60: CAPÍTULO FINAL
31 días después.
16 de octubre de 2011
Abrió los ojos despacio y luego se sentó. Se encontraba cubierto de sudor y, para su sorpresa, aún llevaba puesto el uniforme de policía, logró distinguirlo a través del tacto. Deprisa, tentó en la cintura y en las piernas en busca de las armas que solían acompañarlo, segundos después se reprendió a sí mismo por ser tan ingenuo, por supuesto que las armas no iban a estar.
Sebastián tomó un respiro profundo para llenar sus pulmones de aire y comprobar que sus funciones vitales seguían intactas, en cuanto comprobó que estaba bien, una sonrisa curvó sus labios, no pudo contenerse y una sonora carcajada hizo eco al retumbar contra las paredes. «Son tan predecibles», pensó Sebastián y volvió a carcajearse. No fue necesario hacer una profunda evolución para saber dónde se encontraba, desde antes de que sus sentidos y funciones cognitivas se pusieran a trabajar, ya lo sabía: estaba en un calabozo subterráneo, uno igual al que el almirante lo metió aquella primera vez que fue privado de su libertad.
La total oscuridad en la que se encontraba no lo asustó como sí lo hizo en aquel primer despertar en el que su guerra tuvo comienzo, iban a necesitar mucho más que un calabozo oscuro para derrumbarlo; sin embargo, Sebastián tenía la plena consciencia de que no era una persona imbatible, un escalofrío recorrió su espalda cuando recordó cómo, para intentar quebrarlo, los militares asesinaron frente a él a sus compañeros de Rosa Blanca que lo resguardaban en las patrullas.
Los militares habían interrogado y torturado a sus compañeros con él como testigo, Sebastián recordó la forma en la que apretaba los puños y los dientes ante cada puñetazo, cada descarga eléctrica y cada latigazo que ellos, quienes arriesgaron su vida para protegerlo, recibían sin ningún tipo de consideración. Ellos, sus compañeros, sí fueron imbatibles, ni una sola palabra salió de su boca, a ninguno lograron doblegar, resistieron hasta el final, hasta que su corazón dejó de latir.
Sebastián no sabía cómo sentirse ante tremendo acto de lealtad, si agradecido o culpable, ¿en verdad era merecedor de un sacrificio de esa magnitud? Algunas cosas nunca cambiarían, era un sentimental, y ser consciente de ese sentimentalismo era lo que lo hacía reconocer que no era una persona imbatible, si querían destruirlo solo tenían que destruir a quienes quería. Algunas personas podían seguir adelante luego de que les arrebataran a un ser querido, a Emiliano le quitaron a su Padre, a Ramírez a su madre y a su hermano, a Alexander a su hija y los tres, aunque dolidos, pudieron seguir de pie para cobrar justicia, venganza o ambas por igual.
Las dos veces que Sebastián creyó perder a Salvador cayó en un abismo del que casi no logra salir, un abismo que lo seducía a quedarse en el fondo, a destruirse a sí mismo en la miseria y el dolor; pensar en una tercera vez que fuese la definitiva le estrujó el corazón, sabía que su entereza no era de acero, que salir una tercera vez del abismo no sería posible, que la fortaleza y valentía que demostró durante los últimos meses solo representaban una fachada con la que intentó engañarse a sí mismo.
¿Salvador habrá logrado escapar o ahora mismo estará en un calabozo adjunto como aquella vez que el destino nos unió para siempre?, se preguntó Sebastián, ¿acaso tienen entre sus manos a la única arma que puede destruirme y solo están alargando mi sufrimiento? Lo sucedido en la madrugada de su captura estaba fragmentado en su mente, sucedió tan rápido que no tuvo tiempo de analizar lo que pasaba a su alrededor, en cuestión de segundos rodearon a las patrullas y a él le pusieron una bolsa negra en la cabeza que no le permitió saber nada más. Aun así, en los fragmentos que tenía, Sebastián recordaba solo a dos patrullas rodeadas por los militares, ¿o acaso su mente se aferraba a esa idea para tener esperanzas?, pero entonces, ¿por qué solo nueve de sus compañeros fueron asesinados frente a él? A Salvador lo acompañaban tres elementos más en la patrulla y Oliver.
