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10 días después.

25 de septiembre de 2011


A Salvador aún le costaba creer que tenía a Sebastián frente a él, en más de una ocasión se obligó a avivar sus sentidos para corroborar que no se trataba de un sueño, que no era su mente jugándole una treta. Apenas un par de minutos atrás Sebastián lo había besado, todavía podía sentir el roce de los labios de su compañero de desgracias sobre los suyos, el raspar de la barba de varios días sin rasurar al hacer fricción contra sus mejillas, su boca seguía impregnada de ese sabor a café amargo que Sebastián desprendió durante el intercambio de añoranza que hicieron.

Sebastián no había dejado de mirarlo ni un solo instante, lo analizaba a detalle como si él también tratase de convencerse de que lo que veía no era producto de su imaginación. Salvador no se atrevía a corresponder a las miradas de su compañero, tenía la mirada gacha y jugueteaba con las hojas que brotaban de la rama en la que su cuerpo descansaba; era consciente de que Sebastián y él tenían muchas cuentas pendientes, de que precisaban ponerse al corriente sobre sus vidas para poder sobrevivir. Una vez más, internados en las profundidades de ese infierno, debían romper las barreras y hablar para lograr entenderse, tal y como lo hicieron dos años atrás.

Aquella primera vez, romper las barreras fue complicado porque ambos estaban destruidos y ariscos, acababan de escapar de su muerte inminente y el poder confiar el uno en el otro representó el mayor de los desafíos de lo que implicaba sobrevivir, sin embargo, a pesar de que sus almas se encontraba dañadas hasta la medula, lograron hacerlo; con paciencia y genuinidad descubrieron que solo contaban con el otro para salvarse, que en sus intenciones no estaba el hacerse daño, que sus ideales eran compatibles, tan compatibles que su alianza para sobrevivir los hizo darse cuenta de que sus corazones latían unísono, descubrieron que juntos podían intentar sanar sus alamas dañadas, lograron entender que cuando el viento hablaba en el lenguaje de la violencia, el amor era quizá la única salvación.

Justo el llegar a esa consciencia y el haber permitido que sus sentimientos se desarrollasen en libertad era lo que cambiaba las circunstancias en las que ahora se encontraban; una vez más tenían que romper las barreras y confiar en el otro para poder salvarse, no obstante, lo vivido durante el primer proceso hacía que las cosas fuesen tan complicadas como aquella vez en la que se conocieron y salvaron por primera vez.

Salvador no sabía por dónde empezar, había tanto por decir que sentía que se encontraba en medio de un laberinto. Sebastián ya lo había sorprendido con su iniciativa: «Tú y yo ya hemos perdido mucho tiempo en esta guerra y no sé tú, pero yo ya no quiero perder ni un segundo más». Durante días enteros, Salvador se preguntó cuál sería la reacción de su compañero si algún día volvían a encontrarse, pensó que lo odiaría por haberle mentido, por abandonarlo cuando quizá más lo necesitaba, creyó que la indiferencia sería el precio a pagar por sus actos, sin embargo, Sebastián lo primero que hizo en cuanto tuvo oportunidad fue besarlo con una pasión desbordada, con un apremio que asustó y entusiasmó a Salvador por igual.

—¿Por qué estás tan pensativo, tan nostálgico? —preguntó de pronto Sebastián.

Y ahí estaba otra vez, dispuesto a ceder, a dar el primer paso ante los miedos e inseguridades de Salvador. Escuchar la voz de Sebastián una vez más ocasionó que su cuerpo entero temblara, que su corazón se acelerara a niveles de taquicardia. Salvador se esforzó por dejar de ser un cobarde y enderezó la vista, se encontró con la mirada analítica de Sebastián y se sintió desconcertado porque la indiferencia y el desprecio que esperaba encontrar en el reflejo de sus ojos no estaban ahí; su compañero de desgracias lo miraba con melancolía y un anhelo que hasta cierto punto le parecían desconcertantes.

