Capítulo 10

Bellatrix tenía miedo. No quería enfadar a su maestro... y evitar la muerte también estaría bien. Sirius los contemplaba desde su asiento sin decir nada. Como no sabía qué responder, la bruja optó por hacerse la tonta para ganar tiempo:

—¿A qué... a qué se refiere, Señor?

—A que te conozco desde que con cinco años me incendiaste la capa en una fiesta de Navidad.

—Fue un accidente —aseguró ella al momento.

—No lo fue. Te gustaba mi capa porque era negra y brillante. Me la pediste, no te la di y decidiste quemarla conmigo dentro.

Bellatrix suprimió una sonrisa ante el recuerdo. Había sucedido tal cual lo recordaba Voldemort, así fue como se conocieron.

—Pero porque no sabía quién era usted. De haberlo sabido, habría esperado a quemarla cuando se la quitara.

Sirius jamás había pensado que Voldemort pudiese esbozar una sonrisa genuina, pero en ese momento vio lo que pudiera haberse considerado un atisbo de ello. Los contempló a los dos con curiosidad, nunca pensó que su relación fuese así. Dumbledore siempre aseguraba que Voldemort lo conseguía todo con torturas y no apreciaba a nadie, consideraba a sus mortífagos meras herramientas... Sirius estaba empezando a tener dudas.

—Si de ti dependiera, Bella, llevarías a cabo las misiones tú sola. No eres nada buena trabajando en equipo. Explícame por qué avisaste a Severus y a tu... a él —inquirió Voldemort contemplando a Sirius.

—Por la posibilidad de que murieran. Iba a haber caos, fuego cruzado... quise creer que podían morir en el intento —respondió Bellatrix sintiendo que así no faltaba a la verdad.

Pero su maestro la conocía bien:

—¿Aumentaste esas posibilidades en forma alguna?

Bellatrix abrió la boca, pero la cerró. Dudó unos segundos y al final decidió que a Voldemort jamás le mentiría. Cuanto antes confesara, antes podría asumir el castigo:

—Maté a Snape.

Hubo unos segundos de silencio. En el siniestro y cadavérico rostro del mago oscuro era imposible distinguir nada.

—¿Tú sola?

—Puede que yo colaborara —se adelantó Sirius.

Esa intervención y rápida asunción de culpa sorprendió a Bellatrix. A cualquier mortífago en su lugar le hubiese faltado tiempo para acusarla de coaccionarlo u obligarlo a ayudarla. Pero Sirius —probablemente por orgullo y absurdo valor de gryffindor— lo reconoció tan tranquilo.

«Nos va a torturar a los dos» pensó Bellatrix, «A Walburga le habría encantado». Aun así, si pudiera reducir la condena...

—Era un traidor, señor. Estaba de parte de Dumbledore, siempre lo estuvo.

—¿Cuántas veces te he dicho...? —empezó a sisear Voldemort amenazante.

—¡Tengo pruebas! —chilló ella nerviosa— Revisamos su casa. ¡Accio!

Cinco segundos después, la gradilla con los recuerdos de Snape estaba en su mano. Con mano temblorosa, se la ofreció a Voldemort. El mago oscuro la aceptó.

—Contienen cosas que le interesarán... So-sobre todo ese —balbuceó señalando el último vial.

—Hay un pensadero en el despacho de Malfoy—informó Sirius deseando acelerar el proceso.

Tras unos segundos de contemplar primero los viales y luego a ellos, les advirtió con voz glacial: «Quedaos aquí». Bellatrix ni siquiera pestañeó, se quedó inmóvil en su puesto; incluso Sirius pareció que sentía temor.

Conforme pasaban los minutos, el temor tornó en tedio.

—¿Qué pasó después? —le preguntó a su prima.

Ella le miró sin entender a qué se refería.

—En la fiesta esa de pequeña, después de que le quemaras la capa.

Bellatrix le miró con desprecio, como diciendo: «Te encantaría saberlo, ¿eh?». Era su historia más preciada y nunca se la había contado a nadie. Pero quería hacerlo. Deseaba presumir y demostrar que ella siempre fue especial para su maestro. Por eso, respondió:

—Se quitó la capa y con un conjuro la volvió a dejar como nueva. Se agachó ante mí, me miró a los ojos y me la regaló. No conocía a ningún niño de cinco años que hubiese ejecutado un incendio no verbal de forma premeditada. Yo me la puse muy contenta, aunque la iba arrastrando, me quedaba enorme. Él me dijo que a cambio quería que fuese su discípula. Me prometió que si le obedecía, me convertiría en la bruja más poderosa y temida del mundo. Acepté y ambos cumplimos.