¡Oliver! La imagen y el nombre del aliado más cercano de Alexander se incrustaron en la mente de Sebastián. ¿Qué fue lo que sucedió? ¿Oliver les mintió? ¿Los traicionó? ¿Fue él quien planeó la emboscada y el que llevó a los militares? ¿Oliver estaba con los militares? ¿Los militares eran el ejército con el que los amenazó? ¿Entonces por qué Alexander dijo en la carta que podía confiar en él? ¡Nada tenía sentido!
El sonido de cerraduras girar se escuchó de pronto y Sebastián se obligó a abandonar sus pensamientos, la puerta se abrió y una luz que venía desde el pasillo iluminó parte del interior del calabozo. Dos militares entraron y se acercaron a él para levantarlo y obligarlo a salir; Sebastián no opuso resistencia, no tenía sentido hacerlo, se puso de pie casi por cuenta propia y caminó hacia afuera del calabozo al ritmo que los militares le marcaron. En cuanto salió se dio cuenta de que no se había equivocado en sus conjeturas sobre el lugar en el que se encontraba, tuvieron que subir un montón de escaleras para llegar a la superficie.
Una vez en la parte superior, Sebastián se dio cuenta de que se encontraba en una base militar, donde sea que mirase había soldados ahí. Los militares que lo llevaban sujeto de los brazos lo condujeron por un pasillo aún más largo que el del lugar donde se encontraban los calabozos; cuando toparon con la pared una puerta al costado se abrió dando espacio a lo que parecía ser una sala de interrogatorios: era un lugar pequeño y de iluminación tenue en el que solo había una mesa metálica y tres sillas, la del acusado y dos más al frente; los militares condujeron a Sebastián hasta la mesa y lo obligaron a sentarse, luego caminaron hacia la entrada y se colocaron uno a cada lado de la puerta para hacer guardia.
Pasaron segundos, minutos, e incluso, en su mente, Sebastián calculó que pasó más de una hora en absoluto silencio hasta que la puerta volvió a abrirse, el secretario de seguridad y el fiscal general entraron, Sebastián los reconoció de inmediato. Ambos hombres se sentaron en las sillas al frente y, sin saludos dichos a modo de preámbulo, comenzaron a interrogarlo.
—¿Por qué lo asesinaste, Sebastián? —preguntó el fiscal con voz fuerte y clara.
Sebastián mantuvo la mirada firme al frente y decidió guardar silencio para analizar la situación.
—Hasta ahora hemos sido amables contigo y podemos seguirlo siendo si cooperas con nosotros —dijo esta vez el secretario en un tono serio que se sintió ajeno por completo a él—. ¿Por qué asesinaste a Alexander Murphy? —lo cuestionó y sus miradas coincidieron.
Con suma atención, Sebastián analizó la sala en la que lo interrogaban, la nula formalidad con la que los hombres frente a él actuaban y, sobre todo, el extraño comportamiento de amabilidad con la que lo trataban encendió todas su alertas; no dejó de mirarlos con firmeza y permaneció en silencio, mientras no encontraran sus flaquezas, Sebastián no iba a rendirse, lucharía hasta el final, hasta las últimas consecuencias, moriría de pie tal cual se lo dijo su padre en aquella cena que les cambió la vida para siempre.
—¿Este es un interrogatorio oficial? —objetó Sebastián con una voz firme que igualaba la de los hombre que lo miraban, analíticos de sus respuestas.
—Sebastián, sé que eres inteligente —se dirigió el fiscal a él sosteniéndole la mirada—, confiesa y eso será tomado en cuenta por el juez cuando...
—Entonces este sí es un interrogatorio oficial —interrumpió Sebastián al fiscal—, de lo que el juez va a enterarse es de la arbitrariedad en su actuar y de la violación a mis derechos. ¡Ustedes nunca me mostraron una orden de aprensión al momento de detenerme! —gritó Sebastián—, ¡ni tampoco me dijeron mis derechos! Para su desgracia yo los conozco muy bien. ¡Quiero hacer una llamada y quiero un abogado!
El fiscal y el secretario intercambiaron miradas en silencio, con la mano el fiscal le hizo una señal al secretario para que preservara la calma, sin embargo, el secretario de seguridad golpeó la mesa con los puños y se puso de pie, empujó la mesa hacia un lado para terminar con la barrera que lo separaba de Sebastián y luego lo tomó del cuello, la fuerza que el secretario utilizó fue tanta que Sebastián se vio obligado a ponerse de pie, quiso defenderse, pero las esposas que sujetaban sus manos y la altura del hombre que lo atacaba se lo impidieron.
