10


La noche aún no había terminado, y para Leonardo parecía una eternidad. Algo en él se sentía diferente, y lo hacía saber que no volvería a ser el mismo; era casi como si hubiese muerto, y aparecido en un mundo distinto.

El cuarto del baño se hallaba vacío, casi como las afueras, pero bajo la promesa de que era seguro. Leo miró en el espejo, y se remojó la cara con el agua que salía de las canillas. Su vista se había enfocado en la palabra Ferrum, para después elevar la cabeza nuevamente hasta su reflejo. El mundo se encuentra destruido, pensó, y parece que no volverá a la normalidad en un largo tiempo. De entre el silencio unos pasos emergieron, y fueron tan fuertes como para hacer que el chico voltee; esta vez frente a sus ojos se hallaban un par de botas femeninas de cuero negro, unos vaqueros del mismo color, un abrigo color rosado claro como la piel, y un suéter rojizo. Su cabello castaño se hallaba recogido por una cinta roja como la sangre; era su ex pareja, Sharon, quien se dirigía hacia el otro baño. Él agachó la cabeza, y salió del lugar haciendo como si no hubiese visto nada. Caminó a paso largo hasta la sala principal de la cafetería, y encontró a Sergio en la barra hablando con Jorge. Jorge se había servido un tinto de Cabernet Suavignon, mientras que Sergio fumaba mientras ambos hablaban. Diego Zaracinni era el bar-tender, y otro hombre, petizo y canoso, estaba junto a ellos.

—¡Sergio! —llamó Leonardo—; ¿No la viste?

Sergio dio un giro leve con su torso para mirarlo, y el primer atino que tuvo fue el de extender su cajetilla de veinte Philip Morris.

—¿Fumas? —preguntó Sergio.

—No. —replicó Leo.

—Haces bien —repuso Sergio—; es muy malo, ¿sabes? —agregó, hizo una pausa y prosiguió—. Este hombre de acá se llama Osvaldo Ochoa.

—Mi ex novia está dando vueltas por acá. —dijo Leo.

—Uh, eso es un problemón. —Se lamentó Sergio.

—Yo me llevo bien con mi mujer. Últimamente mi suegra había fallecido —dijo Osvaldo— ¡Que Dios la tenga en su gloria... y que no nos la devuelva!

Leo había bajado los brazos con un ademan abrumador de dejadez extrema. Sergio observó para uno de sus lados, y acomodó una de las sillas de esa mesa.

—¡Sentáte, y así hablamos! —Invitó Sergio—; además dentro de poco me contaron que va a haber una cena, así que supongo que no querrás perdértela.

—¡Ven a compartir el pan con nosotros! —dijo Osvaldo.

Leo obedeció, y se sentó en el banquillo de madera. La charla comenzó a concentrarse en la vida de cada uno, hasta el momento en el que Diego ofreció vino a todos los que se hallaban ahí. Las copas se deslizaron por la mesa.

—Bien, Leo, si te puedo llamar así. ¿Crees que haya alguna solución a la situación actual del mundo? —inquirió Osvaldo.

—No lo sé —repuso Leo—; la verdad, veo muy complicada esta situación. Ni siquiera sé el motivo por el cual esos seres aparecieron.

—Nadie lo sabe, pero tienes razón; aún ni siquiera hemos avanzado un paso. —replicó Osvaldo. En ese instante, en el centro de la sala, alguien dio tres golpes con una cuchara a una de las copas de vidrio en una larga mesa, la cual fue formada poco antes con un conjunto de distintas otras que se usaban para tomar café. Ahí había un grupo completo de gente de todo tipo. Leo nunca había visto a tanta gente reunida de esa forma a excepción de las cenas familiares en su infancia. En su trabajo casi todos se olvidaban de la existencia del resto, así que nunca surgieron eventos similares. Eso contrastaba mucho con el aspecto apagado que tenía la gente en la calle cada vez que él caminaba; como si toda la felicidad del mundo se hubiese desvanecido. Entre la cantidad de gente se encontraba su ex; él no sabía cómo había llegado a ese lugar, ni tampoco el cómo en ese preciso grupo. ¿Acaso no había uno en el pueblo de Alem?

—Él es el líder de la colmena —explicó Osvaldo— Juan Pergorinni.

Leonardo, con un poco de fiaca, se levantó de su silla para dirigirse a la gran mesa del centro en forma de U. Un hombre de cara picaresca había cedido el asiento a Melanie, quien agradeció. El hombre contestó «De nada, señorita», con un marcado acento cordobés. Leo no pudo evitar recordar la canción del fallecido Rodrigo Bueno «Soy cordobés, me gusta el vino y la joda, y me lo tomo sin soda porque así pega más».

Jorge Musa se sentó al lado de Sergio, y al otro lado se hallaba Leo. Dos hombres se dedicaban a repartir un bowl lleno de pan mientras se destapaban las botellas de vino en toda la mesa.

—Jorge —dijo Leo—; ¿Cómo es que vamos a hacer para seguir teniendo para comer si no hay producción?

—Eso hablamos antes de su llegada —replicó Jorge—. Al parecer uno de nuestros supervivientes tiene formas de obtener los productos. Tiene conocidos que puede traerlo en camiones blindados, pero no sabemos si en algún punto requeriremos de tener comida militar debido a la situación mundial.

—Creo que tendremos que encargarnos de encontrar más supervivientes que aporten a nuestra unión; no debemos dejar que los monstruos nos elimine —dijo Juan.—Sinos unimos todos, entonces podremos contra todos. Tenemos el mismo origen, y somos hijos del mismo universo, así que debemos volver a nuestras raíces.

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