Acto I: Capítulo 7

(Diez minutos antes)

El inspector Johan Kran estaba sentado en su cubículo en la sección de investigaciones, estudiando un nuevo caso de homicidio doloso que le habían asignado junto al detective Docherty, cuando escuchó un creciente bullicio en la lejanía. No pensó que nada demasiado importante había ocurrido hasta que oyó las palabras "motín", "secuestro" y "ministros" usadas en la misma oración.

Curioso y preocupado, dejó sus papeles a un lado, recogió su placa de servicio, su arma, su abrigo, y bajó al Complejo General de Ministerios, a averiguar en persona qué sucedía.

No había encontrado al jefe del departamento de policía en ningún lado, así que asumió que ya debería estar por allá, resolviendo la situación.

No tenía idea del real tamaño de la tragedia en la que se veía involucrado.

En el Complejo, el desorden era bastante más alarmante que en el Buró. Funcionarios corrían de un lado a otro, queriendo llegar a las puertas de la recepción, disparos se oían en los pasillos más alejados, y un centenar de gritos eran intercambiados entre los oficiales de la guardia gris y los oficinistas angustiados. Mientras trotaba por el edificio, el rubio encontró al vigilante de seguridad de la recepción sentado contra una pared, recuperando su aliento. Pensó que él podría responderle todas las preguntas que tenía:

—¡Charles! —Se arrodilló a su lado—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Estás bien?

—¡Hubo un atentado!... —el sujeto respondió, algo desnortado—. Secuestraron a los m-ministros.

—¿Qué?

—El jefe del departamento de policía también desapareció... por lo que oí —Más disparos resonaron a su alrededor, sobresaltándolo—. ¡El gobierno ha caído! ¡Los Ladrones tomaron el poder! ¡La república se acabó!...

Un cadete de la guardia gris llegó corriendo entonces, deteniéndose a su lado. En la mano, cargaba un fusil.

—¿Inspector? —Observó la placa del rubio.

—Sí. Johan Kran, Departamento de Investigaciones.

—Gracias al buen Dios. El comandante Mallet me pidió que fuera a buscarlo. Necesita hablar con usted con urgencia, ya que no encontramos a monsieur* Pettra.

—¿Y dónde está el comandante?

—En el pasillo A-12.

Kran sabía más o menos dónde se ubicaba el pasaje en cuestión, así que se levantó con un salto y se desplazó hacia él. Mientras corría, el estruendo de la primera explosión lo tomó por sorpresa. Se detuvo por un instante y miró alrededor con una expresión aterrada, mientras buscaba su origen. Estaba tan desorientado y jadeante luego de tanto correr que no lo encontró. Reuniendo coraje continuó avanzando, llegando a los despachos de los funcionarios inferiores del gabinete ministerial. Los revisó uno por uno, viendo que habían sido evacuados.

Por ahí, no encontró a nadie más que algunos contadores y abogados, agachados en el suelo, cuidando de los guardias y otros empleados que habían sido heridos. Habían muertos, pero él no los pudo contabilizar con exactitud. Lo único que pudo decir era que los números eran inferiores a los esperados.

—Caballeros... —Volvió a frenar sus pasos y miró a los oficinistas, esparcidos por el pasillo—. ¿Vieron al comandante Mallet por aquí?

—Se fue en d-dirección a la cafetería... —Uno de los cadetes caídos apuntó hacia dónde debía ir—. Toma... —A seguir le estiró la mano, ensangrentada, y le entregó su fusil—. Si vas solo con ese revólver te m-matarán...

—Gracias...

—Lacroix... —el joven se presentó—. Gregoire Lacroix.

—Gracias, Gregoire —Johan se tomó la libertad de llamarlo por su primer nombre, queriendo subirle los ánimos.

—Hay munición... en mi c-cinturón. Sácala.

El inspector hizo lo solicitado, ignorando el enorme agujero en el centro de su estómago, que le declaraba la muerte por tan solo existir.

—Gracias... —El rubio se repitió, y pese a reconocer la seriedad de sus lesiones, añadió:— Todo saldrá bien.

Sabiendo que no podía hacer nada más por el muchacho —cuyas fuerzas ya comenzaban a desvanecerse—, Johan se enderezó, preparándose para continuar con su búsqueda implacable por el comandante.

Pero no logró par un solo paso antes de ser propulsado hacia atrás, con repentina violencia. Otra explosión sacudió sus cercanías, siendo más fuerte y cálida que la anterior. Las paredes vibraron, los vidrios temblaron hasta romperse y al final del pasillo, parte del techo se derrumbó.

—¡¿Qué habrá sido eso?! —un oficinista indagó, asustado.

—¡No lo sé, pero salgan de aquí! —el inspector respondió, por instinto—. ¡Usen una de las ventanas de sus despachos! ¡No van a conseguir llegar a la recepción a tiempo!

—¡Pero la salida!...

—¡No van a lograrlo! —aseveró—. ¡Váyanse por las ventanas! ¡Voy a ver si encuentro más gente perdida aquí adentro!...