El secretario apretó con más fuerza el cuello de Sebastián, lo que ocasionó que el aire comenzara a faltarle. El fiscal se puso de pie y tomó el secretario de los hombros para obligarlo a soltar a Sebastián. Una sonrisa cínica curvó los labios del militar, el fiscal lo empujó con más fuerza, pero no fue hasta que el secretario vio que el rostro de Sebastián comenzaba a tomar un color rojizo, casi morado, que lo soltó.
Sebastián tomó una bocanada de aire y, recargándose en la pared, se desplazó hacia el suelo para sentarse, luego comenzó a toser.
—¡Esto también puedes contárselo al juez, cabrón, me vale madres! —exclamó el secretario con desprecio—. Intentamos ayudarte pero tú no quisiste nuestra ayuda, bien, disfruta tu estancia de por vida en la cárcel, es una promesa.
El secretario de seguridad salió de la pequeña habitación, el fiscal, en cambio, permaneció al centro de la sala mirando a Sebastián en silencio. Cuando vio que Sebastián logró recuperar un ritmo de respiración normal, se dio la vuelta para salir.
—Levántenlo, revisen que esté bien y luego llévenselo a la camioneta en la que será trasladado a la procuraduría de justicia —les ordenó el fiscal a los militares que hacían guardia en la entrada.
—¿Has podido ver a Sebastián? —le preguntó Willy a Fátima mientras le echaba una cucharada más de azúcar a su café.
—No, todavía no —respondió ella—, lo haré cuando sea trasladado a la procuraduría de justicia. —Fátima apretó los labios y comenzó a caminar en círculos alrededor de la oficina.
—¿Qué sucede? —inquirió Willy luego de darle un sorbo a su café.
—No estoy demasiado contento con el hecho de que el secretario de seguridad haya estado al frente de la captura de Sebastián, tengo una relación cordial con él pero no es mi aliado. En fin, no tenía más opciones. —Fátima se acercó a la cafetera para también prepararse un café—. ¿No te parece extraño que Sebastián haya ido en una patrulla sin ninguno de sus aliados? Atraparlos juntos hubiese sido lo ideal.
—Ese fue un error que ya estamos pagando caro, no tuvimos tiempo para poder hacer algo de provecho con Sebastián. ¿Y quién crees que hizo pública su detención? Fue a través de blog del narco, entonces fueron los aliados de Sebastián, y a todos debe quedarles claro que no son unos improvisados, van a darnos batalla, ya lo demostraron dándonos un duro golpe en nuestros planes. —Además del café, Willy encendió un cigarrillo.
—Lo importante es que tenemos a Sebastián en nuestras manos y que vamos un paso adelante, pero estoy de acuerdo contigo, Willy, en que no debemos bajar la guardia.
Willy le dio una calada profunda al cigarrillo y obligó a su mente a perderse en los planes que tenía para ponerle punto final a esa guerra de una vez por todas; la noche anterior había llorado hasta el amanecer, en tres días se realizarían los funerales de su hijo y no estaba preparado para afrontar ese momento, tenía miedo de quebrarse, de que, cuando viera el cuerpo de su hijo sin vida, la entereza que construyó durante años se desmoronara a pedazos. La voz de Fátima lo trajo de vuelta a la oficina en la capital mexicana en la que se encontraba.
—¿Hablaste con Manuel? —le preguntó la agente—, ¿las cosas quedaron arregladas con él? ¿Aceptará ir a la cárcel?
—Sí, ya hablé con Manuel y las cosas quedaron arregladas —respondió Willy—. La única opción que le queda a Manuel es aceptar lo que le hemos propuesto, o va a la cárcel con nosotros como sus aliados y con nuestra protección o va a la cárcel solo, sin nadie que lo respalde.
El celular de Fátima vibró sobre la mesa y ella lo tomó para checarlo.
—Sebastián está por llegar a la procuraduría de justicia —informó Fátima luego de leer el mensaje de texto que le llegó—, tengo que irme, Willy. Nos vemos en tres días para viajar juntos al funeral de tu hijo, recuerda también que el senador Jones quiere vernos, estamos en contacto.
Willy asintió y se puso de pie para estrechar la mano de Fátima. La vio marcharse a través de la ventana que daba hacia la calle. En cuanto el carro en el que la agente se transportaba se puso en marcha, Willy volvió a darle una calada profunda a su cigarrillo. La imagen de su hijo se incrustó de forma inevitable en sus pensamientos y un nudo se le formó en la garganta. Volvió a llorar sin consuelo como la noche anterior.
