Quinta parte: La confrontación
Naún cabalgaba como un demente a lomos de su corcel, cuando al fin advirtió en la lejanía el gran bosque de guayacán. Ese vergel era una paradoja de la naturaleza; durante el día, los árboles de flores amarillas mostraban una belleza colosal, pero al caer la noche su aspecto se volvía tenebroso.
Detuvo la marcha de su palafrén unos minutos.
Ahora que sabía en dónde y con quién se reuniría la mal nacida de Elaida y que tenía el método para atarla definitivamente a este mundo, no pensaba tener piedad alguna con ella. La maldita y Saulo, no iban a continuar burlándose de él en el más allá.
Cierto o no, lo que esas brujas le dijeron, bastó con que mencionaran al antiguo amante de su mujer para que la duda se le clavase como astilla en el dedo. Minúscula pero fastidiosa al fin y al cabo.
Ojeó el cuerpo de su esposa que sujetaba a su montura. La vio estremecerse de frío, y lo atribuyó a la lluvia que empezó a caer, importunando la cabalgata. A no ser que, en ese momento estuviese atravesando un lago helado. Según le dijo Amelia, ella estaba recogiendo sus pasos, visitando aquellos sitios que había recorrido a lo largo de su vida. Otra cosa que notó fue el repentino apagón de la luminosidad que provenía de ella. Tocó su pulso, aún continuaba viva. No por mucho. Sus labios se curvaron en una sonrisa siniestra. Dentro de poco sería viudo.
Aún tenía tiempo de llegar al último lugar que Omar le indicó que Elaida había pisado antes de abandonar el rancho, temeroso, igual que sus otros empleados. Desobedeciendo quedarse a vigilar a las supuestas nigromantes.
Esperaría a su mujer en la vasta espesura. Amelia también le dijo que donde fuera que el cuerpo de ella estuviese, Elaida regresaría a él, a menos que algo muy malo le ocurriera en el proceso. Pudo haberla esperado en casa, pero después de enterarse por ese par de brujas charlatanas que su mujer se reuniría con Saulo en el bosque amarillo, un rencor irracional lo urgió a ese lugar. Fuere lo que fuere que esos dos infelices estuvieran tramando, no iban a salirse con la suya. Realidad o ficción él impediría ese encuentro.
Arreó más a su caballo, sin importarle que este jadeara por la presión a la que lo estaba sometiendo. No veía el momento de llegar y poner en práctica las diferentes escenas ignominiosas que asaltaban su mente como castigo a la osadía de su mujer. Soltó una carcajada macabra que sobresaltó a las criaturas de la noche.
Una vez el coronel alcanzó el bosque, las ramas de los árboles se abrieron dándole la bienvenida. Pasó de largo el claro donde la gente solía acampar durante el día. Se detuvo en un sendero que daba a un insondable y siniestro precipicio. Bajó del caballo junto con el cuerpo de Elaida cargado al hombro, cuyo peso era ligero como el de un niño. La colocó en el suelo y, al darse la vuelta para amarrar al corcel a un tronco, este aprovechó para huir a todo galope. Naún maldijo al animal, ahora tendría que regresar a pie. Continuó su trabajo olvidando el inconveniente. Acomodó en la espalda su arma personal y reguló el botón de la linterna que traía en la cabeza a una mayor intensidad, luego cargó a Elai y avanzó por el estrecho camino, sin hacer caso de la advertencia del cartel de madera que prohibía su cruce.
Estar en esa área le traía ciertas memorias de un suceso acaecido hace muchos años. No sentía temor ni remordimiento alguno por revivir aquel recuerdo. Lo que hizo ese día fue defender su honor, sin olvidar lo mucho que le gustó hacerlo. Después de eliminar a su oponente, el sosiego fue excitante. Y esa noche lo haría de nuevo, pero esa vez habría un plus adicional: su mujer.
Examinó a Elai. Retiró unos mechones de cabello negro con hebras plateadas que se adherían al rostro a causa de la borrasca que ya estaba reduciendo su intensidad, ¿qué sucedería si decido arrojarte en este instante al precipicio?, pensó para sí. Nada bueno, eso es seguro. Rio por ese malévolo pensamiento. Sin embargo no lo iba a hacer, no porque no lo deseara. Condenaría el alma de su mujer enfrente de su amante.