Y con eso, se volvió a mover, yendo hacia el área del peligro. Cuanto más se acercaba a la cafetería, más atemorizado y agitado se volvía.

Figuras sombrías, cubiertas de polvo y escombros, salían corriendo por la puerta. Algunas ilesas, otras quemadas, todas en pánico. Una de ellas, con la mitad del rostro derretido, se le acercó, desesperada. Era un abogado con el que ya había trabajo antes, Edward Adams.

Por varios segundos, Johan no logró reconocerlo. Así de deformado se hallaba.

—H-Hay un incendio... —Se apoyó en su hombro, extenuado.

—¿Incendio?

—Las c-cañerías de gas de la c-cocina... explotaron —El hombre soltó un sollozo abrumado—. Había g-gente allá adentro... Intentaron o-ocultarse de los disparos allá... Todos m-murieron... —En su desconsuelo, lo abrazó—.¡MURIERON!

El rubio lo sostuvo, viendo como más víctimas surgían entre el humo, los escombros y las llamas, cada una más luciendo más horripilante y monstruosa que la otra.

—Tengo que ir adentro... —Lo apartó, con suma dificultad—. Ve hacia allá... —Apuntó al corredor de dónde había aparecido—. Busca una ventana y sale luego de aquí. Aún puedes vivir, ¡pero debes salir de aquí!

—¡Ayuda! —Otro hombre se le acercó, con la postura arqueada, arrastrando sus pies. La parte derecha de su cuerpo había sido golpeada por el fuego; su ropa deshilada dejando a vista las pavorosas quemaduras que había sufrido en el brazo y espalda—. S-Soy Marcel Cadieux... Bibliotecario... T-Trabajo en los Archivos...  —Se apoyó en la pared—. Necesito... necesito ir al Buró.

—¿Al Buró? —Johan preguntó, confundido.

—T-Tengo que ir a las e-escaleras que llevan al subsuelo —El sujeto respiró hondo, corriendo una mano por el rostro, sucio por el polvo—. H-Hay gente en los Archivos... M-Morirán allá abajo... —Tosió—. Si alguien no les a-avisa de lo que está pasando a-arriba...

—Mierda, no había pensado en eso... —el inspector dijo, empezando a desesperarse—. Edward... Sé que estás herido, pero ¿podrías acompañar a este hombre allá? Necesito entrar a la cafetería ahora...

—Sí —el otro lesionado lo cortó, entre lágrimas—. Voy. Tú s-saca a los demás de ahí —Luego, le ofreció su soporte al bibliotecario, que apenas lograba caminar—. Suerte, Johan.

El rubio en cuestión, empujando su temor a un lado, les deseó suerte de vuelta a ambos y se volteó a la puerta del recinto, ennegrecida por una nube tenebrosa, espesa y árida.

Al encararla él respiró hondo, tragó en seco, y se quitó su corbata del cuello. La usó para tapar su nariz y protegerse del humo. Luego se balanceó de un lado al otro, inseguro sobre lo que hacía, y cerró los ojos, pidiéndole clemencia a Dios.

Decidió no atravesar aquella cortina de la muerte con pasos lentos. La cruzó con apuro y desespero, sabiendo que tal vez no regresaría de su viaje.

Al entrar, sintió que su alma había dejado su cuerpo y que él ahora se encontraba en la fosa más profunda, repugnante y dantesca del infierno.

La devastación a su alrededor no se comparaba a nada de lo que había visto antes, durante todos sus años de carrera. Parte del techo se había caído y la otra estaba siendo devorada por el fuego. Las paredes habían sido carcomidas por las brasas. El suelo se había pintado de rojo y gris. A su frente veía las siluetas de los muertos y heridos, pero no lograba diferenciar entre los dos; la atmosfera era tan oscura que apenas conseguía orientarse. Lo único que lograba ver eran sus bocas bien abiertas en un grito perpetuo, rogándole clemencia.

—¡¿JOHAN?! —Escuchó la voz del hombre que había venido a encontrar, el comandante Mallet, llamarlo desde la izquierda.

Estaba arrastrando los sobrevivientes que no podían levantarse por sí solos a la salida de emergencia, acostándolos sobre el pavimento afuera. Aquello iba en contra de su reglamento como guardia —pues debía estar buscando a los ministros en vez de salvar a civiles—, pero él no pudo evitarlo, su humanidad habló más alto. Algunos de sus colegas que habían escapado de la explosión también lo estaban ayudando a remover los funcionarios, ignorando el peligro de las llamas, del gas que aún se escapaba, el dolor de sus propias heridas, y la precariedad de la arquitectura, que se desprendía y colapsaba como si estuviera hecha de arena.

—¡NECESITAMOS SACAR ESTA GENTE DE AQUÍ! ¡MÁS GUARDIAS VIENEN EN CAMINO!

El rubio concordó, dejando sus dudas para después. Debía quedarse callado y aprovechar el poco oxigeno que les restaba para salvar a los que podía. Cada palabra que daba era una bocanada de aliento desperdiciada, y cada bocanada, una vida que se perdía.

