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11 días después.

26 de septiembre de 2011


Durante los casi cuatro meses que llevaba en ese cautiverio, Emiliano ya se había acostumbrado al sentimiento de asfixia con el que despertaba cada amanecer; el primer mes se sintió como un infierno, el segundo se puso aún peor, fue hasta el tercero que comenzó a resignarse, a entender que estar encerrado ahí era el precio a pagar por las decisiones que tomó durante los últimos diez años, y sobre todo, por seguir salvando a quienes más quería. Sin embargo, aquella tarde despertó sobresaltado de la siesta que decidió tomar, volvió a sentir esa opresión en el pecho que experimentó casi a diario durante los primeros días de encierro, la garganta se le cerró y el aire no le llegó a los pulmones durante un par de segundos.

Abel, su compañero de celda durante el último mes, saltó desde la litera de arriba y lo miró asustado; ser un prisionero en ese lugar significaba estar alerta las veinticuatro horas del día, hacerlo era humanamente imposible, por lo que conseguir aliados confiables se convertía en un hecho indispensable para sobrevivir. Emiliano y Abel llevaban mes y medio con la alianza que forjaron, no se unieron por una amistad, en ese mundo aquella era una palabra en desuso, casi inexistente. Ahí las alianzas se formaban por intereses y en su caso no fue distinto, la amistad que crearon fue una rareza, una excepción a la regla. Ambos se quitaron las armaduras y mostraron la humanidad que todavía conservaban, el salvarse la vida el uno al otro fue vital, lo que terminó de solidificar el pacto que hicieron mientras estrechaban sus manos con firmeza y se miraban a los ojos con determinación; estrechar las manos era la firma notariada de la prisión, hacerlo implicaba honor, otra palabra que se desdibujaba en esa esclavitud.

Con una señal, Emiliano le hizo ver a su compañero que se encontraba bien, aun así se levantó hacia el retrete pegado a la pared y de rodillas devolvió el estómago hasta que estuvo vacío. Cuando no quedo ni una sola pizca de bilis en sus entrañas, Emiliano se enderezó y con la mano en la pared se esforzó por recuperar la respiración normal. En cuanto Abel confirmó que su aliado se encontraba bien, sacó la cajetilla de cigarros y el encendedor de entre su ropa interior y encendió un tabaco en silencio, con la mano le ofreció otro a Emiliano, a pesar de que un cigarrillo equivalía a un lingote de oro dentro de ese lugar, el agente decidió rechazarlo en principio, fumar nunca le había gustado en verdad, dentro de la prisión cayó en dicho vicio porque fue la única forma que halló para luchar contra los ataques de ansiedad que lo invadían casi a diario.

Cuando volvió a su ritmo de respiración normal, Emiliano regresó a su litera e intentó acomodar su corpulencia en el duro colchón para poner en orden sus pensamientos, de inmediato la imagen de Karla se incrustó en su mente una vez más, sin duda alguna, la visita en días anteriores de la periodista lo había revolucionado todo. El negarse a verla, tanto a ella como a Sebastián, fue una estrategia que el agente implementó para no claudicar ahí adentro, sabía que encontrarse con ellos lo debilitaría, sus amigos y compañeros le exigirían respuestas que él no podía dar, tal y como la periodista lo hizo en su última visita.

Emiliano aceptó verla porque la desesperación de estar de brazos cruzados lo mataba poco a poco, estaba seguro de que cuando Willy se enterase que Karla lo visitó le reclamaría iracundo por ser débil y ceder. Habían pasado ya varios días desde dicha visita, aun así, Emiliano no dejaba de preguntarse si hizo bien o mal en ver a la mujer que amaba con un ímpetu que jamás imaginó; se sentía frustrado porque ver a Karla sufrir le destrozó la entereza que logró forjar durante el último par de meses, era consciente de que Sebastián y ella tenían problemas graves afuera del cautiverio en el que él se encontraba, pero dadas las circunstancias, estar encerrado ahí era la mejor forma que tenía de ayudarlos, Willy no dejaba de recordárselo en cada visita que le hacía.

