24 | Corre el corazón

Miles de corredores esperan ansiosos el anuncio de largada. Somos tantas las personas alineadas cerca de la línea de meta que los roces con otros son inevitables. Estamos apiñados en las largas calles de Nueva York, esperando que el evento por el que tanto nos hemos preparado dé inicio de una vez por todas.

Cuarenta y dos kilómetros de sudor y lágrimas nos esperan.

Bajo la cabeza hacia mi camiseta y me encuentro con el número que me fue asignado en una etiqueta que cubre mi pecho. Mis zapatillas están perfectamente atadas y tengo mi reloj Garmin en mi mano izquierda, listo para ser activado cuando la carrera comience para poder monitorear mi velocidad a cada kilómetro.

La cuenta regresiva comienza y siento un nudo especial en el pecho. No sé si son los nervios de la maratón, la angustia de lo sucedido ayer o una combinación de ambas, pero tengo que sacudir mi cuerpo para tratar de ahorrarme esta tensa sensación.

Levanto la cabeza hacia el público en busca de un poco de tranquilidad, y ahí los encuentro: Takeshi y Bárbara, en primera fila, saltando con ímpetu y alentándome desde la lejanía cuando se dan cuenta de que los estoy mirando. Detrás de ellos, mi madre asiente con confianza y mueve los labios con sutileza para pronunciar un muy claro «tú puedes». Busco, busco y sigo buscando... pero no hay rastros de mi vecino entre la gente.

Justo en el momento en el que decido desistir de mi búsqueda y concentrarme en la largada, un movimiento en la muchedumbre, muy lejos de donde Barb, Takeshi y mi madre estaban, me llama la atención.

Es Finn, quien empuja a todos los que se cruzan en su camino para llegar a primera fila.

Las personas a su alrededor parece que lo insultan y tratan de moverlo de su lugar, pero una vez que sus ojos se cruzan con los míos por el más breve segundo, me sonríe. No trata de gritarme ni darme palabras de aliento. Solo me sonríe.

Y su sonrisa es más que suficiente para darme la energía que necesito. El recordatorio de que un nosotros no está perdido.

—¡Bienvenidos a una nueva edición de la maratón de Nueva York! —exclama una emocionada presentadora, lo que hace que los miles y miles de corredores preparen su posición de carrera mientras los aficionados gritan y aplauden.

La voz empieza a hacer una cuenta regresiva muy pausada. Cuando llega a cero, mi cuerpo se enciende y mi corazón empieza a latir con una intensidad marcada. Mis piernas se mueven con una rapidez considerable, y mi reloj, a medida que voy esquivando a los corredores que avanzan más lento que yo, me indica que el ritmo al que voy es el ideal para terminar la carrera en el tiempo que me propuse.

Sin embargo, trato de controlar mi ímpetu inicial. Una maratón no es como una carrera de cien metros. Si te apresuras y tratas de ir muy rápido en los primeros kilómetros, te acabarás dando cuenta que no podrás llegar a la línea de meta porque te habrás agotado antes de tiempo. En cierta forma, es una aventura a largo plazo, de esas que necesitan todo el compromiso y la fuerza mental para ser superadas.

Mientras recorro las calles de la ciudad, oyendo el ruido de los espectadores vitoreando palabras de apoyo, no puedo evitar pensar en Violet. Habíamos soñado con este momento por mucho tiempo, y ahora que estamos aquí, no hemos sido capaces de volver a hablar en meses. Me pregunto si ella imaginó que nuestra relación sería como una maratón. ¿Nos habrá visto juntos, agarrados de la mano, en distintos escenarios y en diferentes etapas de la vida? Debo admitir que la aparición de Finn en mi día a día sirvió como un catalizador espectacular para alejarme de la culpa que sentía por haberle cortado las alas a los deseos de Violet, pero la fea sensación sigue ahí.

Transformé nuestra maratón en una carrera de pocos metros.

Ahora que estoy corriendo sin ella me doy cuenta de lo mucho que la extraño. Extraño nuestros entrenamientos juntos, nuestras interminables charlas sobre el futuro, su olor a lavanda cada vez que me daba un abrazo, y su risa contagiosa que nunca dejaba de hacerme feliz. ¿Por qué las relaciones humanas tienen que ser tan difíciles?

