Capítulo 13

—Bellatrix, si tuvieras hijos lo entenderías.

—Qué asco. Jamás —sentenció Bellatrix—. ¿Pero tú entiendes que Snape nos tuvo... os tuvo engañados todos estos años?

—Sí —respondió Lucius con rabia— y me alegra que lo haya pagado con su vida. Yo confié en él desde el colegio, le senté en mi mesa, intercambié ideas personales con él... Pero Cissa necesita saber que Draco no está solo en el colegio.

—Tiene amigos ahí, tiene un séquito que lo protege y babea por él.

Narcissa se lo había contado orgullosa en múltiples ocasiones. Lucius reconoció que así era, pero se refería a alguien más capaz, alguien que pudiese ayudarle en la dura misión que le había sido encomendada. Ni por un segundo pensó Bellatrix en contarle que la misión se iba a ejecutar sola; a su maestro no pensaba fallarle. Y menos por esos ingratos que no la valoraban... Sospechaba que Narcissa incluso se enfadaría si se enteraba de que Lucius estaba paseando con ella por los jardines.

—Dale un tiempo, se le pasará.

—Más le vale. Ten en cuenta, Lucius, que mi paciencia no es infinita. Y que no voy a tolerar que mi hermana pequeña me desprecie así. Ni a mí ni a la causa. Ya repudié a una, puedo hacerlo también con la otra.

Lucius iba a replicar, pero no lo hizo. No lo hizo por miedo, porque sabía que Bellatrix tenía razón. Para el Señor Oscuro, Narcissa tenía poco valor, sin embargo, su hermana era su mejor lugarteniente. Además de ser mejor bruja y tener menos que perder. Había estado catorce años en Azkaban y quien la sacó fue Voldemort, no su familia; tenía claras sus lealtades. Y no era una bruja que amenazara en vano.

Los siguientes días fueron llegando las contestaciones a sus invitaciones. Todos prometían asistir y agradecían enormemente haber sido invitados. Más animada por las perspectivas navideñas, Narcissa se entretuvo decorando la casa; aunque ambas hermanas seguían sin hablarse ni apenas verse.

Una mañana Bellatrix volvía de tratar con unos vampiros para que se unieran a su bando. Habían negociado y sellado el pacto en quince minutos. El resto de la noche la habían dedicado a beber whisky y sangre; Bellatrix nunca le hacía ascos a la bebida gratis. Cruzó las verjas de la mansión y por el sendero de setos perfectamente recortados se cruzó a Rabastan y a Dolohov.

—Vamos a desayunar fuera —la informaron agarrándola cada uno de un brazo.

—¿Qué? —replicó Bellatrix desconcertada— ¿A dónde?

—A donde sea —sentenció Rabastan—. Al Callejón Knockturn, a casa de mi tía, a Azkaban... pero en esta casa no nos quedamos.

—¿Y por qué estoy yendo yo? —replicó la bruja viéndose otra vez fuera de casa— ¿Necesitáis que mate a alguien?

—Necesitamos que no mates. En concreto a tu hermana. Acaba de llegar una carta de Draco, dice que no va a venir en Navidad, prefiere quedarse en el castillo —le explicó Dolohov—. En algún momento Narcissa llegará a la fase de la depresión, pero de momento sigue en la ira.

Bellatrix los miró sorprendida. Iba a preguntar qué tenía eso que ver con ella, pero seguro que su irracional hermana la culparía a ella de alguna forma ridícula. Y efectivamente, no estaba para aguantarle más tonterías. Así que aceptó la mano que le tendía Rabastan y se aparecieron los tres.

Little Barking era un barrio a las afueras de Londres con mala prensa: drogas, peleas callejeras, robos... La forma perfecta de alejar a los muggles. Se trataba de una zona con alta población de magos y brujas que crearon la leyenda negra para vivir más tranquilos. No obstante, durante la primera guerra, el barrio se degradó y actualmente sus habitantes eran seres mágicos (desde hombres-lobo hasta duendes) de dudosa moral. Ni los aurores se acercaban, preferían dejar que se mataran entre ellos. Ahora la violencia en Little Barking era real.