Transcurridos unos minutos de caminar por el sendero, el coronel miró a su alrededor tratando de ubicar con la linterna el lugar exacto del crimen. Ahí estaba, sonrió complacido. Una felicidad abrumadora y maquiavélica volvió a renacer en él. Se sintió poderoso, igual que aquella vez...
Colocó a Elaida junto a las afiladas piedras que ponían distancia entre la tierra y el peligroso abismo. Mientras estaba en la tarea, escuchó las hojas de los árboles mecerse con violencia. Alzó la vista y distinguió una luz aproximándose con lentitud.
—Ah, mi amada Elaida, la sorpresa que te vas a llevar. —Naún recostó la espalda en la misma piedra que sostenía el cuerpo moribundo de su mujer. Esperó el arribo de ella, confiado en cómo terminaría todo: a su favor. Su malsana convicción no le permitía aceptar otro final.
Elaida atisbó la llegada de su marido oculta entre las sombras de los árboles. Se percató de las intenciones de Naún. El muy desgraciado quería lanzar su cuerpo al vacío. Un temor la invadió, mas la calidez que le trasmitió Saulo le hizo recobrar la tranquilidad. A continuación esperó que Naún entrara en confianza con el entorno antes de revelar su presencia. Una vez lo hizo, se acercó modulando la voz para dar la impresión de estar sorprendida.
—Naún, qué sorpresa, no me lo esperaba... Y además has traído mi cuerpo.—Elaida flotó alrededor de él. Bajó la vista a su frágil humanidad, un despojo repugnante. ¿Tan mal se veía? Arrugó la nariz por la visión que tenía de si misma—. Qué detalle de tu parte traerlo hasta aquí, me has ahorrado el regreso a casa.
Naún enderezó su corpulenta figura, obtenida gracias al constante entrenamiento en el ejército. Observó a su casi difunta mujer con semblante adusto, disimulando una rápida mirada al entorno. Seguía sin encontrar algo que justificase la imagen de Elaida flotando frente a él... ¿Podría ser que? No es real, silenció esa voz que lo azuzaba a aceptar esa escena. Él era ateo y como tal no creía en cosas sobrenaturales. Alguien debía estar ayudándola, escondido en algún sitio del bosque. Sí, eso tenía que ser. Jugaría el mismo juego, antes de poner fin al show. Rio para sus adentros.
—¿En verdad crees que ese es el motivo por el que estoy aquí —soltó una estruendosa carcajada —. ¡No seas ilusa, mujer! Sé que te has citado con tu amante en este lugar. ¡Maldita! —sin pensárselo dos veces, descargó una patada al cuerpo tendido en el suelo—. He venido a impedir que te reúnas con él... a que seas feliz con él. ¡Tú... seguirás siendo tan desgraciada como lo he sido yo!
Elaida hizo un mohín por la acción de su esposo. Aquella patada la percibió como el toque de una pluma. Eso quería decir que dentro de poco dejaría de ser parte del mundo de los vivos. El tiempo que les había conseguido Amelia se desvanecía. Tenían que darse prisa. En cuanto traspasara la barrera, tendría poco tiempo hasta que vinieran por ella. No se marcharía sin Saulo.
—Si has sido infeliz, es porque tú lo elegiste. Nadie te mandó a interponerte entre Saulo y yo. ¡Él era mi legítimo prometido! Tú —Lo señaló con un dedo acusador—, apareciste de la nada y te obsesionaste conmigo. Mejor dicho, con mi dinero. No entiendo qué vieron mis padres en ti para haberte escogido en lugar de Saulo.
—¿Quieres que te lo enumere? —replicó él—. Primero: una carrera militar en ascenso. Segundo: clase. Eso es lo que vieron tus padres en mí. Saulo era un tipo corriente. Con un trabajo y una vida corriente.
—Pavonéate todo lo que gustes, pero nunca serás mejor que Saulo. Él te supera en todos los aspectos —rio ella—. Tú solo eres un hombre insignificante que golpea a las mujeres y subyuga a los más débiles.
—¿Acaso es malo eso? —Naún apretó los dientes—. La vida es una constante lucha por la supervivencia. No es mi culpa que la naturaleza haya hecho tan delicadas a las mujeres y haya gestado individuos tan pusilánimes, como tu hijo, que con seguridad debe ser un inválido ahora.