Y era justo ese otro aspecto el que lo mantenía intranquilo, Willy pasó de visitarlo, sin falta, una vez a la semana, a no visitarlo desde hace bastantes días, ¿cuáles eran las razones para que se diera ese cambio tan abrupto?, ¿qué demonios pasaba allá afuera?, ¿acaso Willy le mentía y las cosas estaban peor de lo que le contaba? Desesperado por no poder tener una respuesta, Emiliano volvió a sentarse sobre el duro colchón y miró a Abel pisar la colilla de cigarro, con la mirada el agente le pidió a su amigo le diera el tabaco que antes le ofreció. Abel sonrió y volvió a sacar la cajetilla y el encendedor de entre su ropa interior, aprovechó la petición y encendió un cigarro más para él, luego le paso el fuego a Emiliano.

—Te he notado muy pensativo los últimos días —le dijo Abel luego de darle una calada a su cigarro.

—Es que fui un pendejo, amigo mío —respondió Emiliano mientras expulsaba el humo por boca y nariz—, dejé que mis sentimientos ganaran y fui débil. ¡Joder! Sabía que era mi obligación mantenerme firme y renuente, pero me ganó lo sentimental.

—Estás así por la visita que recibiste hace algunos días, ¿verdad?

—Sí, no voy a negarlo, cabrón, esa visita me dejó muy mal, demasiado intranquilo, ¡maldita sea, ya me había resignado! Ahora lo único que quiero es salir de aquí. —Emiliano se puso de pie y golpeó levemente los barrotes de la reja.

—¿Y tu jefe el DEA no te ha dicho que avances hay con tu caso?

—No, sabes que esto no será sencillo, me tiene agarrado de los huevos. Willy ha intentado mover cielo, mar y tierra para lograr la extradición, pero a como están las cosas eso se antoja imposible.

—¿La que te visitó es la morrita esa de la que estás enamorado, la periodista?

Emiliano guardó silencio y siguió fumando su cigarrillo, la imagen de Karla volvió a incrustarse en su mente, por más que quería era incapaz de quitarse de sus recuerdos los ojos llorosos que Karla tenía durante la vista.

—Sí, fue ella quien me visitó —respondió luego de un tiempo de reflexión.

—Lo que yo me pregunto, cabrón —dijo Abel y sonrió, dejando ver sus diente amarillentos a plenitud—, ¿por qué chingados te niegas a verla? Las visitas conyugales están permitidas.

—Ella no es mi esposa, Abel...

—Así sea solo tu amiga o tu amante, puede visitarte de esa forma. ¿Por qué chingados te niegas?

—Es complicado de explicar.

—Está bien que estoy medio pendejo, pero tampoco es para tanto, puedo entenderlo, explícamelo.

—La vi durante algunos minutos y mira como estoy, si le viese más seguido esto se volvería una tortura insoportable.

—Cabrón, tú mismo me los has dicho un chingo de veces, estás aquí por esa maldita guerra que se libra allá afuera y, por lo que me has contado, esa morrita también está metida hasta el fondo, ¿has pensado que puede pasarle algo y entonces ya nunca más la volverías a ver?, ¿estás seguro de que luchas esta guerra de la forma correcta? Creer ciegamente en algo no está bien, cabrón, y si te soy sincero por más que trato yo no entiendo tus motivos. ¿En verdad el inculparte de algo que no hiciste salva a las personas que más quieres?

Los cuestionamientos de Abel pusieron a Emiliano aún más intranquilo de lo que ya encontraba, esta vez ni siquiera el cigarro logró que espantase a los demonios que lo atormentaban. Lo que su amigo y aliado acaba de decirle lo exasperaba tanto porque, a diario, él se hacía los mismos cuestionamientos, pero fue la visita de Karla lo que hizo que, las dudas que tenía sobre las acciones que realizaba para protegerlos, fuesen las correctas. Quizá Abel tenía razón y confiar ciegamente en la organización que lo arropó cuando más lo necesitó no era lo correcto; Willy representaba como un padre para él, pero el dirigente de la DEA era también humano y podía equivocarse. ¿Acaso la guerra me ha nublado el juicio?, se preguntó Emiliano, siempre fue un hombre de perspectivas, de analizar cada detalle, sin embargo, por miedo a fallarles a Sebastián y Karla se dejó llevar por lo que, en ese momento, creyó que era lo mejor. Pero, quizá, escuchar la versión de ellos podía cambiar su perspectiva y entender las motivaciones que los llevaron a hacer lo que hicieron.