Cuando Sebastián llegó a la procuraduría de justicia, Hilario y Dalia ya lo esperaban ahí. No estaban solos, Martín Lazcano, el abogado de más renombre en México y padre de Elías estaba junto a ellos. Desde que la noticia de la captura de Sebastián se hizo pública, Martín llamó a Ramírez y luego a Hilario para mostrarles su interés en llevar el caso de Sebastián, ninguno dudó en aceptar. El caso de Sebastián necesitaría de un abogado como Martín al frente.
—Se me ha notificado que mi cliente, Sebastián Meléndez Camarena, ha llegado ya a la procuraduría —dijo Martin a la secretaría frente a él en cuanto Ramírez le confirmó a través de un mensaje de texto que Sebastián ya había arribado al lugar—. Exijo verlo y hablar con él.
—Ya le dije, señor Lazcano, que en cuanto sea posible sus demandas serán atendidas —le repitió la secretaria sin ni siquiera levantar la vista del computador.
—Martín, ¿cuáles son las posibilidades de que mi hijo pueda salir indemne de este caso? —preguntó Dalia en cuanto el abogado volvió a sentarse junto a ellos.
—No voy a mentirte, Dalia, es un caso difícil, sobre todo por lo político que es —respondió Martín—, pero créeme, yo no tomo casos que no esté seguro que puedo ganar. ¡Sebastián es inocente! Hace un par de días me reuní con tu esposo, aquí presente, y con el comandante Ramírez y me mostraron cosas muy valiosas que utilizaremos para la defensa de Sebastián. La verdad, dada la magnitud del caso, dudo mucho que logremos la libertad bajo fianza, voy a intentarlo pero no será sencillo. Por eso pondré todo de mí para que el juicio se realice lo más pronto posible.
Pasó más de una hora en la que los padres de Sebastián tuvieron que hacerse amigos de la paciencia hasta que, en su escritorio, la secretaria atendió una llamada que duró un par de minutos, la mujer casi no habló, solo asentía e hizo un par de anotaciones. Cuando la llamada terminó, la secretaria se puso de pie y caminó directo hacia donde se encontraban los padres de Sebastián y el abogado que lo representaría.
—Solamente un familiar y el abogado pueden pasar a ver al detenido —informó la secretaría—, la visita tiene una duración de veinte minutos, aprovéchenlos que no podrán volver a verlo hasta mañana.
Con la mirada, Dalia le indicó a Hilario que fue él quien pasara, ambos sabían lo importante que era el que ambos se vieran. Hilario se puso de pie junto con Martín y caminaron detrás de un policía que los condujo por varios pasillos hasta que llegaron a una especie de sala de interrogatorios, cuando entraron se dieron cuenta de que Sebastián ya estaba ahí, en cuanto los vio entrar se le iluminaron los ojos, estaba sentado y con las manos esposadas. Hilario, consciente de lo que los policías que los vigilaban dirían y de que además estaban siendo monitoreados por cámaras, corrió hacia Sebastián y lo abrazó. Como pudo, Sebastián se puso de pie y, aunque no podía corresponder al abrazo de su padre porque tenía las manos esposadas, restregó su cuerpo con el de Hilario y colocó la cabeza en su hombro.
—Tienes que ser fuerte, Sebastián, nosotros lucharemos por ti —le susurró Hilario al oído, deprisa.
—Lo sé, papá, lo sé —respondió Sebastián también en un susurro, luego hizo la interrogante que no lo dejaba estar tranquilo—. ¿Salvador está bien?
—Lo está, me pidió que te dijera que no ha olvidado su promesa —volvió a decirle Hilario en un susurro justo en el momento que sintió las manos de los policías que intentaban separarlos. A Sebastián le volvió el alma al cuerpo—. Todos estamos bien y lucharemos, sé fuerte —alcanzó a decirle Hilario al oído antes de que los separaran.
—¡Maldita sea, no puede tocar al detenido! —gritó el policía—. ¡Si no respeta las reglas tendré que sacarlo y negarle la entrada para siempre!
—Lo siento, es que es mi hijo —se disculpó Hilario, metiéndose en el papel de padre preocupado.