—Ismael está bien —reveló Elaida con gozo—. Lo sé. Me despedí de él.
—¡Qué lástima! —murmuró decepcionado—. Pero considerando que no vas a estar, haré de la vida de tu bastardo un infierno, igual que lo hice contigo y tu amante. Y hablando de él, ¿dónde está el padre de tu engendro? ¿No ibas a encontrarte con él hoy?
Un torbellino feroz, compuesto de la más abrasadora furia, empezó a formarse alrededor de Elai. No iba a tolerar más ofensas contra quienes más amaba. Terminaría de una vez con la maligna existencia de Naún.
El coronel, sin amedrentarse por el despliegue de enajenación de la mujer, prosiguió atizando más el fuego. Al final no tendría que hacer nada. De ser verdad lo que le dijo Amelia, Elaida se condenaría si lo mataba.
Y aunque deseaba el peor de los finales para Elai, la incertidumbre hacia lo desconocido lo sofocaba como el humo tóxico de un incendio. Si los eventos sobrenaturales que estaba experimentando resultaban ser verídicos, estaría en graves problemas.
—Ya veo. Él no ha acudido a tu llamado, ¿verdad? En vida fue un cobarde para luchar por tu amor y en la muerte aún lo sigue siendo. Vaya caballero andante que te conseguiste —se burló.
—¡Acabaré contigo! —bramó la muerta viva, cegada por el odio—. Pagarás cada año, cada minuto y segundo de sufrimiento que has causado. A mí, a Ismael y a Saulo. Sobre todo a él. Ya sé que fuiste tú quien lo mató. Lo empujaste al abismo, después de cortar su garganta. Supiste ocultar bien tu crimen, pero eso se acabó. ¡Pagarás con tu sangre la vida que tomaste!
—¡Hazlo! —La desafió Naún—. Si es que tienes la suficiente valentía. ¡Vamos, qué esperas!
—¡No lo hagas! —gritó alguien en la densa oscuridad-. Te está provocando. Si lo haces, tu alma será maldecida.
Elaida reaccionó con horror. ¿Qué había estado a punto de hacer? Su alma se habría perdido si hubiera cometido homicidio. Aún estaba meditando las nefastas consecuencias cuando oyó a Naún exigir:
—¿Eres tú, Saulo? ¡Muéstrate! Prometo acabar contigo por segunda vez.
La cuestión fue respondida con celeridad.
—Naún... —una voz ronca pronunció su nombre en algún lugar del bosque-. Naún...—la voz sonó más cerca-. Naún... —el susurro culminó en sus oídos, estremeciéndolo—. ¿Estás asustado, coronel?
Naún intentó mostrarse confiado, pero al escuchar la voz de Saulo, un frío glacial le recorrió los huesos. Era imposible que los que estuvieran detrás de todo ese show fantasmagórico hubiesen logrado recrear el tono de voz de ese hombre, tan similar. Él la conocía demasiado bien. Los músculos del cuello se le tensionaron. No quería oír esa vocecilla que cada vez era más clara: Es real, es real, es real...
Inhaló una gran bocanada de aire, dio la vuelta y tomó una posición defensiva contra el enemigo, como si enfrentarse a una ánima fuera asunto de todos los días.
Por otro lado, Elaida desvió la mirada como se lo prometió a Saulo. Lo poco que pudo ver de él fue su vestimenta. Ésta escurría sangre del tejido, perturbándola en un considerable grado. No quiso pensar en cuál sería su aspecto facial.
—¡Saulo! Tanto tiempo sin vernos —saludó el coronel tratando de ocultar el miedo que había empezado a germinar en él.
Su contendiente aún tenía la marca cercenada que él le había hecho en el cuello, la misma que terminaba en la esquina de la oreja izquierda. Se podía observar cómo las venas yugulares se asomaban hacia fuera, en una danza trémula carmesí. Si alguna duda le quedaba de lo que estaba presenciando, esta se esfumó. Nadie sabía del homicidio que cometió hace años atrás y cómo quedó su víctima después del ataque. Ni siquiera Elaida, quien no se atrevía a mirar a Saulo. Le quedó claro que ella aún no lo había visto y por lo tanto no podía recrear el aspecto grotesco de éste con la ayuda de alguien.