Trabajó en silencio, por un total de tres interminables minutos, hasta que una duda se le vino a la cabeza:

—¿Y LA COCINA?

—¡ES IMPOSIBLE LLEGAR ALLÁ! —Mallet le respondió—. ¡YA ESTÁN TODOS MUERTOS!

MONSIEUR! —otro guardia gritó, interrumpiendo su charla—. ¡DEBEMOS IRNOS! ¡ESTE LUGAR SE VENDRÁ ABAJO!

—¡¿QUÉ?!

—¡MIRE ARRIBA!

Johan no lo había percibido, pero mientras arrastraba los funcionarios afuera junto al comandante, el incendio efectivamente había empeorado. A aquel punto no les restó otra opción, tuvieron que abandonar la cafetería o perecer junto a los demás. Los oficiales lograron escapar del lugar justo a tiempo de ver lo que restaba del techo colapsar.

Para los que tenían quemaduras menos severas —como el inspector, el comandante y sus subordinados— el sol que coronaba sus cabezas era un castigo. Pero para las pobres almas que habían salvado, era reconfortante. Con la piel colgando de sus muslos como cera derretida, sus cuerpos se sacudían como lombrices por suelo, debido al irremediable frío que sentían.

Johan, pese a estar agotado por sus esfuerzos, no se sentó a descasar por un minuto siquiera. Junto a los oficiales que lo rodeaban, se removió su abrigo y cubrió a los heridos más graves. Usó su cinturón y los cordones de sus zapatos para hacer torniquetes improvisados. Fue al establo y buscó agua para hidratar a los agonizantes individuos que habían salvado.

Cuando toda esperanza ya parecía perdida, el primer carruaje despachado del nuevo cuartel de la Guardia Gris llegó. Solo entonces, sintió el cansancio del día doblegarle las rodillas, y se derrumbó al suelo, inconsciente.


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(Una hora después)

Claude, Theodore y sus dos secretarios fueron retirados de su carruaje al frente de la comisaría N°12 del distrito de Biévres, sin el menor conocimiento de lo que recién había pasado en Las Oficinas. Su cochero los obligó a bajarse de la berlina, cerró la puerta, se subió al pescante y se marchó, sin darles explicaciones sobre qué debían hacer a seguir, despedirse, o decirles siquiera su nombre.

—¿Y ahora qué? —el secretario del ministro de justicia le preguntó a su propio jefe.

—Si quieren vivir, no revelen quién realmente es Walbridge —el señor Chassier respondió con un tono severo, que todos los presentes comprendían, era bastante sincero—. No digan nada sobre él, ¿me entendieron?

El grupo, estando tan desorientado y asustado, de esta vez no tuvo la energía suficiente para debatir con el ministro. Todos asintieron y entraron al edificio a su frente con pasos tímidos, sabiendo que lo peor ya había pasado, pero que su seguridad aún no era una garantía. Todavía estaban en peligro.

Los policías que allí trabajaban, al ver sus broches y sus expresiones de horror, los sentaron en unos sillones de la sala de interrogación, les trajeron agua, y los dejaron descansar por un par de minutos.

—Messieurs... —interrumpió su paz el comisario a cargo del establecimiento—. Vengo a conversar con ustedes, si no les incomoda hablar.

—¡Las Oficinas fueron atacadas! —el secretario del ministro de defensa no se contuvo.

—Lo sabemos.

—¿Y dónde están los otros? —Theodore en cuestión indagó, preocupado.

—¿Otros?

—¿Los otros ministros?

El oficial detuvo sus pasos, percibiendo su inquietud.

—Pues, yo esperaba hacerles la misma pregunta.

El señor Chassier y el señor Powell se miraron. El comisario cruzó los brazos. Todas las dudas que tenían, ninguno podía contestar. Y la poca información que podían compartir con la policía no hizo más que desesperanzarlos a todos.


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Elise se reencontró con Jean en su mansión al final de la tarde. Ambos habían dado algunas vueltas innecesarias por la ciudad antes de volver allí, queriendo despistar a cualquier guardia o empleado que los hubieran seguido.

Ella en específico había sido dejada cerca de la Iglesia de Carbón por Joan —la ladrona que la había escoltado en su escape—, y de ahí tuvo que encargarse de huir por cuenta propia.

Caminó por unas cuantas cuadras con pasos rápidos, ignorando las miradas curiosas que los Carcoseños le tiraban al cruzarla. Se subió a un tranvía con un exhalo tenso y se desplazó a la estación de Reordan. De Reordan se movió al sur de la calle Sullivan. Allá se metió a un ómnibus y volvió a cruzar la ciudad, llegando a la calle del Observatorio. Del Observatorio se movió al Hospital Privado. Caminó una infinidad de cuadras más. Encontró una casa de postas. Usó el resto de sus monedas para subirse a una diligencia. Al fin volvió a su hogar.

Jean, en la otra mano, poseía una historia un poco distinta a la suya.

Después de volar el techo de Las Oficinas por los aires y dejar a la sede del gobierno atrás, ardiendo en llamas, él y sus colegas se metieron a su automóvil y se marcharon de ahí con apuro.