Siempre la amaré, pero nunca podré amarla como ella me ama a mí.

—¡Vamos, mi amor, excelente! ¡Sigue adelante! —exclama mi madre cuando atravieso la marca de los diez kilómetros. No importa la carrera, ella siempre tratará de estar en varios puntos esenciales de la competencia para asegurarse de que puede darme sus palabras de aliento.

Chequeo mi reloj cuando llego al kilómetro veintiuno, la mitad de la maratón, y mi ritmo es perfecto. No me preocupo por los corredores que me sobrepasan porque no estoy compitiendo contra ellos, si no contra mí mismo. Eso es algo que muchas personas no entienden de los runners. A diferencia de otros deportes, lo que haga el resto de tus adversarios en realidad no importa. Todos tienen diferentes objetivos, diferentes marcas y diferentes puntos de llegada. La preparación para una carrera así es precisa y milimétrica desde el entrenamiento, la hidratación, la comida y el descanso. Si trato de correr a la par de otro solo para tratar de vencerlo, lo más probable es que no sea capaz de llegar a la línea de meta por haber intentado correr a una velocidad para la que ni mi cuerpo ni mi mente se habían acondicionado.

Supongo que las personas funcionan igual. Si olvidas quien eres y de lo que eres capaz solo para acercarte a otro corredor, quizás lo logres por un corto período de tiempo, pero eventualmente tu falta de criterio te cobrará factura y tendrás que volver a encontrarte con tu realidad: no puedes pretender ser alguien más para siempre. Y, también, si presionas más de la cuenta, puedes terminar quebrándote a ti mismo o al otro que solo quería correr su propia carrera.

En cierta forma me siento responsable por la ebullición de Finn el día del aterrizaje. Creí que la relación que teníamos era lo suficientemente poderosa como para que él pudiera abrirse sin cuestionamientos, pero subestimé el poder de sus miedos. Debería haber sido más cauteloso con él, quizás hasta también debería haberle hablado sobre mis sospechas de Bárbara y Takeshi en un entorno en el que pudiéramos conversar con más calma.

Incluso cuando me dijo un montón de cosas horribles, ahora entiendo que no fueron pronunciadas por el mismo vecino con el que compartí tantas semanas a través de las paredes. Mamá me ayudó a ver la situación con otros ojos y no sentirme enteramente responsable. Este era un vecino oscuro, su peor versión de sí mismo, acumulando terror con sus inseguridades embotelladas. Estoy seguro de que se arrepiente de lo que dijo, y si bien comprendo por qué Barb y Take no quieren saber nada de él ahora mismo, a mí me pasa todo lo contrario: yo no estoy dispuesto a irme a ninguna parte.

Si hay algo que me dejó claro la pelea en el aeropuerto (además de que es posible deshidratarse de tanto llorar) es que ahora más que nunca quiero quedarme. Quiero seguir estando a su lado y acompañarlo en este difícil momento, sin importar qué tan tóxico, retorcido y cuesta arriba se vuelva el camino. Encontraremos la ayuda que necesita y él será feliz porque se lo merece.

Es lo mínimo que puedo hacer después de que él apareciera en mi vida cuando temía estar solo y más necesitaba a alguien que me acompañara.

—¡¡¡Dale, hijo, dale!!! ¡No te detengas! —exclama mamá cuando paso el kilómetro treinta y cinco y ella nota el cansancio acumulado que traigo. Trato de esbozar algo similar a una sonrisa, pero no sé si se ha visto como tal.

Los últimos kilómetros se hacen cuesta arriba. Ya muy lejos quedó el disfrute, que ahora es reemplazado por una constante arenga interna que me dice que ahora más que nunca tengo que ser más fuerte que las voces que me dicen que abandone. Para este punto ya debo haber perdido varios kilos por el desgaste, y si bien me he estado hidratando en los puntos de acceso que te deja la maratón, siento que podría tomarme cinco litros de agua y todavía no serían suficientes. Mis brazos tambalean de atrás hacia adelante con un ritmo cansino, y mis piernas piden a gritos por una silla en la que sentarme.