Ahora que Salvador se había atrevido a enderezar la mirada se dio la oportunidad de también analizarlo a detalle: miró el uniforme de policía que cubría su cuerpo, el chaleco antibalas que resguardaba sus órganos vitales, el fusil que llevaba colgado al hombro y que antes le perteneció a él pero que Sebastián se adueñó desde que les arrebató la vida a los dos sicarios del cartel del norte que pretendían arrebatárselas a ellos, prestó especial atención en las ojeras alrededor de sus ojos que delataban lo poco que había dormido; quiso encontrarse con el Sebastián sensible, temeroso y aprensivo del que se enamoró, sin embargo, el Sebastián al que sus ojos miraban parecía ser otro completamente distinto a pesar de ser el mismo.

—No puedo evitar sentir nostalgia ante el recuerdo de aquellos días —respondió Salvador y una discreta sonrisa chueca curvó sus labios—. Ahora, siento que decirte «fresita» está fuera de lugar por completo.

—Una vez alguien a quien aprecio mucho me dijo que la guerra saca lo peor de nosotros, que queramos o no nos cambia para siempre —dijo Sebastián y miró al horizonte, como si en la nada pudiese encontrar a la persona que le dijo esas palabras tan dolorosamente verdaderas.

—¿Quién eres? —inquirió Salvador con un sinceridad que incluso a él asustó.

—Soy yo, no el mismo, no el de antes, pero yo.

—Tú.

Salvador decidió dejar de poner resistencia a lo que su cuerpo le imploraba que hiciese, se deslizó unos cuantos centímetros sobre la rama hasta que su pierna rozó la de Sebastián, lo miró en silencio durante un par de minutos en un intento de encontrarse en el reflejo que lo guió cuando se sintió perdido, levantó la mano y acaricio con suma prudencia la mejilla del hombre que en el pasado le salvó y cambió la vida, luego lo tomó del rostro con toda su extensión. Sebastián acunó su fisonomía sobre la palma de Salvador y así permanecieron, Salvador apreciando sus facciones y Sebastián con los ojos cerrados, quizá añorando ese pasado que se vieron obligados a dejar atrás.

Cuando una parvada de pájaros, que descansaban en la cima de árbol, voló ante el sonido de los disparos que volvieron a escucharse a la distancia, Salvador rodeó el cuerpo de su compañero con sus brazos y lo apretó con fuerza; debajo de ese árbol la guerra continuaba, pero, al menos durante algunos minutos, ambos quisieron olvidarse de eso que siempre terminaba uniéndolos como si se tratase de una broma cruel del destino.

—Pensé que ibas a odiarme —se sinceró Salvador en cuanto los disparos volvieron a cesar.

—Ay, Salvador, a ti nunca podría odiarte, ¿no eres consciente de ello? Sobre todo, no podría odiarte porque has cumplido con tu promesa.

—Hasta que nos volvamos a encontrar...—dijo Salvador casi en un susurro.

—Hasta que nos volvamos a encontrar —confirmó Sebastián y volvió a mirarlo a los ojos—. Creí que no volvería a suceder, pero a la vez me aferré a esas palabras.

Salvador volvió a abrazarlo con fuerza, y en un acto de extrema sinceridad, le dio un beso tierno en la frente.

—Todo este tiempo, ¿no dejaste de pensar en mí? —indagó Salvador con todo el afán de escuchar la respuesta salir de los labios de su compañero.

—Ni un solo día, imbécil, ni un solo maldito día —respondió Sebastián y correspondió al abrazo con el mismo fervor.

De pronto, un silencio inusual se apoderó del ambiente, por mucho tiempo no volvieron a escucharse disparos. El sol ya brillaba contundente en lo alto de cielo, debía pasar ya del medio día, a pesar de que se encontraban en los inicios del otoño, el calor infernal que sentían los hacía sudar a chorros debajo de sus respectivos uniformes. Salvador se quitó desesperado la chamarra de piel que llevaba encima, dejando al descubierto su propio chaleco antibalas. El traje de policía que Sebastián llevaba puesto era más difícil de desprender, pero sabía que pronto el calor comenzaría a generar estragos en él, no llevaban consigo ni una sola gota de agua, deshidratarse solo ocasionaría que sus funciones físicas se viesen disminuidas, no era el momento para ello; así que con algo de trabajo se quitó el chaleco y se lo dio a Salvador para que se lo cuidara, después se desprendió de la parte de arriba del traje quedándose solo con la playera blanca interior que se encontraba empapada por el sudor.

