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3 días después.

18 de septiembre de 2011


Sebastián tuvo que frenar de golpe cuando una caravana de camionetas del ejército pasó frente a ellos. Ramírez no mentía cuando les dijo que, afuera, las cosas se ponían peor a cada minuto, ver la militarización en las principales calles de la ciudad daba la sensación de estar en una película de terror, como si un monstruo que no puedes ver pero si sentir estuviese a punto de atacarte. Los rondines militares por la calle eran comunes en la ruralidad, en los municipios más alejados de la vida urbana, en las profundidades de la sierra y en la soledad de las carreteras donde la muerte solía respirarles en la nuca a los valientes que se atrevían a circular por ellas, en esos lugares olvidados y abandonados donde la violencia se convirtió en el pan de cada día. Pero no ahí, en la fachada, en la superficie, en lo turístico y en las aglomeraciones de personas de las cuales sus preocupaciones solían ser distintas. Ante el panorama, Sebastián se dio cuenta de que esa guerra silenciosa ya no lo era tanto.

Por el espejo retrovisor Sebastián vio a Daniel tomar su fusil con fuerza mientras observaba a los militares seguir su camino a gran velocidad, pudo entender el miedo de su compañero, lo único que de momento los protegía de las balas era la patrulla oficial de la policía federal en la que se transportaban y los pasamontañas que cubrían sus rostros; transitar por las calles les daba una visión clara de lo que implicaba viajar con el hombre más buscado del país, que iba al mando del volante y en el mismo vehículo, pero sobre todo, que pertenecía al mismo equipo; asumirlo y seguir a su lado significaba retar a la muerte y reírse de ella en su cara. Sebastián no pudo más que agradecer la lealtad de sus compañeros, aprovechó ese momento para exteriorizarlo, había aprendido a ya no guardarse nada.

—Daniel, quiero decirte esto antes de que sea demasiado tarde y ya no tenga oportunidad: gracias por haberme ayudado, por arriesgarlo todo por mí y seguir a mi lado a pesar de todo lo que eso implica. —Las miradas de ambos se encontraron en el espejo retrovisor.

—No tienes nada que agradecerme, cabrón. Eres mi amigo y yo creo en ti y en tú inocencia, yo decidí ser policía hace tres años, esto es lo que me toca. Como me dijiste en una de las tantas madrugadas que pasamos juntos en las profundidades de la sierra: esta guerra vamos a ganarla juntos —expresó Daniel con la mirada fija en la de Sebastián, el pasamontañas no dejaba ver su rostro por completo, pero Sebastián sabía que su amigo sonreía.

—Qué gusto me da trabajar al lado de hombres que exterioricen sus sentimientos —dijo Karla desde el asiento al lado del de Sebastián—, me hace sentir más segura y comprendida.

—Es una de las pocas cosas buenas que te puede dejar la guerra, te hace más humano y sincero con quienes quieres —dijo Sebastián mientras su mirada iba y venía del espejo retrovisor hacia el frente.

—Es una visión bonita y siniestra a la vez —reflexionó Karla—, te hace más humano y sincero con quienes quieres porque vives con la sensación constante de no saber si volverás a verlos, si serás capaz de regresar con vida o no.

Ni Sebastián ni tampoco Daniel agregaron palabra alguna a lo dicho por Karla porque tenía razón en lo que acababa de decir. Sebastián lo había vivido unos cuantos días atrás, lo que era una celebración que disfrutaba al lado de su familia, minutos después se convirtió en una tragedia que lo obligaba a mantenerse alejado de ellos sin tener la certeza de si algún día los volvería a ver. Karla lo vivió bastantes años atrás cuando su hermano fue asesinado aquella noche de celebración, y lo vivía en su presente al llevar meses enteros sin ver a sus padres porque los envió a otro país por seguridad y les prohibió regresar. Daniel se despidió de su madre apenas unos minutos atrás siendo consciente de que las posibilidades de no volverla a ver eran una realidad. Esas posibilidades las experimentaba cualquier ser humano al salir a la escuela, al trabajo o cualquier lugar, pero estar en medio de una guerra las intensificaba, las trasladaba a una conciencia dolorosa. Nadie podía negar que al hablar de guerra también se tenía que hablar de forma inevitable sobre la muerte.

