Capítulo 15
La noche se cernía sobre la ciudad mientras Karl, vestido con su uniforme de comandante, se deslizaba silenciosamente por las sombras. La luna apenas era un resplandor plateado en el cielo, arrojando luz tenue sobre las calles adoquinadas. Con movimientos decididos pero sigilosos, se acercó al cuartel general de su ejército, un edificio de piedra imponente que había sido testigo de innumerables estrategias militares.
Karl había decidido llevar a cabo esta operación en el más absoluto secreto, sin que nadie en la ciudad supiera de sus planes de ataque sorpresa a Kily, a dos días de distancia.
Se detuvo en la puerta de la sala de estrategia, donde un grupo selecto de oficiales de confianza lo esperaba en silencio. La lámpara iluminaba débilmente el mapa estratégico extendido sobre la mesa. Lukien estaba también allí, había estado analizando los diferentes modos de hacerle frente al ataque. Karl confiaba completamente en él, amigo y estratega.
—Estábamos terminando de fijar la ruta— dijo el comandante Likus.
—No puede fallar—agregó el gerente Possie.
Sin palabras, Karl salió del cuartel y comenzó a dar órdenes con gestos y señales. Todos ya estaban al tanto y los soldados, listos y enérgicos, se movieron en respuesta, cargando los últimos suministros que faltaban y preparando sus armas en un ritual bien coordinado. Cada hombre sabía que esta operación tenía un alto riesgo, pero también entendía la importancia de la misión. Eran fieles a Karl, morirían por él.
El reloj avanzaba implacablemente mientras el ejército se preparaba para partir. La ciudad dormía ajena a lo que estaba a punto de suceder. El silencio se rompió sólo por el susurro de órdenes apresuradas y el suave tintineo de las espadas.
—Mi señor— le dijo un general—. Ya estamos listos. Solo esperamos su órden.
Lukien le dio una palmada en la espalda al pasar.
—Ya tenemos la victoria hecha— susurró y siguió su paso.
Ojalá fuera cierto. Besó sus dedos y miró al cielo estrellado en busca de respuestas. Su dios no se dignó a responder a sus plegarias, y solo recibió silencio y más incertidumbre. Se alisó el uniforme y subió a su Kropa, una pequeña aeronave a vapor en la cual cabían solo dos personas. Se elevaba apenas un metro del suelo pero manejaba una buena velocidad constante y contenía un pequeño compartimiento para guardar los víveres y las armas extra.
Karl ajustó a su cinto, su pistola Krusly de alto calibre con buen agarre. Debajo del chaleco guardó dos pistolas automáticas que nunca fallaban y a su lado apoyó el rifle, sujeto al Kropa. Siempre a mano, era de sus armas más útiles. Tenía la mira ampliada y el disparo con las balas de prestino era letal. Una vez que la bala entraba en el cuerpo del enemigo, estallaba en un millón de partículas moviéndose para todos lados y haciendo imposible para nadie extraerla. El que cayera por ese rifle, tenía los minutos contados. Se ciñó a la cintura un bastón de duelo y la espada, la misma que había usado siempre. Las viejas costumbres continúan.
Los soldados montaron en sus Kropas y siguieron a Karl, que iba a la cabeza. Los guió en silencio por la calle principal, bajo las miradas curiosas de la gente. No alcanzó la máxima velocidad por miedo de toparse con transeúntes que se cruzaran por el camino. No eran máquinas que pudieran detenerse al momento.
La calle principal se desvió a la derecha y siguieron el camino rural hacia el gran muro.
Unos mil doscientos Kropas no pasaron desapercibidos, incluso algunos les tomaron fotos.
Estaremos en boca de todos por la mañana, mi padre estará furioso. Sin embargo y a pesar de eso, sentía que era su deber intentarlo al menos. Lukien se mostraba positivo. Debía confiar en él.
El muro que estaba a más de tres kilómetros de la ciudad, se dibujó frente a ellos Karl levantó la mano mostrando quién era. Se produjo un silencio incómodo. Inmediatamente bajó la escalinata un hombre armado, con la mirada fija en él.
—Mi señor— hizo una reverencia—. ¿A qué se debe todo este revuelo?
—Soldado—dijo Karl—. Estamos a los pies de una guerra. Por favor regresa por donde viniste y manda abrir las puertas. Los motivos estratégicos no son de vuestra incumbencia.
El soldado se puso nervioso.
