11
Un día después.
16 de septiembre de 2011
Las miradas de ambos se encontraron y Ramírez se sorprendió por la firmeza con la que Sebastián le clavaba los ojos, había permanecido callado todo el tiempo que llevaba frente a él, ya no tenía ni una solo duda de lo mucho que lo subestimó, del Sebastián que conoció un año atrás quedaba muy poco.
—¿En serio, comandante, era necesario amarrarme? —habló Sebastián por fin para cuestionarlo y le dedicó una sonrisa.
—No me has puesto las cosas fáciles, muchacho —respondió Ramírez y se levantó de la silla para caminar hacia él.
—Así me enseñó usted, comandante, a no ponerle las cosas fáciles a nadie. —La sonrisa en el rostro de Sebastián se amplió.
—Quizá deba aprender a ser cauto con mis lecciones, eso de que el alumno puede superar al maestro son patrañas. —Se rió también el comandante.
Estaban en la bodega del Distrito Federal que Ramírez utilizaba para recabar información extra oficial antes de las formalidades y la burocracia. Tres horas de miradas analíticas y silencios, de intentar percibir en los ojos de Sebastián un indicio que le permitiera encontrar un hilo del que jalar, sin embargo, el muchacho había permanecido impasible, resistía a la presión que Ramírez intentaba ejercer sobre él. «Sin duda alguna, Emiliano hizo un excelente trabajo», pensó.
—¿Emiliano también te enseñó a engatusar a las personas? ¿O cómo le hiciste para que Daniel se atreviera a traicionarme? —lo cuestionó. No era ninguna pregunta engañosa, en verdad tenía curiosidad.
—Daniel es un chico muy noble, pero no es algo que yo tenga que decirle, comandante, eso usted ya lo sabe —expresó Sebastián si dejar de mirarlo y sin dejar de sonreírle—. Daniel solo respondió a la lealtad que yo le he dado.
—Yo también le he dado mi lealtad, ¡se lo he dado todo! —protestó Ramírez y con desesperación sacó un cigarro de la cajetilla que estaba sobre la mesa, lo prendió, y caminó en círculos alrededor de Sebastián.
La sonrisa en el rostro de Sebastián se amplió, al parecer el interrogatorio lo estaba ganado él a pesar de ser el interrogado.
—No se complique tanto las cosas, es muy obvio que en la lista de prioridades de Daniel estoy por encima de usted, comandante —alardeó Sebastián con el propósito de seguir haciéndolo enojar.
En silencio, Ramírez se preguntó en qué momento Sebastián se le había ido de las manos, cuál fue el detonante que lo volvió ese rebelde, el instante exacto en el que el muchacho perdió el miedo y dejaron de importarle las consecuencias con tal de lograr sus objetivos. Al verlo ahí amarrado a la silla, pero con una altivez y seguridad que lo exasperaban, una chispa se encendió en la memoria de Ramírez: recordó el primer interrogatorio que le hizo a Salvador, la actitud que Sebastián tenía era tan parecida a la del hijo del Chepe Arriaga que incluso parecía que lo imitaba; Ramírez sonrió porque acaba de encontrar un hilo del que jalar. Volvió a pararse frente a él y le echó el humo del cigarro en la cara.
—¿Sabes, Sebastián? Por más que te esfuerces jamás podrás ser como él —dijo y sonrió—, para estar al nivel de Salvador te falta todo.
¡Bingo! Los ojos de Sebastián se agrandaron, Ramírez lo vio entreabrir la boca y luego apretar los dientes.
—No hable de cosas que no sabe, comandante —demandó Sebastián y volvió a mirarlo con firmeza.
—Porque sé es que habló —se defendió Ramírez—. Conocí a Salvador y te conozco a ti, es muy claro que tratas de imitarlo, de ser el mismo rebelde con ínfulas de héroe que era él, pero a diferencia de ti, Salvador tenía la sangre, la historia y las vivencias; tú no eres más que un niño rico jugando a ser Superman.