La casa secreta de Alexander se encontraba en una colonia céntrica de la ciudad y donde solían vivir personas de clase media. La primera vez que Alexander los llevó a esa casa utilizó la analogía del salón de clases para explicar por qué había elegido ese lugar: «Los que se sientan atrás son los que hacen desastre, los rebeldes escandalosos a los que el maestro siempre llama la atención —les había dicho Alexander muy serio—, los que se sientan al frente son los aplicados, los que quieren llamar la atención y los que el profesor siempre espera que participen. La mejor manera de pasar desapercibido es estar en el medio, sin pertenecer a un bando ni al otro. Por eso elegí este lugar, teniendo el puesto que tengo sería muy extraño que alguien me viese en una de las zonas más pobres de la ciudad, ¿qué tendría yo que estar haciendo ahí?, levantaría sospechas de inmediato; en el otro extremo, la zona más acaudalada de la ciudad, me encontraría siempre a algún conocido que sin duda alguna hablará y especulará sobre por qué tengo una segunda casa. En la zona media habita la mayoría de la población y perderse entre la multitud es la mejor forma de pasar desapercibidos, lo cual es nuestro objetivo».

Al parecer, la estrategia de Alexander le había funcionado porque hasta el momento nadie que él mismo no hubiese llevado hasta ahí sabía de la existencia de esa casa a la que acudían cada vez que el mundo y la vida se ponían densos y tenían que escapar, ese refugio en el que Alexander, Karla y Sebastián vivieron tantas cosas, tanto juntos como separados, ahí fue donde se forjó su amistad y su alianza. Sebastián estacionó la patrulla un par de cuadras antes de llegar y la caravana que marchaba a sus espaldas se detuvo también, miró a Karla porque sabía que era la mejor para delegar y organizar, ella lo entendió y se desabrochó el cinturón de seguridad para poder moverse en libertad mientras hablaba.

—¿Dónde estamos? —preguntó Daniel, curioso—. ¿Por qué nos hemos detenido?

—Sebastián y yo necesitamos hacernos de una información que nos ayudará a demostrar su inocencia, y esa información está cerca de aquí, esto es lo que vamos a hacer —explicó Karla con seriedad—: Daniel, tú te encargarás de que nadie pase, formarás un círculo en un radio de dos cuadras, debes distribuir muy bien ocho de las nueve patrullas que nos acompañan, una patrulla más nos acompañará a Sebastián y a mí para que nos cuiden desde afuera del lugar al que iremos. El círculo de patrullas es la muralla y lo más importante —enfatizó Karla mientras veía a sus compañeros y amigos con seriedad—, Daniel, nadie, bajo ninguna circunstancia, puede atravesar la muralla, ¿entendido?, de lo contrario Sebastián y yo quedaremos desprotegidos casi por completo.

—Nadie pasará la muralla, Karla, te lo prometo —afirmó Daniel—. Pondré a los mejores elementos de cada patrulla al mando, yo estaré al frente de esta que supongo es la calle que da hacia el lugar al que van.

—Supones bien, Daniel —dijo esta vez Sebastián—. No podemos perder más tiempo, coordínate con las dos patrullas tras nosotros, la primera se viene con Karla y conmigo, la segunda te sigue a ti. Estaremos en constante comunicación por los micrófonos.

Daniel asintió y de inmediato se bajó de la patrulla para seguir las órdenes que había recibido. Sebastián volvió a echar a andar el vehículo y avanzó las dos cuadras que les faltaban por llegar, la patrulla a sus espaldas los siguió tal y como lo indicó Karla. Por los retrovisores vieron a Daniel organizar al resto de patrullas.

El refugio de Alexander tenía una apariencia común, como cualquier casa de la colonia, contaba con dos plantas y las paredes estaban pintadas con un azul celeste, las puertas y ventanas lucían un color negro y a través del barandal podían apreciarse varias macetas con distintos tipos de plantas que ahora estaban sin vida debido a que su dueño no había podido volver para regarlas. Sebastián se estacionó frente a la casa y la patrulla que los acompañaba lo hizo detrás de ellos, deprisa ambos se bajaron del vehículo y Karla se acercó a con sus otros compañeros para darles instrucciones: «Manténganse en constante comunicación con Daniel, si alguien pasa la muralla avísenos a la brevedad, nadie puede entrar por esa puerta», les dijo Karla y los cuatro policías en la patrulla asintieron.

La periodista abrió el cierre de la bolsa de su pantalón y de ahí sacó las llaves que siempre la acompañaban, le pidió a Sebastián que le aluzara con la linterna con la que contaba su uniforme y buscó la llave en color verde marcada con el número uno. En cuanto la encontró se apuró a dirigirse a la puerta, sin embargo, lo que sucedió la hizo abrir la boca con asombro y enmudecer por unos cuantos segundos.

