Capítulo 2
Masitas dulces y panes recién horneados componían la mesa del desayuno donde Elke, sentada a uno de los lados, tomaba su té. Estaba caliente y olía de maravilla, como siempre.
Era una chica sencilla, no le gustaban las excentricidades y siempre había sido reservada en sus gustos. Una mesa muy repleta de comidas extravagantes podía bloquearla y distraerla del verdadero motivo, comer. Y a pesar de su comer y de su fascinación con las rosquitas de manteca, era de contextura delgada.
Su padre, el conde Von Baden, estaba sentado en la cabecera de la mesa leyendo su periódico. Centrado en su lectura, no apartaba la vista del papel, ignorando por completo a su alrededor.
Elke no alcanzaba a leer las pequeñas letras de tinta desde donde estaba sentada, intentaba en vano agudizar la vista y corrió levemente la silla a un lado, acercándose un poco más al conde.
—¿Qué pasa, Elke? —advirtió su padre sin dejar de ver el noticiario—. Sabes que los periódicos no son para señoritas como tú.
—¿Y algún día lo van a ser? —se atrevió a decir—. Anna mencionó algo sobre la oscuridad que nos amenaza, ¿está pasando algo de lo que debiera enterarme? No quisiera andar por la vida dando tumbos.
El conde levantó la mirada hacia ella y arqueó una ceja.
—Cuida esa boca, jovencita. Ya hemos discutido esto muchas veces, creí haber sido claro la última vez.
—Hablar con Elke es como hablar con la nada misma, querido mío— dijo su madre apareciendo en el salón comedor y tomando asiento frente a ella.
—Creo que tengo algún derecho a saber si mi alrededor se está viniendo abajo. Si estamos en guerra o...
—Nadie está en guerra— interrumpió la condesa—. Es más, tengo conmigo tu salida al mundo— levantó en alto un sobre de correspondencia y Elke se encogió en su asiento, ya sabía de qué se trataba—. Hemos sido oficialmente invitados a participar de la presentación, y tú creías que no nos incluirían— dijo a su marido.
—¿Por qué creías eso, padre? —se sorprendió ella. ¿Acaso era una ofensa, una desgracia para su familia?
El conde bufó. Se enderezó y aclaró su voz antes de hablar.
—Yo no creía eso. Pero no has estado presente en la corte como las demás niñas de tu edad, era de esperarse que no te tuvieran en cuenta.
Hacía dos años que Elke había cumplido los dieciséis años, la edad requerida para ser presentada en la corte y pasar a formar parte de la comunidad, junto a otras jovencitas. Pero eso no le había interesado y se había negado de buena gana. Sus padres no habían podido obligarla. El conde echaba la culpa a la madre por ser tan permisiva y ella hacía lo mismo con él. Lo cierto es que solo Elke era responsable de haberse mantenido alejada y recluida en su casa. La corte le parecía una total tontería y algo vago e insulso de lo que podía prescindir. Además tenía que relacionarse con gente, eso nunca se le había dado bien. Elke era un fantasma para la sociedad.
Casi nunca había salido de la mansión y vivía encerrada en la biblioteca, dando largos paseos por los jardines o tocando el piano hasta altas horas de la noche.
Ah, pero tenía muchos amigos, lamentablemente ninguno de ellos vivo.
Mas allá de la servidumbre, con quienes congeniaba bastante bien, estaban sus amigos de verdad. Lena era uno de ellos, tenía su misma edad y había muerto hacía cosa de un siglo, o eso decía ella.
Andreas, un chico con el que jugaba al ajedrez y al que nunca podía ganar. Excepto una vez y nunca se lo haría olvidar. Ya volveré a ganarte, cuando menos te lo esperes.
Hablaba también con Mia, una mujer que se las daba de aventurera y le contaba siempre grandes historias de cómo era el mundo. Elke nunca se cansaba de ella y le gustaba imaginar que viajaban juntas y recorrían todos los sitios juntas. De ella conocía muchas cosas del mundo.
—Si tanto te gusta, ¿por qué no pruebas salir y vivir tu propia aventura? —le dijo una vez, a lo que había respondido:
—Sabes que no puedo. ¿Cómo lo haría?
A veces jugaba con Peter, un perrito salchicha que no hallaba a su dueño. Y conversaba con Stefan, un señor mayor al que le encantaba presumir de sus nietos.
