Acto I: Capítulo 12
Luego de pasar gran parte de la mañana en las afueras de la ciudad, gestionando el traslado del cadáver de Liverstone a la funeraria para que fuera incinerado, Jean, Eric y David se dividieron.
Mientras que el comandante viajó a su hogar, a buscar a Elise y Lilian, su consejero y su médico se fueron a la sede de la Hermandad —la zapatería abandonada. Allí,en el despacho de Jean, Eric le dio más información a David sobre la división de la ciudad, lo que había ocurrido en Las Oficinas durante el golpe, y le explicó los planes del comandante para el futuro de la nación. Cuando su charla terminó, el doctor se despidió del moreno con una cálida sacudida de manos y se fue abajo, a pasar el tiempo con Victor y con Jonas, mientras el otro hombre se movía al garaje.
Generalmente Eric y Thiago se encontraban allí a las una de la tarde y salían a almorzar juntos. Aquel día, su rutina permaneció inalterada. El rubio apareció unos cinco minutos más tarde de lo normal, pero su demora no fue significativa y, por lo tanto, el consejero no le dio mucha importancia.
Los dos se subieron al mismo automóvil que Thiago había usado para ir a la casa de su padre y volver ahí, y manejaron hasta el Colonial —que, pese a las protestas, seguía abierto y funcionando—.
—¿Estás bien? —Eric preguntó, antes de que Thiago pudiera descender del vehículo—. Puedo estar loco, pero... te siento un poco alterado.
—¿Alterado?
—Inquieto. Nervioso. No lo sé... raro.
—Solo estoy atento —la montaña de músculos respondió, observando sus alrededores como si temiera estar siendo observado de vuelta—. No quiero que nadie nos reconozca, y muchos funcionarios de Las Oficinas vienen a almorzar por aquí. ¿No crees que deberíamos irnos, mejor?
—Cariño, estamos con ropas distintas, peinados distintos, y los dos tenemos pasaportes nuevos. Si nada más nos sirve, les mostramos esos papeles. No tendrán cómo desacreditar nuestra identidad. Además, mi hermana es la dueña del lugar. Si algún cliente decide acusarnos de algo, ella nos protegerá, no tengo dudas al respecto.
Thiago respiró hondo, golpeando sus dedos en el volante. Su novio —sabiendo que la única manera de tranquilizarlo sería haciéndolo comprobar que el peligro era inexistente— salió a la calle, rodeó el auto y le abrió la puerta, ofreciéndole la mano.
—¿Estás loco?... —Thiago murmuró—. Hay gente mirando.
—Más un motivo para que te apures.
—Eric...
El moreno no se movió y el rubio no tuvo otra opción a no ser tomar su palma, dejando atrás su asiento.
—Viste, eso no fue tan malo —Lo soltó, sonriendo—. Ahora entremos a comer, que estoy hambriento.
—Eres insoportable, Eric.
—Pero me adoras —respondió el consejero al alejarse, metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón.
Ambos se sentaron en una de las mesas al fondo del restaurante, dónde tendrían más privacidad. A algunos metros de distancia, viéndolos acomodarse y ordenar su almuerzo, estaban Jean, Elise y Lilian, ya devorando sus platos. Al chocar miradas con su amigo, Eric le guiñó un ojo, diciéndole que pusieran su plan en marcha.
—¿Qué vas a querer?
—¿Huh? —El moreno sacudió la cabeza y miró a sus acompañantes.
—Tu almuerzo.
—Ah... Un bistec está bien.
—Tenemos un bœuf au poivre...
El mesero no alcanzó a terminar de hablar.
—Sí, sí... está bien —Eric concordó con un tono amable, pero impaciente.
—¿Y para beber?
—Un vino tinto. Cualquiera que se le ocurra.
—¿Tienen cerveza? —Thiago se rascó la barbilla.
—Sí... Pale Ale, Stout, de trigo, de miel, castañas...
—Castañas, por favor.
—¿Vaso corto o Schoppen?
—El... segundo.
—Vuelvo enseguida —El mesero se excusó.
Mientras se iba, el rubio se inclinó adelante.
—¿Qué significa Schoppen?
Eric soltó una risotada.
—Es un vaso largo de cerveza o vino, en alemán —Sacudió la cabeza—. ¿Cómo ordenas algo sin saber qué es primero?
—Es más divertido así —Thiago se encogió de hombros—. Además, sabes que soy del sur... Allá a los vasos grandes los llamamos Pint. Asumí que eran la misma cosa.
—¿Y si no lo eran?
—Es cerveza. La bebería igual.
—Conociéndote, sí... lo harías —El moreno concedió—. En fin... quiero contarte algo, antes que puedas emborracharte...
—Es una cerveza, no seas dramático.
—Ambos sabemos que pedirás otra así que termines esa.
—Depende de cuán buena sea; los Carcoseños no son muy bueno fermentando su alcohol.
—Él, el refinado... —Eric vio a Thiago girar los ojos—. Me estás haciendo divagar, presta atención en lo que digo.
—Hable a voluntad.
—Encontré a tu madre.
El semblante burlón y bienhumorado del rubio cambió con impresionante rapidez.
—¿C-Cómo?
—La encontré.
—Eric... No mientas.
—No lo hago.
—Entonces... ¿d-dónde está?
—Mira detrás de ti.
Thiago no necesitó oír la orden dos veces. Se volteó sobre la silla y observó con apuro sus alrededores, encontrando lo que buscaba con relativa facilidad; la cabellera rubia de Lilian llegaba resplandecer, de tan dorada. Boquiabierto y conmovido, el joven se levantó con un salto, derribando el salero de la mesa por accidente.
—Yo me encargo —Eric le dijo de inmediato, tranquilizándolo—. Ve a hablarle.
—Pero...
—Ve.
El Ladrón volvió a mirar a su madre, quien también se había erguido sobre sus pies, y aguardaba pacientemente a que él diera el primer paso para acercársele.
Respirando hondo, el muchacho estiró su postura, relajó su semblante y caminó hacia ella, intentando mantener su serenidad. Se detuvo a una corta distancia, para mirarla de arriba a abajo, queriendo convencerse de que era real y de que, en efecto, estaba allí, mirándolo de vuelta.
Viva, en una pieza, respirando...
Viva.
Su madre.
Estaba viva.
¡VIVA!
Y ella, más por instinto que por razón, abrió los brazos, invitándolo a hacer lo que siempre había querido: sostenerla con todo el cariño que le tenía y demostrar, sin discursos largos o alegóricos, lo mucho que había sentido su falta.
—Lo siento... t-tanto —Lilian lloró al fin, dejándolo ver cuan avasallada aún se sentía por su ausencia.
—No fue tu culpa —Thiago besó el costado de su cabeza, igual de emocionado—. No lo fue. Yo sé que no lo fue.
Oír aquella afirmación la hizo estrujarlo con más fuerza y desespero. Él no tenía idea de lo mucho que había estado anhelando y aguardando reencontrarlo, por años. De lo mucho que lo había extrañado, pensando que jamás podría verlo otra vez.