—Si, señor— se dio la vuelta y regresó a su puesto. Karl esperó hasta que las puertas comenzaran a abrirse, lo que no tardó en suceder. Los Kropas pasaron velozmente y se internaron en la noche.
—----
Era tarde cuando Elke se escabulló en la mayor de las quietudes, por el pasillo de la servidumbre. Su vestuario masculino y su boina cubriendo parte de la cara, no ayudarían en nada si no es que la perjudicarían en caso de ser descubierta por alguna criada, y sin mencionar al mayordomo o ama de llaves. Lo mejor era dejar que Lena avanzara primero y le diera las indicaciones para seguir. Llegó hasta la puerta y la cerró despacio tras de sí. Corrió hasta donde Klaus la esperaba, en el mismo sitio de la otra vez, oculto entre los arbustos, fumando un cigarro.
—Elke— se asustó—. No te esperaba hasta dentro de un rato.
—Lo siento, pude separarme temprano. Los ánimos están raros y la cena no fue la excepción—confesó.
—Lamento oír eso.
—No lo lamentas— lo fulminó con la mirada.
—No, no lo lamento— rio enderezandose y sacando la bicicleta de entre los arbustos—. ¿Estás lista?
—Para ser sincera, siento un poco de vértigo montando en ella— se sinceró. La última vez había accedido de buena gana y aunque terminó por gustarle, esa sensación de estar a punto de caerse constantemente no había desaparecido.
—No me digas eso, no dejaré que te caigas, lo prometo— su voz era sincera y con la mirada buscaba la suya para convencerla de subir.
—¿No hay otra manera? —preguntó sabiendo la respuesta obvia.
—No, lo siento, no tengo coche. —La miró con detenimiento, tratando de descifrar lo que estaba pasando por su mente.
—Vale, si no tengo opción— se rindió, quería salir.
—Así habla mi chica— sonrió y subió en la bicicleta, tendiendole la mano para que subiera también. Lo hizo con cuidado y se sentó rodeada por los brazos de Klaus.
—Seguro te gusta esto— dijo cuando hubieron emprendido la marcha.
—¿Qué cosa?
—Esto, tenerme así entre tus brazos— él apenas bajó la cabeza, no parecía querer distraerse del camino. Pero sonrió y le concedió el pensamiento.
—Puede— fue todo lo que contestó—. Pero si aprendes a andar sola, la próxima podrías montar tu propia bicicleta.
—Sabes que no tengo cómo.
—Bueno, quédate conmigo entonces.
Elke no comprendió esa contestación. ¿Le había dicho que se quedara con él o era referido a la bicicleta, que solo lo tenía a él como opción? No contestó. Fingió no haberlo escuchado.
Doblaron por el camino principal, pasando por el paseo de las farolas. El alrededor era casi mágico, siguieron las lamparillas de los faroles y pasaron junto a la estatua del rey San Pieter, alumbrada con dos linternas en un juego de luces casi irreal. De haber estado vivo le hubiera fascinado ver esa estatua en su nombre. Bajo ella estaba su tumba. Un recuerdo para todos, como si viera el mundo a través de la mirada de la estatua.
No se detuvieron allí y ella solo se perdió en sus pensamientos cuando cruzaban el antiguo canal. La zona ya no era tan pintoresca y los edificios se agolpaban unos junto a otros, de diferentes colores que en la noche no llegaban a distinguirse. Los árboles eran altos y oscurecían los callejones. La electricidad apenas si había llegado y las débiles lamparillas alumbraban el barrio.
Elke sintió un poco de miedo, no era como el sitio que habían visitado aquella vez. Era oscuro y misterioso, y todos parecían haberse ido a dormir temprano.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó despacio.
—Venimos a ver al señor Aguas, ¿no recuerdas?
—Oh— recordó, por algún motivo lo olvidó.
Hicieron un par de calles hasta detenerse a la entrada de un edificio con la fachada casi derrumbada. Trozos de ladrillos faltaban por donde lo miraras y la entrada era un enorme hueco con el concreto faltante en su mayor parte. La luz de una candela alumbraba la puerta. Klaus dejó la bicicleta a un lado y se abrió paso por la entrada, ella lo siguió de cerca. No quería quedarse sola.
Klaus subió unas escaleras sucias.
—¿A qué piso vamos?
—Al cinco.
—¡¿Al cinco?! —se le vino el alma abajo, no había tantas escaleras en el palacio—. Es demasiado, ¿no puedes decirle que baje?
