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Ese día.
15 de septiembre de 2011
Con suma delicadeza y algo de temor, Fátima Carvajal cerró los ojos del cadáver de Alexander. Nunca fue una mujer de creencias religiosas, pero, por respeto, rezó lo que recordó del padre nuestro que su abuela le enseñó cuando era niña. Se puso de pie y comenzó a dar vueltas alrededor del salón, se tomó algo de tiempo para reflexionar qué hacer. ¿Cómo decir que el embajador estadunidense acaba de ser asesinado y que ella había visto al asesino escapar? Tomó su celular y llamó a la única persona a la que podría decírselo, la primera llamada se perdió, Fernando debía estar en plena celebración, volvió a intentarlo y el presidente atendió la llamada al segundo tono.
—Necesito que bajes al salón de embajadores ahora mismo —le pidió Fátima.
—¿Qué? —preguntó Fernando acercándose el celular al oído—, no te escucho.
—¡Tienes que bajar al salón de embajadores ahora mismo! —Gritó ella.
—¿Qué ha pasado? —cuestionó Fernando con algo de preocupación en su voz, era consciente de que atendía una llamada en el celular que solo sonaba en caso de emergencias extremas.
—Asesinaron a Alexander Murphy —respondió Fátima y colgó.
Fátima volvió a pararse al lado del cuerpo de Alexander, la imagen le revolvió el estómago, nunca se llevó del todo bien con él, aun así fue imposible que el corazón no se le estrujara. Hizo un viaje en su memoria, y lo único que pudo recordar fue lo bien que Alexander y Sebastián se llevaban, se volvieron inseparables y, juntos, trabajaron arduamente para sanar las heridas que la guerra contra el tráfico de drogas había ocasionado entre México y el vecino del norte. La tensión política entre ambos países se encontraba en un punto crítico a causa del decreto que el presidente Castrejón lanzó un año atrás; años de fraternidad y diplomacia estaban por romperse, este asesinato solo era la cereza del pastel. El simple hecho de imaginar lo que estaba por venir, hizo que a Fátima se le helara la piel.
Las elecciones presidenciales estaban muy cercanas y esto solo aumentaría las tensiones a niveles catastróficos. En el senado se barajeaban dos cosas que mantenían al país en expectación: una demanda de parte de México contra los Estados Unidos y una propuesta de ley. La demanda por el tráfico de armas, en la que México había sido contundente contra los Estados Unidos, y la ley por la legalización de las drogas que había polarizado las opiniones de la población, generando debates, protestas a favor y en contra y, como siempre, batallas políticas por tener la razón.
Alexander y Sebastián eran aliados y divulgadores de la demanda contra el tráfico de armas, para sorpresa de todos, Alexander, siendo estadunidense, se había posicionado a favor de las acusaciones que México hacía contra el gobierno de los Estados Unidos, y Sebastián tuvo que ver demasiado con ello. «¿Cómo fue entonces que ambos aliados terminaron así? —se preguntó Fátima—. ¿Por qué Sebastián lo asesinó». Seguro otra vez la ambición por el poder había hecho de las suyas. Llevaba más de una década viendo desde las sombras cómo los hombres de cuello blanco se destruían entre ellos, se apuñalaban por la espalda y luego sonreían con el rostro manchado de sangre. El destino la acababa de poner en medio de los hechos que sabía marcarían el rumbo del país, ahora menos que nunca podía olvidar cuál era su propósito, ese por el que había trabajado por más de diez años; Fátima tenía mucho por decir. Ya nada podía asustarla.
El ruido de la puerta abriéndose la obligó a dejar de ver el cadáver y concentrarse en la hecatombe que estaba por iniciar. Fernando llegó al salón con las manos temblorosas y todo su equipo de seguridad detrás de él, cuando comprobó que Fátima no estaba jugándole una broma de mal gusto, se llevó las manos al rostro y las piernas también le temblaron, tuvo que apoyarse en la pared para no caerse: Alexander Murphy estaba muerto.