Con una sonrisa húmeda la mujer cerró sus ojos, inhaló su dulce perfume y sonrió, plena, alegre, al fin completa.
Cuando se separaron, él la invitó a unirse a su almuerzo con Eric, queriendo conversar con ella, conocerla mejor. La escena fue preciosa.
—¿Estás llorando? —Elise le preguntó a Jean con un tono burlón, pese a estar tan conmovida como su novio.
—Es imposible que no llore —el comandante se limpió las esquinas de sus ojos con el reverso de su mano—. Lilian ha estado esperando este día por años... Me toca el corazón, verla tan feliz. Y me alegra también, verla así de radiante.
—Lo sé. Y ella se merece esta felicidad... Ha sufrido mucho.
—Sí... —Jean miró a su acompañante—. Tanto cuanto nosotros. Tal vez más —Luego, besó su frente con dulzura—. Odio no poder quedarme a ver este lindo momento por más tiempo, pero... —Suspiró y agarró el maletín de cuero que había traído consigo. Acto seguido, se levantó de su silla—. Tengo que irme.
—¿Qué? ¿Ahora? ¿De la nada?...
—Aprovecharé que estamos cerca de la comisaría central e irá a charlar con el inspector Kran, a informarle cual fue el resultado de la votación ministerial, si es que ya no lo sabe.
—¿Y después?
—Volveré aquí, no te preocupes. Yo te llevaré a casa... Pero no podré quedarme allá por el resto de la tarde. Iré con Eric al edificio de la Hermandad antes del atardecer. Tenemos mucho papeleo que resolver, y muchos asuntos pendientes que discutir.
—¿No es más fácil que los dos se vayan de una vez allá? Puedo regresar a la mansión de tranvía, por cuenta propia...
—La ciudad todavía está un caos, mi amor —Jean hizo una mueca preocupada—. Me quedaría más tranquilo que supiera que llegaste a casa sana y salva. Y antes de que me ataques, sí, sé que te puedes cuidar... Pero no exagero cuando digo que nuestra situación es delicada y que viajar a otro sector a solas es una faena peligrosa.
—Sí, lo sé... —Elise suspiró—. ¿Al menos quieres que te acompañe a la comisaría?
—No... —Él le sonrió—. No es necesario. Tú quédate aquí a almorzar, y únete a la mesa de ellos. Eric necesitará de alguien más con quien conversar.
—Si insistes —La mujer se levantó—. Solo... ten cuidado por allá.
—Siempre lo tengo —Jean le guiñó un ojo, alejándose—. En media hora regreso.
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Al salir del Colonial y pisar en la calle, el comandante respiró hondo, cerró los ojos y apreció el familiar bullicio de la ciudad. Una calma profunda invadió su espíritu por unos segundos y él los volvió a abrir, aliviado y satisfecho.
Una de las metas más importantes de su vida recién había sido cumplida: Lilian al fin había reencontrado a su hijo perdido. Luego de años eternos de angustia y soledad, ella había recuperado lo que jamás debía haber perdido: su familia.
Estar contento por ella, no obstante, no removía de su cabeza el estrés que su actual situación social le producía. Y fue por eso que su paz mental duró tan poco.
Aunque Jean no lo evidenciara en voz alta, escoger entre su deber como Ladrón y la piedad que Elise le exigía como ser humano lo estaba sacando de quicio.
Liverstone estaba muerto y sus cenizas habían sido despachadas a su familia, pero sus colegas seguían vivos, en jaulas, y cabía a él determinar cómo esos animales serían ejecutados, cuándo, y porqué.
Además, se había convertido en el jefe de Estado y en el Primer Ministro de las Islas de Gainsboro, y ahora debía asumir su mandato públicamente, para luego efectuar todos los cambios gubernamentales que Frankfurt había soñado en el pasado.
Merchant, Brookmount, Rockshire, Saint-Lauren y el resto del sur ya estaban bajo su control, pero el norte seguía anhelando una república ministerial, y él debía deshacerse de sus oponentes lo más rápido posible, a fin de evitar una posible guerra civil en el futuro.
Tenía demasiadas obligaciones, en múltiples áreas, y solo un cerebro con el que pensar y armar estrategias. Sabía que debía empezar a delegar tareas a otras personas, y que su edad ya estaba empezando a afectar su efectividad.
De ahí su estrés.
Volviendo a arrugar su rostro y estirar su postura, él comenzó a caminar por la vereda, organizando sus decisiones de acuerdo a su prioridad. Lo primero que debía hacer era separar a la Hermandad en sectores. Pondría a David a cargo del sur de la Gran Isla. Victor, del norte. Y Eric, su fiel consejero y amigo, se volvería el nuevo comandante, residiendo en el centro. Al final de cuentas, Jean sabía que tendría que abandonar su puesto como líder de los Ladrones momentáneamente, con el fin de concentrarse en la reestructuración del gobierno y la instauración de una república presidencialista.
Su principal meta con respecto al destino de la nación era llamar a elecciones lo más rápido posible, y que el sufragio fuera universal. Para ello, debería primero organizar una Asamblea Constituyente, dónde una nueva constitución sería redactada, de acuerdo a las ideas y valores comunes de sus representantes. Para formar parte de este proceso ciertos requisitos serían establecidos: ser mayor a dieciocho años y menor a sesenta, no poseer acusaciones o procesos legales por corrupción, evasión de impuestos o fraude, haber trabajado en alguna institución del antiguo gobierno, etcétera.
Una vez la constitución estuviera lista, se procedería a la elección por distrito de senadores y diputados, así como la selección de un edificio para ser la sede del Congreso —dónde ambas cámaras funcionarían—. Solo entonces se iniciaría una carrera presidencial.
En resumen; era un largo camino el que tendría que recorrer para asegurar el fin de la miseria, la llegada de la paz, y la protección de la justicia a su nación. Pero Jean estaba dispuesto a herir sus pies descalzos en una vía de piedras sueltas, con tal de llegar al oasis con el que soñaba a décadas.
Sin embargo —y antes que todo—, debía comenzar su recorrido con pasos cortos y cautelosos. Debía hablar con el Inspector Kran y el comandante de la Guardia Gris e informarles —con toda su gracia y educación— que ahora él era su superior, y que bailaban al ritmo de su propia melodía.
No les diría que era a favor de la república presidencialista, ni que había sido él quien planeó y efectuó el ataque a Las Oficinas, obviamente. Antes de hacerlo recogería toda la información que podría al respecto de la organización interna de las fuerzas armadas y de los políticos restantes. No entraría al juego de la corrupción y el poder sin conocer de antemano a sus rivales.
Despejando su mente por un instante, Jean se puso su prótesis facial antes de doblar la esquina que conducía a la comisaría, escondiendo su rostro detrás de una barba postiza. Luego, añadió sus lentes de prescripción al disfraz y se adentró de nuevo en el personaje de Walbridge.
