmaculadamente planchados, por fin parecía lo que era: un niño. Kaz languidecía en los susurros que le seguían por las calles, los que le llamaban Manos sucias y el Bastardo del barril porque en Ketterdam, el miedo era una moneda mucho más valiosa que kruge. Pero en ese momento, la fachada cayó y ambos eran solo niños perdidos. Niños que el mundo había dejado atrás.

Echo caminaba de un lado a otro con un libro en la mano. Los papeles caían a sus pies mientras Kaz se movía entre las pilas de pergaminos encuadernados en cuero que se alzaban sobre su escritorio de madera oscura. En cuanto habían regresado de la mansión de Dressen, no había habido tiempo para discusiones, sólo para que él arrastrara a Echo a sus habitaciones poco iluminadas por la seda de su vestido y empezara a hojear sus textos "prestados" con la esperanza de que tuvieran todas las respuestas.

Había pasado una hora. Una sexta parte de su precioso tiempo y no habían intercambiado ni una sola palabra, por no hablar de una idea. A este paso, el Invocador del Sol volvería al reino del mito antes de que llegaran al Pequeño Palacio. Echo suspiró. —¿Qué estamos haciendo?

—Sé más específica —Kaz pasó la página del libro que estaba leyendo con indiferencia.

—Ya sabes de qué estoy hablando. Una cosa era cuando teníamos una semana para encontrar un camino a través del Redil, pero ¿seis horas? —Cruzó la habitación hasta que estuvieron frente a frente, separados únicamente por el escritorio y la distancia que Kaz parecía decidido a poner entre él y el mundo—. Me encantan los retos, pero esto es demasiado.

—¿Qué estás diciendo? ¿Que digamos que no? —Kaz no parecía muy contento con la idea, ya fuera por su ansia de dinero o por otra cosa.

—Yo no he dicho eso.

—Bien. —Extendió la mano por entre sus montones de papeles y cogió un libro encuadernado en cuero azul marino y decorado en oro. Lo palpó con sus guantes de cuero antes de lanzarlo por la habitación hacia donde estaba sentada Echo, que lo miró con el ceño fruncido— ¿Crees que puedes seguir leyendo? ¿O le digo a Jesper que te sustituya?

—Déjate de dramas, Brekker —Echo lo despidió mientras se agachaba y agarraba el libro, quitándole el polvo de las cubiertas sucias con el ceño descaradamente fruncido. Era típico de Kaz, tan poca consideración por todo lo que no le sirviera para algo—. No soy una rata de barril más para que me des órdenes.

—Quizá le pida a Per Haskell que lo haga por mí.

A veces Echo deseaba poder ver dentro de la cabeza de Kaz Brekker y averiguar exactamente que estaba pensando. Per Haskell era el líder de los Dregs sólo de nombre. Si bien es cierto que Kaz fue quien sacó a la banda de la cuneta y la lanzó a la notoriedad con una reputación lo bastante sólida como para establecerla como una de las bandas más temidas de Ketterdam, era Per Haskell quien se llevaba el mérito -y el beneficio- de sus esfuerzos. Eso también significaba que cuando Kaz contrató a Echo, ella en realidad no trabajaba para él. En lugar de eso, trabajaba para un anciano con dientes amarillentos y tendencia a mirar demasiado tiempo a las jóvenes que empleaba. Ella lo odiaba, casi tanto como Kaz, y por eso mencionar el nombre del viejo era un golpe muy bajo.

Echo estrelló el libro contra la tumbona. Bastó una palabra de Brekker para que sintiera que la sangre le hervía bajo la piel, pero sus palabras fueron tranquilas, serenas. —Es tan jefe tuyo como mío.

—Pero a diferencia de ti, yo no tengo que pedirle permiso para ir a ningún sitio, —bromeó Kaz.

Fue entonces cuando Echo decidió que matarlo sería una misericordia. Había estado tan preocupada por volver a su tierra natal que se había olvidado de los obstáculos un poco más cercanos. Ir a Ravka significaría pedir permiso a Per Haskell, un permiso que probablemente no le daría. Para él, Echo era su principal fuente de ingresos, sólo superada por Kaz. Dejar que ambos cruzaran la Sombra y se enfrentaran a la ira de los Volcra perjudicaría más a sus preciados ingresos que quemar él mismo el Club de Cuervos hasta los cimientos.