Con una indiscreta sonrisa en el rostro, Salvador observó el cuerpo atlético de su compañero, ni rastro quedaba ya del cuerpo enclenque y maltratado con el que lo conoció dos años atrás. Al sentirse observado Sebastián lo cuestionó con la mirada, Salvador siguió sonriendo para después tomarlo de la mano izquierda, le quitó el guante negro que la cubría y observó los dedos amputados, como lo hacía en el pasado, Salvador se llevó la mano de Sebastián a los labios y besó con apremio sus mutilaciones. Esta vez fue él quien sonrió.

—Así que agente infiltrado de la DEA —dijo Salvador, no estaba seguro de que esa fuese la mejor manera de comenzar la conversación que tenían pendiente, pero de algún hilo debía jalar, y ese fue el primero que encontró.

Sebastián lo miró en silencio, como si estuviese también en busca de las palabras precisas para responder, cuando Salvador correspondió a su mirada, se vio obligado a mirar al horizonte una vez más para conseguir algo de tiempo. Tras unos segundos, recordó sus entrenamientos y de inmediato puso en práctica lo aprendido.

—Así que una misión clasificada y de vida o muerte en Rusia —contraatacó, el silencio de Salvador le hizo ver que había dado en el blanco, así que recobró valor y también lo miró a los ojos.

—Ya no tengo duda alguna, ya no eres mi fresita.

—Tampoco sé si después de un año tú sigues siendo el mismo, Salvador.

—No he cambiado en nada, Sebastián, te lo juro.

—Eso tengo que descubrirlo por mi propia cuenta... te conozco, Salvador, tú eres muy de silencios, de guardártelo todo sin importar nada.

—Por algún lado tenemos que comenzar, Sebastián.

—¿Qué te parece por el principio de nuestro final? Sí, cuando me mentiste a pesar de que juraste que nunca volverías a hacerlo.

Esas palabras se sintieron como una estocada al corazón, ahí estaba el reclamo que Salvador esperó de Sebastián desde el comienzo. Salvador apretó los labios, pero se obligó a no desviar la mirada, sabía que esta era una conversación que tenían pendiente y que, si querían avanzar, debían afrontarla más temprano que tarde; luchar y sobrevivir dependía de lo que ambos hablasen en la soledad y altura del árbol en que se refugiaban, había mucho por explicar y por comprender.

—Supe que tendría que morir desde la noche en la que libramos la batalla en la mansión presidencial —comenzó a sincerarse Salvador—, Castrejón me lo dijo, Emiliano estuvo de acuerdo y luego Willy lo ordenó. Morir era la única forma que tenía para sobrevivir de verdad, si no hubiésemos hecho ese montaje, la profesora, mi hermano o los mudos se habrían encargado de hacer el trabajo de verdad. Y sé que mi error fue mentirte, pero... creo que mejor que nadie debes entenderme, ¡vivimos esta guerra juntos!, ¡nos salvamos el uno al otro! Sabes a la perfección a lo que nos enfrentábamos, a lo que nos enfrentamos. Perdón si te lastimé, perdón si te hice daño, mis intenciones nunca fueron esas, solo quería salvarlos y que estuvieran bien, tú e Isabela, y en ese momento creí que era la única forma, en verdad lo siento, Sebastián.

—Admito que me dolió demasiado —se sinceró también Sebastián—, en verdad creí que habías muerto y eso me hizo pensar que te había fallado, que habíamos perdido esta guerra, fueron quizá los dos peores meses de mi vida, me encerré en mi habitación y quise olvidarme del mundo entero. Mi padre se cansó de respetar mi duelo y se apersonó en mi habitación para obligarme a salir, me le adelanté un poco porque ese día me duché y estaba dispuesto a intentarlo, por mi familia, por Isabela, por tu memoria... —Los ojos de Sebastián se pusieron aguosos y su voz se volvió más fina, estaba a punto de llorar—. La conversación que tuve con mi padre ese día me hizo reflexionar y entender muchas cosas, después... Emiliano también me visitó aquella mañana, fue cuando me propuso ser parte de la DEA y acepté, no lo pensé demasiado, solo acepté porque necesitaba aferrarme a algo para poder seguir y esa fue la oportunidad que se me presentó.