Victor se encargó de controlar al volante, esquivando a las patrullas de la Guardia Gris y los carruajes del ejército que se asomaban en el horizonte. El comandante en sí se quedó a su lado, disparándoles a sus enemigos desde la lejanía con un revólver, más para aturdirlos que para matarlos. Ya Eric y Jonas, cargando rifles en los asientos de atrás, no compartieron su misma intención; esperaron a que los vehículos rivales los cruzaran para descargar su ira, sin arrepentimiento ni piedad. Haciendo esto el grupo por milagro logró zafarse de las múltiples embestidas de los uniformados, causando daños serios a los dichos mientras huían.

Pero, antes de irse a la sede de la Hermandad, se adentraron con el automóvil al barrio francés, cruzaron el puente al inglés, dieron unas cuantas vueltas por la estación de Reordan, e incluso hicieron una breve parada en una estación de servicio, a llenarse el tanque con gasolina. Para entonces, los gendarmes ya los habían perdido.

Con el vehículo recargado, regresaron al fin a su cuartel general y solo ahí se desbandaron. Jean se despidió de todos, agarró su propio vehículo privado en la cochera —al que casi nunca usaba durante sus horas de trabajo— y se fue al fin a casa.

Todo esto dicho, si bien los dos amantes habían recorrido caminos completamente distintos para reencontrarse en la mansión, una experiencia en común ambos compartían: su asombro al ver la reacción de los Carcoseños al golpe de Estado.

Al descubrir dicha noticia, la ciudad completa se volvió un auténtico campo de batalla. La industria frenó de golpe. El centro financiero se cerró. Los viajes intrarregionales fueron prohibidos. El comercio se suspendió. El ejército se tomó las calles, así como los sindicatos. Protestas sacudieron el corazón de la capital, y las llamas que incendiaron Las Oficinas pronto se adueñaron de los bancos, notarias, edificios gubernamentales y las diversas propiedades de los magnates más ricos de la nación.

La urbe ardía y Carcosa lloraba.

Pero, de alguna manera, el caos no parecía accidental. Más bien parecía ser el producto de una desdicha popular, de una amargura de las masas, que ya venía creciendo a décadas. De cierta forma, aquel motín fue la gota de agua que rebosó el vaso. La grieta final que rompió a la represa. Fue la justificativa perfecta que los ciudadanos buscaban a décadas para exteriorizar sus frustraciones con el gobierno, con su sociedad, y consigo mismos.

—¿Estás bien? —fue lo primero que Jean dijo al correr hacia Elise y rodearla con sus brazos.

—Sí... ¿Y tú?

—Vivo —Él exhaló, apartándose con una sonrisa—. ¿Tienes los documentos que te di?

—Están adentro, en tu escritorio.

—Excelente... —Corrió una mano por su cabello canoso—. Lo logramos... El gobierno ha caído.

—Nunca pensé que celebraría algo así, pero... sí —La mujer se rio—. El sistema ministerial se acabó —Puso una mano sobre la mejilla de su novio—. ¿Y qué les pasó a ellos?

—¿Los ministros?

—Hm.

—Fueron llevados a la misma chacra dónde encerramos a tu padre —Jean la miró a los ojos y respiró hondo, antes de proseguir con el siguiente tema:— Elise... Llegamos a un consenso, yo, Eric, y los demás...

—¿Consenso?

—No estarás de acuerdo con ello, pero esta decisión va más allá de mí. Fue algo que la Hermandad como organización determinó, no yo.

—¿Qué? —Ella frunció levemente el ceño.

—Los ministros que votaron en contra de mi mandato serán ejecutados por sus crímenes... de la misma manera en la que ejecutaron a los prisioneros del sur.

—Jean...

—Sus secretarios están vivos y fueron llevados a un almacén de la Hermandad en la calle Sullivan. También dejé a varios oficinistas escapar del edificio antes que lo voláramos a pedazos, como lo habíamos planeado de antemano... Miré por las ventanas y no vi a nadie más que los guardias adentro. La vida de civiles puedo perdonar, pero la de ellos y de los ministros, no. Es imposible hacerlo.

Y Jean no mentía. Él no había visto a nadie adentro de la cafetería. Pero la imagen que sus ojos registraron bajo los lentes de su adrenalina era una, y la realidad de los eventos era otra. 

—Lo sé —Elise de todas formas suspiró y asintió—. Y de esta vez concuerdo con ustedes. Los ministros merecen morir. No tan solo han hecho mal su trabajo por décadas, sino que han arruinado la economía de esta nación y han estropeado la vida de incontables personas en el proceso. Han robado y fomentado el robo. Han incentivado el abuso de poder. Y algunos incluso han hecho negocios abusando a centenas de mujeres y niños en el sur... —Ella sacudió la cabeza—. Así que, por más cruel que suene, se merecen cualquier castigo que ustedes les impongan. Y deben recibirlo.

—¿Estás bien? —La pregunta pasmada de Jean, que vino luego de un breve momento de silencio de su parte, no fue una burla. Genuinamente estaba sorprendido por la reacción de su novia—. Pensé que me pegarías cuando oyeras esto...