Sin embargo, todavía quedan varios kilómetros para la línea de meta.

Le ordeno a mis piernas que sigan corriendo por inercia. Miro mi reloj cada cinco o diez segundos tratando de que los metros pasen más rápido, pero contrario a mis deseos, me doy cuenta de que estoy perdiendo velocidad. Mi mente está agotada de tanta resiliencia y solo quiere que me tire en el medio de la acera y me lleven en camilla hasta reponerse íntegramente.

Trato de pensar en los lindos momentos con Finn. En la comida de mamá. En los entrenamientos con Violet que me trajeron hasta este momento. Trato de encapsular todos los lindos recuerdos que puedo mientras me obligo a inhalar y exhalar a un ritmo pausado que se trague el vómito que quiere asomarse por mi garganta. Me fuerzo a imaginarme con Finn agarrados de la mano, caminando por las calles de Nueva York, sonriéndonos en nuestro propio mundo inventado, imaginando esta situación de una forma tan nítida que hasta puedo sentir que lo tengo a mi lado ahora mismo...

La imagen mental se pierde.

Lo próximo que registro es el impacto de mis manos contra el suelo.

Mis rodillas sangran.

Y mi tobillo duele tanto que no entiendo cómo podré levantarme.

Soy tan estúpido... tan débil... en vez de concentrarme en los últimos metros de carrera tuve que empezar a imaginarme escenarios solo para no ser un cobarde y abandonar. Literalmente estoy viendo la línea de meta al final de una larga y eterna avenida. Debe faltarme menos de un kilómetro. Trato de encontrar la fuerza para levantarme y estabilizar mi tobillo, pero el dolor es imposible de soportar. No soy capaz de ponerme de pie.

Los corredores me pasan por la izquierda y por la derecha, todos emocionados de darle un fin a esta agonía tan apasionante que significa ser un runner. Yo me quedo ahí, observando sus sonrisas de felicidad, sabiendo que eso es lo más cerca que podré estar de completar la maratón de Nueva York. Deseaba tanto poder cruzar la meta y sentir que soy bueno para algo, ese reconfortante recuerdo de todas las mañanas, tardes y noches en las que me maté entrenando y sacrifiqué horas de ocio para cumplir un objetivo que ahora se me escapa de las manos.

Quiero llorar, pero me contengo. Ya bastante patético es que esté tirado en el suelo como una ballena encallada que necesita ser rescatada. Finn ya me lo dijo... debo dejar de llorar tan seguido.

Cierro los ojos esperando a que los facilitadores de la maratón vengan a socorrerme. A los pocos segundos, siento unas manos en mis hombros, pero estas no son las de ningún empleado.

Estas manos las conozco bien.

—¿V-Violet? ¿Q-qué haces? —titubeo mientras ella acomoda uno de mis brazos por detrás de su cuello y me ayuda a ponerme de pie.

—Levántate —ordena—. Lo lograremos juntos.

La miro a los ojos por un par de segundos, incapaz de comprenderla. Está sacrificando sus tiempos de carrera para que yo pueda terminar la mía. Quiero agradecerle y decirle muchas cosas, pero creo que, en el fondo, ambos sabemos que no hace falta decir nada.

Así que le sonrío y, con su ayuda, empiezo a caminar a la línea de meta.

Por mis rodillas cae un fino hilo de sangre que se arrastra hasta mis medias sudorosas. Siento mi tobillo palpitante, anhelando un pronto descanso que nunca llega. Cargo mi peso sobre mi otro pie para no tener que apoyarlo y poder seguir adelante. El público que nos rodea enloquece al ver el acto de bondad y empatía de Violet y empiezan a alentarnos como si nos conocieran de toda la vida.

El esfuerzo que ella está haciendo también es sobrehumano. Gruñe y se arrastra a la par mío al tener que soportar una parte de mi peso muerto, pero el deseo de ambos de completar esta maratón es más grande que cualquier dolor que podamos poseer ahora mismo.