Sebastián se atrevió a observar el rostro de Salvador a detalle, pudo apreciar como en silencio reflexionaba las palabras que acababa de decirle, sus facciones se endurecieron y su cuerpo se puso rígido, Sebastián hizo caso a sus instintos y lo tomó de la mano para intentar tranquilizarlo.

—Eso no fue lo que ellos me prometieron —dijo Salvador cuando logró dosificar la ira que lo invadió—. Te mentí porque cuando hablamos lo de mi muerte fue también cuando Willy me habló de la misión en Rusia y de lo importante que era. Yo sabía que a pesar de que habíamos ganado una batalla importante, a pesar de que el almirante y Rodríguez estaban muertos, la guerra aún estaba lejos de terminar. No quería que ni tu ni Isabela sufrieran y por acepté la misión, porque creí que así podría terminar con la maldita guerra de una vez por todas. —La voz de Salvador también se quebró—. Te mentí porque sabía que se trataba de una misión peligrosa y que mis posibilidades de sobrevivir eran muy pocas, pero también necesitaba aferrarme a algo, Sebastián, y en un momento de debilidad escribí ese papel y lo metí a la chamarra. Volver a verte algún día fue mi mayor motivación.

—También fue la mía, Salvador, por eso luché y nunca me di por vencido, por eso sigo luchando, porque si algún día volvía a encontrarme contigo quería que fuese en un mundo mejor, que pudiésemos ser libres. ¡Hemos logrado lo primero! ¡Estamos juntos de nuevo! Ahora tenemos que seguir luchando para conseguir lo segundo.

Salvador agachó la mirada y una vez más volvió a perderse en sus silencios y reflexiones, Sebastián sabía que cuando eso pasaba solo había dos opciones: podía volver de sus pensamientos revolucionado, con la sangre ardiendo y dispuesto a luchar hasta las últimas consecuencias o, por el contrario, sus reflexiones podían avivar sus miedos y arrastrarlo y encadenarlo a las profundidades del precipicio de sus demonios. Sebastián apretó su mano para dejarle claro que estaba con y para él.

—Sebastián... yo estoy cansado de luchar —expresó Salvador con voz aguda y Sebastián supo que sus demonios ganaban la batalla interior.

—También lo estoy —volvió a sincerarse Sebastián—, pero este es el peor momento para rendirnos.

—¿Y acaso ganar esta guerra tiene sentido? —inquirió Salvador y tomó el valor necesario para volver a mirarlo a los ojos—.¿En verdad es la paz y la tranquilidad lo que viene después? ¿Cuántas vidas tenemos que arrebatar para llegar a ese punto? ¿A cuántos seres amados debemos perder?

Los cuestionamientos de Salvador calaron hondo en los adentros de Sebastián, quiso responderle, sin embargo, sus palabras traspasaron su piel como cuchillas y prefirió razonar en silencio lo que tenía que decir al respecto, ¿en verdad quería rebatir los cuestionamientos de Salvador? ¿La visión pesimista sobre la guerra le nublaba el juicio a su compañero? ¿O su visión era tan realista que el pesimismo al hablar de una guerra era una dolorosa obviedad? Sebastián recordó las conversaciones que tuvo con Willy durante su entrenamiento y tal como él se lo aconsejó, intentó encontrar un punto medio, objetivo y sobre todo empático hacia el sentir de Salvador, él también había pasado por una crisis igual.