—Fui una Asesina, caso no lo recuerdas. Nuestro trabajo era matar a políticos y funcionarios públicos corruptos —Ella le hizo el favor de resaltar—. Esto no me es ajeno.

—Pero la Iglesia...

—Lo de la Iglesia fue una masacre —Elise lo interrumpió—. Fue violencia desenfrenada. Fue odio. Fue rencor... Esto es distinto —Lo miró a los ojos—. Esto es justicia. Es revolución. Si no hacemos nada, si ustedes no hacen nada... el sufrimiento del pueblo, y en específico del pueblo sureño, será eterno. La miseria que nosotros experimentamos allá no tendrá fin nunca.

—Me alegra que lo entiendas, al fin... —Él relajó su postura, aliviado—. Después del día que tuvimos, no quería llegar aquí y discutir contigo.

—Pues no te preocupes más. Tienes mi apoyo —Elise puso una mano sobre su pecho—. ¡Y ah! ¡Casi se me olvida avisarte! Linda Stix te llamó por teléfono. Como no estabas aquí, tuve que contestar en tu lugar y ella me reconoció la voz; lo siento...

—¿Qué quería? —Jean no se incomodó por aquella revelación.

—Saber si ustedes habían logrado su cometido, avisar que el general Dupin ya ha asumido control sobre la base del puerto de Merchant, y que Theodore Gauvain, de la Gaceta Dorada, está esperando la copia de los documentos que se firmaron hoy, para hacerlos públicos en el sur.

—De acuerdo... Haré que Claude redacte las copias —El criminal decidió, de un momento a otro—. Será la mejor manera de vengarme de él sin tener que matarlo; hacer con que destruya su propia carrera, su propio legado, usando su propia pluma.

Elise, divirtiéndose con la posibilidad —tal vez más de lo que debería—, volvió a abrazarlo.

—Deberíamos cambiarnos de ropa entonces. Tenemos aún muchas cosas que hacer.

Jean, comprendiendo el mensaje por detrás de su respuesta, se vio de pronto boquiabierto.

—¿Quieres que vayamos a buscarlo ahora?

—Sí —Ella se apartó—. Debemos agilizar la transcripción de los documentos. Además, estoy preocupada por él... por más ridículo que eso suene.

—Y yo por André —El comandante se abstuvo de hacer cualquier comentario maldadoso por el instante—. La ciudad está un caos y aunque yo confíe bastante en mis amigos, no todos los Ladrones son disciplinados y obedientes como ellos. Alguno de mis hombres puede intentar hacerles daño a ambos.

—¿Y dónde llevaron a Claude, a final de cuentas?

—A la comisaría N°12 de Biévres.

—¿No es esa?...

—¿A la que me arrastraron después de tu supuesto asesinato? —Él hizo una mueca—. Sí. Era la más cercana a Las Oficinas.

—¿Crees que Claude siga por allá?

—Solo hay una manera de averiguarlo.


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Una vez a solas en la sala de interrogatorio, el ministro de justicia se permitió romper en llantos.

Theodore se había ido junto a su esposa e hija algunos minutos atrás. Los secretarios también ya se habían marchado junto a sus esposas. Y Claude seguía en esa maldita comisaría, sintiéndose abandonado mientras aguardaba la llegada de André —quien aparentemente había sido notificado de su reaparición y pronto vendría a recatarlo de los ojos curiosos de los detectives y gendarmes presentes—.

O al menos, eso le había dicho el comisario. Aunque después de todo lo que su hijo había oído a su respecto en los últimos días, él no estaba seguro de que lo haría. El muchacho tenía amplios motivos para nunca mirarlo a la cara otra vez.

Su revólver aún pesaba en su bolsillo. El sudor aún pegaba a su piel arrugada con su ropa. Y el asesinato del ministro de obras públicas aún se repetía en un bucle infinito en su cabeza, recordándole de sus últimos momentos en la tierra. Su indignación fue compartida. Su patriotismo fue heroico. Pero su sacrificio fue en vano. Jean había ganado.

El ruido del tiro que lo había vencido todavía hacía a los oídos de Claude vibrar con un irritante tinnitus, a horas de haber sido disparado. Y la imagen de aquel cráneo fracturado, de aquellos ojos en blanco, de aquella piscina de sangre que rodeó el cuerpo caído, y de la nube rojiza que anticipó su derrumbe, no lo dejaban cerrar sus párpados por mucho tiempo.

Él reconocía que estaba fragilizado. Reconocía que estaba exhausto. Podía comprender la gravedad de los eventos de la mañana y recordarlos perfectamente, pero se negaba en aceptar que habían ocurrido. Saber que su propio hermano había efectuado un golpe de estado, secuestrado a la mayoría del gabinete político con el que trabajaba, destruido a la mitad de las fuerzas de la Guardia Gris, e incendiado parcialmente Las Oficinas le resultaba una verdadera locura.