Tenía cinco años cuando descubrió su don. Lena la había asustado sin querer y no pudo dormir toda la noche, vigilando todos los lados en la oscuridad, perseguida por el fantasma que la había sorprendido. Hasta que comprendió que no había porqué temer y que no hacían daño, y por sobre todo, que eran sus amigos. Amigos por siempre.
Ahora acababa de enterarse de que había sido elegida para el baile de la gran presentación. En el fondo eso era lo que más miedo le daba. No es que no quisiera ser princesa. Mentira, no quería. Lo cierto es que sus padres tenían muchas espectativas sobre ella, pero... ¿Y si era rechazada? ¿Qué pensarían sus padres de ella? Su madre nunca dejaría de reprocharselo.
Las exigencias sociales y la opinión de la corte pesaban demasiado sobre ella. De ser rechazada, ¿en qué lugar quedaría? ¿Podría obtener luego un matrimonio decente o quedaría mancillada por el fracaso? ¿O acaso eso era importante después de todo? Mejor quedarse sola.
No quería ir, de eso estaba segura. Pero sospechaba que esta vez no podría zafarse.
—No lo sé, madre— dijo—. No me siento preparada aún, tal vez en otra oportunidad.
—¡Elke! —se enervó la condesa—. No habrá segundas oportunidades. ¿No comprendes que es un momento único? El príncipe elegirá a su princesa y futura reina, será esta vez y nunca más. Podrías ser elegida y elevar a nuestra familia hasta lo más alto—suspiró—. Es tu oportunidad de retribuirle a tu familia por todo lo que te ha dado.
—¿Es un soborno? —miró profundamente a su padre—. ¿No se supone que ustedes me dan cosas porque son mis padres? No estaba al tanto de que estuviera en deuda— terminó de hablar angustiada.
—Nadie está en deuda aquí— se ablandó su padre—. Tu madre puede a veces ser un poco brusca.
La condesa mantuvo la cabeza en alto.
—Pero esto es una oportunidad para todos— continuó el conde—. Me dicen además que el príncipe es bien parecido.
Como si eso le importara mucho. Buscó salidas mentalmente, pero no las encontró.
—De verdad que no creo estar preparada, haré el ridículo— insistió cambiando el tono de voz, un tono de voz que solía conseguirle lo que deseaba—. Madre, por favor...
—No se hable más— sentenció su padre—, vas a asistir a la presentación te guste o no.
—Pero...
—Ya oíste a tu padre— agregó la condesa tomando su té—. Allá afuera hay todo un mundo aguardandote, demasiado tiempo te hemos tenido aquí encerrada. No querrás ser una de esas solteronas que revolotean en la corte, no lo permitiremos.
—No soy un objeto al que hay que subastar— dijo de pronto poniendose de pie y con aire reprobatorio.
—No, eres una hija que podría ser reina, ve acostumbrandote a ello. En dos semanas deberás estar lista para el gran evento.
—¿Dos semanas? —iba a decir algo más pero se mordió la lengua. No tenía sentido discutir, sabía que no llegaría a nada con aquellos dos. Estaban empecinados con el evento y nada de lo que pudiera decir les haría cambiar de opinión.
Su madre, en su lugar, se hubiera tirado de cabeza ante tan evento. Pero Elke no era su madre, no era ni la mitad de aristócrata que ella.
Se despidió de sus padres y abandonó el salón comedor en dirección a su cuarto. Lena la seguía de cerca, como siempre. Elke no podía decir que se sintiera realmente sola alguna vez.
Pero su mente viajaba lejos en ese momento, buscando escapatorias, tratando de descubrir cómo huir de la situación. Buscaba, pensaba... pero nada se le ocurría. Sería un fracaso, lo sabía con seguridad. Un rotundo y fuerte fracaso. Pero por algo tenía que comenzar ¿no?, tal vez fuera momento de hacer frente a sus tribulaciones.
Se sentó frente al espejo de su mesa tocador y se vio un largo rato. Lena se puso detrás.
—Sabías que esto pasaría, nos preparamos mentalmente para ello por meses— dijo Lena apoyando una mano sobre su hombro.
—Lo sé—suspiró agobiada—. Pero supongo que esperaba que el día no llegara nunca. No sé qué voy a hacer.
Lena tomó un cepillo y comenzó a peinar las ondas rebeldes del cabello platino de Elke, mientras pensaba en qué más decir.
—¿Por qué sería tan malo?
—Ah, por favor... ¿Enserio? ¿Quién eres y qué has hecho con Lena? —puso cara de hartazgo en el espejo.
—No, no— la detuvo—, cuéntame los pros y los contras —Elke no se inmutó—. Hazlo, vamos—insistió.
