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380 días antes.
8 de septiembre de 2010
«¿Qué hago aquí?», se preguntaba Sebastián a sí mismo mientras Willy Lawrence, sentado frente a él, no le quitaba la vista de encima.
Hacía más de una semana que Sebastián había abandonado México una vez más para iniciar el reclutamiento como agente de la DEA. La decisión que había tomado no dejaba de sorprenderlo, quizá su padre tenía razón y solo lo aceptó porque lo orillaron a ello, porque en ese entonces el dolor le nublaba el juicio, porque necesitaba aferrarse a algo para poder seguir y lo decidió con las entrañas, no con la cabeza.
—Vuelvo a preguntarte, Sebastián, ¿qué haces aquí? —cuestionó Willy mientras lo miraba con firmeza.
—¿Qué hago aquí? Creo que esa es una pregunta que deberían responder ustedes —manifestó Sebastián y también endureció el gesto.
—Nosotros tenemos bien claro qué haces aquí, pero queremos conocer tu respuesta, eso es lo más importante. ¿Quieres café?
—No, Willy, gracias. Mejor respóndeme, para ustedes, ¿qué hago aquí?
—Esto Sebastián, justamente esto, mira con qué facilidad cambias las cosas; yo soy tu superior, yo soy quien hace las preguntas y tú las respondes, pero está bien, me gusta ser franco... Tienes potencial, por eso estás aquí.
—¿Potencial para qué?
Willy volvió a llenar su taza de café y le dio un largo sorbo, la paciencia con la que el hombre se tomaba sus cuestionamientos denotaba una seguridad que a Sebastián lo ponía intranquilo, ¿qué era eso que ellos veían y que él no lograba ver?
—Potencial para ayudarnos a ganar esta guerra en la que hemos peleado por más de treinta años —completó Willy.
Un año atrás la vida le había cambiado para siempre, Sebastián fue una víctima más de esa guerra que Willy mencionaba; quisieron destruirlo, a él y a toda su familia, sin embargo, logró sobrevivir, y con ello experimentó una catarsis que lo convirtió en otro hombre, uno que aún no conocía del todo, que a veces lo sorprendía, con el que solía estar en una constante lucha. Tal vez era ese hombre al que Willy y su gente habían reclutado y en el que ponían unas esperanzas que, al Sebastián que se resistía a irse, lo intimidaban. No fue hasta esa mañana que entendió que para encontrar la respuesta al cuestionamiento de Willy, él mismo tenía que terminar de asesinar al viejo Sebastián, deprenderse por completo de los sentimientos, memorias y momentos que lo constituían, y mudarse por completo al nuevo hombre, ese que se asomó por el balcón de su habitación luego de estar tanto tiempo encerrado y le dijo a Emiliano con un asentimiento que sí, que su propuesta le daba esa vida que se le estaba yendo de las manos, que estaba listo para luchar.
—No sé si seré capaz de cumplir con esas expectativas tan altas que ustedes han puesto en mí —dijo sin bajar la mirada.
—Eso depende de tu respuesta, por tercera vez, ¿qué haces aquí, Sebastián? —inquirió Willy con más firmeza en su voz.
—¡No lo sé, joder, no lo sé! —gritó Sebastián y se levantó de la silla.
—Una semana, Sebastián, tienes una semana para encontrar esa respuesta, si no logras hacerlo estrás en completa libertad de marcharte. Ahora puedes irte y seguir con tus actividades.
Lo primero que Sebastián hizo al salir de la oficina de Willy fue ir a su habitación para tomar una ducha, era ahí, bajo el agua, donde mejor podía pensar. Apenas y la tibieza del agua tocó su cuerpo, recordó la promesa que le hizo a su padre aquella tarde que irrumpió en su habitación cansado de esperar que la miseria y autocompasión en la que se encontraba, lo abandonaran. «Luchar desde el poder por la justicia». La frase dio vueltas por su mente una y otra vez, ¿era esa la respuesta que buscaba? Se obligó a ponerse reflexivo para poder sincerarse consigo mismo: estaba ahí por su padre, por su familia, por Isabela, porque sabía que no estaban del todo a salvo, era consciente de que la estabilidad en la que los había dejado pendía de un hilo, y él tenía que recuperar esa fe que perdió para poder protegerlos.
