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Pasaron nuevamente por la calle Libertad, Av. Corrientes, y observaron el obelisco al igual que lo habían hecho la primera vez que habían pasado por ahí después de eso. Las telas habían formado una gran estructura similar a la de un castillo, con túneles en vez de puertas y ventanas. De ellos salían y entraban arácnidos del tamaño de un pequeño apartamento, de un color oscuro, entre el gris y el negro, ésta vez siendo cientos de ellas. Se podía ver como algunas llevaban en su mandíbula pedazos de personas mutiladas envueltos en seda como si fuese un paquete de Mercado Libre, pero en un tono más macabro. Si no fuese realidad, Leo, tanto como Sergio y Melanie, pensarían que eso era una broma de mal gusto, humor negro del fuerte, pero lo estaban viendo con sus propios ojos al igual que verían a un repartidor en su bicicleta llegando a una puerta con la entrega de una nueva Laptop hp de último modelo, con procesador Intel i5 hasta la casa de Leo, o al hijo informático de una vecina que él tenía, el cuál andaba colgado del techo con un montón de antenas y aparatos metálicos, intentando captar alguna señal o algo. La escena parecía sacada de una película de horror, pero de las que estaban hechas con el mayor presupuesto posible, y era tan horrible que hizo que Melanie sienta arcadas, pero sin embargo, se contuvo.
—Esos eran humanos —dijo Leo—. Las cosas esas están cada vez peores...
—Podríamos ser nosotros, así que no nos quejemos. —musitó Sergio.
—Coño de la madre. —exclamó Melanie con asombro y un poco de asco.
Leo logró distinguir que una de las cabezas que llevaba un arácnido era la de uno de los dos hombres que habían encontrado cuando fueron a la zona portuaria. Recordó que aquél hombre lo había llamado «Hijos de puta», pero aun así, tampoco deseó nada malo para ellos, solamente desconfiaban; quizás alguien les había intentado robar antes. Ese lugar ya era completamente un imperio hecho de seda y cadáveres humanos, y en vez de tranquilizar, daba aún más miedo. Esas arañas podían leer mentes y estaban construyendo un imperio; sin embargo, los peores momentos con ellas ocurrían por las noches. Aun así, había que evitar que se sigan expandiendo aún más. Leo esperaba tan solo que los líderes supiesen que hacer, aunque estaba también pensando en qué estrategia planificar si ellos no podían.
—Leo ¿Dónde queda por entregar los Walkie-Talkies? —preguntó Sergio.
—En —Observó las direcciones y volvió a voltear hacia Sergio—... El club Universitario de Buenos Aires.
—¿Y eso dónde queda?
—Queda en la calle Paraná, entre Viamonte y Tucumán. —respondió Leo, observando las direcciones con los ojos entrecerrados para leerlas mejor en el sol.
—Eso queda para el otro lado —dijo Sergio—, para la zona del Coto.
—Esperemos que no haya otra araña por esa calle. —masculló Melanie.
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