—Salvador, sé que esta guerra nos ha arrebatado mucho. —Sebastián lo tomó de ambas manos y se dirigió a él con afecto, con todo el amor que sentía por su persona—. Cuando inicié mi reclutamiento en la DEA me hice las mismas preguntas que tú y estuve a punto de abandonarlo, pero luego me di cuenta de que, por más que lo deseara, no podía quedarme de brazos cruzados ni darme por vencido. Lo queramos o no, estamos inmiscuidos en esta guerra hasta las entrañas y de nuestras vidas dependen muchas otras, rendirnos es condenar a quienes amamos.

Sebastián sintió como Salvador apretaba sus manos con fuerza, lo vio apretar los dientes y asentir mientras una lágrima descendía por su mejilla derecha. Durante algunos segundos, Salvador lo miró en silencio, luego fue esta vez él quien tomó sus labios, no con desesperación, tampoco con lujuria. Fue un beso cálido, lleno de añoranza, con una parsimonia que en su quietud revolucionó los anhelos de Sebastián. Salvador quiso desprenderse luego de un tiempo pero no se lo permitió, lo tomó del cuello, se miraron y se reconocieron en silencio, luego volvieron a besarse.

—Tengo miedo Sebastián —expresó Salvador cuando ambos se saciaron de los labios del otro—, miedo de perderte, de perder todo lo que tengo y lo que amo.

—No voy a permitir eso —dijo Sebastián mientras volvía a ajustarse el chaleco antibalas—, tienes razón en cuanto dices que cambié, no soy el mismo de antes, esta vez te defenderé, nos defenderé con uñas dientes. Vamos a ganar esta guerra, Salvador.

Salvador estaba a punto de decir algo, sin embargo, el sonido de una camioneta que se acercaba lo obligó a permanecer en silencio. Sebastián tomó de inmediato el fusil entre sus manos y Salvador lo imitó desencajando la pistola que pertenecía a Sebastián pero que él llevaba sujeta a la cintura, sonrió con discreción porque en sus adentros bromeó para sí mismo sobre lo sensual que le parecía el intercambio de armas. Las bromas internas se terminaron cuando vio a la camioneta negra estacionarse debajo del árbol donde se encontraban.

—Son mudos —le susurró Sebastián al oído.

Ambos vieron a los sujetos vestidos de militares bajarse de la camioneta, eran cinco en total, todos adolescentes, debían tener entre dieciséis y dieciocho años. A Salvador no dejaba de sorprenderle como los mudos criaban niños para convertirlos en monstruos.

—Esta es nuestra oportunidad para irnos de aquí —volvió a susurrarle Sebastián al oído—. Mi pistola tiene silenciador, dispáreles uno por uno, pero tienes que hacerlo rápido y sin fallar, tenemos la ventaja de la altura, pero si fallamos podríamos estar realmente jodidos.

—Pero Sebastián... si son como unos niños —dijo Salvador mientras los observaba, compungido.

—Unos niños que te matarán en la primera oportunidad que tengan y sin ningún tipo de remordimiento, no los veas como niños, velos como lo que son: unos malditos sicarios. Dame la pistola.

Aún con ciertas dudas, Salvador le entregó el arma a Sebastián quien de inmediato apuntó hacia los mudos y, mientras cerraba un ojo para fijar el objetivo, acarició el gatillo con su índice derecho, cuando logró una concentración que a Salvador dejó sorprendido, comenzó a disparar sin contemplaciones: los tres primeros cayeron al suelo al instante, el cuarto se movió en cuanto vio a sus compañeros caer, pero Sebastián logró darle en la cadera, cayó al suelo aún con vida, sin embargo, un par de segundos después lo remató con dos tiros en la nuca. Eso le dio tiempo al quinto para arrastrarse hacia atrás de la camioneta y resguardarse.

—¡Toma tu rifle! —ordenó Sebastián a Salvador—. Escucha bien, Salvador, voy a bajar para intentar terminar con el quinto, es la única oportunidad que tendremos antes de que esto se llene de sicarios, trataré hacerlo salir de su escondite, en cuanto lo haga será tu responsabilidad disparar y aniquilarlo, ¿entendido?

—¡Pero Sebastián cómo que vas a bajarte! ¡No lo permitiré!