«Algo tengo que hacer para que la simple mención de su nombre no me afecte tanto», pensó Sebastián. Estaba cansado de que cada vez que alguien mencionaba a Salvador o algún recuerdo de él venía a su mente, su corazón se constriñera y el pulso se le acelerara haciéndolo perder el control sobre sí mismo; llevaba meses en la lucha por vencer esa debilidad que su compañero de desgracias representaba, con el tiempo aprendió a ser más fuerte y determinado en muchos aspectos, sin embargo, se había resignado a que Salvador era una batalla perdida: lo amaba, lo extrañaba, lo necesitaba a su lado y no podía luchar contra esos sentimientos. O tal vez podía, pero no quería luchar. Desde que Emiliano le confirmó sus sospechas, se aferró a la esperanza de la promesa que Salvador le hizo: «Hasta que nos volvamos a encontrar».
Sebastián enderezó la mirada, buscó los ojos de Ramírez y se preguntó si el comandante tendría razón, si en verdad intentaba imitar a su compañero de desgracias. Reflexionó en silencio las preguntas para intentar encontrar una respuesta. No podía negar que con cada acción que ejercía y con cada decisión que tomaba, ponía en práctica aquello que Salvador le enseñó durante los días que murieron para poder sobrevivir; Salvador era su inspiración, en él encontró esa chispa que lo revolucionó y lo convirtió en el hombre que en esa bodega luchaba por mantenerse imbatible. Sonrío porque se dio cuenta de que Salvador no lo haría perder esa batalla contra Ramírez, lo haría el ganador.
—En eso no se equivoca, comandante —declaró Sebastián—. Salvador es mi inspiración, él me enseñó tantas cosas. Soy el hombre que ahora soy gracias a él.
Ramírez encendió un segundo cigarro y trató de entender el rumbo que los hechos tomaban. Pensó que con lo que le dijo sobre Salvador lograría derrumbarlo, darle en el orgullo y terminar con esa altanería, y así fue en un comienzo, en cuanto mencionó el nombre de Salvador algo en el interior de Sebastián se movió, pudo verlo en su gesto y su mirada, sin embargo, un par de minutos bastaron para que las cosas cambiaran; los ojos de Sebastián brillaban y en su rostro podía ver ya no la altanería del comienzo, sino esa determinación que durante meses vio en el Sebastián con el que hizo equipo, eso más que enfadar a Ramírez lo entusiasmó. Estaba frente al Sebastián que quería ver.
—Se honesto conmigo, Sebastián, y dime por qué lo mataste —le pidió Ramírez y se puso en cuclillas para que sus miradas estuviesen a la misma altura. Entendió que él mismo tenía que dejar su propia altanería para poder llegar a algo.
—Comandante, me conoce, yo sé que me conoce. Y así, mirándolo a los ojos, le juro por mi familia que yo no maté a Alexander —se sinceró Sebastián.
Un indicio, un gesto, un parpadeo; Ramírez intentó encontrar cualquier señal que le dijera que Sebastián mentía, sin embargo, una vez más se encontró con la mirada de ese muchacho en el que meses atrás aprendió a confiar; apretó los dientes porque si había algo que le molestaba era no tener las cosas bajo control, y creer en el juramento que Sebastián le hacía a la cara significaba sumergirse de lleno en el caos y aceptar que la guerra se le iba de las manos, que estaba perdiendo.
—¿Entonces las imágenes son un montaje, Sebastián? —indagó Ramírez, no podía quedarse en la superficie, si iba a sumergirse en el caos tenía que llegar hasta lo más profundo—. Sabes que yo no creo en las casualidades, muchacho. Todo está en tu contra y las evidencias dicen que el culpable eres tú.
—¿En serio, comandante, tantos años en esto y va a creer que las cosas son tan fáciles? —Se rió Sebastián con cierto resentimiento—. Se le olvida que estamos en guerra y que todos queremos ganar.
—Ayúdame a creer en ti, Sebastián, dime qué pasó dentro de ese salón. Si tú no eres el culpable, ¡habla y dime quién sí lo es! —exigió Ramírez mientras pisaba la colilla de su segundo cigarrillo del día.
—El gran problema, comandante, es que ni yo mismo lo sé —confesó Sebastián.
—¿Cómo que no lo sabes?
—No sé exactamente lo que pasó dentro de ese salón, de lo único que estoy seguro es de que yo no maté a Alexander Murphy.