Él la miró gracioso y se acercó.
—No, no puedo incordiar a esta persona de esa manera. Si no quieres caminar, yo te llevo— se agachó antes de que pudiera reaccionar y la levantó al vuelo sobre el hombro.
—¡Klaus! ¡Bájame ya! ¡Te lo ordeno!
—Yo que tu cerraría la boca, no queremos molestar a los demás habitantes del edificio, nunca se sabe con quien puede uno encontrarse—dijo subiendo las escaleras con ella a cuestas. Elke no tuvo más opción que resignarse y esperar llegar pronto al quinto piso.
Se bamboleaba para todos lados y el vértigo se apoderó de ella nuevamente. Intentó enderezarse pero volvía a caer contra la espalda de Klaus.
—Ya falta poco— la calmó notando la incomodidad. Y no mintió, subió el último piso y la depositó en el suelo.
—Eres un... —levantó la mano para abofetearlo pero él le detuvo el brazo.
—Ah, ah... otra vez no me pegas.
Elke se alisó la ropa, a veces se sentía desnuda usando pantalones, imaginaba que esa sensación la terminaría perdiendo tarde o temprano.
—No vuelvas... a hacer eso— le advirtió.
—No seas tan quejica, mujer—contestó él—. O me veré obligado a sacar mis dotes de caballero a la luz.
—Dudo mucho que seas un caballero— lo increpó.
—Te sorprendería.
Klaus se acomodó la chaqueta y golpeó la puerta del número seis. Nadie atendió.
—¿Quién te dio el dato? —dijo curioseando bajito.
—Luego— volvió a tocar la puerta, se oían ruidos dentro. O bien no habían escuchado o bien no querían abrirle.
Se produjo un silencio en el interior de la casa y unos pasos pesados se acercaron. Se oyó el sonido de una cerradura crujir y la puerta se abrió un poquito, asegurada por un pestillo. Un señor relleno, con la cara grasa y los ojos redondos se asomó.
—¿Quienes son ustedes y qué quieren? —Su voz era gutural y llevaba el acento de la gente del lugar.
—Mi nombre es Klaus— se adelantó—. Y vengo de parte de Ross. Él me habló de usted.
—Ya vinieron a verme, ¿por qué siguen insistiendo?
—No— dudó—. No sé quién vino a verlo pero no fue de mi parte. Yo solo quiero hablar un rato.
—Señor, somos como usted— dijo ella pensando que así ayudaría pero Klaus la calló y negó con la cabeza.
—Solo queremos hablar— insistió y el hombre cerró la puerta. Se quedaron en el silencio del pasillo, otra puerta se abrió y asomaron cabezas. Estaban dando todo un espectáculo para el edificio. Klaus se mostraba nervioso y frotaba sus manos con frenesí.
—Ven— le dijo—. No podemos hacer nada.
Voltearon hacia la escalera y comenzaron a descender. Habían bajado cinco o seis escalones cuando se oyó de nuevo abrir la puerta y el señor se hizo a un lado para que entraran. Se apuraron a subir e ingresaron al pequeño apartamento.
El señor vivía con su familia; una señora y tres niños pequeños. Los juguetes desperdigados por toda la sala, la alfombra corroída y el sillón hecho hilachas. De la cocina salía aroma a comida, comida grasienta.
Era bien sabido que en aquellas zonas, los barrios pobres, muchas veces se comía grasa. Era barata y saciaba el hambre. No tenía valor nutricional ni sabía rico, pero entre comer grasa y morir de hambre, muchas veces era la opción aceptada.
Elke sintió pena al ver ese escenario. Nunca había estado cerca de un lugar así de pobre y sintió ganas de ayudar, pero no supo cómo.
—Tomen asiento— les indicaron y obedecieron. El sillón ya había perdido lo mullido, solo sentía la madera debajo al sentarse uno.
—Verá, señor... —empezó Klaus.
—¿Viene a mi casa y no sabe mi nombre? ¡Ja!
—No vine por su nombre— prosiguió Klaus—. Vengo por lo que es.
—¿Y qué soy?
—Usted lo sabe, por eso me dejó pasar— chasqueó los dedos revelando el fuego en su interior—. Apuesto a que usted podría apagar este fuego.
Se rascó una barba crecida y pensó en lo que estábamos diciendo. Luego sonrió y se sentó en un banquito frente a nosotros.
—Chico, vinieron esta tarde a preguntar lo mismo.