—Más quisieras... —fue lo único que murmuró Sirius.

Bellatrix sabía que la anécdota le había impresionado. Tuvo una conexión real con el mago más temido de la historia mundo mágico.

Unos minutos después, volvió Voldemort. Conservaba la misma expresión fría y tensa. Miró a los Black sin decir nada. Bellatrix, tremendamente nerviosa, estuvo a punto de preguntar, pero aguantó. Mentalmente se dedicó a repasar las respuestas que daría a las previsibles preguntas de su maestro.

—Debisteis haberlo traído a mí —siseó Voldemort.

—No lo merecía, Señor —aseguró Bellatrix temblorosa—. Sería un honor para cualquiera que le matase usted, ese traidor no lo merecía.

—Por otra parte, le mataron las dos personas que más detestaba del mundo —se sumó Sirius tranquilo—. A mí me odiaba desde los once años y a esta... igual no la odiaba tanto, pero la consideraba estúpida (sus buenas razones tenía) y que te mate un estúpido aún da más rabia.

Bellatrix estuvo a punto de maldecirle. Se clavó las uñas en la palma de las manos para contenerse porque vio la atención con la que Voldemort le escuchaba.

—Fue plenamente consciente de que lo iba a suceder. Hubo un segundo en que supo que iba a morir a manos de las últimas personas que él hubiese elegido. Y así sucedió —relató Sirius.

Voldemort lo meditó durante unos segundos. Al final dictó sentencia:

—La próxima vez cuidaos mucho de tomar la decisión sin consultarme.

—Por supuesto, Señor —respondió Bellatrix al punto—. Cuando mate a este, será usted el primero en saberlo.

Sirius relinchó y la mirada de Voldemort se suavizó ligerísimamente. Enseguida se endureció de nuevo para reforzar la siguiente orden:

—Si os preguntan por Snape, no sabéis nada. Si os preguntan por Dumbledore, lo mismo. No vais a contar a nadie lo que habéis visto. A nadie. ¿Entendido?

Los Black asintieron sin titubeos. Bellatrix ni se lo había planteado, no había nadie en quien confiara tanto. Quizá una sola persona...

—Y tú te vas a asegurar de que no te descubran, eres el último infiltrado en la Orden.

—Haré lo que pueda —respondió Sirius.

A Bellatrix esa respuesta le pareció insuficiente, pero para su disgusto, Voldemort no objetó. Se giró con decisión y salió del salón. Justo antes de desaparecer, se giró hacia ambos y comentó burlón:

—¿Veis como hacéis buen equipo?

Sin más, desapareció. Los Black permanecieron un rato inmóviles, para asegurarse de que Voldemort se hubiese marchado. Y para procesar el fastidio por el último comentario.

—Nos hemos librado —comentó Sirius levantándose—. Es agradable librarte de un asesinato que sí has cometido... y no al revés.

—Dijiste que tu objetivo y motivo de ayudarnos era matar a Dumbledore —recordó Bellatrix repentinamente—. Está sentenciado, va a suceder. Ya no tienes que volver nunca.

—No pararé hasta ver su cadáver. Y la Orden destruida. Y a ti más furiosa, primita —sonrió ufano—. Muy buenas noches, espero que duermas terroríficamente mal.

Bellatrix resopló y observó como se marchaba. Era imbécil, pero tenía buen trasero.

Se frotó la cara agotada y salió al pasillo. Luchar y practicar magia no la cansaba, pero el terror psicológico a fallarle a Voldemort la dejaba extenuada. Pensó que como ya era tarde, llegaría a su habitación sin percances. Se equivocó. En la planta de arriba la interceptaron los Lestrange y los Malfoy.

—¿Qué quería? —quiso saber Lucius.

—¿Por qué se ha quedado también Black? —se sumó Rodolphus.

—¿Ha dicho algo de Severus? —quiso saber Narcissa.

—Nada. Yo qué sé. No —respondió Bellatrix sucinta.