Ramírez estudió con minuciosidad el rostro de Sebastián y fijó su mirada en la herida que tenía en la frente, ya había sido suturada, pero la sangre alrededor aún estaba fresca. ¿Acaso fue una pelea? ¿Alexander lo atacó primero y Sebastián se defendió? Quizás era ese el punto al que el muchacho quería llegar: «defensa propia», pensó Ramírez. A pesar de la altivez y entereza que Sebastián intentaba demostrar, sus gestos exhibían los estragos de un día interminable, sin embargo, su concentración seguía siendo absoluta, sus sentidos estaban alerta a cada movimiento, palabra e interrogante. A Ramírez le quedó claro que si Sebastián mentía, él no iba a ganar por un descuido del muchacho. Sebastián estaba muy lejos de quebrarse.
Llegó el turno de Sebastián de estudiar a Ramírez y siguió con la misma interrogante que atacaba sus pensamientos desde que el comandante le apuntó con la pistola en el estacionamiento del mercado: ¿qué tanto puedo confiar en él? La primera vez que lo conoció fue también en una bodega igual de oscura y siniestra, le quedaba claro que la legalidad no era lo del hombre frente a él. Aquella vez que se conocieron, Sebastián regresaba a México para luchar la batalla final de la guerra que inició el día que Carlos Ruiz lo secuestró. Ramírez se mostró como un hombre apático desde el comienzo, pero a pesar de eso siempre fue leal y de palabra, todo cambió cuando sus lealtades se contrapusieron.
Seis meses atrás ambos se unieron en una lucha de suma importancia, junto a Karla hicieron que Rosa Blanca se volviese imbatible, pero era quizá eso que los unió lo que hacía que se miraran e interrogaran con tanta tensión en la penumbra de esa bodega. Al ver al comandante a los ojos, Sebastián entendió que eran sus similitudes lo que los separaba: ninguno de los dos iba a darse por vencido y a pesar de que su objetivo era compatible, eran los medios para alcanzarlo lo que los había separado. ¿Serían capaces de limar las asperezas y llegar a acuerdos? ¿Qué tanto estaba el uno y el otro dispuesto a ceder? Se preguntaba Sebastián. El que volvieran a hacer equipo como en los buenos tiempos dependía por completo de las respuestas a dichas interrogantes.
—Sebastián, sabes que ahora mismo puedo meterte a la patrulla y entregarte, así que habla —amenazó Ramírez, comenzaba a cansarse de los silencios.
—Lo conozco demasiado bien, comandante, sé que usted no hará eso —aseveró Sebastián y volvió a sonreír—. Mejor comencemos desde cero.
—Bien, te escucho.
—¿Dónde están Daniel y Karla? A ellos déjelos en paz, toda la culpa de lo sucedido es mía.
—Olvídate de ellos por ahora, Sebastián, ¡habla que estoy perdiendo la paciencia!
—¡Es que no sé ni por donde comenzar, comandante! Los recuerdos son muy difusos.
—Dime lo que recuerdas.
Sebastián obligó a su memoria a regresar al salón de embajadores, en su mente se incrustó la imagen de Alexander con los ojos abiertos, pero ya sin vida a causa de la bala que había atravesado su frente; el estómago se le constriñó y apretó su ojos para, de forma ingenua, intentar quitar esa imagen de sus recuerdos, en el fondo sabía que el rostro de Alexander sin vida lo acompañaría para siempre. No obstante, la forma en la que ese recuerdo lo hacía sentir lo llevaba a la misma conclusión: a pesar de las diferencias que tenía con Alexander, jamás hubiese podido asesinarlo, y menos de esa forma tan siniestra. Tenía que descubrir qué pasó dentro de ese salón y quizá Ramírez era la única persona que podía ayudarle a vislumbrar la verdad sobre el asesinato de Alexander.
—Yo estaba en el tercer piso disfrutando de la celebración —declaró Sebastián—. Mi familia está de visita en la capital y quería disfrutar de su presencia. —Un nudo se formó en su garganta al pensar en sus padres, en Denisse e Isabela, debían estar muertos de la angustia por la situación, pero era consciente de que no podía acerarse a ellos y ponerlos en peligro—. Alexander me envió un mensaje pidiéndome que bajara al salón de embajadores —continuó—, yo esa noche solo quería olvidarme de todo por un momento, pero aun así accedí a verlo porque no quería que seis meses de trabajo y amistad se fueran a la mierda. Alexander estaba muy mal, yo solo quería ayudarlo.