Afuera del edificio, dos oficiales de medio rango de la guardia gris protegían la puerta. A su izquierda, sentado en una caseta de madera construida a pocos días atrás, los acompañaba un policía. Su trabajo principal era orientar a los civiles que allí llegaban, explicándoles por qué no podrían entrar a la comisaría por el momento, y dónde deberían ir para resolver a sus problemas actuales.
Jean se presentó ante el sargento en cuestión, mostrándole su pasaporte falso y su broche de búho del gabinete ministerial. El hombre salió de su puesto y lo escoltó a los interiores del edificio en persona.
Si Las Oficinas ya eran pequeñas para la enorme cantidad de funcionarios que albergaba, era fácil imaginarse lo diminuta que se volvía una simple comisaria. Era evidente que una sardina enlatada se sentiría más cómoda con su espacio que aquellos pobres trabajadores. Un escritorio era enmendado en el otro, papeles se amontonaban por doquier, la inevitable habladuría combinada con el estruendo de las máquinas de escribir podía dejar sordo a un artillero, y era prácticamente imposible caminar de un lado a otro sin chocar con alguien, o tropezar con un mueble. La pobre ventilación de la construcción —que garantizaba un calor infernal constante—, combinada con el estrés del trabajo administrativo y gubernamental allí efectuado, generaba un ambiente laboral hostil, agitado, casi insoportable.
El primer piso era terrible, pero el segundo piso no era mucho mejor. Si bien aquel espacio había sido separado apenas para los funcionarios directos del gabinete ministerial, su extensión no era muy larga y todos se sentían tan apretujados como los empleados abajo.
Al pasar por las mesas de los secretarios, Jean los ojeó con severidad. Ellos habían jurado que no regresarían a sus puestos y, sin embargo, ahí estaban, de nuevo usando sus broches y sus trajes almidonados.
Sin embargo, hasta ahora ninguno había tenido el valor de denunciar la verdadera identidad de Jean-Luc, o delatarlo a sus demás superiores.
Y solo por eso, él decidió ignorarlos, y pasarlos de largo. Mientras ninguno le causara problemas, podría seguir laburando... por ahora.
Si recibió miradas de puro desprecio de su parte, tampoco le importó. Solo siguió caminando junto al sargento hasta llegar al despacho del comisario —que ahora había sido reorganizado para ser compartido por él, Johan Kran, el comandante de la guardia gris, y los ministros sobrevivientes—.
Al entrar, Jean se sorprendió al encontrar a su hermano teniendo una mordaz discusión con los hombres y golpeando la mesa a su frente con su puño, furioso. No alcanzó a oír qué estaban diciendo, apenas a sentenciar la ira de Claude.
—Messieurs*... Perdón por la interrupción —El policía que lo escoltaba cortó el griterío con su voz preocupada—. Vengo a decirles que monsieur * Walbridge ha llegado.
—Buenas tardes, monsieur Chassier... —Jean vio a su hermano voltearse—. Monsieur Mallet, monsieur Kran y monsieur...
—Michaels.
—Ah...—Asintió—. Un placer —Le estiró la mano al comisario.
—¿Al fin se ha dignado a aparecer por aquí, monsieur le secrétaire*?
—Que no esté por aquí no significa que no esté trabajando, comandante Mallet —Jean no perdió su oportunidad para ser un hijo de perra, y agregó:— A lo que me recuerda, ¿usted ya encontró a los ministros desaparecidos?
—No —el oficial de gris respondió con amargura.
—Eso me imaginaba... —El Ladrón volvió a sonreír, con ironía—. Concéntrese en su trabajo entonces, y después puede juzgarme por el mío —Se volteó hacia los demás hombres en la sala—. Vengo a presentarme formalmente como el nuevo primer ministro, caballeros...
—¡¿Qué?! —Alguien exclamó, pero él no se importó por reconocer la voz.
—Y a informarme acerca de sus planes para la retomada de la ciudad y del sur de país —Continuó hablando como si nada hubiera pasado—. Asumiendo que ya tienen uno, y que no han estado mascando moscas durante todo este tiempo.
—No tenemos ningún plan en mente, la verdad —reveló Kran, poco impresionado por su acidez al hablar—. El norte está protegido por el general Morrison, así que de eso no nos estamos preocupando. Recuperar Carcosa de las manos de los insurgentes será relativamente fácil, así que el general Morin logre conseguir más datos acerca de los Ladrones...
—¿Y qué hay del sur? —Jean indagó, tragándose la rabia causada por la traición de Morin, a quien él consideraba un aliado—. ¿Qué haremos con Merchant, Brookmount, etcétera?
—Ese es nuestro verdadero problema. Ellos quieren una república presidencialista.
—Deberíamos aplastarlos como los insectos que son... —Mallet habló a seguir, y cruzó los brazos—. Mandar batallones ahí abajo y ejecutar a todos esos alborotadores...
—Eso está fuera de cuestión —Claude lo cortó.
—Usted es ministro de justicia, no de defensa o de Estado.
—Pero yo estoy de acuerdo con Chassier —Theodore al fin abrió la boca—. Matar a civiles no es nuestra prioridad. Eso solo agravaría el odio que ya nos tienen.
—Veamos que tiene a decir monsieur Walbridge, ya que él es el primer ministro.
—No atacaremos el sur.
—Claro, lo debí esperar —Mallet se levantó de su asiento y caminó a la salida—. Ustedes tienen al ejército listo para ganar la guerra antes de que empiece, pero quieren hacerse los pacifistas por miedo a perder sus cargos... mauviettes*.
—Monsieur! —el tono ofendido de Theodore no lo detuvo de abandonar la habitación e ir afuera a fumar.
—Walbridge... —Claude respiró hondo y miró a su hermano—. ¿Podemos hablar? ¿A solas?
Jean no necesitó considerar su propuesta para asentir. Por la expresión del hombre apenas, pudo presentir que el asunto que quería discutir era serio. Los dos caminaron entonces al cuarto de limpieza del conserje —el que sabían, era sin duda el recinto más privado de todo el edificio—.
Al entrar, el ministro fue derecho al grano:
—¿Puedo saber qué le hiciste a Marcus?
El comandante, por su parte, frunció el ceño.
—¿Marcus?... No sé de lo que hablas. Yo no lo veo a días.
—Él está desaparecido —Claude le dijo, con un tono acusatorio—. Lo he estado buscando, pero es inútil. Él se esfumó como humo en el viento. No lo reconocí entre los cadáveres carbonizados de los funcionarios de Las Oficinas, no lo encontré en la muchedumbre que vino a trabajar aquí, ni siquiera en su casa estaba... Lo que sí encontré allá, escondida entre sus licores, fue una investigación que él estaba haciendo a tu respecto, en donde detallaba todas las atrocidades que has hecho en nombre de tu... "Hermandad de los Ladrones", y en la que revela cuanta sangre de verdad llevas en tus manos.
—Oye, no me culpes de nuevo por algo que...