Elke se enderezó en la silla, tragó saliva y procedió a nombrar todos sus males.
—No sé como manejarme en sociedad, nunca sabría qué decir. No quiero que mi primer paso hacia el mundo sea una subasta al mejor postor, no conozco a ese príncipe. No sé nada de política, si me eligieran sería una pésima reina. Si no me eligen, seré la vergüenza de la familia— sintió como si escupiera las palabras y se quitara el mal sabor de boca al hacerlo.
—A ver— empezó Lena—. El príncipe, oí en los pasillos que es atractivo. Seguro que tienes suerte con él, solo sé la chica encantadora que eres con todos nosotros— detrás aparecieron Mia, Andreas y Stefan. Todos sonriendo, alentando—. Cuando te conviertas en reina, todos estaremos muy orgullosos de ti y no necesitas saber nada de política ahora, tienes todo el tiempo del mundo para aprender.
—No va ser así, temo que solo cambie de casa y mi vida siga siendo lo mismo, solo que las paredes sean diferentes y con un lastre de marido.
—¿Qué es lo que ves? —Lena preguntó señalando al espejo.
—Una chica tonta y encabronada.
—Yo veo una chica bellísima que recién comienza a vivir— sonrió—. Tienes que salir, tener una vida, ser alguien. Hazlo por ti, por mi que nunca pude hacerlo. Llévame contigo y vivamos esta aventura.
Elke se miró largo y tendido. Eso no era ni por cerca una aventura, era una prisión. Pero no podia culpar a Lena por sugerirlo, ella quería acompañarla. Lena había a los diecinueve años hacía mucho tiempo y todo ese tiempo había estado en la oscuridad, dando vueltas por los callejones y ocultándose en sótanos. Hasta que conoció a Elke, una niña pequeñita con quien llenar sus espacios vacíos. La había cuidado y protegido en cuanto podía, porque como fantasma, tenía sus limitaciones. Ahora Elke ya era grande y la veía como su igual, su amiga y confidente. El tiempo la había hecho sabia y siempre aconsejaba a Elke cuando se encontraba con encrucijadas.
Elke siguió trenzando el pelo, como había comenzado Lena. A veces se cepillaba muy fuerte cuando se sentía nerviosa, se arrancaba algunos pelos y sentía un poco de paz mental. Pero no esta vez, intentó mostrarse madura. Después de todo, la decisión ya estaba tomada.
—Está bien, vamos a hacerlo.
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Klaus esperaba en silencio mientras el señor Mustrakal recorría las caballerizas. Había puesto un cartel de venta un par de días atrás y por lo menos cinco hombres aparecieron a ver el lugar. De momento ninguno se había decidido ni hecho algún tipo de pago.
Klaus trataba de no pensar en lo que aquel cartel de venta significaba. Aunque estaba seguro de que era lo correcto, no podía evitar imaginar a su padre con un gesto de decepción en su rostro.
Los edificios venta en la zona, estaban en auge. La mayoría de las personas que eran dueños, no tenían ya dinero para subsistir y vendían sus casas a ricos que hacían sus negocios aprovechándose de la dura situación de la gente. Y su caballeriza no sería la excepción. Tenía que vivir y para ello necesitaba el dinero. No sería rico, pero lo aguantaría un par de meses mientras trabajaba para conseguir dinero extra.
—Señor Klein, estoy interesado— dijo Mustrakal acercándose con gesto positivo—. Creo que podemos hacer negocios.
—Muy bien, usted dirá— dijo sorprendido, enderezandose de la pared donde había estado apoyado.
—Cincuenta ahora y cincuenta la semana que viene, ¿le parece? Y necesitaré que desocupe hoy mismo. Pienso empezar los trabajos de obra en la mañana. —Mustrakal era un hombrecito rechoncho con una ridícula barba y una gran billetera.
—Con todo respeto señor, si piensa adueñarse del lugar hoy mismo, necesitare el pago completo.
Mustrakal lo miró de arriba a abajo, sorprendido del planteamiento. Por lo general la gente con la que trataba era sumisa y a todo le decían que sí. Pero Klaus no se andaba con rodeos. Si tenía que irse hoy, hoy mismo quería el pago.
—Muy bien— asintió—. Te pagaré hoy, pero no quiero verte aquí en la mañana.
—No me verá, me voy hoy mismo— esas palabras le quemaron en la garganta. Hoy mismo, abandono la herencia de mi familia para salvar el pellejo, que humillación frente a ellos. Soy un cobarde.