Cuanta más información el comisario le traspasaba sobre lo que había pasado así que él, Theodore y sus secretarios se habían marchado, más asqueado y enfermo Claude se ponía.

Entre lágrimas de desespero y de pesar, él sintió a su garganta cerrarse, a su cerebro ser comprimido por una migraña maldita, a su esqueleto temblar de miedo. Durante un interminable minuto, todo el aire del mundo pareció ser insuficiente para calmarlo.

El pánico lo hizo su víctima, tal como un señor hace de su siervo un miserable lacayo, y él no pudo resistirse a la golpiza. Sufrió y sufrió, sin encontrar un remedio para su padecimiento. Se desesperó, sabiendo que no había manera de arreglar aquel imperante caos.

Pero, al contrario de lo que el mandatario creía, no todo estaba perdido.

No había sido abandonado aún.

—¡Papá! —André, al abrir la puerta y hallarlo en tan lastimoso estado, corrió hacia él y lo abrazó.

El agobio que el escritor había experimentado al enterarse del atentado en Las Oficinas lo hizo dejar todas sus obligaciones a un lado, despojarse de su rencor, y manejar por el vivo infierno que se había vuelto el centro de la capital hacia la cima del distrito de Biévres.

La comisaria dónde Claude se había refugiado le había enviado un telegrama a la comisaría central, explicando que el ministro estaba a salvo adentro de sus paredes, y que necesitaba que su hijo lo viniera a buscar, porque su vida aún estaba en peligro. Un cadete entonces cruzó las violentas calles del barrio inglés en una bicicleta, comisionado con entregarle el mensaje al muchacho —que trabajaba como interno en la imprenta del Times—.

André, al leer la nota, abandonó su escritorio y su máquina de escribir, saliendo del edificio para admirar con sus propios ojos el inimaginable desorden del mundo exterior. Vio a tantos saqueos, barricadas, incendios y peleas, que juró que el mundo se estaba acabando. Vio a tantas muertes y palizas sin sentido, que pensó que estaba soñando. Se subió a su vehículo —aparcado en el nuevo garaje construido dos cuadras más abajo— con apuro, dejó atrás la destrucción, y se dirigió primero al Colonial, a buscar a Victorie —porque no quería que la señorita volviera a casa sola aquel tormentoso día, sabiendo que podía otorgarle un viaje seguro—. Para su sorpresa, ella no solo aceptó el aventón, como también le preguntó si podía acompañarlo a recoger a su padre. Estaba tan preocupada por el hombre cuanto él.

Sin reservaciones, el muchacho concordó. Serpentearon entonces por las avenidas y calles de Carcosa hasta llegar al norte de la capital, desconcertados por todo lo que sucedía a su alrededor. En horas, todo sentido de civilidad, respeto y consideración se había perdido.

Las clases más bajas, cansadas de tantos abusos y de tanta pobreza, vio la caída del gobierno como una señal divina para comenzar su rebelión. André, pese a solidarizar con su molestia, poseía un privilegio que lo impedía de compartir su ira. Para él, tanta desobediencia era un exagero. Para el pueblo, sin embargo, aquello era necesario. Por años, el pacifismo y el silencio no los había llevado a nada. Si se mantenían quietos ahora, seguirían siendo pisoteados por los pies gordos de las autoridades y de los empresarios que las manipulaban de acuerdo a su gusto y beneficio, sin jamás conseguirse un momento de descanso.

Victorie, por su parte, habiendo vivido una infancia pobre, se sentía orgullosa de la rabia que se respiraba en el aire. Creía que ya era tiempo de que algo pasara. Y si la destrucción traía consigo la promesa de un mejor futuro, estaba dispuesta a aceptarla.

Eso no disminuyó su empatía por el ministro, sin embargo. Al verlo sollozar como un infante aterrado, encogido en su sillón, ella empujó a André con suavidad, diciéndole que fuera a abrazarlo.

El muchacho entonces trotó de la puerta al mueble y lo atrapó entre sus manos, aferrándose a él como si su vida dependiera de ello.

—Estoy b-bien, hijo —El más viejo intentó tranquilizarlo en medio a su propio desconsuelo, feliz con su arribo—. No me p-pasó nada...

—Casi me matas del susto —el escritor admitió, alejándose—. Cuando ese policía apareció... pensé que lo peor había ocurrido.

—Pues no te preocupes —Claude le respondió, arreglándole la corbata, que había sido aplastada por su abrazo—. Estoy b-bien.

Victorie los miró a ambos desde la puerta con una sonrisa cálida, que luego se disolvió al recordarse del comunicado que tendría que darles.

Antes de entrar a la sala, el comisario los había detenido a ella y André, diciéndoles que aparte de ellos, un par de visitantes más habían llegado a la comisaría; el señor Walbridge y su esposa. Pero como no eran parientes directos del ministro habían sido impedidos de hablarle.

Nerviosa, ella aclaró la garganta:

—Monsieur Chassier...

El sujeto en sí levantó la mirada.

—Perdone, mademoiselle* Lavoie, no la había visto... —Se limpió el rostro con apuro—. Buenas noches.