—Tú lo tienes secuestrado junto a los otros ministros, ¿no?
Jean se rio.
Porque claro que Claude lo estaba acusando de algo que no había hecho.
El ciclo se repetía, más una vez.
—No sé de qué estás hablando —volvió a comentar, sin paciencia para sus delirios, listo para abandonar la conversación. Solo no esperaba que su hermano lo detuviera con la punta de un revólver, que había sacado del bolsillo de su terno—. ¿En serio? ¿Me estás amenazando?
—¿Dónde está?
—No lo sé. Ya te lo dije —Jean sacudió la cabeza—. ¿Realmente me traicionarás otra vez? —La pregunta estaba cargada de incredulidad, y llegó a ser cómica de tan frustrada—. Te dije el día del golpe que no le haría nada. Y he mantenido mi palabra; no he hecho nada en tu contra, o en su contra...
—No tienes cómo probar eso.
—No te mentiría sobre algo así.
—Claro que lo harías. No eres confiable. Mataste a mis amigos, a mis empleados... pero no dejaré que mates a Marcus también. Esa línea no cruzarás.
La verdad es que el comandante debería haber previsto aquel escenario mucho antes de que ocurriera. Era evidente que Claude lo apuñalaría por la espalda a último minuto; conociendo su historia, no debía haber esperado nada más de él.
¿Cómo había sido tan estúpido al punto de creer que ese patán cambiado? ¿Cómo le había regalado su confianza con tanta facilidad? ¿Por qué pensó, por un inocente instante, que tal vez ambos podrían trabajar juntos para construir un futuro mejor para su nación?
—Dispárame, entonces.
—¿Qué?
—Hazlo. Si tienes el coraje —Jean dio un paso adelante, empujando su pecho contra el arma, sabiendo que era un hombre que no tenía nada a perder, solo a ganar—. Vamos. Hazlo.
—No empieces...
—¡DISPÁRAME! —el comandante rugió, cansado de sus artimañas—. ¡Esto es esto lo que quieres! ¡Es lo que siempre quisiste, desde que regresé! ¡Arruinar mi vida y bailar sobre mi tumba otra vez! ¡ASÍ QUE HAZLO! ¡Mátame, si es que tienes el valor! ¡Pruébame que sigues siendo el mismo hijo de puta de hace veintitrés años!... ¡Pruébame que debí haberte volado los sesos en esa maldita iglesia, en vez de tenerte piedad! ¡En vez de esperar a que le dijeras la verdad a André, y ajustaras las cuentas entre nosotros!
—Jean...
—¡HAZLO, MIERDA!
Escucharlo rogar por su muerte hizo a Claude vacilar, porque sabía que, si su hermano supiera de verdad dónde Marcus estaba, no hubiera tenido una reacción tan explosiva cómo aquella.
No. Él hubiera usado su conocimiento para chantajearlo y enojarlo, conforme a lo había estado haciendo las últimas semanas respecto a todo lo demás.
—No bailé sobre tu tumba antes, ni lo haré ahora —Bajó el revólver y le puso el seguro—. Perdón por haberte amenazado, pero... —Respiró hondo—. Necesito saber dónde él está. No puedo descansar hasta saber dónde él está... Me desesperé, y supuse que tú lo sabías.
—¡Claro que no lo sé! —Jean exclamó y lo empujó a un lado—. ¡Al contrario de ti, no rompo mis promesas! ¡Te prometí que él saldría de Las Oficinas vivo! ¡Es más, Elise me hizo jurar que no lo lastimaría!
—¿Elise?
-—¡Ella es la razón por la que no moriste ese día, si es que quieres saber! —Furioso, no logró censurarse—. ¡Ella me pidió que controlara mis ganas de verte sufrir y que fuera justo contigo!... Pero ahora veo que no le debí haber hecho caso. Tú no has cambiado ni un poco... ¡No mereces mi piedad!
—No seas dramático.
—¡¿Me apuntas con un arma y amenazas matarme, y yo estoy siendo dramático?!
—No era eso lo que quería decir...
—No me interesa lo que quisiste decir —Jean lo cortó—. Ya no te quiero oír más... Por más que te entretenga el acusarme nuevamente por algo que no hice, tengo responsabilidades a las que atender y un país al que reconstruir... ¡Me voy! Si no quieres dispararme, eso es. ¡Me voy! —Él abrió la puerta y salió al pasillo con pasos airados, casi marcando la silueta de sus zapatos en el suelo.
Claude, al oír su pronunciado trote, bajó el mentón, guardó su arma, y soltó un exhalo cansado.
—Mierda.
Había hecho una mala jugada y ahora él estaba en jaque, de nuevo.
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Después de aquella agitada y corta discusión, Jean entregó los documentos que se habían aprobado en la última reunión ministerial a Johan Kran y le ordenó que los enviara a la imprenta del Diario Oficial, para que fueran compartidos con el público, advirtiéndole que tenía una copia de los mismos consigo y que, si pillaba tan solo una modificación hecha por el inspector en cualquiera de las hojas, lo removería de su cargo de inmediato.
Al finalizar sus trámites burocráticos, el Ladrón regresó al Colonial, se despidió de Lilian y Thiago, llevó a Elise a casa junto a Eric, y luego retornó a la sede de la Hermandad, conforme lo previamente planeado.
Mientras manejaba al edificio de la zapatería abandonada, dejó que su mejor amigo tomara control de la conversación que mantenían, sabiendo que el muchacho estaba felicísimo de haber conocido a su suegra, y que necesitaba expresar su entusiasmo en voz alta. Jean entendía su júbilo y lo compartía, pero después de la discusión que había tenido con su hermano menor, su humor se había agriado y su rabia burbujeaba por debajo de su expresión relajada. Reconocía su volátil estado y se hallaba receloso de él; no quería herir a Eric con algún comentario irritado y desubicado. Por ello, decidió permanecer quieto, apenas sacudiendo la cabeza de tiempo en tiempo y gruñendo cuando concordaba con algo, concentrando casi toda su atención en la vía a su frente.
Con un suspiro cansado aparcó el automóvil y se tomó su tiempo para descender de él, ya que estar estresado aumentaba considerablemente el dolor que sentía en la pierna, reduciendo su movilidad.
Saludó a Joan —la jefa de los mecánicos de la Hermandad— con cordialidad, le lanzó las llaves del vehículo y le hizo un gesto a su mejor amigo para que lo siguiera arriba. Los dos hombres entraron a su despacho en el segundo piso sin intercambiar muchas palabras con los demás Ladrones presentes en el edificio.
Una vez ahí, Jean se sintió cómodo lo suficiente para bajar sus defensas y relatarle todo lo sucedido en la comisaría a Eric.
—Claude me acusó de haber secuestrado a Marcus, sin tener pruebas, ni explicarme porqué. No confió en mí... ni siquiera después de haberle tenido piedad en el día del Coup.
—Pero, ¿no que le dijiste que ibas a proteger a Pettra, cuando conversaron antes de la votación?... Me lo mencionaste.