¡¡Es real!! La voz le gritó con furia y hasta le pareció que se reía de él.
Sintió como si lo cubrieran con bloques de hielo. No era ningún engaño. Todo era verdad. Tragó saliva y dijo:
—Tienes... muy mal... aspecto —trató de no tartamudear, mas no pudo evitarlo.
—Debo agradecértelo a ti, supongo.
Naún asintió orgulloso, a pesar del intempestivo miedo que cada vez crecía en intensidad.
—Si no te hubieras metido en mi territorio no tendría que haberle puesto fin a tu miserable vida —refutó con osadía el coronel, recuperando algo de confianza.
No tenía nada que perder, excepto su vida. Saulo buscaba venganza, pero no se lo pondría fácil. Ahora que ya aceptó la realidad, para su buena o mala fortuna, usaría lo que le dijeron las brujas —que al final no resultaron charlatanas— a su favor y ganaría la partida a como dé lugar.
—Tú mismo cavaste tu tumba. Yo solo te hice un favor empujándote a ella.
Saulo inclinó la cabeza hacia atrás y largó una carcajada sobrecogedora. Las aves nocturnas emprendieron el vuelo asustadas por la punzante risa. Si el aspecto lóbrego de aquel hombre, ahora fantasma, había conmocionado al coronel, el sonido ocasionó que le rechinaran los dientes y se le pusieran los nervios de punta.
—Insolente... No fui yo quien invadió tu pseudo territorio. Fuiste tú quien se metió en el mío. Tampoco busqué mi muerte, tú la trajiste a mí—. Se acercó a él, amenazante. Su ropa traslúcida ondeó en el aire, dejando u rastro de sangre en la tierra húmeda mientras se acercaba—. Ha llegado la hora de que pagues por tus crímenes.
—¡Detente! —Exigió Naún, intentando aplacar el pavor que le producía Saulo.
Hace muchos años, la imagen que tuvo de Saulo al cortarle la garganta, para después arrojarlo al precipicio, no le causó ningún temor, pero ahora su aspecto mortecino estaba haciendo estragos en él. No es miedo, trató de convencerse a sí mismo. ¡Maldita sea! No es miedo.
Enderezó la espalda en una posición intimidante, de la misma forma que lo hacía frente a su pelotón.
—No estás en condiciones de amenazarme, soy yo quien tiene la ventaja sobre ustedes dos. —fijó la mirada en la vista al cuerpo. Debía recuperar el terreno que estaba perdiendo, y sabía cómo hacerlo-. Las brujas me dijeron lo que tengo que hacer para impedir que ustedes se reúnan en el más allá, voy a atar el alma de tu amada Elaida. ¡Nunca descansará en paz! No serán felices, ¡¡nuncaaaa!!
Con la agilidad de un lince sacó el machete militar de la funda de su espalda y, poseído por una enferma vesania, dejó caer la hoja en el cuello de Elaida, la extremidad se desprendió totalmente. Las venas expuestas rociaron líquido granate en diferentes direcciones, similar a un manantial de agua.
—Buen corte coronel Lamar —felicitó Saulo—. Una envidia para un cirujano. Pero ya que el espectáculo acabó..., ¿en qué estábamos? Ah, sí. Ya lo recuerdo: tiempo de que pagues tus maldades.
Naún alzó la vista, descolocado por la reacción de Saulo. Le había dado a Elaida una muerte violenta y a él parecía no importarle. A ninguno de los dos.
Desvió la mirada hacia Elaida, que seguía con la atención puesta en otro punto, como si lo que hubiera sucedido no fuera de su incumbencia. Había condenado el alma de su mujer a vagar entre la tierra y el cielo y ella estaba tan serena. Eso lo inquietó, y más cuando ella intervino en la disputa.
—Eres un ingenuo, ¿de verdad te creíste eso? Amelia y Tirza, te dijeron lo que nosotros les pedimos. Todo fue planeado: lo sucedido en mi habitación, que trajeras mi cuerpo, la carta. ¿Crees que no sabía que me vigilabas? —La mujer rió perversa—. Pobre tonto. Un día te dije que la codicia y la soberbia serían tu ruina. —Elaida tomó posición tras Saulo, indicándole que no tenían mucho tiempo—. Necesitábamos tu presencia aquí. Saulo no puede abandonar este lugar, por eso te trajimos. Con tu muerte él será libre. Caíste en nuestra trampa, coronel. Desde un principio has estado en una abismal desventaja.