—Sé que Alexander no se encontraba bien, Sebastián —confesó Ramírez—, ¿sabes? Él también fue mi amigo.
—¡¿Sabías que Alexander planeaba asesinar a Emiliano?! —cuestionó Sebastián con voz explosiva.
—Lo intuía, pero no estaba seguro del todo —admitió Ramírez.
El semblante de Sebastián se endureció y miró a Ramírez con severidad, el principal motivo por el que se habían distanciado volvía a salir a flote.
—Comandante, hace más de un año usted emprendió una misión suicida por salvar a Emiliano y ahora protege a alguien que intentaba asesinarlo —lo reprendió Sebastián, colérico.
Ramírez volvió a caminar en círculos, encendió su tercer cigarrillo y suspiró, desesperado. Sabía que tarde o temprano tendrían que hablar de Emiliano en la conversación y que los acuerdos a los que pudiesen llegar dependían de qué tanto autocontrol podía tener respecto a ese tema.
—Sebastián, por la ambición e imprudencia de Emiliano, murieron decenas de personas inocentes, yo no quiero que lo asesinen, solo quiero que se haga justicia —afirmó Ramírez.
—La culpabilidad de Emiliano en esos lamentables hechos no es algo que haya podido comprobar —objetó Sebastián.
—Sabes que fue así, Sebastián, él mismo lo reconoció.
—No, Ramírez, no lo sé, pero estoy seguro de que no fue así.
—El cariño y la fraternidad que tienes con él te nublan el juicio, Sebastián.
—Tú lo conoces de más tiempo que yo, también era tu amigo, comandante.
—Sí, sin embargo, soy consciente de que la guerra nos cambia.
Durante los dos últimos años, Sebastián aprendió que detrás de los hechos siempre hay mentiras y verdades, que el momento final de una acción solo es la punta del iceberg de un montón de decisiones y consecuencias. El que intentaran destruirlo como lo hicieron en el pasado también hizo que Sebastián aprendiera a confiar más en su sentido de la intuición; Emiliano llevaba preso casi un mes porque aceptó su culpabilidad, sin embargo, había algo que a Sebastián no le cuadraba del todo, conocía muy bien a su amigo y, la única vez que Emiliano accedió a verlo, en su mirada pudo ver que algo le ocultaba; Karla pensaba igual que él, ambos eran las personas más cercanas al agente de la DEA, no podían equivocarse respecto a sus intuiciones.
—¡Emiliano es inocente y voy a comprobarlo! —aseveró Sebastián.
—Ahora mismo primero tienes que comprobar tu propia inocencia —le recordó Ramírez—. ¿Qué pasó cuando te viste con Alexander en ese salón?
—Alexander estaba muy tomado y eso me molestó, sabía que así no iba a poder hablar con él así que quise irme, pero él me detuvo con violencia —continuó Sebastián con su relato sobre la noche anterior.
—¿Y tú te defendiste? —inquirió Ramírez con cierto recelo en su voz.
—Intenté hacerlo entrar en razón —se defendió Sebastián—. Karla y yo hicimos una profunda investigación y descubrimos que Alexander contrató a alguien dentro de la prisión para terminar con la vida de Emiliano y lo amenazamos con hacerlo público si no razonaba.
—Y entonces el no razonó...
—¡Yo no lo maté, entiéndelo! Él intentó ahorcarme y yo solo me defendí para escapar, pero antes de que pudiera hacerlo Alexander estrelló en mi cabeza la botella de la champaña que bebía y yo perdí el conocimiento, cuando me recuperé Alexander ya estaba muerto.
—¿Me estás diciendo que mientras tú estabas inconsciente alguien más entró al salón y asesinó a Alexander con tu propia pistola?
—No sé qué haya pasado durante el tiempo que estuve inconsciente, solo sé que yo no disparé contra él.
En el momento en el que Ramírez iba a objetar las palabras de Sebastián, la puerta adjunta a la bodega se abrió y Elías entró con computadora en mano, aunque esposados, Karla y Daniel entraron detrás de él.