Antes de volver a guardar la caja de cigarros, Abel le tendió uno más, por su silencio reflexivo intuyó que iba a necesitarlo. Con un asentimiento Emiliano le agradeció, luego lo vio volver a subirse a la litera, el agente agradecía también que su amigo y aliado supiera en qué momento debía callar. Abel era un viejo de casi sesenta años y llevaba encerrado en esa prisión casi veinte, entró cuando tenía treinta y nueve, y todavía le faltaban veinticinco años de condena por cumplir, el viejo sabía que no le alcanzaría la vida para volver a rencontrarse con la libertad, pero era algo que ya había asimilado y no se arrepentía de ello.

Abel estaba preso porque asesinó a sangre fría a los dos hombres que abusaron sexualmente de su hija, que en aquel entonces tenía diecisiete años, esos desgraciados destruyeron la vida de su pequeña y durante dos años de burocracia, indolencia y enojo, Abel no pudo estar en paz, la justicia le dio la espalda y fue el momento en el que él decidió conseguirla por mano propia; aquella noche supo que su vida se había arruinado para siempre, que con él la justicia si tendría mano dura, que perdería para siempre la posibilidad de ver crecer a sus hijos, de conocer a plenitud a sus nietos y vivir en paz junto a su esposa, sin embargo, Abel no se arrepintió, desde aquel día pudo volver a dormir tranquilo.

A Emiliano se le acercó por la sencilla razón de que alguien desde afuera le pagó para que lo protegiese. En los casi veinte años que llevaba encerado en esa prisión había aprendido a entender sus reglas y a ganarse el respeto de los reclusos. Los primeros meses fue testigo de cómo Emiliano la pasó terriblemente mal, pero él no movió ni un solo dedo porque en cuanto supo que era un DEA quiso que experimentara lo que significaba que la justicia te diese la espalda, pero en silencio admiraba la fortaleza que el agente tenía. Emiliano luchó contra el que se le ponía enfrente y ni una sola vez se dio por vencido. Fue hasta que le pagaron para que lo protegiera que se acercó a él y se dio cuenta de lo equivocado que estaba, el DEA era un buen hombre y logró hacer lo que pocos hicieron durante los veinte años que él llevaba ahí: romper su armadura y sacar la humanidad que aún preservaba.

En la litera inferior, Emiliano seguía pensando en Karla. Las palabras de Abel lo dejaron demasiado intranquilo como para volver a conciliar el sueño, en su mente la pregunta, ¿por qué me mintieron?, seguía atormentándolo. Emiliano era consciente de que, en gran medida, tenía la responsabilidad de que Karla y Sebastián se encontrasen inmiscuidos en la guerra de esa forma, pues había sido él quien los metió a la DEA, quien los orilló a luchar; sin embargo, sus intenciones siempre fueron protegerlos, hacer que fuesen más fuertes y determinados, que aprendieran a defenderse por su cuenta. Y no se arrepentía de haberlo hecho, pero era consciente de que hasta cierto punto se había equivocado porque los subestimó, jamás imaginó que el odio que Karla y Sebastián tenían acumulado se revolucionaría a tal grado de convertirlos en criminales.

Para quitarse el dolor que le causaba el hecho de ellos, a quienes más quería y en quienes más confiaba, le mintiesen, Emiliano obligó a su memoria a recordar los buenos tiempos a su lado, como cuando dejó de ser un cobarde y le confesó a Karla lo que sentía por ella. Aquel día, las piernas le temblaban, ni el combate más atroz contra el crimen organizado le había causado tanto miedo como el sincerarse con la periodista. En un principio, Emiliano creyó que Karla lo rechazaría, que lo vería con compasión y, sin perder la educación que la caracterizaba, le diría que ella no sentía lo mismo por él, que solo le veía como un buen amigo y nada más; sin embargo, Sebastián ya lo había animado hacerlo, se burlaba de él y lo llamaba cobarde y él no renegaba porque justo eso era, un cobarde.