Fernando se tomó un tiempo para intentar dimensionar las implicaciones de dicha afirmación, sin embargo, no tuvo demasiado tiempo. Andrea, su esposa, había bajado tras él cuando notó que se escabullía nervioso de la celebración. La ausencia del presidente llamó la atención de varios invitados que, curiosos, también decidieron dejar la cena de celebración.
El grito de la alcaldesa de Nuevo León al ver el cadáver llamó la atención de los presentes que, entre sorprendidos y asustados, se aglomeraron en la puerta del salón. Fátima intentó reaccionar y con una señal les pidió a los hombres del equipo de seguridad que la ayudaran a cerrar la puerta, pero fue demasiado tarde: las miradas de más de dos docenas de testigos, los flechazos y las luces de las cámaras de algunos periodistas a los que el instinto no les falló, eran testigos de la imagen del presidente Castrejón arrodillado ante el cuerpo sin vida del embajador estadunidense.
La noticia comenzó a regarse como pólvora, en un momento, la esposa de Alexander logró ingresar al salón y, destrozada, abrazó el cuerpo de su marido. Fátima coordinó al equipo de seguridad para que sellaran la puerta y no permitieran que nadie más entrara, era esa la escena del crimen y no podía seguirse contaminando. El secretario de seguridad, que también se encontraba en la noche de celebración del grito de independencia, llamó a su equipo de trabajo y se encargó de desalojar a todo el palacio y, a la vez, poner barreras de seguridad alrededor del lugar, eso era prioritario cuando más de cien mil personas se encontraban en la explanada del zócalo, celebrando.
Las imágenes de lo sucedido comenzaron a hacerse públicas en redes sociales y en noticieros que interrumpieron la programación habitual para cubrir los hechos del magnicidio que acaba de perpetuarse. El equipo forense llegó, se cerraron las vías de acceso al palacio y el ejército tomó las calles. De un momento a otro, Fátima se descubrió en el salón contiguo siendo interrogada por el mismísimo fiscal general de la república; su celular no dejaba de sonar pues al ser la asistente de presidencia todos acudían a ella en busca de respuestas, respuestas que ni ella tenía, así que tuvo que apagarlo.
—Fátima, cuénteme qué sucedió —le pidió el fiscal, en la mirada del hombre podía apreciarse el desconcierto por el que pasaba—. Por motivos legales y de seguridad esta conversación será grabada, luego deberá acudir a la fiscalía para que se le tome su declaración formal.
—Yo, bajé del piso de arriba para buscar a Alexander porque el resto de embajadores iban a tomarse la tradicional fotografía de celebración —comenzó a relatar Fátima—. Por obvias razones la planta baja se encontraba casi vacía ante la celebración que se realizaba arriba. Fui directo al salón de embajadores porque sabía que Alexander solía pasar la mayor parte de tiempo ahí... Entré, entonces vi el cuerpo de Alexander en el suelo y a él a su lado.
—¿A él? ¿A quién se refiere con él? ¿Puede ser más específica?
Fátima guardo silencio, se tomó su tiempo para volver a revivir la imagen de la que fue testigo. El hecho seguía sorprendiéndola, llevaba todo el rato tratando de entender qué había sucedido, pero por más que intentaba unir las piezas, el rompecabezas no podía ser armado.
—Sebastián... —respondió ella en un titubeo.
—¿Sebastián? ¿Sebastián qué? —cuestionó el fiscal con firmeza.
—Sebastián Meléndez.
—¿Puede relatar exactamente lo que vio?
—Entré al salón y Sebastián Meléndez estaba de pie apuntando hacia el cuerpo de Alexander.
—¿Vio usted disparar a Sebastián Meléndez a Alexander Murphy?
—No, el cuerpo de Alexander ya estaba en el suelo cuando yo entré, sin vida.
—¿Y qué hizo Sebastián cuando la vio entrar?