—No me interesa —dijo el policía—, solo mantenga las manos sobre la mesa y no toque al detenido o tendré que sacarlo de aquí.
Hilario asintió, levantó las manos y se sentó a un lado de Martín.
—Sebastián, qué gusto volver a vernos, aunque lamento que tenga que ser en estas circunstancias —le dijo Martín mientras lo miraba a los ojos con una discreta sonrisa empática—. Tu padre ha decidido que yo sea el abogado que te represente, ¿estás de acuerdo con esto?
—Me da gusto volver a verte también, Martín —respondió Sebastián—. Me alegra también saber que tú serás mi abogado, no podría tener uno mejor.
Los diez minutos restantes de la visita, Martin se dedicó a explicarle a Sebastián el proceso que estaba por enfrentar, luego le pidió que le contara lo que sucedió al momento de su captura y en los días que lo mantuvieron cautivo en la base militar. Sebastián se lo contó todo sin guardarse nada en absoluto; en otros circunstancias, Martín estaría contento porque, con todas las arbitrariedades y vejaciones que Sebastián sufrió, tendría los elementos necesarios para lograr la libertad bajo fianza, sin embargo, en este caso todo era distinto.
Esa mañana, Martín se unía a la guerra.
Tal y como esperaban que sucediera, un par de días después, frente al juez, Sebastián era vinculado a proceso negándosele la libertad bajo fianza. Ningún recurso que Martin interpuso fue considerado, Sebastián sería trasladado al reclusorio oriente al siguiente día y tendría que llevar su proceso y esperar su juicio desde la prisión. Todos sabían lo que eso significaba.
—Voy a ganar tu caso, Sebastián, te lo prometo —le dijo Martín antes de que se lo llevaran—, lucharé esta guerra junto a ti.
Sebastián fue llevado a la celda en la que había pasado la mayoría del tiempo, cuando entró se dio cuenta de que había una elegante caja negra de regalo encima de la cama en la que dormitó las últimas noches. Sebastián la miró con duda, luego se acercó poco a poco, su sensatez lo motivaba a llamar a un guardia para informarle lo que sucedía, pero cayó en cuenta de que, seguro, los mismos guardias a los que llamaría habían dejado la caja ahí. Dejó de dudar y la tomó entre sus manos, era demasiado ligera, con precaución levantó la tapa y lo que se encontró dentro lo hizo temblar: una rosa blanca manchada de sangre en sus pétalos. El mensaje era claro, una amenaza contundente. Sebastián tomó un respiro profundo, luego cerró la caja, la colocó en el suelo, cerró los ojos y pensó en cada una de las personas que amaba, por ellos lucharía y ganaría esa maldita guerra.
Salvador y Karla estaban en el asiento trasero de la camioneta de seguridad, el chofer los llevó a Paseo de Reforma, tal cual estaba planeado, y se estacionó a la orilla de la banqueta. La periodista metió la mano a la bolsa interior de su chamarra y de ahí sacó las tres fotografías que imprimió durante la mañana y luego se las entregó a Salvador.
—Denisse las mandó por correo anoche, en cuanto las vi supe que tenía que imprimirlas para enseñártelas. —Una sonrisa genuina curvó los labios de Karla.
Con suma delicadeza y atención, como si del guardar en su memoria lo que sus ojos veían dependiera su vida, Salvador miró una a una las tres fotografías: en la primera podía mirarse a una Isabela sentada frente a una muñeca a la que le servía el té. En la segunda se observaba a un Boris sentado en un sillón que Salvador reconoció al instante, el mismo en el que él se sentó cuando los padres de Sebastián los llevaron al refugio que construyeron, Boris tenía entre sus manos un control de un videojuego y sonreía exaltado mientras miraba a la pantalla. En la tercera fotografía se encontraban juntos, Boris rodeaba los hombros de Isabela con brazo y ambos sonreían con discreción para la cámara.
La periodista rodeó los hombros de su amigo, como lo hacía Boris en la fotografía, cuando lo vio limpiarse las lágrimas que escurrían por sus mejillas.
—Perdón —se disculpó Karla—, pero no podía permitir que te fueras sin mirar estas fotografías.
—No te disculpes, has hecho bien al enseñármelas —dijo Salvador y su característica sonrisa chueca curvó sus labios—. Guarda estas dos —le pidió Salvador a Karla—, esta me la llevaré conmigo. —Con un movimiento, Salvador escondió la tercera fotografía entre su pans y su ropa interior.