—¿Quienes? —preguntó ella de lo más consternada.
—No lo sé, dijeron que podían ayudarme y me dejaron una tarjeta con el número para llamar si cambiaba de opinión.
—¿Qué les dijo usted? —prosiguió ella.
—¿Podemos ver la tarjeta?
—Nada, les dije que no sabía de qué hablaban, aquí está— se sacó la tarjeta de los pantalones y se la entregó. Klaus la leyó:
Kency y asociados.
984 4538 4586
—¿Son abogados? —reaccionó Elke al leer la tarjeta de las manos de Klaus.
—Podrían serlo, pero no comprendo la conexión— dijo él.
—Vestían de traje negro y sombrero. Parecían gente importante. No lo sé, me sentí un poco acorralado y no hablé— el hombretón lucía desconcertado.
—Hizo bien—dijo Klaus—. ¿Le molesta si me quedo con la tarjeta?
—No, no. Es suya, joven. ¿Para qué me quieren ustedes?
—Bueno— empezó—. Nosotros somos iguales y estamos al tanto de que mucha gente más posee diferentes poderes, como los nuestros. Solo buscamos respuestas.
—Yo no tengo respuestas— contestó—. Siempre fue así para mí. Jamás me había topado con otro como yo.
—Vale— dijo Klaus—. Intentaré averiguar quiénes son estas personas, Kency y asociados. Mientras tanto, ¿puedo contar con usted si lo necesito?
—Si es algo que pueda hacer, por supuesto.
Klaus se puso de pie y Elke le siguió.
—¿Cuál es su poder? —le dijo el señor antes de que se fueran—. No lo dijo antes.
—Yo, bueno... pues— dudó, dudó mucho—. Hablo con los muertos— confesó de pronto y el hombre asintió con la cabeza.
—Eso sí es útil— se aclaró la garganta—. Soy Vengy, Rusk Vengy.
—Rusk, nos estaremos viendo— dijo Klaus cerca de la puerta—. Tenga cuidado con quién habla.
—Lo tendré Klaus, lo tendré.
El señor Vengy cerró la puerta y los dejó fuera.
—¿Qué fue todo eso? —quiso saber Elke.
—Nada bueno, alguien nos está buscando— susurró—. Tenemos que ser más rápidos, más ágiles.
—¿No podrían ser buenas personas? Digo, ¿tener buenas intenciones?
—Las personas con buenas intenciones no visten a juego y te visitan para intimidarte.
Tiró de su brazo y bajaron las escaleras a toda velocidad. Elke estuvo a punto de tropezar varias veces, pero Klaus la sujetó fuerte.
Fuera el aire viciado desapareció y solo la calma de la noche los recibió.
—No me gusta este barrio, Klaus.
—¿Por qué? ¿Porque es pobre? —le dirigió una mirada llena de expectativa.
—No, no lo sé— contestó—. Me da miedo.
—Eso es porque se te enseñó que en los barrios pobres abundan los ladrones. Pero no es cierto, hay lo mismo o hasta menos que en la gran metrópolis— señaló a su alrededor—. Aquí solo hay gente que sufre las injusticias de los tuyos.
—¿Por qué siempre me estás acusando? Yo no he hecho nada— se defendió.
—Porque me enoja— se acercó—. Me enoja que sigas defendiendolos. ¿No ves lo que hacen?
—Hay una guerra, Klaus— tomó coraje—. En eso están ocupados todos.
—No estuvimos en guerra desde hace trescientos años y solo nos han oprimido una y otra vez. ¿Estás de acuerdo con eso? —estaba enojado, se lo notaba abiertamente enojado.
—No, yo no quiero eso. Yo quiero que todo esté bien— se dio cuenta de lo tonta que lucía en ese momento.
—¡Entonces haz algo!
—¿Para eso hablas conmigo? ¿Para aprovecharte de mi posición? —Entonces todo cobró cierto sentido.
—¿Eso crees? —quedaron cara a cara—. No, no es ese el motivo. Pero me gustaría que me ayudaras— bajó el tono de voz, lo hizo íntimo—. Sería lindo tenerte de mi lado, del lado de todos nosotros— señaló con el dedo.
Elke pensó, se sintió segura. Todo estaba bien con Klaus cerca. Buscó en su corazón, solo quería que las cosas fueran buenas para todos y ante aquella mirada de ojos verdes, solo pudo decir:
—¿Qué quieres que haga?
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