—Sí, lo hice; le dije que él no sería herido. Elise me prohibió que tocara en un solo pelo de ese viejo decrépito. Y cumplí con su demanda, lo dejé escapar. Alguien más, no tengo idea de quien, lo secuestró. O al menos, eso creo, porque Pettra no desaparecería así, de la nada, sin un motivo para ello. Pero mi hermano no cree en mi palabra, aparentemente. Porque me acusó de algo que ni siquiera tuve el placer de hacer, otra vez.
—¿Tienes alguna idea de dónde Marcus pueda estar?
—No, de verdad que no. Pero presiento que, si no lo encontramos luego, Claude hallará una manera de encerrarme de nuevo. No tolerará el desaparecimiento de su mejor amigo...
—¿Piensas que él sería capaz de repetir el mismo error del pasado?
—Él no confía en mí... y yo no confío en él. Los dos somos capaces de lo que sea para asegurar nuestra propia seguridad. Por ende, sí... estoy seguro de que lo haría.
—¿Entonces qué hacemos para protegerte? ¿Encontramos a Marcus antes que él?
—Sí... —Jean frotó su rostro con su mano y ojeó el mapa de la ciudad, que cubría la mesa a su frente—. Probar que él sigue vivo es la única forma de probar que soy inocente.
Eric asintió.
—Pues empecemos a investigar ahora. Tracemos unas rutas y veamos qué áreas podemos recorrer primero —sugirió, sacando una pluma del portalápiz—. ¿Tienes algún papel?
—Toma —El comandante le entregó una de las múltiples libretas que usaba para contabilizar los gastos de la Hermandad—. Deberíamos empezar por el lugar más obvio: su vecindario.
—¿Y dónde vive?
—Rue Saint-Michel. No me acuerdo exactamente qué número, pero sé que es la casa con tejado verde.
—Anotado —Eric alzó la mirada—. ¿Qué más?
Su conversación fue larga. Pasaron el resto de la tarde escribiendo y montando teorías sobre qué le había pasado al oficial, y dónde podría estar en el momento. Cuando terminaron de desarrollar un plan de búsqueda efectivo, ya eran las cinco y media —la hora en la que el moreno salía a patrullar los exteriores del edificio—.
—Despejaré toda mi agenda mañana, ¿dale? Necesitarás de ayuda para cubrir más terreno.
—Gracias... —Jean sonrió, pero su alegría era escasa—. Lo único que te pido es sigilo. Nadie más que nosotros puede saber lo que pasó en la comisaria. Ya es difícil lo suficiente tener que justificar haberle perdonado la vida a Claude y a Theodore... No quiero que Victor y compañía tengan más motivos para insistir en que debo matarlos.
—No diré nada —Eric lo tranquilizó—. Eso sí, te advierto que voy a conversar con Thiago. Tal vez él sepa dónde su padre puede estar; le ha seguido la cola por meses, intentando hallar más información sobre su madre —explicó, mientras vestía sus guantes de cuero. Volvió a subir la vista cuando escuchó un ruido fino, de vidrio chocando contra vidrio, resonar a su frente—. Hey.
Jean, quien se estaba sirviendo un generoso vaso de Gin, alzó su mirada con descontento.
—¿Qué?
—Sé que tiendes a beber mucho cuando estás angustiado por algo, pero intenta no pasar de la línea hoy, ¿dale? —La preocupación del consejero fue evidente—. Te vi cojeando.
—¿Y?...
—No quiero que te embriagues y pienses que es una buena idea mezclar tu trago con láudano otra vez.
—No voy a hacerlo.
—Confío en ti cuando dices eso —Eric aseguró—. Sé que cumplirás tu promesa.
—Lo haré —Jean asintió—. Sé hasta dónde puedo ir... Conozco mi límite —Dejó la licorera a un lado—. Solo quiero relajarme un poco. Nada más.
El consejero, sabiendo que no le restaba otra opción a no ser creerle, concordó y revisó su cinturón, asegurándose de que estaba bien armado y equipado.
—Después de que mi ronda acabe me iré a casa, así que me despido... —Le estiró la mano a su jefe—. Ten una buena noche, Jean.
—Tú igual —El hombre les dio un apretón a sus dedos.
La partida del hijo de Camellieri hizo que el silencio a su alrededor fuera pleno. El comandante bebió un vaso, luego otro, y otro. Pronto, estaba lo bastante mareado como para no poder levantarse de su silla. Apenas en ese momento, decidió parar de embriagarse.
Hundió su cabeza entre sus manos, exhausto por el largo día que había tenido. Su pierna le disparaba punzadas de dolor minuto a minuto, manteniéndolo alerta, despierto. Su corazón, estrujado por su aprensión y decepción, lo tenía atascado en una miseria sentimental inescapable. Su mente, fracturada por tantos años de golpizas y sufrimiento, no hacía más que ahogarlo en oscuras mareas de pésimas ideas.
Debió haberle hecho caso a Eric y cerrado la licorera así que terminó el primer trago, pues ahora lo único que quería era una manera de suavizar a todos estos estímulos, de deshacerse de todas sus dificultades. La única manera que sabía era cien por ciento efectiva, era conseguirse una santa botella de láudano. Siendo un Ladrón —y un comerciante ilegal de opio y morfina— la tarea no le resultaría ni un poco ardua.
Angustiado, ansioso e inquieto, él decidió que no podía permanecer solo por un segundo más. Se levantó y —percibiendo que no estaba tan ebrio como pensaba— se marchó al arsenal, buscó un par de revólveres con los que defenderse, y bajó las escaleras de la fábrica, decidido a encontrar a Eric.
Aún no eran las seis y quince. O sea que el muchacho aún estaba por allí, patrullando el lugar.
Luego de caminar en círculos por algunos minutos, lo halló afuera, en el campo de tiro. Estaba observando a algunos de sus colegas practicar disparos de larga distancia con los rifles nuevos que la Hermandad había comprado.
—Hey —Se le acercó, con una cojera pronunciada—. Volví.
—Pensé que te quedarías arriba a beber y a descansar...
—Lo iba a hacer, pero me aburrí —Jean se excusó, cruzando los brazos—. ¿Te puedo acompañar en la patrulla?
—¿No te duele la pierna?
—Un poco, pero es soportable.
—¿No sería mejor que regresaras a casa?
—No quiero irme aún —insistió—. Además, esto está interesante —Jean señaló a los jóvenes que estaban acostados sobre el suelo, intentando, en vano, acertarle a una de las cajas de cartón, botellas de vidrio o latas de conserva vacías dispuestas en todo el horizonte—. Deberíamos ir a enseñarles cómo usar esas armas, o acabarán volándose la cabeza entre ellos.
—Tengo una mejor idea —Eric sonrió—. ¿Vienes armado?
Jean sacó su revólver.
—Siempre. ¿Por qué?