Lo fue hasta aquella tarde que se armó de valor, habían regresado de San Pedro para atender los compromisos de Sebastián como dirigente de la organización por la paz en la capital. En cuanto llegaron al departamento de Karla, Sebastián los dejó solos con toda intención, antes de salir, le hizo una seña a Emiliano que comprendió al instante y lo hizo sonreír. Karla preparó el desayuno para ambos, ese día se habían prometido no hablar sobre la guerra, así que decidieron hablar sobre sus familias; la periodista le contó lo felices que eran sus padres en España, los dos decidieron retomar sus estudios y concluir los posgrados que detuvieron cuando el hermano de Karla desapareció. Verlos felices y plenos, le confesó la periodista, era el aliciente que a ella la motivaba a seguir con su lucha.

Por su parte, el agente le habló de su madre y de su hermana, de lo grandes que estaban sus sobrinos, del viaje a París que realizaría la familia durante el verano. Hablar de sus seres queridos los puso melancólicos, porque en el fondo, tanto la periodista como el agente añoraban llevar una vida tranquila como lo hacían sus familias, el imaginar que al menos por un par de días podían olvidar la violencia, la muerte y la desolación en la que estaban sumergidos provocó que un nudo se formase en sus gargantas, ambos sabían que eso era imposible; sin embargo, ninguno de los dos estaba dispuesto a rendirse, era el sacrificio al que debían someterse para que sus seres queridos siguieran siendo felices.

—Karla... hay algo que quiero decirte desde hace tiempo —le había dicho Emiliano cuando el silencio reflexivo en el que ambos entraron comenzó a volverse incómodo.

La periodista lo miró en silencio y una discreta sonrisa se le dibujó en el rostro, ambos se habían sentado en la alfombra de la sala luego de desayunar. Sin emitir palabra alguna, Karla inclinó los hombros y le lanzó una mirada coqueta al agente para animarlo a hablar. Emiliano dudó durante algunos segundos, agachó la mirada, avergonzado, pero cuanto volvió a enderezar el rostro y se encontró con los ojos quisquillosos de su amiga, se atrevió a decir esas palabras que, por miedo, nunca antes se atrevió a decir:

—Me gustas, me gustas mucho, creo que no tienes idea de cuánto. —Emiliano sintió que su piel ardía, sus mejillas se enrojecieron y él volvió a desviar la mirada.

El silencio de Karla lo asustó, creyó que sus miedos habían sido justificados, que hacerle caso a Sebastián había sido un error, pero cuando tomó el valor necesario para volver a mirar a su amiga y compañera a los ojos, y se encontró con un amplia sonrisa, sus pulsaciones se aceleraron aún más, no sabía cómo interpretar esa sonrisa, bien podía ser de burla o de aceptación. El silencio se aplazó durante algunos segundos más hasta que Karla se acercó a él, lo tomó de la mano y le dijo:

—Cuánto tiempo te tardaste en decirlo.

Lo que sucedió después fue como un sueño, Emiliano seguía sintiéndolo así. Su amiga y compañera desde hace cuatro años atrás saltó sobre él y le rodeó el cuello con los brazos, luego buscó sus labios y, con cierto nerviosismo, Emiliano correspondió. Aquel primer beso fue torpe: sus dientes chocaron, él le mordió el labio inferior cuando quiso tomar un poco de aire y, al separarse, sus narices chocaron con inexperiencia, pero luego, cuando el nerviosismo inicial fue superado, vinieron besos más calmos y llenos de pasión.

Aquel atardecer hicieron el amor por primera vez en la alfombra en la que se confesaron sus sentimientos, poco les importó que Sebastián pudiese llegar en cualquier momento y los encontrara en pleno acto, en medio de esas caricias que parecían interminables desde el cuello hasta los glúteos, entre aquellas miradas furtivas que Emiliano tenía grabadas en lo más hondo de sus recuerdos, cuando los besos contradictorios, calmos y llenos de pasión, se extendieron por todos sus cuerpos, en el momento en el que ambos alcanzaron el orgasmo entre jadeos y se abrazaron con una fuerza imperiosa que se sintió inmensamente bien. Casualmente, Sebastián no llegó al departamento hasta pasada la media noche, cuando los dos ya se habían duchado y lo esperaban en el comedor mientras bebían café.

