Preludio: 2
Una vez seguro detrás de las cuatro paredes de su hogar, Claude se apresuró en abrir el sobre. La tensión solo aumentaba mientras leía con crítica atención cada palabra redactada.
Su madre había caído enferma hace algunas semanas. Por orden de la misma, su mayordomo le envió la carta sellada de negro.
Sentado en el sillón, él dejó su cabeza desplomar entre sus manos. Con letra formal y refinada, ella le insistía una y otra vez que fuera a verla. Era evidente lo asustada que se encontraba.
Todos los afortunados de estar dentro de su círculo social sabían, sin espacio para dudas, que la única cosa que de verdad aterraba a la señora Chassier era la muerte. Acostumbraba decir que vivir era una gran aventura y que ponerle fin a tan majestuosa experiencia debería ser considerado un pecado. El ministro nunca pensó que tendría que imaginarse a una mujer así de activa y esperanzada postrada sobre una cama. Pero con todo lo que había vivido últimamente, aprendía de a poco a ya no sorprenderse por nada.
Sus inquietos dedos dejaron el mórbido relato en la mesa a su lado. El cuchillo invisible hundido en su pecho se retorcía con cada respiración. Su corazón latía rápido, sus músculos estaban tensos. Sintiendo la funesta presencia del pánico asomarse, se levantó, caminó hacia su escritorio y se sirvió, por enésima vez aquel día, un vaso de whisky. El fuego que consumió su garganta de a poco lo hizo despertar a la realidad. Tenía que llegar al Puerto de Levon lo más rápido posible.
Aunque Carcosa fuera el centro político indiscutible del país, el Puerto de Levon era sin duda alguna la ciudad más importante para la economía de la nación. El comercio, el turismo y la gran mayoría de las actividades pesqueras que sostenían el capital del territorio eran provenientes de las frías aguas de la bahía en la que se encontraba situado. Pese a que la ciudad en sí no estaba tan distante de la capital, se hallaba rodeada por una pequeña cordillera y tan solo una ruta de tránsito vehicular se encontraba disponible para llegar a ella. Esto significaba que, en el invierno, el paso de carruajes se hacía prácticamente imposible por el mal tiempo. Gracias a este pequeño detalle, Claude sabía que solo tenía una única alternativa a seguir si quería llegar allí dentro del plazo determinado. Debía realizar su travesía de tren.
Ignorando la detestable realidad que lo aguardaba, lanzó un tercio de su armario en un pequeño y compacto baúl de cuero que usaba para sus viajes diplomáticos, le dio algunos golpes tratando de que se cerrara y después de algunos minutos maldiciendo a los santos por su pésima suerte, al fin lo logró. Miró por la ventana y se dio cuenta que ya estaba oscuro. El cielo seguía gris y la lluvia caía pesada, gruesa. Sin duda la tormenta sería peor de lo planeado. Si la temperatura no subía, habría nieve aquella noche.
Tomando su sobrecargado equipaje y sus otras diversas pertenencias, se dirigió hacia la entrada de la casa. Le dio instrucciones a su ama de llaves, la señora Katrine, que no revelara su ubicación a ningún periodista. La mujer frunció el ceño y se fue a la cocina, diciéndole con un giro de sus ojos que jamás sería tan estúpida.
Mientras ayudaba a su cochero a subir sus cosas al carruaje, Claude miró a la lujosa mansión en que vivía, apartado en un recóndito terreno, ajeno al ir y venir de la ciudad. No tenía ninguna esposa a la que decirle adiós. Ningún hijo al que demandar obediencia y buen carácter. Nadie de especial a quién abrazar, y cuyo reencuentro anhelar. Nada, pero una casa hueca, fría, vacía.
Le dio una inmensa pena notar que la profecía hecha por su hermano se había vuelto realidad:
"Vivirás, te enfermarás y morirás solo. Ese es tu destino. Acéptalo, sé feliz con él."
—¿Monsieur?
El ministro volvió al presente al ser llamado por Pierre, su cochero, quién ahora se encontraba tan empapado como él.
—Podemos irnos —informó con una mueca resignada.
El viaje desde la mansión hasta la Estación de Trenes de Reordan fue corto, en parte porque Pierre era un excelente conductor y en otra, porque el exhausto ministro había dormido casi todo el trayecto. Al llegar, él se bajó con cautela al resbaladizo suelo de la calle, procedió a encontrar su equipaje y su bastón —que de inmediato se ensuciaron con el barro— y con la crucial ayuda del cochero, caminó hacia la zona menos húmeda de la vereda. El hombre se despidió con un cabeceo ligero y corrió con cierto desespero a su puesto, más que listo para regresar a la sequedad y calidez de su hogar.
Mientras Claude intentaba encontrarse en medio de la incesante lluvia, el cabalgar de los caballos se desvanecía en la lejanía, y la silueta del carruaje desaparecía entre la niebla, hasta volverse un insignificante punto en el horizonte.