Mustrakal le hizo una seña a su criado, este sacó una bolsa de dinero y se la tendió en la mano. La abrió y contó las monedas de oro para luego darle a Klaus todo en otra pequeña bolsa. ¿Tan poco? Cien monedas no es ni por mucho lo que vale este lugar. ¡Por Loris! Es mi culpa poner ese precio, no me di cuenta de que estaba subastando mi hogar.
Se dieron la mano en señal de acuerdo y Mustrakal se retiró a su coche mientras Klaus daba un último recorrido a lo que fuera hasta ese momento, su hogar.
La pequeña casa detrás de las caballerizas había sido lo único que había necesitado siempre. Allí creció y jugó con su hermanito ahora muerto. En esa cocina siempre cocinó su madre, nunca olvidaré las comidas que aquí comimos juntos antes de que todo esto comenzara. Que injusto ser el último, debería haber muerto en lugar de Kiam. Era más joven y tenía muchas más aspiraciones en la vida. Yo solo soy un torpe cuidador de caballos.
Tomó una foto de la repisa, los cuatro lucían felices. La guardó en una mochila e hizo lo mismo con algunos otros recuerdos. El lugar probablemente sería demolido, tenía que llevarse algo antes que su hogar fuera aplastado.
Se asombró de que el saco azul con detalles en dorado de su padre, le quedara tan bien. Y aunque su contextura era más delgada, le iba el talle. No dudó en vestirlo, descartando el suyo y guardó dentro de la mochila algunas camisas y pantalones. Los necesitaría en su nueva vida.
Se despidió de sus caballos. A decir verdad solo le quedaban cinco y no había sitio a donde llevarlos. Acarició a cada uno esperando que Mustrakal les encontrara un buen lugar, y tomó a dos de las riendas. Al menos Azul y Grün le seguirían. Espero tener un sitio donde dejarlos, allí a donde voy.
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Klaus se preguntaba si había hecho lo correcto mientras tanteaba la bolsa de monedas de oro que llevaba bajo la chaqueta de color azul. Y era azul por una rebeldía de su padre. El azul y el rojo estaban destinados solamente a la nobleza, los demás podían vestir en tonos de verde o marrón. Pero a su padre no le había importado y mandó a confeccionar esa fina chaqueta de color azul. Y no es que fuera gran cosa, pero Klaus se sentía un poco más importante usándola y la gente de la calle se le quedaba viendo.
Ahora con la bolsita de dinero se sentía confuso y con muchas incógnitas en su mente. Ojalá me perdones, papá, pensó.
Caminó un par de calles al oeste hasta los barrios bajos, cruzó por la calle Pillen camino a los edificios viejos de Blum. Allí vivía su amigo Niklas, le había dicho que era económico y en realidad no tenía muchas pegas sobre el sitio donde dormiría, porque ese era el único uso que le daría. Trabajaría todo el día en otro sitio en el que Niklas lo había recomendado. Niklas trabajaba ocasionalmente y no a tiempo completo en el palacio real. Por lo general en pequeños encargos, no trasladaba gente. Pero a Klaus le había conseguido un puesto en una mansión de la calle Basil. También era un trabajo ocasional y se vería obligado a conducir uno de esos endemoniados carros.
El reloj de la torre del viejo ayuntamiento marcó la medianoche mientras Klaus caminaba por las angostas calles del barrio llevando a Azul y Grün por las riendas. La oscuridad se cernió sobre ellos, pero su determinación lo guió a través del laberinto de callejones y casas en ruinas.
A su alrededor, la vida de los ciudadanos menos afortunados se desarrollaba en susurros y sombras. El tintineo de monedas y el bullicio de voces se mezclaron con el aroma de la comida callejera que impregnaba el aire.
Allí no había trajes elegantes ni servidores. Era solo un hombre común, un extraño en esas calles, pero también un testigo cercano de la realidad de la gente que luchaba día a día por sobrevivir.
La tenue luz de una posada se dibujó en la distancia, y Klaus sintió un ligero alivio al saber que su refugio estaba cerca. Con cada paso, el ruido de sus botas sobre los adoquines se mezclaba con los latidos de su corazón. Sabía que esta posada sería su hogar por tiempo indefinido y representaba una nueva etapa en su vida. Aunque él no hubiera pedido por ella.
La puerta de la posada crujió al abrirse, anunciando su llegada. Los ojos curiosos de los pocos huéspedes presentes se posaron en él por un instante antes de volver a sus asuntos. Casi de inmediato se topó con el encargado. Era un hombretón de cincuenta años por lo menos, mal vestido y despeinado, con una larga barba descuidada de color marron canoso.