—Buenas noches —ella contestó con amabilidad—. Monsieur... su ex esposa y su hermano están afuera. Y quieren hablar con usted.

—¿Afuera? —La poca calma que Claude había recobrado durante los últimos minutos desvaneció.

—No te harán nada —André aseguró, llevando una palma a su hombro, dándole un apretón—. Estamos aquí... estás a salvo —Le ofreció su otra mano—. Ven con nosotros.

Nuevamente arrinconado, sin otra alternativa a no ser concordar, el ministro asintió.

Estaba a la merced de sus enemigos, pero tenía que confiar en la palabra de su hijo.

Era la única persona que lo podía defender ahora.


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Sentados en una banca al frente de la comisaria, burlándose de la incompetencia del cuerpo policial con su mera presencia, Jean y Elise conversaban, entusiasmados. El criminal había puesto en su cara su barba postiza y sus lentes de prescripción, ocultando su rostro bajo la identidad de "Walbridge".

Para explicar su reaparición, le contó una historia dramática de sobrevivencia al comisario, a la que el hombre solo pudo calificar usando una palabra francesa: "Mirobolant". En francés puro, el significado de la misma sería algo similar a "Admirable y fabuloso". Pero para los carcoseños, se acercaba más a "algo tan increíble que parece ser falso". Y efectivamente lo era.

Jean dijo que se había escapado de las garras de los Ladrones así que llegaron a la cafetería de Las Oficinas, y que luchó a muerte con uno de ellos por su libertad. Luego, salió corriendo por los pasillos del edificio e intentó ayudar a todos los heridos que pudo, antes de escaparse por una ventana, buscar su automóvil y regresar ileso a Carcosa.

La historia estaba llena de agujeros, pero él la contó con tanta convicción y carisma que el comisario le creyó, al final. Y ahora él estaba sentado ahí afuera, junto a Elise, riéndose de sus propias mentiras y mala actuación.

A Claude le revolvió el estómago percibir que a ambos poco les importaba la matanza en aquel día efectuada. Se al mareó verlos reír y charlar con tanta casualidad, como si el país entero no estuviera al borde de una guerra civil. Como si su mundo no estuviera a punto de colapsar.

—Te dije que no te mataría —al percibir su presencia, el ladrón comentó con cierto tono de burla y se levantó, siendo seguido de su acompañante.

—¿Estás bien? —Elise indagó a seguir, teniendo la decencia de al menos fingir estar preocupada por él.

Claude quería ser duro y tajante, pero estaba demasiado agotado como para responderles con sarcasmo. Así que se contentó con asentir. Era obvio que no estaba nada bien. Tan obvio como decir que la tierra es redonda, o que el sol brilla.

Su cabello grisáceo estaba sacudido y grasiento. Sus ropas habían sido manchadas con diminutas gotas de sangre, que una vez le habían pertenecido al ministro de obras públicas. Y sus manos no paraban de temblar, sin importar lo mucho que se esforzara por mantenerse quieto.

Tampoco podía parar de recordar todo lo que le había sucedido... y de temer por un futuro que aún no llegaba.

—Necesitamos un favor tuyo —Jean comentó, haciéndolo espabilar.

—¿Favor? —Claude encaró a su hermano con disgusto—. ¿Qué más quieres de mí?... Ya me lo has quitado todo. ¿No es suficiente?

El comandante se había esperado una reacción enfurecida, algunos gritos, un par de golpes, pero jamás pensó que el mandatario se hallaría tan triste y desolado como actualmente lo estaba.

André, al oír el quiebre de la voz de su padre, volvió a poner una mano sobre su hombro, insistiendo en que no estaba solo y que lo peor ya había pasado.

—Solo necesito que copies unos documentos —Jean le dijo, con una compasión que logró sorprenderlo hasta a él mismo.

—¿Eso no puede ser dejado para otro día? ¿Acaso no ve usted cuán mal él está? —el escritor confrontó a su tío, molesto.

—Los necesito con urgencia —El Ladrón intentó mantener su cordialidad—. No puedo dar muchos detalles aquí, porque nos están observando... —Ojeó a la figura del comisario, que intentaba espiarlos desde la ventana frontal del segundo piso de la comisaría—. Pero son papeles que tienen que ver con todo lo que discutimos hoy por la mañana junto a los otros ministros... Sobre el futuro de nuestra república.

—¿Futuro? —Claude sacudió la cabeza—. ¡Mira a tu alrededor! ¡¿Qué futuro ves?! ¡Todo arde en llamas! ¡Las Oficinas han sido destruidas!... —Llevó una mano al pecho—. ¡Mi carrera fue destruida!... Y t-todos mis amigos... T-Todos... A estas horas están m-muertos.

Jean, por un instante, entendió su dolor. Y Elise también, a juzgar por la melancolía en su mirada.

—Ahora sabes cómo nos sentimos todos en el sur —él contestó, sin pensarlo—. Siempre perdiendo nuestra fe, nuestra esperanza, viéndolo todo arder, y a nuestros compañeros morir al frente de nosotros, sin poder hacer nada para salvarlos... Bienvenido a nuestra realidad, monsieur le ministre*. Duele, ¿no?...