Eso no quitaba que para los mortífagos tuviese su encanto.

—Me encantan las tartas de este sitio —murmuró Rabastan entrando a un local que por fuera se veía oscuro y derruido.

En el interior, la cafetería estaba primorosamente decorada en negro y morado, con un estilo gótico ligeramente decadente en el que encajaban muy bien. Se sentaron en una mesa en un rincón y pidieron a la ninfa que les atendió.

—¿Y Lucius? —preguntó Bellatrix limpiándose restos de sangre de las uñas.

—Se ha quedado intentando calmar a Narcissa —contestó Dolohov—. Rod también ha preferido quedarse, no le gustan estos sitios.

—Ah, cierto —murmuró la bruja, que no se había percatado de la ausencia de su marido. —Tiene demasiado miedo a que le vuelvan a atrapar los aurores.

—No es solo por eso —gruñó Rabastan.

No ahondaron más en el tema porque les sirvieron té, zumo y una bandeja con dos docenas de pasteles. Se abalanzaron a comer como si acabasen de salir de Azkaban. Estuvieron devorando en silencio durante unos minutos.

—¿No vas a tu casa por navidad? —preguntó Bellatrix a Dolohov mientras se chupaba el chocolate de los dedos.

Dolohov era sueco. Aunque se mudó a Inglaterra muy joven, seguía teniendo familia en varias ciudades de las que el resto de mortífagos no sabían ni pronunciar los nombres. El mago negó con la cabeza. Sus amigos y familiares no se tomaron bien que se uniera a un club de asesinos profesionales; respetaban sus ideas pero no su forma de vida. Por eso prefería quedarse tranquilo en Londres. En el caso de la gente de mala vida, la Navidad se pasa mejor (o al menos más cómoda) en soledad.

Bellatrix asintió, lo comprendía bien. A ella su familia —la poca que le quedaba— también la tenía harta.

—Voy a por más zumo —murmuró levantándose.

Se apoyó en el mostrador y observó como entraban Crabbe y Goyle al local. También eran mortífagos, pero el Señor Oscuro no solía contar con ellos para las misiones importantes. Servían mejor como matones que como magos. Además tenían hijos que eran amigos de Draco. Estupidez e hijos, dos de las cosas que más molestaban a Bellatrix.

—¿Qué necesita, Madame Black?

—Más zumo —respondió levitando la jarra vacía con un chasquido de dedos.

—Enseguida —respondió la camarera.

A Bellatrix le gustaba que la conocieran por su apellido y no por el de su marido. Aunque tampoco le importaba ser Madame Lestrange: con tal de que la mera mención causase miedo, le daba igual como la llamaran.

Le llenó la jarra de nuevo y Bellatrix la levitó junto a ella. Al acercarse a su mesa, observó que Crabbe y Goyle charlaban con sus compañeros. Frunció el ceño. No se llevaban bien; casi ninguno de los mortífagos se llevaba bien entre ellos. Principalmente porque eran malas personas; había envidias, celos, rencor... Pero, además, los que se consideraban de segunda categoría —como esos dos matones— todavía les tenían más rabia a los titulares.

—Sí, hemos oído lo que dicen... —decía Crabbe despectivo.

—¿Quién iba a esperarlo de un Lestrange? —se burlaba Goyle.

Los dos aludidos los miraban con rabia y con las varitas preparadas, pero no replicaron. Trataban de evitar montar un número, ignorarlos para que se cansaran cuanto antes y los dejaran en paz.

—¿El qué exactamente?

La voz de Bellatrix les cayó como un hechizo de hielo por la espalda. Se giraron con sus caras de bobalicones y entre los dos no consiguieron formar una frase.

—Largo de aquí —les ordenó la bruja.