Fátima volvió a tomarse unos segundos, supo de la existencia de Sebastián cuando su secuestro se volvió el más mediático del país, ella misma llegó a especular diferentes teorías sobre el caso. Fue testigo de cómo el supuesto asesinato del chico conmocionó a todo el país y gente de otras latitudes. Vio al padre del susodicho marchar, clamar justicia y seguir con su candidatura a la alcaldía del llamado municipio de la muerte, también los dos atentados que el hombre sufrió, luego, lo vio ganar las elecciones y vivió la guerra que puso al país de cabeza. Una mañana como cualquier otra, presenció con sus propios ojos a Sebastián resucitar en un vídeo en televisión nacional y estuvo a punto de convertirse en una de las víctimas mortales que esa batalla dejó cuando carteles de droga tomaron las calles como zona de guerra. Lo conoció en persona cuando el presidente Castrejón lo trajo al palacio para usarlo como estandarte de su discurso. Le perdió la pista por más de seis meses, hasta que lo vio regresar como íntimo de Castrejón y tomando las riendas de la asociación por la paz. De forma irónica, ahora, era Sebastián Meléndez el responsable de hacer que la tregua llegase a su fin.
—Él me apuntó con la pistola —respondió Fátima.
—¿La amenazó? —preguntó el fiscal sin perderse ningún detalle de su lenguaje corporal.
—Sí, el me amenazó. —La mirada de Fátima se fijó en los ojos del fiscal—. Me apuntó con el arma, me obligó a que entrara al salón y luego él se escapó mientras me apuntaba.
El fiscal asintió y, esta vez, fue él quien se tomó algo de tiempo para procesar la información que acababa de recibir.
—¿Había alguien más en el salón? —cuestionó segundos después y volvió a fijar su mirada en Fátima Carvajal.
—No, solo el cuerpo de Alexander y Sebastián.
La puerta del salón que había sido tomado como sala de interrogatorios se abrió y un hombre con laptop en mano irrumpió en el lugar.
—Perdón que interrumpa, pero esto es importante —dijo el hombre luego de posicionarse a un lado del fiscal—. Los vídeos de seguridad han sido recuperados.
Gerardo Luna llevaba todo el sexenio del presidente ocupando el puesto de fiscal, el año anterior el país estuvo a punto de colapsar, los últimos meses lucharon con el firme objetivo de recuperar el orden y, a pesar de las tensiones, pudieron tomarse un respiro, sin embargo, esto lo cambiaba todo, por más que lo intentaba no lograba encontrar una forma de evitar la catástrofe que estaba por venir.
Con algo de temor por lo que estaba por ver, Gerardo reprodujo el vídeo de las cámaras de seguridad. Reconoció de inmediato el pasillo que la imagen trasmitía, era el mismo detrás de la puerta a sus espaldas; vio a Fátima Carvajal caminar a prisa hacia el salón de embajadores, detenerse por unos segundos y luego abrir la puerta. El ángulo de la cámara alcanzó a captar a la mujer levantar las manos, asustada, y luego dar un par de pasos hacia el frente, unos cuantos minutos sin nada relevante y, entonces, aparecía a cuadro él, Sebastián Meléndez: en cuanto salió del salón, el chico miró a la cámara, como si supiera a la perfección que estaba ahí, llevaba la pistola al frente y el rostro y la ropa manchados de sangre.
La cámara de otro de los pasillos pudo grabar el ataque que hizo contra uno de los guardias, el momento en el que lo despojó de su saco y de su arma, y su escape del palacio. Las imágenes confirmaban la versión de Fátima Carvajal y daban vida a lo que Gerardo había pensado desde que escuchó el nombre de Sebastián Meléndez: «Es un hecho irrefutable que, en algún momento de la historia, el héroe terminará convirtiéndose en villano».
Era la segunda vez en la noche que el presidente Castrejón tomaba el podio, unas horas atrás para celebrar la independencia del país y lo bien encausada y firme que iba su recta final como presidente, ahora, hablaba ante el micrófono para confirmar el asesinato del embajador estadunidense. Minutos atrás acababa de mantener una llamada poco amigable y diplomática con el presidente de los Estados Unidos, que amenazó con desplegar a todo su ejército en el país si no le daba una pronta resolución del caso, lo equivalente a la cabeza del culpable. No preparó un discurso, tampoco entró en detalles a pesar de que la prensa se le dejó ir encima como carroñeros, se limitó a dar la cara y a responder con monosílabos.