—¿Y tú eres? — le dijo inspeccionandolo.
— Mi nombre es Klaus Kleint, señor. Vengo de parte de Niklas, él debe de haberme mencionado.
—Klaus, si, si. Recuerdo ese nombre— dijo acariciando su barba—. Aquí tienes la llave de la habitación disponible, son quince monedas al mes, pero si te quedas pocos días, es una moneda por noche— le entregó la llave.
Quince monedas, por Loris, es un robo. No duraré mucho.
—Me quedaré indefinidamente— Klaus agarró la llave y dejó sobre el mostrador las quince monedas.
—Entonces hacemos negocio, joven.
El señor Bauen, porque así se llamaba, tomó las monedas y las contó con un poco de desconfianza. No sería la primera vez que lo engañaban.
Klaus se quedó viéndolo unos minutos hasta que el encargado terminara de contar las monedas ¿Cuánto podía tardar en contar quince monedas?
—¿Ya? Señor, si quiere le ayudo. Le aseguro que están todas— dijo un poco exasperado.
—Shh— lo calló Bauen y siguió apilando monedas—. Agh, me distrajo. Tendré que volver a empezar.
Klaus se resignó y esperó paciente.
—Quince monedas y ni una más— continuó diciendo con un sonrisa en la boca—. Ya puedes irte.
Klaus asintió con la cabeza y subió lentamente las estrechas y desgastadas escaleras de la vieja posada, cada paso que daba hacía que los pisos de madera crujieran bajo sus botas gastadas. Cada chirrido parecía contar una historia del tiempo que había transcurrido desde que esos escalones fueron pisados por primera vez. El aroma a madera y humedad llenaba el aire, la nostalgia lo acompañaba.
Podía ver las marcas de los años en las paredes y las sombras que danzaban alrededor con la tenue luz de las lámparas. Era como si la posada misma conservara un sinfín de secretos, susurros del pasado que flotaban en el aire.
Finalmente, Klaus llegó al descanso, donde un pequeño ventanal permitía que la luz de afuera se filtrara, iluminando la senda hacia su habitación austera. La posada estaba repleta de huéspedes que se alojaban allí por una variedad de razones, cada uno con su propia historia y carga. En el salón común no pudo ver a Niklas, le hubiera venido bien ver una cara conocida.
Siguiendo el tenue resplandor de la luz lunar, Klaus encontró su puerta y la abrió lentamente. La habitación era modesta, pero con una sensación de intimidad y refugio. Una cama sencilla ocupaba el centro, con una manta desgastada doblada cuidadosamente en la esquina.
El rústico escritorio junto a la ventana tenía sus propias marcas de tiempo y uso, y un pequeño espejo colgaba en la pared, reflejando a un hombre con mirada determinada pero cansada.
Klaus dejó su bolso con las pocas pertenencias que poseía en el suelo y caminó hacia la ventana, contemplando las calles adoquinadas y las sombras que se extendían bajo la luz de la luna. La quietud de la noche le dio un espacio para reflexionar, y se preguntó sobre el nuevo rumbo que había tomado.
La decisión de vender su casa y abandonar su antigua vida había sido difícil, pero sabía que era necesario para encontrar un nuevo propósito. Y ahora, en esa humilde posada, se encontraba en un lugar donde el pasado no podía alcanzarlo, un lugar donde podía comenzar de nuevo y encontrar su camino en el mundo.
Estaba solo y cansado, los últimos días habían sido agotadores mentalmente. Nada había salido realmente bien. En realidad, tenía que sentirse afortunado de haber vendido tan rápido, pero no podía dejar de pensar en eso como un fracaso. En el fondo, solo quería quedarse en su casa y seguir con su vida aunque todo le fuera mal y no ganara ya dinero. Al menos habría seguido siendo fiel a sus convicciones, hasta que cayera bien al fondo y ya no pudiera salir. Niklas le había terminado de convencer en lo que estuvo tanto tiempo pensando. Ahora ya no había vuelta atrás y solo quedaba ir hacia delante.
Mientras se acostaba en la cama sencilla, Klaus miró hacia el techo, dejando que la calma de la noche lo envolviera. Con la sensación de que había tomado la decisión correcta, cerró los ojos y se entregó al sueño, sabiendo que al amanecer, un nuevo día y un nuevo capítulo de su vida lo esperaban.
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