Ya nunca volvería a ser el mismo hombre, Carlos Ruiz había destruido una parte de ese Sebastián la noche en que lo traicionó por la espalda, sin embargo, la sensación de estar en un punto medio entre el hombre que fue y el hombre en el que quería convertirse, no lo dejaba en paz. Odiaba ese punto muerto en el que se encontraba: una guerra interna entre dejar morir la humanidad a la que su padre le imploró que se aferrara o, por el contrario, dejar ganar esa frialdad para terminar de convertirse en el hombre que podía ganar esa guerra de la que Willy tanto hablaba.
Pensar en el hombre que quería ser, en su familia, en Isabela, en sus motivaciones y el tratar de encontrar la respuesta de por qué estaba ahí, lo llevó de manera inevitable a pensar en él; se había obligado a mantenerlo lejos de sus pensamientos, de sus memorias, de sus reflexiones, pero Salvador volvía, siempre volvía. Sebastián apretó los dientes y golpeó los azulejos con el puño porque no quería volver a llorar; el perderse en lágrimas y remembranzas solo ocasionaba que la estabilidad que había conseguido se parara al borde del abismo y le sonriera con genuinidad a esa oscura incertidumbre del vacío.
Sebastián prefirió terminar con su sesión reflexiva y abandonó la ducha, evitó a toda costa mirarse en el espejo, se enredó una toalla a la cintura y, todavía ensimismado, salió del cuarto de baño. Una vez en su habitación se encontró con Karla sentada en la orilla de la cama, la miró sorprendido entre la insolencia y la resignación.
—Ya basta de que estés huyendo de mí, Sebastián Meléndez —le dijo ella a modo de advertencia y con la mirada firme.
—No he estado huyendo de ti —afirmó Sebastián con toda la determinación que le fue posible emitir palabras—. ¿Puedes girarte, por favor? Necesito algo de privacidad para cambiarme.
Karla sonrío sin ablandar el gesto y se dio la vuelta. La verdad a Sebastián le importaba poco que lo viera en bolas, solo fue el pretexto para tomarse algo de tiempo y poder encontrar las palabras precisas para poder salvarse sin tener su mirada escudriñando sus reacciones. Con suma paciencia, Sebastián se secó el cuerpo, abrió los cajones, sacó un bóxer y una playera y se los puso; sin preguntar si estaba listo, Karla volvió a mirarlo.
—¿Te di el suficiente tiempo para pensar en excusas que justifiquen tu cobardía? —inquirió ella y mantuvo la firmeza en su mirada y en su voz.
—No estaba pensando ninguna pinche excusa, quien debería tener unas muy buenas bajo la manga, eres tú —se defendió Sebastián.
—No soy una mujer de excusas, todo este tiempo he querido hablar contigo y disculparme, pero tú me evitas en cada oportunidad, yo solo puedo hacerme responsable de lo que me toca.
Ahí estaba con toda su franqueza, Karla Irigoyen, la periodista, la que se había convertido en su amiga durante las circunstancias más horribles, cuando la muerte les soplaba a la nuca y todo estaba perdido. Sebastián sabía que era una batalla perdida, a ella no podía mentirle, así que hizo lo mejor que podía hacer: declararse culpable de lo que a él le correspondía y ondear la bandera de la paz; bajó la mirada, apretó los labios y asintió.
Karla no emitió palabra alguna, ahora que Sebastián había cedido, era el momento menos indicado para eso. Ella se puso de pie, lo atrajo hacia a la cama y lo abrazó, dejó que el silencio hiciera su trabajo, que el simple gesto de estrecharse hechos ovillos en el colchón ayudara a sanar las heridas antes de que fuese inevitable decir palabras y verdades necesarias. Así estuvieron hasta que Sebastián sacó una caja de cigarros y un encendedor que mantenía escondidos entre su ropa interior, encendió uno para él y le ofreció una a Karla que, para su sorpresa, ella aceptó.
—¿Qué hacemos aquí, Karla? —inquirió él luego de la primera calada profunda.
—Sí, por lo que veo, Willy ya te interrogó también a ti —dijo ella y se puso de pie, comenzó a caminar alrededor de la pequeña habitación de paredes grises mientras fumaba.
—Qué pesado es Willy con sus cuestionamientos, joder —se quejó Sebastián con la mirada pérdida entre el humo y el techo.
—No podemos negar que es una buena pregunta y, además, un cuestionamiento que exige una respuesta.
—¿Pudiste responderla, Karla?