—Tengo una pistola nueva que quiero probar... —El moreno le mostró el objeto—. Es una copia de la FN modelo 1910 , fabricada y modificada por Casanova. Tiene seguro triple, como la original, pero él le alargó el cañón y la empuñadura, así que es un poco más... robusta. Y supuestamente me causará menos problemas al recargar que la Repetierpistole que tengo ahora.
—¿Qué hay de la puntería?
—Ni idea. La fui a buscar al Arsenal hace quince minutos, más menos. Todavía no la disparo —Eric se rio, señalando a los novatos—. Pero ¿qué dices? ¿Vamos a impresionarlos?
—Adelante —Jean apuntó adelante con su bastón, dejando que él entrara al campo de tiro primero.
Al verlos, los Ladrones más jóvenes se golpearon unos a los otros con entusiasmo, como si estuvieran delante de reverenciadas celebridades. Murmullos y saludos tímidos se escucharon por doquier, mientras el comandante y su consejero marchaban a paso lento hacia el final del campo —protegido del exterior por altas murallas de ladrillos y alambre de púas—.
—¿Me quedo con las latas y tú con las botellas?
—Como quieras —Jean concordó, esperando que Eric iniciara su práctica.
El de cabello azabache les disparó a algunas conservas, con apuro y determinación. El repetitivo sonido mecánico del gatillo siendo jalado, y el agudo crujir del latón al ser explotado, hizo al hombre a su lado chocar sus dientes y entrecerrar los ojos. El estruendo no era nada agradable, y para cuando Eric se quedó sin balas, hasta sus propios oídos le sonaban.
Pero no paró de disparar ahí. Decidió bajar la pistola y recargarla, para repetir el proceso una vez más. Al terminar su segunda ronda, de nuevo con un tinnitus temporal desorientándolo, él suspiró.
—¿Y? —Jean indagó, acercándosele—. ¿Qué piensas del arma?
—¿La verdad?... Es una mierda —el muchacho constató con un tono serio, antes de reírse—. La pistola es más fácil de recargar, le concederé a Casanova eso. Pero la puntería es terrible y el culatazo es demasiado fuerte —Mencionó el golpe de retroceso del arma, al ser disparada—. Siento que no tengo ningún control sobre la dirección de la bala.
—Bueno, en defensa de Casanova, él hizo los cambios que pediste y los cartuchos ahora entran con más facilidad. Como dijiste, la velocidad de recarga es mucho mayor —El comandante le entregó su bastón, intercambiando lugares con él. Empuñó su revólver y miró al horizonte—. ¿A qué le doy?
—Hm... Esa botella de ahí —Eric apuntó a la rama de un árbol, un poco más lejana que la última lata por él destrozada—. ¿La ves?
—Veo un punto verde, así que asumo que eso es —Jean sacó del bolsillo interior de su abrigo sus lentes de prescripción, que había usado por la mañana, y se los puso de nuevo. Luego, respiró hondo, relajó su postura, se concentró en su objetivo y disparó. Un resplandor y un pequeño estallido confirmó su acierto—. Huh... No estoy tan ciego cómo lo pensaba.
—Buen tiro —Su amigo le sonrió.
Los dos siguieron practicando hasta quedarse sin munición. Fue entonces cuando decidieron salir del campo, ir a la sala del arsenal, recargar sus armas y seguir con la patrulla. Antes de marcharse, sin embargo, se acercaron a los chicos que los observaron durante la práctica a saludarlos y darles consejos sobre cómo mejorar sus punterías.
El grupo de ingenuos ojipláticos les subieron los ánimos con su asombro y timidez, y para cuando los dos Ladrones regresaron al interior de su sede, estaban sonriendo de oreja a oreja por sus múltiples halagos.
Pero las risas y buen humor de los veteranos se desvanecieron cuando, mientras los dos caminaban por el corredor que llevaba a la armería, oyeron nuevas voces resonar por el pasillo:
—... Este es el nuevo modelo de Rachard, para que lo pruebes. Tiene un alcance un poco menor que el de Casanova, pero la puntería es más certera y el cartucho es mayor —Tony le explicó a un hombre fornido y rubio, desde la puerta del arsenal, entregándole a un fusil alargado y una caja de munición—. ¿Esto es todo lo que necesitas?
—Sí...
Eric reconoció el timbre de su novio de inmediato. Sospechando de sus actividades, empujó a Jean a un costado, obligándolo a esconderse detrás de una pared junto a él. Escuchó a su mejor amigo gruñir al tambalear, y le murmuró un tímido "lo siento" por su pierna, antes de concentrarse nuevamente en Thiago.
—Entonces serían... doce dinamitas, un rifle, una escopeta, dos pistolas, dos revólveres y una navaja —El armero anotó los gastos en su libreta—. ¿Para qué necesitas tantas cosas? ¿Vas a robar un banco, por acaso?
—Es una misión secreta —el rubio bromeó y le entregó unos billetes a Tony—. ¿Estás seguro de que Jean no se enterará de nada?
—Segurísimo. Y si lo hace, no habrá ningún problema; todo esto lo fabricó Rachard. Mientras no haya nada de Casanova encima de ti, estarás bien.
—Eso espero... La Hermandad ha sido la compradora número uno de ellos por años. No quiero ponerles un fin nuestros negocios.
—Como dije, no tienes por qué estresarte. Además, Casanova no dejaría de vendernos armas por un inconveniente menor. Perderían demasiado dinero —El armero metió su lápiz y su libreta en el bolsillo de su delantal—. ¿Necesitas de otra bolsa? ¿O con esa lograrás llevar todo?
—Estoy bien, gracias —Thiago recogió un largo saco de harina, dónde había escondido su armamento—. Y gracias por el favor. De verdad lo aprecio.
—Sin problemas. Solo ten cuidado en tu misión. He trabajado mucho para volverme el administrador del arsenal y no quiero perder mi puesto por cualquier tontera tuya. Además, Eric no aguantaría perderte.
—Seré cauteloso. ¡Y sigiloso!
—Eso espero —El armero se dio la vuelta—. Buenas noches, Thiago.
—Buenas...
El consejero de Jean volvió a esconder su cabeza entre las sombras, viendo como su novio se alejaba de la sala con pasos pesados, moviéndose hacia el pasillo que conducía al galpón principal de la fábrica abandonada en total silencio.
—¿Qué estará haciendo? —el comandante a su lado indagó.
—No lo sé, pero no me mencionó nada sobre una misión secreta —Eric le hizo un gesto—. Sigámoslo.
—¿Por qué?
—Porque creo que ya sé quién pudo haber secuestrado a Pettra —respondió, con el ceño fruncido—. Y Dios, espero que esté equivocado.
—Deberíamos ir a buscar más munición antes. No sabemos a lo que nos estaremos enfrentando. A lo mejor Thiago no está trabajando solo. Acuérdate que mucha gente odia a Marcus.
—Entonces vamos rápido, no quiero perderlo.