—Está todo listo —informó Ramírez a través del radio.
Karla y Salvador se miraron en silencio, luego asintieron.
—No voy a preguntarte si estás seguro de esto, sé que es lo que tienes que hacer —le dijo Karla a Salvador tomándolo de las manos—, pero no voy a negar que estoy asustada, por más valiente que intente ser esta guerra nunca dejará de darme miedo.
—Tampoco negaré que tengo miedo —expresó Salvador al tiempo que apretaba las manos de su amiga—, pero cada uno debemos hacer lo que nos corresponde.
Karla asintió y correspondió al agarre de Salvador.
—Cuídate mucho, Salvador —le exigió ella.
—Lo haré, tú también tienes que cuidarte, eres la persona que más debe cuidarse, lo sabes. Espero y podamos vernos pronto. —Salvador le dedicó su sonrisa más genuina en mucho tiempo.
Ambos se fundieron en un abrazo que duró más de dos minutos hasta que la voz de Ramírez volvió a escucharse por el radio. Salvador se separó de Karla y tomó la pistola, abrió la puerta de la camioneta de seguridad y se bajó, a sus espaldas sintió como el vehículo arrancaba a gran velocidad segundos después.
Salvador lanzó dos disparos al aire como estaba planeado, la gente que caminaba por la avenida, andaba y bicicleta y tomaban fotografías, gritaron y se tiraron al suelo. Salvador corrió hacia el ángel de la independencia aún con la imagen que llevaba escondida entre su ropa interior incrustada en sus pensamientos. Mientras corría, tan rápido como le era posible, escuchó el sonido de las sirenas y el rugir de los motores que iban tras de él. Dos disparos al aire desde la patrulla como estaba en los planes, en cuanto Salvador los escuchó se detuvo, se llevó las manos a la cabeza y se puso de rodillas.
—Salvador Arriaga, no te muevas, quedas detenido en nombre de la justicia mexicana.
A empujones, Sebastián fue bajado de la camioneta en la que lo trasladaron al reclusorio oriente. Llevaba las manos hacia atrás inmovilizadas por las esposas y dos policías lo sujetaban de los brazos. Los flashazos sobre su rostro lo obligaron a cerrar los ojos y agachar la mirada, las afueras del reclusorio estaban llenas de periodistas. Sebastián tuvo que caminar durante un tramo de más de diez metros, cuando estaba a punto de ingresar a la reja que dividía el reclusorio de la calle, por instinto, alzó la mirada y se encontró con los ojos verdes de su compañera de guerra. Al igual que el resto de periodistas sostenía una cámara, pero lo único que Karla hizo fue asentir, ese sencillo acto ocasionó que un áspero nudo se incrustara en la garganta de Sebastián.
Los flashazos y empujones quedaron atrás, Sebastián fue conducido hasta un cuarto en el que le leyeron por encima el reglamento, luego lo obligaron a desnudarse por completo y de ahí vinieron un montón de vejaciones: analizaron cada parte de su cuerpo, lo obligaron a ponerse en cuclillas y pujar, lo toquetearon de forma brusca y sin avisos amables ni mucho menos consentimiento. Las humillaciones terminaron con un baño de agua fría con una manguera de alta presión. Al final le tendieron una caja para que dejara sus pertenecías ahí, pero Sebastián no tenía nada que dejar. Otro policía le entregó lo que Sebastián supuso era el uniforme del reclusorio: un pantalón y una camisa caqui, dos bóxer blancos y un par de zapatos de color negro como esos que utilizan los obreros para trabajar.
Sebastián se puso la ropa tan rápido como le fue posible, las miradas lascivas y burlescas que los guardias le lanzaban lo incomodaban y asqueaban a sobremanera, estaba a punto de vomitar. Cuando terminó de vestirse, Sebastián fue conducido por varios pasillos, hasta que apareció una reja que tuvieron que abrir con un código. Ingresaron y los guardias lo llevaron por otro pasillo en el que se encontraban las celdas.
—Esta será la tuya —le señaló uno de los guardias—, pero ahora mismo todos los reclusos están en el patio, vamos para allá que tienes que integrarte con tus compañeritos.
Caminaron por más pasillos grisáceos y sin vida, y atravesaron tantas rejas que Sebastián perdió la cuenta. De pronto, llegaron a una reja de gran tamaño por la que se filtraba la luz del día; los guardias tomaron a Sebastián de los brazos y lo empujaron hacia afuera.