A pesar de que Salvador le levantó la voz, Sebastián hizo caso omiso a sus advertencias y comenzó a descender. Salvador maldijo entre diente, pero luego tomó el fusil entre sus manos y no le quitó la vista de encima ni un solo segundo. Cuando Sebastián estuvo en suelo firme, se escondió entre los árboles, a Salvador lo inquietó no poder verlo, sin embargo, segundos después, Sebastián apareció al otro extremo de la camioneta, escondido detrás de un troncón y le hizo una señal, luego disparó hacia la camioneta sin contemplaciones una vez más. Salvador creyó que Sebastián lo había logrado, no obstante, para su sorpresa, el sicario respondió al ataque desde su posición.

Salvador vio a su compañero resguardarse detrás del troncón, entonces tomó el fusil con ambas manos y apunto hacia donde se encontraba el sicario, las manos comenzaron a temblarle y se obligó a respirar para tranquilizarse, apretó los dientes y cerró un ojo para fijar su objetivo, fue ese el momento en el que el sicario dio un salto y, pecho tierra, intentó ir por Sebastián. La consciencia de que la vida de su compañero estaba en sus manos lo hizo dejar de templar, apuntó hacia la cabeza del mudo y sin dudarlo ni un solo segundo, disparó. La mancha roja que se formó en el suelo terroso fue el aviso de que su tiro había sido fulminante.

—¡Baja del árbol! —gritó Sebastián mientras esculcaba los cuerpos para encontrar las llaves de la camioneta.

Salvador hizo caso y comenzó su descenso, pero la falta de práctica lo hizo sujetarse de una rama que no era del todo segura, al quebrarse, Salvador creyó que su aventura escalando árboles terminaría con varios huesos rotos, pero antes de caer al suelo por completo otra rama frenó su descenso y él utilizó sus manos para aferrarse, la forma en la que su meñique se dobló lo hizo gritar ante el dolor que sintió.

—¡Dios, Salvador! ¿Estás bien? —gritó Sebastián desde abajo.

—¡Al menos aún con vida! —gritó Salvador desde arriba—, creo que me fracturé un dedo, voy a intentar bajar.

Con más cuidado, Salvador continuó con su descenso, cuando estaba a unos metros del suelo, Sebastián lo ayudó a bajar y penas e hizo contacto con el suelo, lo abrazó con fuerza. «Tú y yo hacemos un buen equipo», le susurró al oído, «solo tengo que aprender a domarte para que me hagas caso a la primera. Ahora vuelve a ponerte el pasamontañas y súbete a la camioneta». Esta vez Salvador no opuso resistencia, hizo caso a lo que Sebastián le ordeno. Una vez arriba, Sebastián miró su meñique, «esto va a doler», le advirtió, luego, con sus dedos, jaló el dedo para regresarlo a su lugar, Salvador apretó los dientes para no gritar. Ya sin distracciones, Sebastián hecho a andar la camioneta y pisó el acelerador hasta el fondo.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Salvador.

—No hay un plan —respondió Sebastián—, de momento solo nos queda tratar de alejarnos lo más posible de la sierra, ahora mismo estar aquí es sinónimo de muerte, una vez fuera veremos qué podemos hacer, Karla y otros amigos siguen aquí o eso creo, no puedo abandonarlos.

—¡Karla! ¿La misma Karla que yo conozco?

—La misma.

—También Willy y otros compañeros estaban conmigo, tampoco puedo abandonarlos.

—Mmm... no sé si a Willy le encante la idea de verme —dijo Sebastián.

—¿Por qué lo dices? —interrogó Salvador—, estábamos aquí por ti, para salvarte, creímos que a quien se había llevado en el helicóptero fue a ti.

—Tú y yo aún tenemos mucho de qué hablar, Salvador, pero ya habrá tiempo para eso, un paso a la vez.

Por cerca de media hora Sebastián condujo a través de la sierra madre occidental sin inconveniente alguno, a la distancia logró ver la carretera que le permitiría dejar atrás ese infierno, pero en cuanto la tomó, logró ver al par de patrullas de la policía federal que se encontraban a sus espaldas, en cuanto vio la torreta parpadear y escucho el característico sonido de la sirena, Sebastián supo que tenía que volver a acelerar.

