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—¿Eso es una araña? —inquirió Sergio mientras se acomodaba los lentes en su regordeta cara.

—¡Verga! —exclamó Melanie con un ademán de horror—, ¡me dan asco esos bichos! —agregó mientras se sacudía bajo la sensación de que alguna de dichas arañas le recorría el cuerpo, aunque era solamente su imaginación producto de la ansiedad—... ¡No quiero morir! —se quejó.

—¡MAMI! —chilló el niño.

Leonardo volteó hacia la escena en cuestión, mientras sentía un escalofrío recorrerle la columna vertebral; sensación de la cual no podía distinguir su origen, si era por el frío que calaba el lugar o si la horrenda situación que estaban presenciando se la causaba.

—¡TIMMY! —gritó la madre—; ¡MI BEBÉ! —emitió otro grito.

El resto del grupo también volteó, el niño se encontraba enredado en un montón de hilos blancos y pegajosos; eran telas de araña. Unas patas peludas y oscuras se asomaron en la minúscula abertura de la ventanilla del metro, en la cual el arácnido no podía entrar por su estatura. Timoteo observó con mucho miedo.

—¡Ayúdame! —dijo con una voz ahogada—, ¡quiero estar contigo! —rogó, algo en él parecía creer que su madre podía hacer algo al respecto, pero también se notaba que el joven se dio cuenta que probablemente ya estaba con un pie en su tumba al ver la cara de su madre en pánico. La mujer se lanzó sobre el niño, e intentó sacar las telas con las manos, quedando parte de estás pegadas a sus manos, pero no pudo. La araña tiró del capullo blanco el cual se había convertido el niño mientras esté chillaba de forma horrible y ensordecedora «¡MAMI, AYUDAME!», y la madre respondió con un:

—¡HIJITO!

Y el niño desapareció en la penumbra junto con la araña. Parecía que todo se había calmado, a pesar del sonido a golpes y pisadas que se oía en los techos, cuando oyeron un crujido acompañado de chillidos de dolor del niño, el cual parecía que estaba sufriendo mucho. Melanie sintió el estómago revuelto, y emitió un par de arcadas al aire las cuales acompañaban la aterradora escena. La madre seguía llorando muy fuertemente mientras oía los gritos de su hijo, probablemente siendo asesinado de manera lenta y horrible por aquella cosa que se lo llevó. Leonardo tanto como Sergio se habían quedado petrificados, mientras que el hombre de las papas corrió. El perro de Melanie comenzó a sacudirse fuertemente en la jaula mientras aullaba al compás de los sonidos, y ella vomitó. Un charco de bilis y líquidos los cuales contenían pedazos de comida quedó desparramado en el suelo.

Poco después el sonidos de los gritos cesó junto a un crujido muy fuerte, similar al de un hueso roto. Los pasajeros sentían que pronto les agarraría un ataque de histeria, y otro golpe fue emitido por algo que entró por la ventana opuesta; un pequeño torso humano había caído encima del charco de vómito de Melanie. Estaba lleno de una mezcla de sangre con un líquido viscoso que lo corroía lentamente, y a simple vista se podían notar sus órganos internos salir de este. La mujer que era la madre de ese cadáver lo observó petrificada, y cayó al suelo inconsciente.

—Mierda —dijo Melanie—... coño —se interrumpió por un par de toses nauseabundas mientras Leonardo le palmeaba la espalda—... ¿Ahora que? —agregó, mientras sentía de regreso el pánico de no saber si volvería alguna vez a su hogar—, me hubiese quedado en casa.

—No sé si estar en la casa sea la mejor idea —replicó Leonardo—... ya que quizás si hubiese pasado, ya te hubiese comido una de esas cosas. —agregó. Él también quería estar en casa, y prefería no tener que cambiar su rutina diaria; pero al final, no siempre las cosas suelen suceder como uno quiere.

Tras ellos se encontraba el hombre de las papas ayudando a la mujer inconsciente del suelo, y este llamó a Sergio.

—¡Ey, vos! —dijo el hombre de las papas—, pásense al otro vagón, así dejan espacio a la mujer.