—Felices vacaciones, princeso —le dijo el mismo guardia que le señaló la que sería su celda—, aunque no creo que dures mucho tiempo aquí... vivo.
Las pulsaciones de Sebastián se aceleraron cuando sintió las miradas de más de doscientos hombres sobre él; sin saber qué hacer, Sebastián se llevó las manos a los bolsillos del pantalón y comenzó a caminar hacia la pared más cercana, sin embargo, de inmediato, las palabras del guardia cobraron sentido cuando Sebastián sintió que alguien lo derribaba por la espalda con una contundente patada por encima de los pulmones., Sebastián cayó al suelo de frente, sofocado y dolido, pero utilizó las fuerzas que le quedaban para darse la vuelta, no obstante, apenas y logró girar, un hombre de cabello largo y chino, robusto y de barba poblada estaba encima de él y con una navaja le apuntaba al cuello, en el brazo con el que sujetaba la navaja, Sebastián logró apreciar la enorme «H» tatuada con tinta negra.
Lo que sucedió a continuación sorprendió y asustó a Sebastián por igual: un par de reclusos se abalanzaron sobre el hombre que lo atacaba, otros más se abalanzaron sobre los reclusos que trataban de defenderlo y, entonces, una trifulca se armó. Sebastián aprovechó para ponerse de pie y, de inmediato, dos reclusos lo tomaron de los brazos y lo jalaron para arrinconarlo en una pared. Con la intención de defenderse, Sebastián cerró los puños, pero luego se dio cuenta que los reclusos que lo arrinconaron se ponían frente a él con navajas en mano para impedir que alguien lo pudiera atacar.
Cuando Sebastián se sintió un poco más seguro, alzó la vista hacia el centro del patio donde la trifulca había explotado y fue entonces que logró reconocerlo: Emiliano peleaba navaja en mano con el recluso que lo atacó, dos minutos de tanteo y navajazos al aire y luego el sonido de una alarma que chocó exasperante contra los tímpanos, al tiempo que la alarma sonaba, un montón de guardias salieron hacia el patio y con macanas en mano y máquinas de choques eléctricos sometieron a cuanto recluso se cruzaba en su camino.
Sebastián vio a Emiliano replegarse hacia atrás y esconder la navaja entre el pantalón y la camisa, varios reclusos lo rodearon y se replegaron junto a él, todos levantaron las manos, por instinto Sebastián los imitó. Los guardias lograron controlar la trifulca y una voz que pudo escucharse en todo el patio a través de megáfonos ordenó a los reclusos regresar a sus celdas. Todavía con miedo, Sebastián dio un par de pasos hacia el frente, pero, al instante, varios presos lo rodearon, incluido Emiliano que se puso a un costado él; las miradas de ambos se encontraron, pero Emiliano no le dirigió la palabra en todo el trayecto.
Con ingenuidad y aún ajeno al lugar en el que se encontraba, Sebastián iba a dirigirse a la celda que el guardia le señaló al principio, sin embargo, Emiliano lo tomó del brazo y lo jaló para con él hasta que ambos entraron a una celda que se encontraba un pasillo antes que le que le correspondía a Sebastián. Solo hasta que estuvieron adentro y hasta que el ruido en los pasillos disminuyó, Emiliano jaló a Sebastián hacia él y lo abrazó con fervor. «Tu cabeza ya tiene precio, amigo mío, pero esta guerra vamos a lucharla y ganarla juntos. No volveré a permitir que te alejes de mí», susurró Emiliano al oído de Sebastián.
En cuanto el abrazo terminó, Sebastián se dio cuenta de que un hombre mayor los miraba desde una de las literas con una sonrisa. Por instinto, Sebastián dio un par de pasos atrás, asustado, pero Emiliano le hizo una señal para que volviera a acercarse.
—Este es Abel —le dijo Emiliano—, un viejo lobo de mar, puedes confiar en él tanto con en mí, ya irás conociéndolo por tu cuenta. También voy a explicarte cómo funcionan las cosas aquí.
—Mucho gusto, hijo pródigo —se presentó Abel y se enderezó para tenderle la mano—, Emiliano me ha hablado mucho de ti.
Sebastián correspondió al saludo aún con nerviosismo, todavía no era consciente de que Abel iba convertirse en un gran aliado y buen amigo.