—¡Mierda! —gritó.

—Son federales —dijo Salvador.

—Y yo ahora mismo soy un prófugo de la justicia y para todo México tú estás muerto, si nos atrapan estamos perdidos.

—No dije que te detuvieras a saludarlos, ¡acelera!

Así lo hizo Sebastián pero la patrulla también aceleró como ellos lo hicieron «Deténganse ahora o vamos a disparar», les advirtieron a través del megáfono.

—Sí, chucha, como no —dijo Sebastián y luego aceleró hasta el fondo. A pesar de la circunstancias Salvador soltó una carcajada, quizá más por los nervios.

El que por años fue conocido por el municipio de la muerte se vislumbró ante sus ojos, Sebastián continuó sin disminuir la velocidad, entonces los primeros disparos se impactaron contra el cristal trasero, pero eso solo corroboró lo que Sebastián ya pensaba: huían en una camioneta de los mudos, por supuesto que iba a estar blindada. La patrulla intentó darles alcance, sin embargo, no pudieron igualar la potencia de la camioneta que utilizaba el que era el cartel más poderoso del país. Sebastián entró al municipio y reconoció las tierras en las que creció; disminuyó la velocidad y Salvador lo miró con extrañeza, fue hasta que lo vio tomar un camino alterno que entendió por qué lo había hecho. Entonces Sebastián frenó.

—¡Baja, vamos a seguir a pie! —le indicó Sebastián.

—¿Estás seguro de esto? —cuestionó Salvador-

—Sí, estamos cerca del rancho de mi familia, a espaldas del que fue mi hogar.

Durante cerca de un kilómetro corrieron sin parar hasta que los campos de maíz aparecieron ante sus ojos, hubo un momento en el que Salvador ya no pudo más y se detuvo para tomar algo de aire. Sebastián se vio obligado a detenerse, luego regresó para apoyarlo. Cuando iban a volver a correr se encontraron con un par de rostros que conocían a la perfección: Hilario y Denisse apuntaban con un par de escopetas hacia ellos y varios hombres de seguridad del rancho hacían lo mismo.

—¿Quién demonios son y qué hacen en mis tierras? —gritó Hilario.

—¡No dispares, papá, no dispares, soy yo, Sebastián! —imploró y se desprendió el pasamontañas del rostro.

—¡Hijo! —gritó Hilario y corrió a abrazarlo.

—¡Sebastián! —gritó Denisse e hizo lo propio.

Cuando padre e hija abrazaban a Sebastián, Salvador se quitó también su pasamontañas y Denisse lo reconoció al instante «Salvador», dijo incrédula en un susurro. Hilario volteó a ver al hombre que había llegado con su hijo, estaba a punto de decir algo, pero entonces su celular sonó, Hilario atendió la llamada la instante.

—Buenos días, Hilario —dijo la voz al otro lado del teléfono—. Soy el secretario de seguridad y estoy a las afueras de su rancho. Algunos de mis elementos me reportan que tuvieron una persecución de un vehículo sospechoso y dos individuos encapuchados ingresaron a su propiedad, podrían ser peligrosos. Necesito que me permita entrar para inspeccionar.

—Puede entrar a mi propiedad con gusto, en cuanto vuelva con una orden, secretario —dijo Hilario y luego colgó, necesitaba tiempo para esconder a Sebastián y al que parecía ser el mismísimo Salvador Arriaga.

Hola, mis estimados.

Esta vez cerramos el capítulo con la maravillosa ilustración que comisioné a Mar Espinosa para celebrar el mes del orgullo y, sobre todo, el "Salvastián is back". Amo el arte de Mar y cómo le da vida mis chicos.

Este capítulo ha sido hermoso de escribir, ver a mis chicos amándose y perdonándose siempre es un placer, extrañaba tanto escribir sobre ellos juntos. Espero y hayan disfrutado la lectura del capítulo tanto como yo al escribirlo.


Nos leemos muy pronto.

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