—¿Qué pasa con Inej? —Echo cambió de tema. No le gustaba pensar en el hecho de que volvía a estar atada a la voluntad de un hombre. Le revolvía el estómago.

—¿Qué pasa con ella?

—Eres un hombre inteligente, Brekker, —Echo puso los ojos en blanco—. Puedes solucionarlo.

Ella sabía que él lo recordaba. El hecho de que Inej estaba tan unida a la Masacre como Echo a Haskell.
Pero Kaz se limitó a encogerse de hombros, ignorando sus preocupaciones como si estuvieran hablando de una mala previsión meteorológica. —Eso me lo vas a solucionar tú.

—¿Ah, sí?

—Sí. Lo harás.

Se miraron fijamente. A Echo no le gustaba la idea de entrar en la Guarida de los Exóticos y, sobre todo, no le gustaba hablar con Tante Heleen. La mujer tenía tendencia a atrapar a las chicas que veía rentables y Echo, con su pelo rojo y su piel clara, bien podría ser otra chica kaelish para llenar sus filas. Pero entonces recordó los ojos vacíos de su madre, recordó la razón por la que había dejado Ravka en primer lugar. 

—Bien. Traeré a Inej. Ella cruzará la Sombra.

—Ambas lo harán. Tengo un plan, —murmuró Kaz, mientras cambiaba el maltrecho texto que tenía en las manos por otro.

—No, no lo tienes. No puedes mentirme. ¿O lo has olvidado?

—¿Cómo podría? Me lo recuerdas a menudo. —El chico parecía ligeramente irritado por sus incesantes argumentos. A Echo no podía importarle menos, Kaz necesitaba una buena oposición de vez en cuando. Ser temido no era bueno para su ego.

—Así que sé que no sabes cómo hacer esto.

—Nuestro trato era que me hicieras ganar dinero, Caddel. ¿Quieres empezar a hacer tu trabajo o debo cortar por lo sano?

Echo luchó contra las ganas de reír. —No hagas amenazas vacías. Me necesitas.

Kaz apretó la mandíbula. Tenía razón y ambos lo sabían. Ella había leído más libros sobre la Sombra que nadie en esta maldita isla, por no mencionar la forma en que sus mentes parecían trabajar en tándem, conectando puntos que no habrían sido capaces de ver si estuvieran separados. Pero, por supuesto, era demasiado testarudo para admitirlo. —Necesito una mente rápida y una boca tranquila. Por el momento no eres ni lo uno ni lo otro. Si voy a resolver esto, no puedo permitir que me hagas perder el tiempo.

—¿Perder el tiempo? Si soy un lastre para ti, tal vez sea más útil en otra parte.

—Creo que podrías tener razón.

Eso tocó un nervio. Se levantó deprisa, tan deprisa que la fuerza hizo que la pila de libros que tenía a su derecha cayera al suelo, pero Echo estaba demasiado enfadada para preocuparse. Salió corriendo de la habitación de Kaz sin siquiera mirar hacia atrás, y su voz la siguió escaleras abajo, en la amarga noche.










NO IMPORTABA CUÁNTAS VECES LAS RECORRIERA las calles de Ketterdam nunca le parecieron su hogar.

La isla estaba viva. Se retorcía y convulsionaba bajo sus pies, sus calzadas empedradas se convertían en un laberinto que amenazaba con comérsela viva. Un paso en falso y Echo sentía que podía perderse entera y ser devorada por la roca que tan desesperadamente intentaba arrojarla de su espalda. En Ravka, se sentía como un parásito; en Kerch, como una enfermedad.

Parece que Echo Caddel nunca pudo pertenecer realmente a ningún sitio. Su discusión con Kaz lo había demostrado. Siempre pensó que era la única con una afinidad natural para leer a la gente, para buscar sus esperanzas y miedos más oscuros, y sin embargo parecía que Kaz había sabido exactamente qué decir para que su determinación se viniera abajo. Lo maldijo en voz baja.

Como todo en Ketterdam, las calles eran peligrosas. Si se tenía la suerte de escapar de las garras de la violencia de las bandas, estaban los delitos menores, los carteristas, los asesinos, los que se divertían degollando a chicas guapas y dejándolas morir. Su piel blanca estaba salpicada de intentos de aquellos que habían sido lo bastante tontos como para confundir su juventud con vulnerabilidad. En los meses anteriores a su caída en la Heces, Echo había sobrevivido a duras penas. Las cicatrices que manchaban sus brazos, cuello y torso eran un suave recordatorio de que, por muy fuerte que fuera por sí sola, una loba solitaria siempre sucumbía ante el bosque. Los Dregs eran su protección y, por mucho que Echo odiara a Kaz Brekker, no podía negar que era su fuerza la que la mantenía con vida.