—Alexander cambió las chapas —informó Karla, su mirada, tan expresiva como siempre, reflejó sorpresa y dolor a la vez.

—No puede ser —dijo Sebastián y le arrebató la llave—, seguro te equivocaste.

Lo intentó con distintas llaves y maldijo entre dientes cuando comprobó que la afirmación de su amiga era real.

—No podemos quedarnos así de brazos cruzados —manifestó Karla al tiempo que miraba hacia la casa—, que Alexander haya hecho esto solo nos confirma que, como sea, tenemos que entrar.

—Vamos a trepar al segundo piso y entraremos por una ventana —propuso Sebastián, en su mente ya ideaba qué es lo que iba a hacer.

—Las ventanas tiene protecciones —objetó Karla.

—Y nosotros el equipo para derrumbarlas. —Sebastián corrió hacia la patrulla y de debajo del asiento trasero sacó una de las cajas con el equipo necesario con las que contaba cada patrulla; la puso en el suelo y primero sacó la cuerda, luego tomó con cuidado una granada y se la mostró a Karla.

Entre los dos y los cuatro policías que los acompañaban, trabajaron en equipo para lograr subir al segundo piso a través del barandal, Sebastián y Karla hicieron uso de las técnicas enseñadas por los instructores de la DEA y el mismo Emiliano, en un par de minutos estaban en la pequeña terraza de la planta alta. Karla comenzó a trabajar al instante y formó una barrera con sillas, macetas y cuanto objeto tuvo a su alcance, cuando estuvo lista le hizo una señal con la mano. Sebastián contó hasta tres con la boca y los dedos, le quitó el seguro a la granada, la puso entre las protecciones metálicas y el vidrio de la ventana, y deprisa saltó detrás de la muralla que Karla construyó. Ambos se arrinconaron contra la pared y se taparon los oídos, un par de segundos después la explosión se escuchó.

Contaron hasta diez en su mente antes de hacer cualquier movimiento, luego se enderezaron y vieron el enorme hueco que se formó en la pared y sonrieron, se pusieron de pie y corrieron hacia adentro de la casa, sin embargo, una vez que terminó el efecto de aturdimiento que les dejó la explosión, pudieron escuchar esa voz robótica que retumbaba por todas las paredes de la casa. «Alerta, alerta, alerta, alerta». Ambos se miraron entre sorprendidos y asustados, al parecer había muchas cosas que Alexander no les contó durante las últimas semanas. El darse cuenta de que su amigo perdió por completo la confianza en ambos, destrozó su interior de cierta forma.

A pesar de la sorpresa y los sentimientos que la invadían, Karla reaccionó de inmediato y tomó a Sebastián de la muñeca para que juntos se internaran en la casa. «Sea lo que sea que significa esta alarma, no tenemos mucho tiempo y tampoco quiero estar aquí para averiguarlo», le dijo ella al oído y juntos comenzaron a revisar cada habitación. En la planta alta no encontraron nada de valor, ahí casi todo estaba vacío a excepción de unos cuantos muebles. Decidieron dejar de perder el tiempo y se apuraron a ir a las habitaciones en el piso de abajo que ya conocían a la perfección.

Ninguno esperaba lo que encontraron en cuanto llegaron a la sala, los dos se detuvieron y miraron boquiabiertos hacia la pared, las pulsaciones de Karla se aceleraron y las manos de Sebastián comenzaron a temblar, su mente transitaba entre sentimientos como el asombro, la inquietud, el miedo y la tristeza. Frente a ellos se encontraba un enorme pizarrón como el que solía utilizar la policía para analizar y desglosar las pruebas de un caso; en la mitad izquierda se podía observar una fotografía de Emiliano que ocupaba gran parte del espacio, estaba llena de dardos, como si Alexander la hubiese utilizado de tiro al blanco. Alrededor de la imagen de Emiliano había fotografías más pequeñas, varias notas de periódico, copias de expedientes y otras tantas notas seguro escritas por el propio Alexander. No fue una sorpresa ni para Sebastián ni tampoco para Karla encontrar sus fotografías pegadas en el pizarrón, también los rostros de Hilario y Willy se encontraban presentes.