No los estaba echando de la mesa, sino del local. Los dos magos se miraron, dudando, porque aún no habían desayunado. En cuanto Bellatrix acercó la mano a su varita, salieron atropelladamente de la cafetería. Ella bufó con desprecio y se volvió a sentar a la mesa.

—No sé cómo vamos a ganar la guerra si lo que tenemos es esto... ¿Os vais a comer ese? —preguntó la bruja atrapando el último pastelillo sin esperar la respuesta.

—Gracias, Bella —murmuró Rabastan sin mirarla.

Su compañera asintió con desinterés y siguió comiendo.

Cuando salieron de la cafetería, Bellatrix les preguntó si se le habría pasado ya el disgusto a su hermana. Los dos hombres, que la conocían desde hacía dos décadas, no se sorprendieron. Le explicaron que probablemente el disgusto le duraría todas las Navidades. Aquello confirmó su teoría de que los hijos no daban más que disgustos.

Tuvieron razón: Narcissa estuvo profundamente triste e irritable cada día de las siguientes semanas. Quienes convivían con ella trataron de animarla, pero con poco éxito. A excepción de Bellatrix, que seguía teniendo presentes las palabras que le dijo y no estaba por la labor de aguantar sus lloriqueos. Aun así, el día de la famosa fiesta, Narcissa se levantó a primera hora para prepararlo todo como la legendaria anfitriona que era.

—¿Te ayudo con los maleficios de protección? —ofreció Bellatrix.

Era la mayor ofrenda de paz que habían hecho ninguna desde que Narcissa se enteró de la muerte de Snape. Era Navidad, ¿qué mejor momento para hacer las paces? Excepto porque para eso, era necesaria la cooperación de ambas...

—Ya se ha ocupado Lucius —respondió Narcissa sin siquiera mirarla.

—Estupendo... Mañana amanecemos todos muertos —murmuró Bellatrix.

Pese a la burla, le dolió el desprecio. Su hermana siempre había acudido a ella para esas cosas, incluso antes que a su marido. Era el único tema en el que consideraba a Bellatrix la mejor. Al parecer ya no.

A mediodía, Voldemort apareció para asegurarse de que todo marchaba bien. Él, por supuesto, jamás aparecía en las fiestas: por seguridad y porque no estaba para tales tonterías. Pero consideraba vital que sus subordinados actuaran en su nombre y le consiguieran aliados. Reunió a los Malfoy, los Lestrange, Dolohov y Mulciber en el salón y les repitió las órdenes.

—En las listas tenéis marcados los que no pueden salir de aquí sin comprometerse a unirse —les indicó Voldemort levitando media docena de pergaminos ante ellos—. No se trata de obligarlos, al menos todavía no... Debéis ganároslos con vuestras palabras, convencerlos de que el honor de su familia y de su sangre pasa por apoyar nuestra causa.

Todos asintieron mientras revisaban los nombres. Bellatrix carraspeó con timidez y cuando Voldemort la miró, le comentó que a ella no le había dado la lista.

—No te necesito a ti para eso. Intimidas demasiado y no se te da bien convencer a la gente por las buenas. No podemos desperdiciar más sangre pura —explicó Voldemort—. ¿Te has ocupado de los maleficios de seguridad?

—Lo ha hecho Lucius —susurró Bellatrix con un hilo de voz.

—Refuérzalos tú.

La bruja asintió y salió a hacerlo al momento; sobre todo porque quería llorar sin que la vieran. Ella se esforzaba mucho, reclutaba aliados como la que más. La mayoría eran de los considerados bestias —vampiros, banshees, hombres-lobo— que requerían más crueldad que talante, pero también podría con los humanos si su maestro le diera una oportunidad. No se la daba. En una ocasión incluso mencionó que con los Longbottom se excedió (porque fue ella sola, los Lestrange y Barty solo miraron); eran de sangre pura y los perdieron por completo. En esa ocasión sí que se dejó llevar, pero acababa de perder a Voldemort y nunca había sentido tanto dolor. Además, Él era el primero que mataba a cualquiera que no cediese a su chantaje. La hipocresía de su Señor le dolía casi tanto como sus desprecios.

