3 | Nacimiento de Dimitri




Dieciocho años antes...

Ella acunaba al pequeño retoño que aún conservaba sobre su piel el calor del interior del útero de la madre que todavía gemía de dolor entre trapos y trastos.
El olor a sangre y fluidos posparto se agolpaban en cada rincón de la pequeña sala improvisada para que la chica diera a luz a su primogénito tras un desprendimiento de matriz luego de un esfuerzo poco feliz.
Intentar levantar la oveja que se había atascado en el barro, con un embarazo casi a término, fue un despropósito que Alelí pagó dando a luz sin higiene y sin la presencia de la partera de su clan.

Solo su madre, ella y sus sombras.

Desde el momento que la joven abuela cortó el cordón umbilical con un cuchillo casi sin filo y sacó de entre las tripas de su hija a la criatura de piecitos alados, supo que la amaría sin tregua por el resto de sus días.

Un varón, maldita suerte, un machito en este clan nunca es un buen augurio.

Limpió cada rastro de sangre del cuerpito del niño y lo dejó sobre su cama para regresar con prisa a provocar presión sobre el vientre vacío de su hija para que expulsara la matriz por completo y dar por acabado el acto de mayor conmoción en el cuerpo de una mujer.

Higienizó a su hija sobre las mismas sábanas cubiertas de las explosiones sanguinolenta tras el repentino parto.

Levantó a su niña y tomándola de la cintura la llevó hasta la cama donde descansaba el neonato.
Extenuados, madre e hijo se durmieron bajo la mirada consternada de una joven abuela que no llegaba a los treinta.

Acarició el rostro de su pequeña niña-madre. No pudo evitar llorar ante la imagen frente a sus ojos. Su hijita ya era madre, su dulce niña de mirada ausente, acababa de dar a luz y ella ni siquiera tenía noción de lo que eso significaba, porque Alelí tiene tan solo doce años y ese embarazo fue producto de una violación en manada.

Su madre no sabía bien por qué, pero Alelí nunca se desarrolló como cualquier otra chica. Ella tenía doce pero pensaba como de cinco. Cinco años eternos sobre un cuerpo que crece y una mente que no.
Es la «idiota» del clan. Alelí la tonta. Alelí la boba. Alelí la de ojos enormes y la de las alas rotas.

Esa mamá lloró hasta secar su alma el día que la encontró entre las pestilencias de un basural, con apenas un hilo de vida que la ataba al frágil cuerpo quebrantado.

Ella curó, con infinita paciencia, cada herida del cuerpo descosido pero no pudo llegar a las del alma.
Los miedos nocturnos se potenciaron y Alelí pasó a ser un pequeño bulto sujeto a las piernas de su madre, día y noche, chupando su pulgar junto con las plumitas de las alas de los pies de su mamá, como si estuviera mamando. 

Los vómitos matutinos anunciaron que el embate había echado ancla en el útero virgen.

Estuvo tentada de llevar a su cría al carnicero para que le destazara el vientre sin piedad y que no quedara ni una pizca de la semilla que había plantado uno de los cuatro hijos de puta aquel día que la desmembraron.

Pero no tuvo valor. Y el miedo a perder a su flor, fue más fuerte. Ese mismo día tomó la decisión de cuidar de Alelí en el proceso y cuando el bastardo naciera, echarlo a los chanchos sin arrepentimiento ni dudas.
Pero, el bastardo nació y ella lo acunó. Él la miró con sus enormes ojos negros y ella sucumbió ante él.
Tampoco pudo cumplir esa parte del plan.

Alelí es madre y no lo sabe.

Su madre lloraba a su lado mientras sostenía los piecitos alados del recién nacido.

Annia arrastró su humanidad hasta afuera, prendió un cigarrillo de hojas secas de tréboles y antes de dar la segunda pitada, acomodó las alas de sus pies descalzos, miró al cielo y sonrió.

El vástago lloraba al lado de la niña madre pero ella no podía salir del letargo en que se había sumergido después del agotador parto.

Sus ínfimas tetitas lloraban calostro y cuando Annia notó esto, acomodó a Alelí de costado y posicionó al bebé cerca del pecho para que mamara.

La chica nunca abrió los ojos. Y el crío chupó como si fuera la última comida de su vida. Pero era la primera.
Primera leche materna, tibia y dulce.

Durante tres noches con sus días, Alelí permaneció en estado catatónico. Ni siquiera reaccionaba cuando Annia cambiaba sus apósitos repletos de sangre y orina.

Despertó a los quejidos cuando el bebé se prendió de sus cabellos y no la quería soltar. Annia corrió a quitar el niño antes de que Alelí lo arrojará al suelo de un manotazo.

—Hija, despertaste mi amor. ¿Tienes hambre?

—Sed —contestó sin hacer contacto visual con su madre. Solo miraba con asombro al crío a su lado.

—Es tu bebé, hijita.

—¿Por qué llora? Me hizo doler. Es malo.

—Es un bebé, hija, no sabe lo que hace.

—¿Cómo se llama?

Annia tomó conciencia de que no habían dado un nombre al niño. Ni siquiera lo había pensado en todos estos días. El bastardito sin nombre. Rió por lo bajo.

—¿Cómo te gustaría llamarlo?

—Caca.

—Jaja, no, Alelí, ese no es un nombre —Volvió a reír y acarició el rostro de la nena.

—Que tal… ¿Dimitri?

La mirada ausente de Alelí le indicó que la elección del nombre del bebé recaería sobre ella. Y así lo hizo. Mientras cambiaba la muda de ropita blanca y tras vestirlo de un azul profundo, le habló suave al pequeño botón índigo:
—Serás Dimitri.

Annia era simple. Fuerte y poderosa, pero simple. El primer nombre que apareció en su cabeza fue el elegido. No había connotaciones de ningún tipo detrás de esas siete letras.
Tal vez fuera porque le gustaba la letra i, y allí había tres íes. Echó una carcajada al aire cuando se descubrió haciendo esa estúpida conjetura. 

Respiró sobre el cuello del bebito en sus brazos y se llenó los pulmones del olor a leche y cielo que el cogotito del bebé desprendía. Embobada de aroma, le susurró:

—Bienvenido al mundo, Dimitri.

Dejó al niño en la cuna y de espaldas a él, completó la frase…

—Bienvenido, hermoso Dimitri, a este mundo de mierda.


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