A esa gente no le costaba nada mentirle. Se miraron entre ellos desconcertados y frustrados viendo que no iban a obtener respuestas. Bellatrix no solo no estaba colaborativa, sino que además lucía su habitual mal humor. Era mala idea insistir. No obstante, su hermana lo hizo:

—¿Sabes algo de Snape? ¿Sabes dónde está?

—No, no sé nada. ¿Y sabes qué, Cissy? Hoy soy yo la que no tiene ganas de hablar.

Con un gesto de su mano, una ráfaga de viento los apartó a los cuatro haciendo que acabaran estampados contra la pared. Bellatrix apretó el paso y se encerró en su habitación. No soportaba a esas personas. Ni la ayudaban ni la apoyaban, pero para tratar de utilizarla siempre estaban disponibles...

Se desnudó, pero en lugar de ponerse el camisón, abrió uno de sus armarios. Apartó con su varita varios vestidos, los primeros nuevos y los siguientes de otras épocas. Al fondo del armario encontró el portatrajes que buscaba. Lo extrajo y bajó la cremallera con cuidado para que no se enganchara. Sonrió al ver la capa negra y brillante que hacía años que no contemplaba. Acarició su textura, suave y cálida, compuesta por escamas de dragón curtidas; eso era lo que aportaba el brillo que tanto la fascinó de pequeña. Le quitó la percha y se la colocó con cuidado.

Seguía quedándole grande, Voldemort medía casi dos metros, pero se sentía arropada y feliz con ella. Estuvo un rato mirándose en el espejo, meciéndose suavemente con la capa entorno a su cuerpo. Valoró dormir con ella, pero le daba miedo estropearla, así que la volvió a guardar con mimo.

Al día siguiente se dio la mañana libre. Tenía que proseguir con el reclutamiento de aliados, pero antes necesitaba organizar su mente. En Azkaban se prometió que su vida no se volvería a torcer por actuar sin pensar.

—Largo.

Esa palabra bastó para que Rabastan y Dolohov despejasen la sala de entrenamiento. La miraron mal y obedecieron. Bellatrix bloqueó la puerta para que no la molestaran.

Pasó tres horas entrenando, no solo conjuros y maleficios, también pruebas físicas de resistencia y agilidad. Cuando se sintió agotada del todo, paró. Entonces se tumbó en el suelo y calmó su respiración. Había descubierto hace años que en estado de extenuación física era cuando mejor lograba concentrarse. Cerró los ojos y ordenó sus ideas. Empezó con la pregunta que siempre se hacía para empezar su particular meditación:

—¿Qué desea ahora el Señor Oscuro?

Lo pensó durante varios minutos y primero sospechó lo que no deseaba: matar a Potter. Esa cuestión debía de haber perdido prioridad en su lista, puesto que ahora sabía que albergaba un fragmento de su alma. Tendría que encontrar la forma de desligarlos. Bellatrix no la conocía, había leído sobre horrocruxes, pero la única forma conocida de repararlos era arrepentirse... y su maestro estaba muy lejos de eso.

—¿Qué desea que sí puede hacer? —reformuló Bellatrix la pregunta.

Matar a Dumbledore. Ahora Voldemort sabía que era cuestión de tiempo que sucediera. ¿Le bastaría con eso? Quizá sí... Pero sin duda preferiría ser él el verdugo explícito, que el mundo supiera que había vencido en un duelo a Albus Dumbledore. Pero... aun estando enfermo, ¿podría Voldemort derrotar a Dumbledore? Bellatrix quería pensar que sí, pero no podía dejarse llevar por su afecto. Sospechaba que su maestro tampoco lo tendría claro, por eso no sabría si correr el riesgo.

—¿Cómo logró envenenarlo? —trató de profundizar en el tema.

En el recuerdo de Snape se veía un anillo. Voldemort debió de maldecirlo y Dumbledore cometió el error de ponérselo. Bellatrix llegó a la conclusión de que todo dependería del maleficio empleado. Tenía que averiguar cuál era, estaba segura de que el propio Voldemort lo inventó y probablemente se lo mencionó en algún momento de su vida; le encantaba presumir. Pero no lo recordaba. Y a la luz de los nuevos acontecimientos, estaba segura de que no se lo revelaría.

Pero... Igual no era necesario que su maestro se lo contara...

