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Ese día.

15 de septiembre de 2011


Afuera se escuchó el sonido de sirenas de patrullas que recorrían las calles, no a gran velocidad, sino despacio, analizaban cada rincón en busca del hombre que un año atrás se convirtió en un símbolo de paz, pero que, en un giro de los acontecimientos, era el responsable de que la tregua llegara a su final.

Daniel observaba a su madre coser la herida en la frente de Sebastián mientras este emitía leves quejidos guturales. Desde que decidió convertirse en policía, la madre de Daniel siempre tenía preparado un botiquín que, curiosamente, nunca había utilizado con él, pero sí con muchos de sus compañeros, incluso el mismo Ramírez fue suturado por la madre de su pupilo un año atrás cuando la guerra estalló en plena Ciudad de México.

—Está ardiendo de fiebre —dijo Cristina—, mételo a la ducha ahora mismo o nos puede convulsionar aquí y yo prefiero evitarme el susto.

Tomaron a Sebastián de los brazos entre ambos y, haciendo uso de todas sus fuerzas, lo llevaron a la ducha. Cristina colocó una silla debajo de la regadera y ahí lo sentaron para quitarle la ropa.

—Voy a vigilar la puerta porque en cualquier momento la chota puede empezar a catear casas y entonces sí valió madre —avisó Cristina y se dirigió a la puerta.

—No dudes que eso sucederá —concordó Daniel al tiempo que le quitaba los zapatos a Sebastián.

—¿No han dicho nada por el radio? Tenemos que aprovechar la ventaja de que tú mismo seas chota —expresó Cristina a su hijo mientras se mordía una uña, nerviosa.

—Solo que Sebastián es quizá el hombre más buscado del mundo en estos momentos, y todo lo que eso implica.

—Ay, Daniel, ¿te das cuentas en la que te estás metiendo... en la que nos estás metiendo? Lo quiero fuera y bien pinches lejos de aquí cuando esté mejor.

—¡Cristina, sosiégate!

—¡El cabrón mató a un gringo, que además era político!

—Madre, no sabemos cómo estuvieron las cosas.

—Las imágenes que han pasado en la televisión son clarísimas.

—Ya te he dicho que no creas todo lo que ves en televisión, anda, madre, ve a vigilar.

—Reflexiona lo que estás haciendo... y límpiale bien alrededor de los puntos, a lo mejor va a necesitar un doctor, perdió bastante sangre.

Daniel vio a su madre salir del bañó y siguió con Sebastián que no emitía palabra alguna, solo temblaba sentado en la silla. Despacio, le desabotonó la camisa e hizo los movimientos necesarios para quitársela, se tomó unos cuantos segundos para ver las manchas de sangre en la prenda, negó un par de veces y luego la lanzó al rincón más alejado, continuó desvistiendo a su amigo y compañero hasta que solo quedó la ropa interior y entonces abrió la regadera. Sebastián dio un respingo y soltó un grito cuando el agua fría tocó su cuerpo, con suma precaución, Daniel comenzó a limpiar con un estropajo hasta que, de forma inesperada, Sebastián lo tomó del hombro y por segunda vez en la noche Daniel volvió a escuchar su voz:

—Yo no lo maté —dijo con voz ronca y débil—, te juro que yo no lo maté.

Sus miradas se encontraron y Daniel apreció algo que nunca antes vio en los ojos de su compañero: miedo. Quizá, no estaba frente al Sebastián que conoció ocho meses atrás, lleno de frialdad y determinación para hacer lo necesario, estaba frente a un Sebastián del pasado, de muchos años atrás, antes de que tuviera que encerrarse en una armadura de acero para poder sobrevivir, cuando las ambiciones del hombre aún no lo arrastraban al fondo de la podredumbre.

—Sé que no lo hiciste —afirmó Daniel, a pesar de que no tenía la certeza de que así fuera, pero quería creer en él, aferrarse a que todo lo que le enseñó en esas noches que pasaron solos en las profundidades de la sierra, no habían sido falsedades.

El celular de Daniel sonó y él se hizo a un lado para que el agua no le cayera encima al aparato y poder contestar. Miró la pantalla por un par de segundos y dudó, luego dirigió su mirada hacia Sebastián y se dio cuenta de que también lo miraba mientras el agua no dejaba de caerle en los hombros y en la espalda. Daniel cerró la regadera y con el dedo le pidió a Sebastián que guardara silencio, tomó la llamada en el segundo intento.