El dúo caminó con apuro hacia el arsenal y le dijeron a Tony que necesitaban salir con urgencia, posponiendo el papeleo necesario para retirar su cargamento al día siguiente. El hombre, por ser su inferior en la cadena de mando, no presentó ningún problema por ello.
—Eric, ¿qué calibres necesitas?
—8mm para la Repetierpistole.
—¿Cuántos peines?
—Dame cuatro.
El arsenalero recogió lo que necesitaba y se lo entregó.
—¿Algo más?
—Cambia esta FN... —Le entregó la pistola—. Por algo que tenga una mejor puntería.
—¿Te sirve una Ragnar? Es una copia de la Glisenti , pero mejorada. Es más certera. Y, según Casanova, el peine entra mejor y el cartucho tiene una potencia mayor.
—Él siempre dice eso... —Eric hizo una seña con la mano, aceptando la oferta.
—¿Jean?
—Solo necesito de más balas: .45 ACP y 25 especial.
—Toma —Tony le dio un par de cajas azuladas, con el nombre "Casanova" ilustrado con letras grandes y elegantes en su costado—. ¿Solo eso van a querer?
—Sí, gracias.
—Suerte entonces —El administrador alcanzó a decirles, antes que ambos dejaran el corredor, a paso rápido.
—¿Adónde vamos ahora?
—El garaje —Eric respondió—. Thiago debe haberse ido allá.
Su elección había sido la correcta; ellos oyeron la voz del rubio conversado con Joan en los interiores de la cochera. No lograron entender los detalles específicos de la charla, apenas que el muchacho estaba hablando de un vehículo que había robado recientemente.
—¡Ten una buena noche, Joan!
—Tú igual —la mecánica respondió con una sonrisa, volviendo a prestar atención en su trabajo.
Así que Eric y Jean lo escucharon partir en el automóvil previamente mencionado, entraron a la cochera, apurados.
—¡Ay! —La mujer a cargo del ambiente se asustó al verlos pasar por el otro lado del vehículo que examinaba—. ¡Casi me matan del corazón, apareciéndose así, de la nada!
—¡Perdón! ¡Y hola!... —el moreno buscó con cierto desespero el caparazón rojizo del auto que él y Jean siempre usaban en sus misiones más peligrosas, mientras su mejor amigo en cuestión se acercaba a la mecánica y la saludaba con más paciencia y consideración.
—Buenas noches, Joan —el comandante dijo con un tono afable, viendo a su consejero correr en dirección a su vehículo. Bajando su volumen, añadió:— Miro, yo estoy corto de tiempo ahora, pero necesito saber si ya has terminado nuestro proyecto especial.
—¿El Excelsus? —La mujer señaló al motor a su frente—. Estoy trabajando en él ahora mismo junto a Tim.
Su asistente, quien estaba detrás de otra mesa metálica, a unos metros de distancia, lo saludó con la mano al oír su nombre.
—¿Para cuándo estará listo?
—¡Jean! —Eric lo interrumpió, apresurado.
Ya había prendido el motor del automóvil rojo y se estaba subiendo al asiento del conductor, listo para irse.
—¡Ya voy! —el comandante le contestó, echándole un vistazo rápido antes de concentrar su atención de vuelta en la mujer.
—Yo creo que en un par de días lo termino. El armazón ya está montado, las ruedas ya están seleccionadas, casi todo el mecanismo interno está listo... Solo falta esto: el motor que me pediste. Cuatro válvulas por cilindro, 2200 rpm.
—Una belleza —Jean sonrió, impresionado—. ¿Ya han pintado el caparazón?
—No, aún no. Pero lo quieres verde, ¿no?
—Sí... Verde esmeralda —miró a su consejero, quién lo encaraba con ojos homicidas por su tardanza—. De veras me tengo que ir ahora, pero gracias por todo, y ten muy buenas noches. ¡Avísame cuando termines el proyecto!
—Claro que lo haré, jefe... ¡Y buenas noches a ambos! —ella les gritó a los otros Ladrones, antes de volver a su trabajo.
Jean se alejó a paso rápido y entró al mismo automóvil que Eric.
—¿Por qué te demoraste tanto?
—Por nada, solo le preguntaba a Joan si sabía dónde Thiago se dirigía, pero ella no tenía idea —el comandante respondió, mientras el vehículo comenzaba a andar.
—Te demoraste tanto que mira, ¡ya casi lo estamos perdiendo de vista! —Frederico llevó la mano a la palanca del acelerador, ubicada detrás del volante, y la movió—. Sujétate bien.
El pánico del moreno fue temporario, por suerte. Al final, no perdieron a Thiago. La velocidad de la máquina bajo sus pies y la lentitud del tránsito de Carcosa compensaron su retraso. El dúo logró acercarse al rubio luego de algunos tensos minutos de corrida, pasando a seguirlo desde una distancia segura, corta lo suficiente para no dejarlo escapar, larga lo suficiente como para que él no notara su presencia.
Fue entonces cuando Jean se permitió a sí mismo relajarse y observar a Eric. Su rostro estaba arrugado, moldeado por un miedo profundo. Sus ojos, siempre resplandecientes y alegres, se habían vuelto tan oscuros como sus cejas fruncidas.
Era evidente que no estaba nervioso con la posibilidad de perder a su novio de vista, sino con la posibilidad de comprobar la veracidad de sus suposiciones. No quería descubrir que Thiago era un traidor y un mentiroso, ni que él efectivamente había secuestrado a Marcus, sin permiso y sin avisos. Las leyes de la Hermandad eran claras con respecto a engaños y alevosías; cualquier infractor merecía la muerte.
—Hey... para de pensar —Jean le ordenó, aunque también estaba estresado por las mismas ideas—. A lo mejor los dos estamos equivocados y este viaje es por nada.
—No lo sé... —Eric suspiró—. Nos estamos acercando más y más a rue Saint-Michel. Y hasta hora, ninguna calle a la que hemos entrado tiene un bloqueo policíaco. Eso es prueba de que Thiago ya conoce la mejor ruta hacia dónde quiere llegar.
—O tal vez solo ha tenido suerte.
—No —El moreno sacudió la cabeza— Él sabe lo que hace —Miró por un segundo a su amigo—. Pero ¿Y nosotros? ¿Qué hacemos si es que él realmente secuestró a Marcus?
—Primero debemos asegurarnos de que esa hipótesis es cierta...
—Pero, ¿si lo es?
Jean respiró hondo, sabiendo que se veían atrapados en una situación delicada.
—Intentamos hacerlo razonar y lograr que lo suelte...
—¿Y si se niega?
Ambos se volvieron a encarar.
—No se negará —La severidad en su voz fue suficiente para aclarar cualquier duda que Eric tuviera con respecto al destino de su novio.
Debían mantener su puño firme, sin importar qué pasara.
—No quiero tener que herirlo.
—No tendrás que hacerlo —el más viejo de los dos aseguró—. Debe existir alguna manera de convencerlo a que nos haga caso, siempre la hay. Y él no me parece ser un tipo tonto... Querrá la paz.