—Sí, lo hice desde antes de poner un pie en el avión que me trajo hasta aquí.
—¡Vaya! Admiro tu clarividencia y tu determinación.
—¿Tú no pudiste responderla, Sebastián?
—No, yo no he llegado a ese punto. Tomé la decisión de venir aquí con el estómago.
—Yo también tomé esa decisión con el estómago, por eso estoy aquí.
Sebastián la vio andar por la habitación, con el cigarro entre sus dedos y sus ojos verdes perdidos en un nada externo, pero en un todo interno; seguro que a ella también la invadían los recuerdos de ese pasado nostálgico y las quimeras de ese futuro sin certeza.
—¿Por qué, Karla? ¿Por qué me hicieron esto? —se atrevió Sebastián a dejar de lado las evasivas y a por fin cuestionarla—. Lo prometieron, prometieron que nunca más volverían a jugar conmigo de esa forma y, a pasear de haberme dado su palabra, de que yo confíe ciegamente en ustedes, lo hicieron: me traicionaron, ¡joder! Destruyeron lo poco que me quedaba.
—Sabes muy bien porqué lo hicimos, Sebastián, ¡lo sabes! —La mirada de Karla se ablandó, caminó hacia la cama y se puso en cuclillas para estar a la altura de Sebastián—. Sé que lo sabes, y lo siento, lo siento tanto, amigo.
—¡Lo sé, pero aún no logro entenderlo del todo! —La entereza a la que Sebastián se había aferrado desde que salió de México se hizo añicos y un par de lágrimas se le escaparon—, o no, quizás lo entiendo y por eso duele tanto.
—Uno tiene que hacer lo que tiene hacer, me costó entenderlo, pero es así —dijo Karla con una certeza que sorprendió a Sebastián—. Todos estamos haciendo lo que nos corresponde. Tal vez por eso estás aquí a pesar de que tu familia se opone, Sebastián.
—¿Y esté es lugar correcto, Karla? ¿Aquí nos corresponde estar?
Karla le dio la última calada a su cigarrillo y volvió ponerse de pie, piso los restos de la colilla y luego los escondió en la bolsa de su chamarra, Sebastián apagó los restos del suyo con la punta de los dedos y los escondió debajo de su almohada. Fijó su mirada en su amiga en espera de una respuesta, ella se recargó en la pared con los brazos cruzados y desde ahí respondió:
—Después de más de quince años de búsqueda, mis padres y yo pudimos darle sepultura a los restos de mi hermano: un par de frágiles huesos enredados en sarapes y bolsas de basura. —La entereza de Karla también estaba a punto de hacerse añicos—. Hicimos las pruebas necesarias y sí, era él, era lo que alguna vez fue su cuerpo. Mamá sigue llorando todas las noches, ella se aferraba a la esperanza de encontrarlo con vida, yo le arrebaté esa esperanza y la abofeteé con la siniestra realidad. Mi padre lloró toda la noche que nos confirmaron que era mi hermano, pero, desde entonces, no ha vuelto a llorar, a diferencia de mi madre, él asumió la muerte de mi hermano bastantes años atrás, su sufrimiento lo causaba la incertidumbre, ahora que tiene la certeza de que Julián descansa en paz, ha podido descansar también «Ya no tengo fuerzas para odiar a nadie», me dijo antes de que me viniera para acá.
Sebastián no podía parar de llorar y, a la vez, su sangre ardía en un fuego de rabia y dolor.
—Mis motivaciones me asustan, Sebastián —continuó Karla—, pero también me dan tranquilidad. Mis fuerzas para odiar, clamar y exigir, están más vivas que nunca, y no sé cómo ni sé por qué, no sé si me estoy equivocando ni tampoco si me arrepentiré, pero algo en mi cabeza me dice que estoy en el lugar correcto y es a lo que me aferro.
—Tampoco quiero ni puedo quedarme de brazos cruzados, Karla.
Las miradas de ambos se encontraron, y un contundente «Lo sé» salió de la boca de la periodista. Se abrazaron sin ser del todo conscientes de las luchas que, juntos, estaban por librar.
Hola.
Hemos hecho un pequeño viaje al pasado.
La dupla de: Karla y Sebastián saldando cuentas pendientes.
¿Les gusta esta amistad?
¿Qué les ha parecido el capítulo?
¡Nos leemos en el siguiente!
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