—Sí, Ramírez, soy yo —dijo Daniel al teléfono.

En cuanto Sebastián escuchó el nombre del comandante negó con desesperación y unió las manos a modo de súplica. Daniel lo miró con extrañeza, ¿por qué Sebastián se negaría a que Ramírez supiera que estaba con él?

—¿Dónde chingados estás, Daniel? —gritó Ramírez a la bocina.

—Buscando a Sebastián por mi cuenta —respondió después de reflexionar unos segundos.

—¡Pero esa no fue la instrucción que yo te di! —volvió a gritar Ramírez.

—Lo sé, comandante, pero no tenía caso que lo buscáramos todos hechos bola en una patrulla, la ciudad es muy grande, entre más abarquemos mejor —se justificó Daniel. Sebastián no dejaba de mirarlo.

—Avísame cualquier cosa, es una hora tendremos que reunirnos —dijo Ramírez antes de colgar.

Daniel terminó con la llamada y se encontró con Sebastián de pie, no dejaba de temblar. Afuera el sonido de las sirenas era incesante, ambos se quedaron paralizados cuando los reflejos de las luces rojas y azules de varias patrullas se colaron por la diminuta ventana del baño al pasar por la calle trasera donde vivía Daniel.

—Gracias —susurró Sebastián.

—No tienes nada qué agradecer, pero sí mucho que explicar —le dijo Daniel. Tomó una toalla del mueble a su costado y cubrió la espalda de Sebastián poniéndola sobre sus hombros.

Salieron juntos del baño y Daniel lo condujo hacia su habitación, que no era más que un pequeño rectángulo de dos metro y medio por tres, una cama individual, un guardarropa y un espejo al frente que ocupaba casi toda la pared. Sebastián se sentó en la orilla de la cama mientras Daniel rebuscaba en el guardarropa algunas prendas que pudiera prestarle. Los recortes pegados en gran parte del espejo llamaron la atención de Sebastián y cuando vio una nota de un periódico viejo que hablaba sobre él y que incluía una gran fotografía de su rostro, se puso de pie y la tomó entre sus dedos. En cuanto se dio cuenta de lo que Sebastián observaba, Daniel tiró la ropa sobre la cama y corrió para arrebatarle el recorte.

—No es nada —se apuró a decir.

—Es una fotografía de mi cara y una nota periodística que habla sobre mí —se rió Sebastián. A Daniel se le enchinó la piel ante su actitud, era en esos momentos el hombre más buscado y aún tenía tiempo para reír.

Daniel arrugó el papel en su puño y se giró con el pretexto de acomodar la ropa, sin embargo, Sebastián no se dio por vencido y, tomándolo del hombro, lo hizo voltear y lo obligó a mirarlo a la cara.

—Ya muchas veces me dijiste lo que represento para ti, no tienes que avergonzarte —le dijo Sebastián.

—Sebastián, ¿por qué estás aquí? —se atrevió a preguntar Daniel.

—Porque eres una persona en la que sé que puedo confiar, porque sé que vas ayudarme, porque eres mi amigo, me lo demostraste decenas de veces, a pesar de que yo fui un imbécil contigo.

Incontables veces, Daniel intentó ser más valiente de cara a Sebastián, ser ese hombre en el que se convertía cuando no era del todo él y sí el policía en combate, en una redada o en un interrogatorio poco amigable, sin embargo, ni una sola vez pudo ganarle, y esta tampoco fue la excepción. Desvió la mirada para ver la hora en el celular, Ramírez le había dicho que debían reunirse en una hora, el tiempo se les acababa.

—Vístete —le dijo a Sebastián lanzándole la ropa—, tenemos que hablar de muchas cosas y el tiempo se nos agota.