Emiliano jamás olvidaría aquel primer día, ni los muchos como ese día que vinieron después; quizá por eso le dolía tanto que le hubiesen mentido, pero ahora, tras la visita de la periodista, era consciente de que nunca les permitió que le explicasen sus motivos. Con ese pensamiento volvió a quedarse dormido.


A la mañana siguiente los barrotes de la celda se escucharon a primera hora del día. Tanto Emiliano como Abel se despertaron sobresaltados, cuando lograron espabilar un poco pudieron distinguir la silueta del guardia que se encontraba de pie al otro lado de la reja.

—DEA tienes visita —le informó.

Extrañado por la hora, Emiliano estiró el cuerpo y se pasó las manos por el rostro para terminar de despertar. Luego, salió de la cama, se puso los zapatos con calma y caminó hacia la reja, antes de salir, miró hacia la litera de arriba y se encontró con la mirada interrogante de Abel, Emiliano solo se encogió de hombros y negó. El guardia abrió los barandales y él salió de la celda para caminar por el largo pasillo. ¿Acaso será Willy?, se preguntó Emiliano, pero esa opción quedó descartada en cuanto llegó a la sala de visitas y se encontró con la mirada de un total desconocido.

Por unos instantes Emiliano dudó, sin embargo el guardia lo obligó a sentarse frente al hombre que, vestido de negro de pies a cabeza, unos ojos azules y bien claros, cabello rubio y una mirada sagaz, lo esperaba paciente al otro lado de la mesa.

—Tú no sabes quién soy yo —le dijo el hombre en cuanto se sentó—, pero yo sé a la perfección quién eres tú.

Emiliano analizó en silencio su voz, sin duda era extranjero, luego se atrevió a mirarlo a la cara, había algo en su rostro que no le gustó en lo más mínimo. Cuando el hombre vio que Emiliano no iba a hablar, no tan fácilmente, hizo un movimiento para abrir su saco y de ahí sacó una fotografía que puso sobre la mesa.

—Por tu bien, vas a decirme dónde puedo encontrar a este hombre, piensa bien lo que vas a decir que solo tendrás una oportunidad.

Con ciertas reservas, Emiliano miró la fotografía sobre la mesa, entonces se encontró con una imagen que lo sorprendió: Salvador bajando de una avioneta de la DEA y encerrado en un círculo rojo. De inmediato Emiliano se puso alerta, las manos quisieron temblarle pero se obligó a mantenerse firme. Dónde encontrar a Salvador era una pregunta muy interesante para la que él tampoco tenía respuesta. Dentro de las promesas de Willy estaba que, cuando Salvador terminara con su misión en Rusia, la DEA lo protegería en un país aliado y lejano a México. ¿Qué demonios estaba haciendo entonces Salvador de vuelta en el país?

Emiliano se vio obligado a tomar una respiración larga y profunda, fue hasta que sintió que sus pulmones estaban llenos de aire que se atrevió a sostenerle la mirada al extraño frente a él, con voz fuerte y clara respondió a su pregunta.

—No sé de qué demonios me hablas. —Emiliano relajó la mirada para disimular la tensión que invadía su cuerpo.

—Esa es una mala respuesta —dijo el hombre y apretó el puño sobre la mesa, luego se puso de pie y abandonó la sala de visitas llevándose la fotografía con él.

Hola, mis estimados.

Hoy vengo con capítulo de mitad de semana, ¡y qué capítulo!

Que levante la mano quien quiera que Karmiliano se puedan amar y ser felices para siempre.

Con este capítulo anuncio que estamos entrando a la recta final de la historia, si dividimos este segundo libro en tres partes el próximo capítulo a publicarse sería el primero de la última parte. El principio del fin. Aún faltan varios capítulos, pero nos acercamos.

Recuerden que aún nos falta un tercer y último libro.


Nos leemos muy pronto.

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