Se levantó de un salto, recuperando repentinamente la energía. Buscó a su hermana por casa. La tarde anterior había sido un poco cortante con ella, pero el día previo fue al revés, así que, en la cabeza de Bellatrix, estaban en paz. La encontró en el sótano elaborando pociones que pudieran necesitar más adelante.

—Cissy, ¿has vuelto alguna vez a la mansión Black?

Su hermana levantó la vista sorprendida por su agitación y respondió con frialdad:

—No, nunca. Me casé en cuanto terminé Hogwarts para salir de ahí y no he vuelto ni pienso hacerlo.

A Bellatrix le hubiese venido bien que la acompañara: seguro que los aurores pusieron conjuros de alarma para detenerla en caso de que volviese a casa. Contra Narcissa no tenían nada, ella tenía derecho a visitarla cuando quisiera... Pero viendo la expresión gélida de su hermana (ante la mención del que fue su hogar y probablemente porque seguía enfadada), decidió hacerlo sin ella.

—Muy bien, Cissy. Gracias por tu ayuda —susurró Bellatrix en voz muy baja, logrando que a su hermana se le erizara el vello.

Pensó en avisar a Rodolphus, pero para llevarse a otro presidiario en busca y captura mejor ir sola. Además, no quería que nadie se enterase.

Como quería hacer el viaje en escoba, esperó a que oscureciera. La aparición podía hacer saltar las alarmas mientras que las escobas eran indetectables. Además, le encantaba volar. Adoraba sentir el viento en su cara, el frío cosquilleando en su cuerpo... la libertad.

Le costó poco menos de media hora llegar a su destino: una amplia edificación de piedra en lo que antaño fueron bosques y ahora era un páramo fantasmal. Sintió un escalofrío en cuanto vio la que fue la mansión Black, ahora abandonada, estropeada por la lluvia y con la fachada de piedra derruida en algunos puntos. Los jardines lucían como una selva siniestra, conquistados por malas hierbas y especies venenosas. Sobrevoló el lugar y tras un par de comprobaciones neutralizó los conjuros que efectivamente pesaban sobre el lugar. Aun así decidió actuar deprisa, por si aparecía alguien.

La puerta se abrió porque era una Black; sin serlo, hubiese sido complicado acceder con vida. Con un lumos alumbró el oscuro recibidor. Escuchó el aleteo de algunos murciélagos afincados en el techo, el corretear de las ratas y el chillido de varios duendecillos que buscaban bichos que devorar.

—Si me dejáis en paz conservaréis la vida —informó así en general.

En cuanto un duendecillo incumplió el trato intentando agarrar su capa, los condenó a todos. El fuego manó de su varita sin necesidad de emplear conjuros concretos, tal y como ella lo quiso dirigir. Con el golpeteo de los cadáveres viscosos cayendo al suelo, avanzó por el pasillo.

Sintió un escalofrío al ver las estancias abandonadas en las que tantas horas pasó de pequeña. La mayoría de veces entre gritos de sus padres, castigos y decepción. La hermana mayor tenía un carácter demasiado inestable con las visitas, la mediana no tenía claros sus principios y la pequeña no parecía interesada en estudiar; sus padres le pedían a cada una lo que no tenía y las castigaban por ello. Entendió que Narcissa no quisiera volver, pese a que sus padres llevaban muertos muchos años.

Nunca fueron como los padres de los cuentos (porque en la vida real Bellatrix no conocía padres buenos y cariñosos), pero no les guardaba rencor. Lo hicieron como supieron. Si por algún error ella hubiese tenido hijos, no habrían sobrevivido a la primera semana. Sin embargo, ella había salido muy bien y Narcissa medio bien. Andrómeda fue un fracaso absoluto, pero una de tres a Bellatrix le parecía buena puntuación.

—Wally fue mejor y...

Se calló y se giró con rapidez al escuchar un siseo a su espalda. Unos segundos después, el fantasma de la tatarabuela Elladora apareció vagando por el pasillo. Posiblemente huía del fantasma de su marido... o de cualquier otro, porque esa mansión estaba repleta de ellos; Bellatrix lo había olvidado. No tenía ganas de hablar con nadie. Pensó en utilizar un conjuro desvanecedor, pero simplemente se quedó inmóvil. El fantasma no la vio, pasó de largo. En esa casa nunca nadie mantuvo la cordura, ni los vivos, ni los muertos.