Las habladurías sobre el asesino de Alexander Murphy lo tenían intranquilo, aún después de haber visto las grabaciones que mostraban a Sebastián salir del salón de embajadores con pistola en mano y la ropa manchada de sangre, se negaba a creer que ese chico pudiese ser el asesino de Alexander, ambos eran tan unidos que la idea de Sebastián disparando a la frente de Alexander con esa frialdad le resultaba imposible. ¿Acaso él mismo se cegaba ante la cercanía que mantenía con el chico? Fernando abandonó la sala de prensa y se dirigió a la sala de juntas donde toda una comitiva del estado mayor presidencial ya lo esperaba. El gabinete de seguridad nacional y la secretaria de defensa ya habían desplegado al ejército y la policía federal para lograr la captura de Sebastián. En cuanto Fernando entró a la sala, el general, Ramón López Valverde, tomó la palabra:
—Aún se desconoce el paradero de Sebastián Meléndez y eso no puede ser posible, tenemos más de quince mil cámaras por toda la ciudad, ¡es imposible que se lo haya tragado la tierra! Señor presidente, yo me comprometí con usted a que encontraría al presunto culpable de la muerte del embajador y así lo haré.
—Están subestimando a Sebastián —interrumpió Fátima—, tras lo que vivió, él se preparó para afrontar cualquier eventualidad. Participó en un sinfín de simulacros de crisis, conoce a la perfección los protocolos de búsqueda y seguridad. Encontrarlo no será fácil, sabe muy bien como esconderse.
—Su celular fue encontrado tres calles atrás del palacio de gobierno —dijo el fiscal.
—¿Interrogaron ya a su familia? —preguntó el presidente pensando en Hilario.
—Sí, sus padres y su hermana estaban también en la celebración del grito de independencia —indicó el general—, sin embargo, no podíamos ni tampoco quisimos retenerlos.
—¿En verdad cree que Sebastián buscará a su familia? Por favor, general, ese es el último lugar al que iría —volvió Fátima a tomar la palabra.
—Entonces, entre todos los aquí presentes tenemos que responder esta pregunta: ¿en quién confía Sebastián?
Daniel Castro se apuraba a ponerse el uniforme mientras veía la televisión sin perderse ningún detalle.La noticia del asesinato de Alexander le había helado la sangre, pero las imágenes que ya rondaban por todos lados de Sebastián con pistola en mano y siendo el principal sospechoso del asesinato, lo dejaron petrificado. Daniel apenas llevaba una semana del descanso obligatorio al que Ramírez lo había mandado,sin embargo, en cuanto se enteró del asesinato, supo que Ramírez lo llamaría y así sucedió. «Tenemos que encontrarlo antes que nadie», le dijo Ramírez al teléfono con voz desesperada, y así tenía que ser, él mejor que nadie lo sabía.Terminó de abrocharse las agujetas y tomó su arma para encajarla en el porta pistolas, se puso el pasamontañas y el casco y corrió hacia la puerta. Vivía en una pequeña vecindad a las orillas de la Ciudad de México, por lo que le tomaría algo del tiempo llegar al palacio nacional; a prisa bajó las estrechas escaleras de metal y se dirigió a la puerta, pero, en cuanto la abrió, supo que no tendría que ir muy lejos: Sebastián estaba en la entrada de la vecindad a punto de golpear el metal de la puerta, reconoció sus ojos amielados a pesar dela sangre que le escurría por todo el rostro. «Daniel», alcanzó a susurrar Sebastián antes de desfallecer en sus brazos.
¡Hey! ¿Qué tal su día?
Apenas vamos en el tercer capítulo y ya están lloviendo vergazos.
Pero, Ignacio, ¿quién demonios es Daniel? ¡Lo descubriremos! Pero no es la primera vez que aparece en la historia, ya había estado presente, para ser más preciso en el capítulo 58 de "El Hijo Pródigo".
¿Qué opinan de la continuación de la historia al momento?
¡Nos leemos el próximo viernes con un nuevo capítulo.
los quiere, Ignacio.
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