—¡Maldita! No te saldrás con la tuya. ¡Ninguno de los dos! —Naún los miró con rencor—. Te acabo de matar, Elaida, ¡encadené tu espíritu!
—Sí, lo hiciste —confirmó ella—. Pero serás tú mismo quien me liberará, a mí y a Saulo. Te informo que solo el asesino puede romper las cadenas de sus víctimas. Ya sea en la cárcel pagando su crimen, o... con su muerte. —Elai sonrió triunfante—. Es una pena que las brujas charlatanas, como las llamabas, olvidaran decírtelo.
Naún maldijo por todo lo alto. Era inaudito. Él, un militar experimentado, con un instinto para olfatear cualquier peligro, no podía haber caído en una trampa como un novato. ¡Imposible!
—¡Mienten! Si eso fuera cierto, los polícias y soldados, que en algún momento les ha tocado dar de baja a alguien, estarían perdidos también, ¿acaso no es así?
—Los que toman una vida en nombre de la justicia y la libertad no son condenados, tampoco los que matan en defensa propia o para salvar a alguien —respondió Saulo. Los ojos de él eran dos brasas al rojo vivo que contemplaban con desprecio al coronel—. En cambio, aquellos que lo hacen movidos por el placer de asesinar, son maldecidos sin posibilidad de redención. Por lo tanto no existe salvación para ti, coronel. Tu asquerosa alma está perdida.
Un balde de agua fría fue aquella revelación para Naún. Apretó los puños con fuerza. Debía encontrar una solución.
—Ah, pero eso también se aplica a ustedes, ¿verdad, Saulo? —arremetió Naún, analizando una de las escenas de la confrontación—. Impediste que Elaida me atacara. No pueden hacerme nada o serán maldecidos. Además, si muero estaremos en igualdad de condiciones. Seré igual a ustedes. No, seré superior —corrigió.
Naún exhibió una gran sonrisa, seguro de tener otra vez el sartén por el mango.
—Estás en lo correcto, Naún —confirmó Saulo. La sonrisa del coronel se ensanchó en una mueca grotesca—. No obstante, no seremos nosotros quienes acabemos contigo. Será tu esposa quien lo haga... tu verdadera esposa. La mujer con quien te casaste antes de Elaida. Una mujer condenada a causa tuya.
La endeble confianza de Naún desapareció de un plumazo.
—¿Qué tonterías estás diciendo? —Interpeló Naún, molesto y confundido—. No me he casado con nadie antes de Elaida.
—¿En serio no sabes de quién te hablo? Porque ella no ha dejado de pensar en ti, ni un minuto desde su muerte. Te casaste con una mujer solo para poseerla, ella no iba a entregarse a ti si no estaban casados. Así que te aprovechaste de su inocencia y la llevaste al altar haciéndole creer que no era necesario la asistencia de un cura para que bendijera su unión, porque según tú tendrían como testigo al mismísimo Señor. —Saulo miró complacido cómo se le desencajaba el rostro a su asesino—. Y una vez conseguiste lo que querías de ella, la desechaste como un trapo sucio. Lo que no sabías es que esa unión, que tanto desdeñaste, en realidad tenía una gran valía.
—¡No... ! —El coronel tiró de sus cabellos desesperado—. ¡Ese matrimonio no puede tener valor! -gritó iracundo.
Saulo disfrutó de la descompensación que sufrió el imperturbable coronel Naún Lamar. Tanto tiempo vagando en un mundo de sombras gracias a él. Con la única compañía de Nínive, una jovencita de apenas diecisiete años en el momento de su muerte, atada igual que él a permanecer en el mismo lugar de su deceso. Nínive por haber acabado con su vida ella misma, y él, hasta que su homicida pagara el crimen. Pero un día, sin proponérselo, la suerte cambió. Las videntes Amelia y Tirza se internaron en el bosque para acortar camino. Las almas en pena las observaron con atención, como siempre hacían cada vez que veían personas en sus dominios. Las mujeres tenían una expresión aterrada, fue un alivio que no se infartaran. Cuando se dieron cuenta de que los podían ver, era la oportunidad para poner fin a su confinamiento.