Sergio asintió y se dirigió hacia Leonardo y Melanie.

—Vamos —dijo Sergio—, estaremos mejor allá, lejos de esta escena.

Sergio agarró a la nauseabundo Melanie de un brazo, y Leonardo en conjunto hizo lo mismo del otro para cargarla hasta otro vagón. Ambos sentían que mientras más lejos estuviesen del lugar donde ocurrió la escena era mejor. Leo cargó con la segunda mano la jaula del caniche de Melanie, y decidieron cruzar cuatro vagones hasta llegar a un punto bastante alejado de todo aquello que podría afectarles psicológicamente.

Ningún otro de los vagones albergaba a otro ser humano, o eso notó Leo en el recorrido que hicieron, sin embargo, intentaba evitar voltear a las ventanas, ya que las arañas aún estaban ahí. De vez en cuando le pescaba un poco de curiosidad y lo hacía, pero apartaba la mirada al ver un ligero movimiento. Lo único que oían aparte del frío silencio del lugar, era las pisadas del techo, similar a lo que haría un grupo de hombres corriendo por un tejado de chapa en el medio de una villa.

—Mierda, Leo —dijo Sergio—, creo que acá es un buen lugar.

—Sí —convino Leo—, está claro que desde acá casi no se nota la escena dramática del lugar de dónde vinimos.

Ambos chicos dejaron sentar a Melanie en una de las sillas —del lado de la pared, dónde las arañas no cabrían— de aquel vagón el cual habían escogido para permanecer ahí. La chica se veía totalmente pálida, y sus ojeras le llegaban hasta la mejilla, a pesar de que en un inicio no se encontraba en ese estado. El caniche dejó de ladrar en el recorrido, y se hallaba sentado. Leo no podía dejar de sentir aquel olor a putrefacción que provenía del cadáver (quizás de forma psicológica), algo mezclado con el de las sillas, a pesar de lo lejos que estaban, sin embargo, sentían más tranquilidad. Un dolor de estomago atacó a Sergio, junto a una sensación de acidez que los mismos nervios le habían provocado.

La linterna que portaban era parte de la casi nula luz que había dentro de ese vagón, Leo la sacudía hacia un lado y hacia el otro en cada movimiento que daba. Melanie miraba el suelo, con una sensación horrida dentro de ella, mientras que Sergio revisaba las cuantas bolsas de Doritos que habían desparramadas por el suelo. El trío rezaba porque en algún momento los sonidos a pisadas en el techo se detuviesen de repente, aunque cada vez que parecía que eso ocurría, de un momento al otro volvían a escucharse; para Leo, al igual que un pájaro cantando en plena noche cuando él intentaba dormir.

—Estamos en la mierda —concluyó Melanie—, ¡No podré llegar a casa!

—Dímelo a mi —repuso Leo—, aunque tampoco tenía mucho más que arriesgar que una rutina.

—¡A la mierda las rutinas! —exclamó Sergio—. Ésta situación es lo que ahora importa. Yo no podré ver a mi esposa y a mis tres hijos. —agregó. Los tres parecían frustrados. Leo tomó una bolsa de Doritos, y comenzó a comer. Melanie se frotó los ojos mientras temblaba del frío y quizás del cansancio que tenía.

—¿Alguien sabe en qué estación estamos? —inquirió Leo.

—Creo que estamos por Avenida Corrientes —repuso Sergio—, ¿A qué se debe la pregunta?

—Creo que en algún momento se nos acabará la comida —explicó Leo, un poco más relajado que antes—, y vamos a tener que salir a buscar. Estamos cerca de la muy transitada Nueve de Julio, considerada la avenida más ancha del mundo; prácticamente ambas cortan en un punto.

—¿¡Acaso estás loco!? —atajó Melanie—; ¡Si salimos, nos devorarán esas vainas!

—¿Acaso nos queda otra? —inquirió Leo—. De otra forma, nos moriremos de hambre. —agregó y Melanie asintió con la cabeza de una forma lenta y agotada.

—Leo —dijo Sergio—, yo estaré con Melanie, vos andá a ver cómo está la mujer que se encuentra allá atrás...

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