Pero había caminado por esos senderos lo suficiente como para saber cuando la estaban siguiendo.
Quienquiera que fuesen, palidecían en comparación con los Espectros. Inej era la sombra encarnada, pasaba por este mundo desapercibida hasta que ella decidía. Echo siempre sintió una silenciosa adoración por la chica que era todo lo que ella nunca podría ser. Fue gracias a Inej que pudo detectar a su acosador con tanta facilidad. Eran indiscretos, hacían gemir los muelles de madera bajo su pisada. Por un momento, Echo se preguntó si debía actuar sorprendida cuando inevitablemente la atacaran, para elevar su moral lo más mínimo. Pero antes de que pudiera decidirse, el puerto explotó.

El agua salada llenó sus pulmones y engulló sus sentidos hasta que el mundo no fue más que un torrente de mar turbio. Esto no tenía sentido. No había Agitamares en Ketterdam, al menos, ninguno que ella conociera. Eso sólo podía significar que, fueran quienes fueran, eran una ley en sí mismos. Eso los hacía demasiados peligrosos. Demasiado peligrosos. Echo arañó el aire a su alrededor mientras su cerebro se agitaba por la falta de oxígeno.

El agua retrocedió en oleadas y Echo cayó al suelo, el agua se le derramaba por la boca en jadeos mientras entre bocanadas se deslizaban improperios entrecortados. Antes de que pudiera recuperarse lo más mínimo y ver a su atacante, recibió un fuerte golpe en el estómago que la hizo caer al suelo, haciendo que las piedras dentadas se clavaran en la piel de su espalda mientras el grisha le inmovilizaba los brazos por encima de la cabeza.

Era una mujer. No es que Echo se sorprendiera. El Primer y Segundo Ejércitos no eran como Fjerda, veían el sentido en el reclutamiento y entrenamiento de sus mujeres y por eso era más fuerte. Pero por desgracia, este atacante silencioso también era más fuerte.

—Nunca pensé que llegaría el día en que aparecieras en un puerto de Ketterdam. —La mujer escupió. Su pelo rubio era opaco a la luz de la luna y sus ojos brillaban con una furia tan intensa que si las miradas pudieran matar, Echo sería una masa asfixiante en el suelo. La grisha volvió a hablar— ¿No tienes palabras para una vieja amiga?

—No tengo ni idea de quién eres —Echo se detuvo luchando por decir las palabras. Era difícil canalizar la rabia que sentía mientras aún se tambaleaba por la asfixiante garra del agua, incluso sin el peso de una mujer adulta presionando su torso.

La Agitamares soltó una carcajada carente de emoción. —Claro que no.

Echo nunca pensó que llegaría el día en que cantaría gracias a Ketterdam, pero así era. La ciudad le había enseñado a luchar sucio, a morder, arañar y arañar hasta que sus manos estaban en carne viva por la lucha. También le enseñó que no hay sonido más dulce que el de una nariz rompiéndose por la fuerza ascendente de su cráneo.

La Agitamares grito mientras la sangre brotaba de su cara, manchando de carmesí la sedosa tela de su kefta. Instintivamente, levantó las manos para taparse la nariz, que tenía muy rota, y Echo aprovechó para rodar desde su posición inmovilizada y ponerse en pie a trompicones. Era un espectáculo macabro ver a una poderosa
grisha doblada por la cintura, con sangre fresca derramándose bajo las yemas de sus dedos y lágrimas corriendo por su rostro, pero aunque Ketterdam le había enseñado a Echo muchas cosas, no le había enseñado a preocuparse.

Su primera patada fue en la parte trasera de las rodillas de la Agitamares. Se contorsionaron en ángulos antinaturales y otro grito llenó el aire. Si hubiera sido en otro lugar, Echo habría pensado en la Guardia de la Ciudad o cualquier otro samaritano curioso que quisiera su breve momento de gloria, pero no aquí. Ketterdam se comió la buena voluntad y la escupió. Nadie vendría a salvarlas esta noche.