—Te tengo —me repite cuando estoy cerca de perder el equilibrio—. No voy a soltarte.

Doy los últimos pasos con los ojos llenos de lágrimas. Mi madre quiere saltar la valla que separa corredores de aficionados, pero la seguridad de la maratón no se lo permite. Bárbara y Takeshi me observan consternados. Del otro lado, Finn está con las manos en su frente. Su expresión me dice que teme que vaya a desmoronarme en el próximo segundo.

Pero no lo hago.

Cruzo la línea de meta y termino la maratón de Nueva York pasadas las tres horas y veinte minutos.

Levanto la vista otra vez y Finn y yo nos sonreímos. Mamá, Bárbara y Takeshi saltan y gritan como un trío desaforado.

Antes de desplomarme en el suelo, me aferro con fuerza a Violet y la abrazo. En el momento que más la necesitaba, ella apareció. Olvidó nuestro pasado —o al menos se lo tragó por un rato— porque sabía que sin ella estaba perdido. Estoy en deuda con ella. Siempre lo estaré. No hay nada que pueda hacer que iguale lo que ella hizo por mí hoy.

—Ahora lo entiendo, Isaac —me susurra al oído, todavía abrazados, mientras la gente no deja de aplaudirnos.

—¿De qué hablas, Vi?

—Ahora entiendo por qué lo nuestro se terminó.

Me separo de ella y me encuentro con sus ojos una vez más. Su sonrisa está cargada de nostalgia.

—Lo miras de la misma forma en la que yo te miraba a ti —dice con suavidad y un dejo de tristeza, observando a Finn—. No lo pierdas. Es algo muy especial... el sentir que el mundo se detiene por una persona.

Trago con dificultad. Me tenso al escucharla.

—Nunca quise lastimarte —admito.

Asiente mientras quita en una caricia la lágrima que animaba a derramarse por mi rostro.

—Lo sé, Isaac. Lo sé.

Me da un beso en la mejilla mientras los paramédicos se acercan a asistirme. No quiero que se vaya, pero la muchedumbre que se reúne a nuestro alrededor hace imposible que pueda seguirla cuando empieza a caminar lejos de mí.

—¡Vi! —grito, y ella se da vuelta al escucharme.

Tomo valor.

—¿Volveré a verte?

Niega con la misma nostalgia que me regaló unos segundos atrás.

—Todavía tengo que superarte. Quiero ser capaz de volver a amar.

Violet ve mi expresión entristecida en los pasos que nos separan. El puñal que me atraviesa es punzante. Aunque no haya sido intencional, hoy soy el culpable de su dolor.

—Pero no te preocupes. Jamás vamos a olvidarnos de lo que vivimos. Siempre te llevaré aquí. —Señala su corazón—. Y aquí. —Señala su cabeza.

Me sonríe una última vez.

Me tira un beso con las manos.

Y se va.

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NO MERECEMOS A ESTA VIOLET, POBRECITA.

Amé muchísimo escribir este capítulo. Desde las reflexiones sobre los runners hasta la aparición de nuestra querida Violet, creo que era súper importante volvernos a meter en la cabeza de Isaac y comprender qué es lo que estaba sintiendo. ¿Qué les pareció? ¿Comentarios sobre Violet y su aparición estrella? 

¿Creen que ustedes serían capaces de seguir amando y cuidando a alguien que los lastimó? (Acá pueden relacionarlo a algo intencional, como la pelea de Finn y Isaac, o el corte intencional que le dio Isaac a su relación con Violet).

Pasó una nueva semana y yo en estos momentos estoy a días de jugar los nacionales, que le van a dar el cierre a mi temporada universitaria y me permitirá volver prontito a Argentina. ¡No saben las ganas que tengo de volver! ¿Ustedes cómo están? ¿Cómo les fue esta semana? Déjenme un comentario que los leo.

Gracias por estar acá todas las semanas y seguir nutriéndome de su cariño. Me hacen muy bien, sépanlo. Espero que les vaya muy bien en los próximos días y que sonrían y abracen mucho <333

Los quiere,

Su despeinado <3

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