Sebastián cedió y vio a Daniel salir de la habitación, él se dirigió hacia a la cama y rebuscó entre la ropa encima del colchón. Tomo una playera de manga corta, una sudadera de color negro con capucha, los únicos jeans que no tenían roturas en las piernas y un par de tenis desgastados. La ropa le quedó sin problemas, Daniel y él tenían la misma complexión física por los entrenamientos a los que ambos fueron sometidos. Tuvo que sentarse en el colchón para poder ponerse los pantalones y evitar caer al suelo, aún seguía con mareos, dolor de cabeza y esa sensación de náuseas que lo exasperaba. Se subió la cremallera de la sudadera frente al espejo y analizó la herida en su frente, esa que Alexander le hizo antes de ser asesinado. Vio el reloj en la pared y se dio cuenta de que ya pasaba de la media noche, se suponía que ahora mismo debía estar en su departamento, junto a sus padres, su hermana e Isabela; cuando la niña se fuera a la cama a dormir, ellos hablarían de los planes que tenían para trabajar de la mano de líderes de todo el país con el objetivo de evitar a toda costa que la tranquilidad que sostenían a sus espaldas cual si fueran pilares de concreto, no se derrumbara a pedazos; ganar a toda costa esa guerra que se luchaba desde las sombras. Sin embargo, ahí estaba, atrincherado en un diminuto cuarto mientras los pilares que construyeron se deshacían en mil pedazos.

Salió de la habitación y un par de zancadas le bastaron para llegar a la sala, en sus adentros se preguntó cuánto era lo que Ramírez le pagaba a su hombres, seguro que Daniel podía aspirar a más. En cuanto Sebastián dejó atrás el pequeño pasillo se encontró con la mujer que minutos atrás lo había ayudado, le apuntaba con un arma.

—Mamá, ya te digo que esto no es necesario —se quejó Daniel en un intento de persuadirla.

—La vida me ha enseñado a base de chingazos a ser precavida, hijo mío —argumentó Cristina, sostenía la pistola con determinación.

Sebastián vio sus ojos y entendió que si le daba motivos, la mujer no iba a dudar en disparar.

—Señora, su hijo es la única oportunidad que tengo —se sinceró Sebastián con las manos arriba—. Si salgo de esta casa, estoy muerto.

—Pues, guapo, de que mueras tú a que muera mi hijo... lo tengo clarísimo.

—Yo tuve clarísimo muchas cosas en el pasado, pero arriesgué mi vida por salvar la de su hijo —contraatacó Sebastián sin un ápice de duda en su voz—. No estoy aquí pidiendo un favor, estoy cobrándome varios.

—Y yo soy el aval de mi hijo, y pondré toda la resistencia que sea necesaria para que salga avante.

—Mamá, ¡basta! —El enojo y la desesperación en la mirada de Daniel eran evidentes—. Sebastián es mi amigo y voy a ayudarlo.

—¡Cabrón, deja de pensar con la verga! —lo reprendió su madre—. Este hombre acaba de asesinar al mismísimo embajador estadunidense, ¿puedes dimensionar eso? Como dirían: "este compa ya está muerto", y se llevará entre las patas a todo lo que esté a su lado. Daniel, no lo voy a permitir.

—¿Y entonces por qué lo ayudaste? ¿Por qué lo curaste? —la cuestionó Daniel—. ¡Baja esa arma ahora mismo!

Cristina hizo caso omiso a las palabras de su hijo, le sostuvo la mira a Sebastián y buscó en sus ojos algún indicio de ira y de crueldad, pero solo se encontró con la ambición de un hombre que quería sobrevivir. A sus treinta y ocho años, Cristina tuvo que aprender a ser una mujer dura, tuvo a Daniel a los dieciséis y, desde entonces, aprendió a defender a su hijo a costa de todo, con uñas y dientes y sin que nada más que él importara. El hombre frente a ella representaba un peligro para Daniel, por más inocente que se proclamara; Cristina sabía que si dejaba a su hijo involucrarse, ya no habría marcha atrás. Sin embargo, la forma en que Daniel miraba al presunto asesino le hacía entender que por más que ella intentara protegerlo, él estaba dispuesto a hacer todo por ayudarlo. Así que lo único que le quedaba por hacer era conocer a detalle la boca del lobo en la que su hijo estaba por meterse para que, cuando fuera necesario, ella pudiese ayudar a su hijo a escapar.

—No bajaré esta arma hasta que responda algunas preguntas que tengo —sentenció Cristina.

—Pregunte lo que quiera —dijo Sebastián sin dejar de mirarla, se tomó un par de segundos para dedicarle un mirada y una discreta sonrisa a Daniel en un intento de tranquilizarlo—. No tengo nada que esconder.

—¿Por qué no quieres que Ramírez sepa que estás aquí? —cuestionó Cristina mientras cambiaba la pistola de mano para retomar fuerzas.