Protego diabolica.

Pese a que lo susurró todavía entre lágrimas, un anillo de fuego azulado rodeó los terrenos de la Mansión Malfoy. Era el maleficio más eficaz en esas circunstancias: si aparecía alguien a quien Narcissa, Bellatrix o Voldemort no habían invitado, ardería entre las llamas. Lucius no lo había aplicado por el simple hecho de que luego no sabía extinguirlo. Bellatrix sí. Aprendió sola, de pequeña, porque lo leyó en un libro. Le gustó y practicó hasta que le salió.

—Al menos para eso sí sirvo —intentó animarse a sí misma.

Empezó a pensar que quizá era poco más que los matones de Crabbe y Goyle y de nuevo le entraron ganas de llorar. Se saltó la comida. Subió a su habitación y se tiró en la cama. Tenía colgados a la entrada de su vestidor media docena de vestidos que los mejores diseñadores del mundo mágico habían diseñado para ella. Ni los miró. Cerró las cortinas con su varita y se metió bajo las sábanas deseando que pasaran las horas.

La despertó alguien llamando a su puerta. La primera vez lo ignoró, pero a la tercera Rodolphus entró sin esperar respuesta. Gruñó algo que la bruja no escuchó y abrió las cortinas con su varita.

—Bellatrix, son las seis menos cuarto, la gente va a empezar a llegar. Date prisa y vístete.

—No voy a ir, me encuentro mal —murmuró ella sintiéndolo de verdad—. Me duele la cabeza y...

—Vas a ir.

—No tengo nada que hacer ahí.

—Por supuesto que sí. Eres mi esposa y debes estar ahí conmigo. No haces nada por mí en todo el año, solo acompañarme a las fiestas. No tienes que hacer nada, solo estar calladita y sonriendo a quien sea.

—Mi plan soñado —masculló la bruja.

—Me trae sin cuidado, Bellatrix. Debes hacerlo. ¿Crees que al Señor Oscuro le gustará tu falta de implicación en sus planes?

Estaba tan cansada y triste que no pudo ni discutir. No, no quería fallarle a Voldemort... aunque luego Él no lo valorara. Reunió fuerzas para levantarse y miró a su marido.

—Lárgate —le espetó alejándolo con un gesto de su mano.

—Te espero en la escalera en diez minutos.

Dicho eso, Rodolphus la dejó sola en su dormitorio. El mago tenía la suerte de que su mujer era muy guapa y solo necesitó ponerse el primer vestido que encontró para estar preparada. Era un diseño con corsé, ajustado al pecho y con falda con vuelo; sexy y caro, lo habitual en ella. Lo inusual era el tono: rojo muy oscuro. Bellatrix lo hubiese preferido negro, pero no tuvo ánimo para buscar otro.

Se maquilló y se peinó un poco solo por hacer esperar a Rodolphus. Después se colocó una elegante capa de terciopelo negro, con constelaciones bordadas también en negro y salió al pasillo.

Pese a su enfado inicial, Rodolphus la miró sin poder disimular la sorpresa. Bellatrix se abrió un poco la capa, luciendo más el escote y se acercó a él. Lo agarró del brazo y susurró en su oído:

—¿Y si pasamos de la fiesta y hacemos algo los dos solos?

Bellatrix deseó que Voldemort hubiese estado ahí para ver lo rápido que era capaz de convencer a la gente. Cuando Rodolphus ya estaba a punto de desnudarse en medio del pasillo, ella se separó y comentó con impostada alegría:

—Nah, tienes razón: ¡La fiesta es vital! Ya te harás una paja luego.

Su marido maldijo en voz alta y Bellatrix sintió por fin una pequeña satisfacción. De mala gana, agarró su brazo y bajaron a la fiesta. 

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