Pero lo que más impresión causó en los dos, fue el lado derecho de la pizarra, Karla intentó encontrarle algún sentido o conexión, pero fue inútil, al menos en un primer intento. En esa parte, también había fotografías, sin embargo, a diferencia del otro lado, todas eran del mismo tamaño. En ese extremo de la pizarra se encontraron con los rostros de Castrejón, Andrea Ramos, Fátima Carvajal, la asistente de presidencia, encerrada en un círculo rojo y, con el rostro de quien más sorprendió a ambos, Manuel Arriaga. El hijo mayor del Chepe también estaba encerrado en un círculo al igual que Fátima, solo que a él lo acompañaba un signo de interrogación.

Sebastián fue acercándose poco a poco al pizarrón, se permitió leer algunas notas en un intento de comprender qué era lo que sus ojos veían, pero llegó a la misma conclusión que Karla: se trataba de demasiada información para entenderlo de un simple vistazo. Sin embargo, no fue ese el motivo por el que las pulsaciones de Sebastián se aceleraron, acercarse le permitió apreciar los detalles con mayor minuciosidad, de esa manera logró apreciar la diminuta imagen de Salvador recortada y pegada en un hoja al centro de la pizarra, seguro Alexander la había recortado de algún periódico en el que encontró una de esas notas que salieron cuando Salvador fue detenido por el general Rodríguez. En la hoja en la que se encontraba pegada la imagen había no uno, sino tres signos de interrogación escritos en rojo.

De pronto, ambos volvieron a ser conscientes de la voz robótica que en ningún momento dejó de repetir: «alerta, alerta, alerta, alerta». Karla reaccionó y tomó a Sebastián del brazo para hacerlo a un lado, sacó su celular y primero tomó una fotografía completa de la pizarra, luego se acercó y fotografió la obra de Alexander por secciones. Fue ese el momento en el que los primeros disparos comenzaron a escucharse a las afueras de ese que, en el pasado, había sido un refugio y que ahora se convertía en una trampa.

—¡Nos están atacando! —gritó Daniel a través de micrófono.

Oír la voz desesperada de su compañero hizo que Sebastián saliese del ensimismamiento en el que se encontraba, deprisa desencajó el fusil que llevaba a la cintura y apuntó sin saber a ciencia cierta a qué.

—¿Quién los está atacando? —cuestionó Karla por medio de su propio micrófono.

—No lo sé —dijo Daniel luego de uno segundos—, son camionetas negras y blindadas, solo son dos, pero están armados hasta los dientes, creo que tengo a un hombre caído, nos tomaron por sorpresa. Sea lo que sea que estén haciendo, tiene que darse prisa.

Cuando Daniel dejó de hablar, más disparos volvieron escucharse. Sebastián reaccionó y corrió hacia la que sabía era la habitación principal de la casa y buscó aquello que los había hecho volver a ese lugar. Karla, por su parte, continuó con las fotografías a la pizarra en la pared. Alexander solía guardar su laptop bajo llave en el tercer cajón del closet, Sebastián lo vio hacerlo infinidad de veces. Para su sorpresa, cuando se arrodilló frente al cajón se encontró con la cerradura abierta, pero la computadora no estaba ahí. Maldijo y se dedicó a abrir cajón por cajón, todos se encontraban vacíos. Fue hasta que movió la ropa en el closet que, al fondo, localizó una caja fuerte de metal y de mediano tamaño, cuando intentó arrastrarla se dio cuenta de que era bastante pesada, pero sabía que quizá todo lo que necesitaban estaba dentro de ahí, así que utilizó sus piernas y sus manos para empujarla hacia la sala.

—¿Has encontrado la computadora? —preguntó Karla en cuanto lo vio salir de la habitación.

—No, en esa habitación no hay nada, solo esta caja fuerte —respondió Sebastián—. ¿En dónde más podemos buscar?

—No hay tiempo para seguir buscando, tenemos que irnos ahora mismo —dijo Karla—, pero tampoco podemos permitir que alguien con más tiempo entré a esta casa y encuentre información que no nos conviene.

Sebastián la miró y entendió a lo que su compañera se refería, «si no es para nosotros no puede ser para nadie más», pensó. A la distancia más disparos volvieron a escucharse.

—¡Tenemos que encontrar la forma de sacar esta caja fuerte de aquí! —gritó Sebastián, desesperado.

—Contamos con cuatro granadas y la puerta principal cerrada —comenzó a elucubrar Karla—. Ponemos una que haga volar la puerta y nos ayudé a salir para subir la caja a la patrulla, luego regresamos, ponemos las tres granadas restantes en el tanque de gas y hacemos volar esta casa.

—El fuego siempre lo borra todo ---expresó Sebastián y corrió hacia la puerta para poner la primera granada—. ¡Protégete detrás de la caja!