Sebastián miró a la mujer, era consciente de que le bastaría un simple movimiento para desarmarla y hacerse con la pistola, sin embargo, lo que necesitaba era ganarse su confianza, así que permaneció en quietud y respondió al cuestionamiento con sinceridad:

—Porque justo en estos momentos no sé si pudo confiar en él —dijo.

—Ramírez es parte del equipo en el que trabajan mi hijo y tú, ¿cuáles son los motivos que te impiden confiar en Ramírez?

—Cristina, ¿puedo llamarte así?

Ella asintió.

—Esto que ha sucedido, es más grande que su hijo, que yo, que Ramírez —continuó Sebastián. Podía explicarle las diferencias que había tenido con Ramírez en las últimas misiones, el cómo aunque la mayoría de sus ideales concordaban, había unos cuantos en los que existían grandes diferencias y eso, hasta cierto punto, condicionaba su relación y su trabajo, pero prefirió guardárselo, el tiempo en esos momentos era su enemigo.

»Las elecciones presidenciales están a la vuelta de la esquina, la relación con Estados Unidos está en un punto crítico y lo que ha sucedido tiene un trasfondo oscuro y siniestro con miras al poder. Mi objetivo el último año ha sido mantener la paz, conciliar entre ambos países para evitar una guerra más grande. La persona que ha hecho esto quiere inculparme para que yo no lo logre mi objetivo, y no puedo negar que ha hecho muy bien su trabajo.

»Créeme Cristina, yo no quiero hacerle daño a Daniel, pero, ahora mismo, es la única persona a quien puedo recurrir. Tuve que involucrarme en esta guerra, no por gusto, sino para sobrevivir. Te doy mi palabra de que defenderé a Daniel con mi vida si es necesario, pero en estos momentos, lo necesito —concluyó.

Cristina analizó las palabras que Sebastián acababa de decirle en un intento de encontrar algún motivo que la hiciera jalar el gatillo, sin embargo, en lo que acababa de escuchar solo encontró sinceridad. Bajó la pistola y miró a su hijo, este le agradeció con la mirada y luego la abrazó para tranquilizarla, pero ella lanzó un cuestionamiento más, esta vez hacia Daniel.

—¿Por qué has decidido ayudarlo, hijo?

—Porque Sebastián me regaló sinceridad en sus peores momentos y no me obligó a creer en su lucha, simplemente me mostró sus motivos y eso me basto para entender que, desde mis circunstancias, eran también mis motivos.

El celular de Daniel sonó y el nombre de Ramírez apareció en la pantalla. Daniel atendió de inmediato, escuchó lo que Ramírez tenía que decirle y colgó.

—Quiere que nos veamos en la bodega de interrogatorios de aquí de la ciudad —dijo.

—Ve, y haz lo mejor que sabes hacer —le demandó Sebastián—. Encuentra a como dé lugar Karla y dile que el gorrión ha vuelto a volar

Daniel asintió, su madre le entregó la pistola y él volvió a anclarla a su cintura. No resistió y antes de salir, abrazó a Sebastián y le susurró al oído «Voy a protegerte. Juro que no voy a fallarte». Sebastián le sonrió y le apretó el hombro como agradecimiento; Cristina y él lo vieron marcharse. De debajo de un mueble, Cristina sacó una caja que contenía las pertenecías con las que Sebastián llegó a su casa, incluida la pistola, y se las entregó mirándolo a la cara.

—Si a mi hijo le pasa algo, no tengas duda de que voy a jalar del gatillo —le advirtió mientras volvía a ver en la televisión las imágenes de Sebastián escapando del salón de embajadores con las manos y el rostro manchados de sangre.

Hola mis estimados, ¿cómo están?

Este capítulo debía publicarse ayer, pero por cuestiones personales tuve que posponer su publicación un día.

Ya tenemos los primeros cinco capítulos de la historia publicados, vamos avanzando rápido.

Tengo especial curiosidad sobre qué les está pareciendo el personaje de Daniel, si quieren desahóguense.

¿Qué les ha parecido esta continuación hasta ahora? 

Comenzamos fuertes. Como se habrán dado cuenta, la estructura narrativa de "El Hijo Desgraciado" es distinta a la de "El Hijo Pródigo". En el primer libro seguimos una estructura mayormente lineal, en este segundo libro seguimos dos lineas narrativas que se desarrollan en distintos momentos. En lo personal a mí me encanta.  

Nos leemos el lunes.

Los quiere, Ignacio.

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