Bellatrix no perdió el tiempo. Subió las escaleras con rapidez y llegó al segundo piso. No dio lugar a la nostalgia: llegó deprisa a la habitación del fondo y entró. Todo estaba como lo dejó: la cama medio deshecha, los muebles con muescas ocasionadas durante sus arranques de violencia, un banderín de Slytherin, un poster de Grindelwald, artículos del Profeta que la mencionaban... Intentó recordar la última noche que pasó en ese dormitorio, tal vez antes de su matrimonio con Rodolphus... pero no lo recordó. Lo importante sí lo recordó:

—Cuatro baldosas desde el armario y dos hacia la ventana —murmuró contándolas.

Se detuvo, se agachó ante la adecuada y con su varita (sorteando un encantamiento protector que ella misma creó), levantó la losa de piedra. Sonrió emocionada al ver una caja de terciopelo ya bastante envejecida. Su aspecto daba igual, lo importante era el interior. La abrió y ahí seguían: trece cuadernos que abarcaban casi veinte años, escritos del puño y letra de la única persona en la que confiaba y que siempre se preocupó por ella.

—Gracias por pensar en mí, Bella —murmuró mirando una foto de sí misma cuando tenía seis años.

Esa no la tocó, pero al lado vio una foto de la misma niña con su tía. Walburga —alta, fornida, imponente— se arrodillaba junto a ella y le ayudaba a coger bien la varita para poder ejecutar la maldición asesina. Siempre quiso a su tía. Fue su primera maestra y una de las mejores brujas que conoció. Cogió el marco de plata y junto con la caja de sus diarios, lo metió a su bolso bombonera con encantamiento de fondo infinito.

«Ya está, me largo» pensó satisfecha. No quiso ni deshacer el camino: abrió el balcón del dormitorio y volvió a cerrarlo desde fuera con un conjuro. Utilizó un accio y medio segundo después, tenía en la mano su escoba. Emprendió la vuelta removida por dentro, pero satisfecha con sus hallazgos.

Pasó los dos días siguientes encerrada en su habitación, releyendo sus diarios de forma febril. Los primeros eran complejos de entender, los escribió con seis años y había más dibujos que palabras. Aun así, logró ir descifrándolos. Y no se desesperó, al contrario: se sintió orgullosa de haber sabido desde tan pequeña que cualquier cosa que Voldemort le enseñara merecía ser recordada.

Encontró lo que buscaba casi de madrugada, conteniendo un grito de euforia. Se trataba del undécimo cuaderno, redactado en torno a sus quince años. Con excelente caligrafía (porque se esmeraba si el tema le interesaba), el encabezamiento de la página decía:

—Textus mortem (muerte del tejido)

Maldición letal. Causa necrosis severa (la sangre deja de fluir al tejido, no se puede revertir) y descomposición de los músculos dañados. Inspirado en el mordisco de una serpiente venenosa, efectos similares. Muerte segura, se puede retrasar con conjuros muy avanzados combinados con pociones.

El siguiente párrafo detallaba cómo contener la maldición hasta un máximo de un año. Esa parte Bellatrix la leyó rápido. Lo que le interesaba era el último párrafo:

Aun si la maldición se ha contenido, si se repite el maleficio sobre la víctima (directamente y no a través de objetos), la maldición se volverá a extender de forma irreversible y matará en muy pocos minutos. Solo pronunciarla, no requiere movimientos de varita.

Bellatrix lo releyó varias veces para estar segura de que lo entendía. Era una de esas cosas que Voldemort le enseñó únicamente por presumir, por jactarse de su arte para crear maleficios. Se lo mencionó de pasada, nunca le mostró cómo ejecutarlo, pero Bellatrix lo apuntó todo. Y gracias a eso, ahora sabía que lo que más deseaba Voldemort era encontrarse con Dumbledore cara a cara. Se convertiría así, a ojos del mundo, en el único mago capaz de derrotar al invicto Albus Dumbledore.

Por supuesto Bellatrix estaba totalmente a favor. Guardó los cuadernos y bloqueó los recuerdos en su mente. No deseaba que su maestro supiera que conocía su secreto. Le adoraba, pero debía seguir protegiendo a la niña que apuntó todo aquello por si un día lo necesitaba para salvar su vida. Porque nadie más la iba a salvar.

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