—Ramírez, tienes que ver esto —le dijo Elías.
El comandante puso el portátil en la mesa y reprodujo el video: por más de un minuto, cinco encapuchados miraron la pantalla en silencio y luego comenzaron a carcajearse, la bizarra imagen de los hombres en la pantalla se mezcló con la fotografía de varios líderes de opinión: La escritora Ana Luisa Camargo, el empresario Alfredo del Mazo, la activista Rocío Quintana, el abogado Juan Luis Montijo. Ramírez entreabrió los labios, sorprendido, cuando se vio así mismo en la pantalla; del comandante siguió la imagen de Karla, después aparecieron a cuadro Fernando Castrejón e Hilario Meléndez y para finalizar, una fotografía de Sebastián a la que le fueron haciendo zoom hasta que su rostro ocupó la mayoría del cuadro, La pantalla se puso en negro y ahí pudo leerse un mensaje en letras rojas que decía: «ASESINO. LIMPIAREMOS A MÉXICO DE ESTA ESCORIA. TÚ Y TUS COMPLICES PAGARAN POR LO QUE HICIERON».
—Los mudos —dijo Ramírez sin dudarlo.
—La mayoría de personas en el vídeo forman parte del comité por la paz en el que Karla y yo trabajábamos —indicó Sebastián, que también había alcanzado a ver el vídeo desde donde estaba.
—Es una clara amenaza —dijo Karla con impotencia.
—Y han aprovechado el desconcierto que se vive respecto al asesinato de Alexander para hacer que el caos se haga más grande —aseguró Elías—. También tienen que ver esto. —Elías cambió de pestaña y en la pantalla apareció la portada de otro vídeo en el que podía verse a Andrea Ramos, la primera dama del país. Elías lo reprodujo.
«Hola, pueblo mexicano. Me gustaría decirles "buenas tardes", pero sé que eso sería inapropiado debido a la terrible crisis que el país afronta, no es momento de cortesías, ¡es momento de asumir responsabilidades y ejercer acciones! Siempre he sido una mujer sincera, y esa sinceridad me hace ser honesta conmigo misma y me invita a disculparme con ustedes. Cuando Fernando asumió la presidencia, yo juré trabajar a su lado por el bienestar del país, sin embargo, les hemos fallado. Al igual que ustedes, creí en el proyecto de mi esposo, pero soy una mujer congruente y no puedo seguir fingiendo una sonrisa y hacer como que todo está bien cuando no lo está. Mis valores y mis ideales ya no concuerdan con esa postura; por ese motivo y por todo el respeto que ustedes merecen, anuncio de forma pública que he comenzado el proceso de divorcio de mi marido. Quiero trabajar por un México mejor, por el México con el que siempre he soñado, y eso ya no puedo hacerlo a su lado, necesito volver a ser libre».
En cuanto el vídeo terminó, Ramírez tomó el cuchillo de la mesa y, poniéndose en cuclillas, cortó la soga que mantenía amarrado a Sebastián a la silla para poder liberarlo.
—Tenías razón, Sebastián, las cosas no son tan fáciles como parecen —le dijo mientras le sostenía la mirada—. Quítales las esposas a Karla y Daniel, ya luego arreglaré cuentas con ellos —ordenó el comandante a Elías.
—Gracias —le dijo Sebastián a Ramírez y extendió su mano para estrecharla con él. Ramírez la tomó con fuerza y asintió.
—No tenemos mucho tiempo, pero demos encontrar eso que hace seis meses nos unió y nos hizo imbatibles, lo vamos a necesitar —expresó el comandante y los miró a cada uno a los ojos.
Hola, mis estimados.
¿Qué tal su inicio de año?
Retomamos el ritmo de actualizaciones de "El Hijo Desgraciado".
Sí, han leído bien, Emiliano está preso por algo que sucedió en el pasado y que dividió a todos en dos bandos.
Y sí, Ramírez está en contra de Emiliano y, por supuesto, Sebastián y Karla de su lado defendiéndolo a muerte. ¿Quién tendrá la razón?
Nos leemos en el próximo capítulo desde Rusia.
Con cariño, Ignacio.
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