—Lo tiene. —Saulo se colocó frente a Naún, mirándolo a los ojos—. Hay algo más que debes saber, ella, consumida por el dolor de tu traición, se suicidó —señaló con el dedo—. Ahí. Se arrojó desde ese precipicio.
El miedo que embargaba al coronel transmutó en un insondable terror.
Naún quería seguir dando batalla, pero no podía. Se sintió como un pez revolcándose fuera del agua. Impotente ante su inminente fallecimiento. Porque eso solo podía significar una cosa: había otra presencia con ellos.
—Veo que ya te diste cuenta. Entonces, no alarguemos más la espera. —Los ojos de Saulo adquirieron la forma de dos llamas ardientes—. Nínive... Tu marido ha venido a reunirse contigo.
Una ráfaga intensa y helada levantó las copas de los árboles. No se escuchó a ningún ser viviente en el bosque. Todos habían huido presintiendo lo que ocurriría.
—Me llamaste... —respondió una voz llevada por el viento nocturno—. Ya voy...
El sonido, aunque fue bajo, le reventó los tímpanos al coronel. Aulló de dolor, pero se mantuvo en pie resistiendo el martirio. Levantó la cabeza y entonces la vio...
—Hola mi amor, tanto tiempo sin verte. —El espectro miró con ojos sangrantes a Naún—. ¿Qué sucede esposo mío, sientes miedo de verme?
El espectro femenino tenía el rostro destrozado. Irreconocible. Mas en tanta deformidad se distinguía una mirada de locura, que provocó que el corazón de Naún se acelerase desbocado de pánico.
—Aléjate... de mí. —Las palabras se enredaron en la boca.
Trató de huir, horrorizado por lo que sucedería, pero no pudo despegar los pies. Estaban adheridos al suelo, como las raíces de los árboles que lo rodeaban.
La mujer espectral movió la mandíbula que le colgaba de un lado, soltó una tétrica carcajada que tronó hasta más allá de los límites del bosque.
—Vamos, cariño... tenemos toda la eternidad para discutirlo.
El espectro maligno clavó sus ojos diabólicos en Naún y de un manotazo arrancó el alma de este. El cuerpo cayó inerte en la tierra, mientras su esencia era arrastrada al hondo abismo. Las fauces de la oscuridad engulleron al coronel Lamar y a su maligno legado.
Elai contempló con resquemor aquella espantosa escena. No hubo alaridos, ni ningún tipo de ruido. Todo fue silente y sutil. Sin embargo, la estela de maldad que dejó Nínive tras ella fue sentida más que un profundo y espeluznante grito.
—Tranquila, mi amor.
Elaida regresó la vista a Saulo. Observó con sorpresa el aspecto hórrido de él, al tiempo que apreciaba la transformación de su alma. Una luz rutilante ascendió por los pies de Saulo, sanando todo a su paso. La ropa dejó de sangrar, tornándose de un blanco níveo. La luz siguió subiendo. Las heridas de sus brazos se cerraron, dejando una piel traslúcida y saludable. Continuó por el cuello, las venas volvieron a su sitio; el rostro y cabello recobraron su lozanía. Saulo le sonrió con dulzura cuando el proceso hubo finalizado
—Todo ha terminado, Elai —señaló a la luz que también subía por el cuerpo de ella.
Elai miró fascinada cómo la oscuridad que la había invadido desaparecía de su ser y recuperaba la juventud. La piel ajada por los años se tornó suave y tersa. Los estragos de la enfermedad desaparecieron y el cabello volvió a ser totalmente negro.
Ambos entrelazaron sus manos y se perdieron en la mirada del otro, como si el tiempo nunca hubiera pasado. Permanecieron así, hasta que ellos llegaron.
Atisbaron una luminiscencia entre el follaje. Dos siluetas, cuya aura no pertenecía al plano terrenal, extendieron sus manos, llamándolos.
—Es hora de irnos —anunció Saulo, feliz de que ese momento hubiese llegado—. La eternidad nos espera.
Elaida asintió, rebosante de alegría. Luego de una vida de desdichas, habían alcanzado la felicidad.
Una luz cálida envolvió a la pareja y los llevó a un lugar donde ningún sentimiento inicuo tenía cabida.
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