Emiliano le indicó a Sebastián la litera en la que iba a dormir, sin embargo, esa noche, durmieron poco. Ambos utilizaron el tiempo para ofrecer disculpas, la plena consciencia de lo diferente que serían las cosas si se hubiesen comunicado mejor y si hubiesen confiado el uno en el otro, les llegó de golpe. Sebastián quiso poner al tanto a Emiliano sobre la guerra que se libraba afuera del reclusorio, pero Emiliano no se lo permitió. «Ya habrá tiempo de sobra para hablar sobre ello, ahora lo importante es enfocarnos en mantenernos vivos aquí adentro», le dijo desde su litera.
La primera mañana en el reclusorio, Emiliano le explicó a Sebastián cómo funcionaban las cosas ahí, también le enseñó uno a uno a cada recluso y le señaló de quién debía cuidarse y en quienes podía confiar, aunque también le explicó que en la cárcel las lealtades cambiaban con facilidad, pero que ya ira aprendiéndolo conforme los días pasaran.
La segunda noche hablaron casi hasta el amanecer sobre Karla, las horas pasaron entre anécdotas viejas y actuales sobre la periodista.
La tercera mañana, Manuel Arriaga ingresó al reclusorio y de inmediato fue protegido por un grupo de reclusos, Emiliano intuyó lo feo que las cosas iban a aponerse. Esa misma mañana, Sebastián sufrió un segundo atentado, esta vez en las duchas, sin embargo, ya había aprendido a estar alerta y logró someter al hombre que volvió intentar rebanarle el cuello. Emiliano dejó que fuese Sebastián quien se hiciera cargo, el resto de reclusos tenían que ver que Sebastián sabía defenderse.
Ese mismo día por la madrugada, hablaron sobre Alexander y lo que sucedió la noche del su asesinato. Emiliano confirmó entonces algo que en su corazón sabía: Sebastián era inocente, estuvo a punto de confesarle que él también lo era, iba a contarle detalle a detalle lo que sucedió la noche del baile de las máscaras, pero cuando iba a hacerlo descubrió que Sebastián se había quedado dormido.
El cuarto amanecer en la prisión, Sebastián despertó ante los gritos, chiflidos y golpes en las rejas del resto de reclusos. Se enderezó de la cama, asustado, y se dio cuenta de que Emiliano y Abel ya estaban de pie y miraban curiosos hacia el pasillo; de un brinco saltó de la litera e hizo lo mismo: se paró tras las rejas y observó con curiosidad lo que sucedía en el pasillo. Estiró su cuello tanto como pudo y, entonces, logró ver que dos guardias caminaban al frente, tras ellos un nuevo recluso avanzaba despacio, dos guardias más iban tras él.
La distancia dejó de ser un impedimento para el poco ángulo de observación que las rejas le permitían. De pronto, los gritos, golpes y silbidos aumentaron en intensidad y fervor. Sebastián se aferró a los barrotes y, al tiempo que el ruido se volvía más demencial, sus pulsaciones frenaron de golpe y la sangre en sus venas ardió como las llamas de un volcán en erupción.
Sebastián volvió a encontrarse con la mirada que anhelaba aferrar en sus recuerdos antes de morir, con la mirada que era el único refugio en el que podía sentirse seguro por completo, con la mirada que lo llenaba de vida cuando el mundo entero naufragaba en su característica tragedia.
Las miradas de ambos coincidieron de la misma forma que lo hicieron aquella vez murieron y volvieron a nacer. Sebastián tuvo que tomar una bocanada profunda de aire para alimentar a sus pulmones, su corazón decidió pisar el acelerador y sus pulsaciones se volvieron un huracán inclemente en su interior. Los guardias ejercieron su poder e hicieron que las miradas dejasen de coincidir en el presente, pero no en la memoria. Los ojos verdes de Salvador se quedaron incrustados en los pensamientos de Sebastián.
Entonces las interrogantes le llegaron a Sebastián como balas de fuego cruzado, sin embargo, la mirada que se incrustó en su memoria le dio las respuestas de inmediato.
Salvador estaba ahí porque quería ganar esa siniestra guerra.
Salvador estaba ahí porque para ganar tenían que ser libres en todo sentido.
Salvador estaba ahí porque era un hombre de palabra.
Salvador estaba ahí porque iba a honrar y cumplir su promesa:
«Mientras viva, nadie, nunca, volverá a separarme de ti».
FIN DEL SEGUNDO LIBRO
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