Eric ansioso, tragó en seco y volvió a mover la palanca del acelerador.
—Estamos en el vecindario de Marcus —constató lo obvio.
—Aparquemos por aquí —Jean ordenó—. Si Thiago pasa esta calle de largo lo dejamos ir, a hacer lo que quiera hacer.
Se detuvieron en la primera esquina de la calle, detrás de unos botes de basura, pero no tuvieron tiempo de contemplar los próximos movimientos del rubio porque su automóvil frenó de golpe, al frente de una casa de tejas verdes.
La residencia Pettra.
—Mierda.
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Thiago abrió la bolsa que cargaba y dejó todo su armamento a muestra sobre la mesa del comedor. Ahora, si el ministro y sus guardias reaparecieran, no tendría que sobrevivir al encuentro con mentiras y conversación barata; podría ponerle un fin a su interrogatorio antes de que siquiera empezara.
Volvió a la sala, buscó el revólver que Claude había creído ser de su padre y lo cargó. Poniéndole el seguro, lo metió en la parte trasera de su pantalón e hizo un viaje corto a la cocina, a recoger la cena de su padre: la carne seca que había encontrado en la alacena durante la mañana.
—Voy a tener que ir al mercado pronto —el rubio tomó nota, caminando hacia las escaleras.
Al verlo regresar, luego de horas estando solo, Marcus soltó un gruñido agónico. Estar en la misma posición a tanto tiempo lo estaba agotando; los calambres en sus piernas y brazos no cesaban, y su espalda le dolía como si le hubieran clavado una daga entre sus vertebras. Además, el calor del subsuelo lo hacía sudar como si hubiera caminado kilómetros bajo el sol, sin camisa y a pies descalzos, sobre un camino de brasas.
Thiago percibió su sufrimiento, pero no compadeció a su padre por ello, ni un poco. Dejó el frasco de vidrio que cargaba a un lado, soltó su mordaza, y buscó un taburete en donde sentarse.
—Me pregunto... c-cómo Claude no percibió... que estabas mintiendo.
—Ah... Así que oíste su visita hoy por la mañana.
—Claro que lo hice —el oficial respondió, jadeante—. Y sé qué quería aquí... m-me está buscando.
—Y sin embargo no te encuentra.
—Lo hará... Y cuando p-pase, te encerrará.
—¿Crees que me dan miedo las cárceles? ¿Las prisiones? —El rubio soltó una risa corta.
—Sé que no. Pero sálvate de volver a una... Déjame ir y no serás culpado de nada. Me encargaré de protegerte.
—¿De veras me crees tan idiota al punto de pensar que haces esta propuesta de mierda por la bondad de tu corazón? —Thiago levantó una ceja—. Yo no ganaría nada si te dejo ir. Así que aquí te quedarás.
—Yo no te delataría...
—Mentira.
—Eres mi hijo.
—Eso no te detuvo cuando decidiste abandonarme junto a mi madre.
—Ingrid era una puta...
Un cachetazo violento calló a Marcus.
—¿Vas a seguir llamádola así? —Thiago lo miró a los ojos, y en sus iris oscuras el oficial encontró una rabia extremadamente intimidante.
—No.
—Eso pensaba —El muchacho recogió el frasco nuevamente y sacó unos pedazos de carne de adentro—. Ahora abre la boca.
—Esto es denigrante.
—Voy a ser mucho más cruel si es que no cooperas —Su voz no poseía ni un vestigio de exagero—. Abre. O pasarás otra noche más sin comer.
Marcus no tuvo otra opción a no se concordar. Estaba hambriento, y se sentía débil. Necesitaba tragar algo, o se desmayaría. Así que mascó el pedazo de panceta con lentitud, sintiéndose humillado y oprimido. Su mandíbula le dolía por haber pasado tanto tiempo con una mordaza en la boca, sus labios estaban partidos por la falta de agua, y la sal de la carne le estaba quemando la lengua. No se sentía, ni se veía, nada bien.
—Reencontré a mi madre hoy —Thiago comentó de pronto, casi haciendo con que el oficial se atragantara.
—Imposible. Ingrid está muerta.
—Jamás lo estuvo —el rubio contestó de inmediato—. Fingió su muerte para escaparse de ti.
—Eso no es cierto.
—Me contó que desde que dejó tu casa, te mandaba cartas de tiempo en tiempo, informándote sobre mi salud y mi bienestar. Que tú ocasionalmente le respondías, pero siempre con la misma intención: conocer su paradero. ¿Por qué tan determinado en encontrarla, si fuiste tú él que la echó de su hogar en primer lugar?
Pese a no creer en lo que decía, el veterano halló prudente contestarle:
—Pues, yo quería ir a buscarte. A salvarte de la vida sucia y pervertida que ella llevaba como prostituta.
—Tú la engañaste, con varias mujeres a la vez, y todo el puto mundo lo sabía. Sabían que las acusaciones eran más que simples rumores.
—Sí, había habladuría, pero...
—Y aún después de todo estos años, ¿te sientes capaz de juzgarla por lo que hizo?
—Yo no...
—¡Tú fuiste el responsable de arruinarle la vida a una joven inocente, que apenas quería ayudar a su familia! —Thiago estalló al fin—- ¡Un mujeriego patético que se aprovechó de la precariedad de su situación para comprar su libertad y su cuerpo, como si fueran apenas objetos! ¡Y la trataste como si fuera tu propiedad! ¡¿Y ahora tienes el coraje, la audacia, de criticarla a ella?!
—Si quieres saber mis motivos para tratarla como lo hice, pregúntale sobre Stern —Marcus se inclinó adelante lo más que pudo—. Si ella de verdad está viva y lo que me dices es cierto, solo repítele este apellido a Ingrid; Stern. Y observa su reacción... Pronto sabrás quién fue el verdadero demonio en nuestra unión. Pronto lo sabrás todo.
Thiago sacudió la cabeza, se levantó del taburete, y lo volvió a amordazar. De veras quería matar a aquel ridículo hombre, pero no podía. No ahora, que recién estaba comenzando a sacarle información crucial sobre su pasado.
—Voy a buscarte algo que beber. No podrás responder más preguntas si sigues hablando con esa voz de perro montañés.
Ignorando los reclamos de su padre, él subió los peldaños con pasos firmes, apurados, y lo dejó a solas. Volvió a la cocina, llenó un vaso con agua de la llave, y sin demorarse regresó a las escaleras.
Pero, antes que pudiera bajar al subsuelo, oyó pasos en la sala de estar. Giró su mirada hacia sus invasores, volviéndose rojo de vergüenza al encontrarse con ambos su comandante y su novio, encarándolo con los brazos cruzados, armados hasta los dientes.
—¿Qué... hacen ustedes aquí?
—Vinimos a buscar a Pettra.
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*Messieurs: "Señores" en francés.
*Monsieur: "Señor" en francés.
*Monsieur le secrétaire: "Señor secretario" en francés.
*Mauviette: Término derrogatorio; "maricón", "mariquita".
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