Claude, sintiéndose derrotado y humillado, bajó el mentón y continuó llorando.

—Nos culpas a nosotros por todo lo que pasó... Nos llamas de asesinos a ministros, abogados, y escribanos...

—Porque lo son.

—¡TÚ TAMBIÉN LO ERES! —El mandatario saltó de melancólico a furioso en un pestañeo, y rugió a todo pulmón—. ¡ERES UN ASESINO! ¡Y TE SIENTES ORGULLOSO DE ELLO! ¡TE SIENTES ORGULLOSO DE TODAS LAS MIERDAS QUE HAS HECHO!

—Papá... —André lo detuvo—. Contrólate. Hay gente mirando.

—¡Pues que miren! —Claude añadió, en un volumen más bajo, antes de acercarse al criminal—.  ¡Y que sepan que eres un monstruo! ¡Un bárbaro! ¡Un hombre cruel y sin principios!

—¿Por qué? —La voz estable y mesurada de Jean no disminuyó la intensidad de su propia ira—.  ¿Por qué maté a un puñado de corruptos y mercenarios hoy?...

—¡Sabes muy bien que no fueron solo políticos y soldados a los que tú y tus ratas mataron, maldito bastardo!

La exclamación derritió la expresión colérica del comandante.

—¿Qué?

—¡No te hagas el imbécil! ¡Tus hombres lanzaron dinamitas adentro de la cafetería y de la cocina! ¡Las cañerías de gas explotaron! ¡Todo el sector fue incinerado! ¡Diecisiete oficinistas y diez guardias murieron y decenas más están a punto de morir porque fueron hervidos vivos! ¡Me llegaron las noticias mientras estaba encerrado aquí adentro, sin poder hacer nada! ¡Sin hablar de los funcionarios públicos que tus hombres mataron en los pasillos y que todavía no han sido contabilizados!

—No... —Jean tambaleó hacia atrás—. Eso es imposible, la cafetería estaba vacía. Yo mismo revisé...

—Había gente ocultándose bajo las mesas —lo corrigió—. ¡Y murieron!

Jean desvió la mirada, examinando sus recuerdos con cuidado. Elise lo vio sacudir la cabeza, llevar una mano a su boca, y voltearse, dándole la espalda al grupo. La noticia claramente lo había afectado; podría ser el culpable de las muertes, pero no sentía ninguna satisfacción por ellas. Realmente había revisado el interior del edificio por la ventana, para no matar a oficinistas por gusto... pero no había sido precavido lo suficiente. Y ahora más gente había terminado en la morgue, por su culpa.

—Tenemos que irnos —Elise cortó la discusión al notar que el comisario aún los observaba—. Será mejor si discutimos todo esto en casa —Se acercó al ministro y sus acompañantes, dándole tiempo a su novio para que se recompusiera—. Y ustedes tienen que venir con nosotros. Sería una locura si permanecieran solos esta noche; muchas personas los querrán matar.

—La verdadera locura es que creas que iré a la casa de ese asesino...

—Claude —Ella lo detuvo y le habló con murmullos:—  Digamos las cosas como son: el gobierno ha caído. La Guardia Gris está a un paso de ser aniquilada. Carcosa está un caos. Diablos, el país está un caos. Si te quedas solo en tu mansión, las probabilidades de que seas asesinado, torturado, o secuestrado por entidades más viles que los Ladrones son enormes. Si vienes con nosotros, disminuyen, y lo sabes. Lo quieras o no, Jean se ha vuelto el Primer Ministro. Él...—Apuntó al hombre—, es el jefe de Estado. Y es la cabeza de la Hermandad. Si te quedas a su lado y lo ayudas a reorganizar esta nación, tu carrera está salva. Si intentas ir contra él y la voluntad del pueblo que lo puso dónde está, estás arruinado.

—Ella tiene razón —su hijo la apoyó, presionándolo a que aceptara la invitación—. Tampoco creo que es una buena idea que nos separemos ahora, además... si no puedes vencerlos, únete.

El ministro, solo queriendo descansar, se volvió a rendir.

Sí, sabía que estaba caminando derecho a la cueva de los vampiros, a ser drenado por aquellos espectros hasta que su piel se volviera pálida, su alma perdiera toda su energía vital y su cuerpo se volviera una carcasa vacía, de huesos y carne seca, pero no tenía otra opción. Como su ex esposa lo había dicho, era eso, o morir. Y aunque aquella opción era bastante llamativa ahora, él aún tenía una obligación que lo mantenía preso al mundo de los vivos: André.

Así que aceptó.

Tragándose sus ganas de vomitar, sus lágrimas y su luto, él aceptó.

Sintiéndose un canalla, un mentiroso, y el responsable directo por la muerte de sus colegas de trabajo, él aceptó.

Y no logró parar de juzgarse por ello durante toda la noche.


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"Monsieur": "Señor" en francés. 

"Mademoiselle": "Señorita" en francés.


"Monsieur le ministre": "Señor ministro" en francés. 

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