Karla siguió las instrucciones de su amigo y segundos después lo vio tirarse pecho tierra a su lado para protegerse de la explosión. La puerta salió disparada hacia la calle, la tinnitus ocasionada ante el estallido volvió a descolocarlos, aun así, entre ambos, empujaron con todas sus fuerzas la caja hacia la salida. Cuando estuvieron afuera, se dieron cuenta de que la patrulla que debía estar vigilando la entrada ya no estaba ahí. No podían perder el tiempo en suposiciones, con mucho esfuerzo, lograron subir la caja fuerte en el asiento trasero de la patrulla que Sebastián conducía.

Al momento que Sebastián cerró la puerta del vehículo, observó a su compañera correr de nueva cuenta hacia adentro de la casa, hizo un esfuerzo por alcanzarla y luego la detuvo.

—No tiene caso que los dos nos arriesguemos a morir ahí —le dijo Sebastián mirándola a los ojos—, cuando los explosivos se activen tendremos diez segundos para intentar salir con vida, Karla, voy a hacerlo yo solo. Si no lo consigo, escapa con la caja fuerte e intenta descubrir qué fue lo que ocurrió.

La periodista apretó los dientes y los puños, pero no puso objeción, sabía que no podía hacerlo, lo había aprendido en los entrenamientos y en las misiones. Tampoco podía cuestionar los papeles que cada uno asumiría, en la situación y circunstancias en las que se encontraban, era ella quien tenía más posibilidades de hacer algo. Así que solo asintió, le dio un fuerte abrazo a Sebastián y luego lo vio volver internarse en la casa. Ella corrió hacia la patrulla y la echó a andar para moverla hacia el otro extremo de la calle, mantuvo el motor encendido, apretó el volante con fuerza, en su mente comenzó a contar del uno al cincuenta y se aferró a la esperanza de ver a Sebastián salir de la casa una vez más.

Cuando el conteo mental de Karla llegó al treinta y dos, la explosión ocurrió, esta vez, en mayor escala. Su instinto la obligó a agacharse en el asiento, pero en el momento que llegó al cuarenta y cinco, se enderezó deprisa y volteó hacia atrás. Llegó al cuarenta y ocho y sintió un nudo en la garganta, maldijo entre dientes y golpeó el volante; habían pasado ya cincuenta y dos segundos, puso la palanca en la D y las lágrimas amenazaron con salir, sin embargo, al llegar al cincuenta y nueve, vio a Sebastián trastabillar afuera de la casa. El humo y las llamas ya comenzaban a ascender más allá del techo.

Karla cambió la palanca a reversa y pisó el acelerador hasta el fondo, detuvo la patrulla frente a la casa y, luego de regresar la palanca al neutral, se estiró para abrir la puerta del copiloto, vio a Sebastián subirse con el pasamontañas empapado de sangre, quizá la herida que antes suturaron había vuelto a abrirse o una nueva herida de guerra se añadiría a su colección. Otra explosión se escuchó y Karla pisó el acelerador, llegaron hasta el lugar donde dejaron a Daniel y vieron a una patrulla atravesada en la calle, los disparos ya habían cesado.

Se encontraron a Daniel sentado al lado de la patrulla, tenía sus manos sobre una herida en la pierna izquierda para intentar detener la sangre, fue Karla quien se bajó y lo ayudó a subir. A la distancia se escucharon patrullas que se acercaban a gran velocidad, en cuanto estuvo ante el volante volvió a pisar el acelerador.

—La muralla funcionó —dijo Daniel desde el asiento trasero—, las camionetas no pudieron pasar.

—Lo hiciste muy bien, Daniel —le dijo Karla, pero a pesar de que lo intentó, no pudo sonreírle.

Al mirar de reojo, Karla vio a Sebastián limpiar una gota de sangre que le escurría por debajo del pasamontañas, también se dio cuenta de que amigo miraba por uno de los retrovisores. Ella hizo lo mismo y ambos vieron las llamas que se alzaban sobre aquel que, en el pasado, había sido su refugio.

Hola mis estimados.

Ya hemos llegado al capítulo veinte, me emociona lo rápido que la historia fluye.

¿Qué les ha parecido este capítulo?

Alexander toma cada vez mayor protagonismo, pero conforme más sabemos de él, más se enreda la trama. Hoy descubrimos que era un hombre con muchas sorpresas detrás.

No cabe duda que Emiliano fue el maestro de nuestro chicos, lo digo por lo de hacer explotar lugares.


Nos leemos el miércoles.

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