Hubo una rápida ráfaga de movimientos cuando la grisha
intentó invocar el agua en su ayuda con sus manos manchadas de sangre, pero Echo estaba lo bastante familiarizada con su especie como para saber algunas cosas sobre su poder. La Agitamares no podía haber elegido peor lugar para lanzar su ataque. El puerto era el vertedero de desechos, tanto de residentes como de turistas, así que Echo tenía mucho donde elegir mientras buscaba un arma.

A poca distancia había un rollo de tablones de madera, romos, pero con la longitud justa para caber en sus callosas palmas. Justo cuando el agua subía en el puerto, Echo golpeó con su improvisado garrote con fuerza.
Otro crujido. Otro grito y Echo dio gracias a su suerte por haberle devuelto el abrigo a Kaz. El Bastardo del Barril era muchas cosas, pero no le gustaba que le devolviera la chaqueta manchada de sangre.

En honor a la Agitamares, no se rindió sin luchar. Se puso en pie y empezó a golpear a Echo con su única mano buena. Pero era lenta. Sus piernas se derrumbaron bajo su peso y en un último movimiento de desesperación, metió la mano en su kefta y sacó una pistola de plata grabada con la insignia de Lantsov.

Santos. Echo maldijo en voz baja ¿Por qué no comprobó si tenía un arma? Eran momentos como éste los que la hacían añorar a Jesper.

Levantó las manos lentamente. —Te lo dije, no soy quien crees que soy.

—Eres una mentirosa. —La Agitamares murmuró, su mano temblaba por el esfuerzo de mantener el arma en alto. Iba a disparar, sin importar las palabras de plata que Echo pudiera conjurar en su cabeza. Sólo era cuestión de dónde cayera la bala.

Brazos, manos, pies. No en los hombros. No en el estómago. La mente de Echo repasó las revistas médicas que había robado de la biblioteca cuando era más joven. Claro que no quería que le dispararan, pero si realmente no tenía elección, también podía tener preferencia por el lugar donde se alojaba la bala.

Pero entonces algo en su mente atrajo su mirada hacia su izquierda. Un barril, o más bien una colección de barriles, cada uno de ellos goteando la misma fina pólvora negra. Echo agradeció su suerte al Santo que vigilaba a los taimados y malvados.
La pelirroja levantó las manos y empezó a moverse lentamente hacia la izquierda. La Agitamares imitó sus movimientos, manteniendo siempre el cañón del arma apuntando a su corazón.

Cuando Echo estuvo en su sitio, casi lloró de alivio. El borde de los muelles estaba a un paso, los cañones a su espalda y casi podía oír a Jesper riéndose de su plan.

—¿De verdad vas a dispararme? —Le preguntó a la grisha

—Sí.

Echo apretó la mandíbula, con férrea determinación en los ojos. Hizo una promesa a los poderes superiores. Si esto funcionaba, encontraría la forma de cruzar La sombra, atraparía a la  Invocadora del Sol y se compraría el vestido más brillante que Ketterdam hubiera visto jamás. —Bien.

Echó a correr y saltó hacia el agua plateada de los muelles justo cuando un disparo resonó en el aire y atravesó el lugar donde ella había estado hacía unos segundos. Por suerte para Echo, era un cañón. Por desgracia para la grisha estaba lleno de pólvora.

La pelirroja acababa de romper la superficie del agua antes de que el puerto explotara.

Después de muchos latidos sumergida en las turbias profundidades del puerto, Echo volvió al muelle en llamas y allí, tendida a gran distancia de donde había estado momentos antes, estaba la Agitamares. Su piel estaba carbonizada, ennegrecida y descamada. Las ampollas brotaban de su piel muerta y rezumaban un líquido transparente que no ayudaba a mitigar el ardor de las llamas. Sus ojos aún conservaban un pequeño destello de vida, pero incluso eso pronto iba a ser devorado por el infierno que los rodeaba. Echo se arrodilló a su lado.

—Sé quién crees que soy. No soy ella. —Bajó la cabeza hasta la oreja de la grisha, su pelo rojo brillante rozando una mejilla ennegrecida—. Soy mucho peor.

Con un último aliento tembloroso, los ojos de la Agitamares se cerraron. Muerta.

Echo recogió sus faldas empapadas y regresó al Club de Cuervos. Tenía una promesa que cumplir.

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