Intimidado por el resplandor salvaje de los rayos, agilizó su paso hacia la estación, prácticamente desierta. La analizó con ojos entrecerrados, tímidos por el frío, observando los viejos pilares metálicos que la erguían, así como las podridas tablas de madera que conformaban sus paredes rojizas, de tinta desvanecida. Sintió una cierta nostalgia al estar ahí otra vez. Poseía un sinfín de memorias en aquellos humildes alrededores. Se acordó, en especial, del día en que llegó a la capital por primera vez, con una jovialidad inocente y esperanzada. Sus sueños eran ambiciosos, su ambición interminable, y sentía que el mundo sería suyo si no midiera los esfuerzos para dominarlo. Si tan solo supiera un tercio de las tragedias que lo perseguirán en aquella ciudad, tal vez nunca hubiera dejado Levon atrás.
Un trueno rugió en las alturas, sacudiendo las nubes sobre su cabeza. Con cierto temor inexplicable a ser raptado por la furia del cielo nocturno, siguió caminando, en una lucha constante con su cojera, el gélido aliento de la tempestad, y sus turbios pensamientos.
En breve, logró encontrar el cartel de madera que señalaba la entrada a la boletería, paralela a la puerta del pequeño café construido junto a la estación. El recinto donde los pasajes eran vendidos era modesto y apretujado, decorado con un par de bancas y floreros descuidados. Tres ventanillas separaban el área de los pasajeros y la de los funcionarios —que a aquellas horas solo contaba con la presencia de dos mujeres, conversando con timidez al sonido de la lluvia—. El ministro, sintiéndose ignorado por las damas, aclaró su garganta con cierta irritación, evidenciando su deseo de llegar al puerto en la mañana del día siguiente.
Una de las señoritas, de mayor edad y tamaño, emitió su ticket en una curiosa máquina tipográfica que él, sin duda alguna, nunca antes había visto. Con una rapidez sin precedentes, ella le entregó el pasaje, indicó donde debía esperar el tren e informó que debería estar atento, pues ese sería el último viaje del itinerario. Antes de marcharse, el hombre les deseó a ambas una buena noche y miró por una última vez, maravillado, a la nueva invención encontrada en la estación.
¿Qué le pasaba a aquel día, y por qué estaba tan marcado de cambios? Era una pregunta que no lograba responder, pero que reaparecía en su mente con creciente frecuencia.
Evitando el congelante aire exterior, Claude entró al café, que estaba a punto de cerrar. Por suerte, el simpático señor que allí trabajaba pareció haberse apiadado de su situación, ya que se dispuso a atenderlo, pese a su tardía aparición.
Para detener los temblores desmedidos de sus manos y los escalofríos que lo sacudían de cabeza a pie, el ministro se reservó a pedir un simple té de manzanilla, que vino acompañado de un puñado de galletas de mantequilla.
—Regalo de la casa —insistió el gerente, con una sonrisa amable, para nada pretenciosa.
Cansado, masticó los bizcochos y bebió un sorbo de la infusión —que, para su sorpresa, ya llevaba azúcar—. El tren llegó poco después que él terminara de bajar la mitad del contenido de la taza. Con prisa, él pagó la cuenta, dejando atrás una agraciada propina, le estrechó la mano al hombre, agradeciendo sin muchas palabras su generosidad, y se dirigió al andén.
Le pasó el ticket al conductor, subió las escaleras al vagón y se dejó caer en el asiento del primer compartimiento que encontró, dejando sus pertenencias en el suelo, protegidas en el espacio entre sus piernas. Para su alivio, el tren en su mayor parte estaba desocupado. No se escuchaban conversaciones entusiasmadas, risas traviesas, o berrinches molestos en ningún lado. El único ruido disponible era el de las ruedas chocando contra el duro hierro de las vías, mientras las gotas de lluvia azotaban, iracundas, los vidrios de las ventanas. Pocas eran las valientes almas que osaban probar su suerte en los rieles, ante la hostilidad de la naturaleza.
Apoyando su cabeza en la pared, Claude al fin logró dejar ir toda la angustia acumulada durante el día. Cerrando los ojos, entró en un pesado sueño, del cual solo despertó horas después, cuando el mismísimo conductor que lo había recibido le sacudiera el hombro con descontento, avisando que ya habían llegado.
Cuando se bajó del tren, el clima que lo recibió fue de un contraste absoluto con el de ayer. El cielo estaba despejado, azul como una aguamarina pulida. Pocas nubes se asomaban por aquí y por allá, pero eran diminutas, puras y blancas, a diferencia de los titanes colosales que anteriormente arrasaron con los horizontes de Carcosa.
Eso sí, debía reconocer que la brisa polar de Levon era mucho más fría e intensa que la de la capital. El sol solo parecía un pequeño adorno en el cielo, considerando que no aportaba ninguna sensación de calor a sus pálidas extremidades. Enfrentando el aire álgido, con su bastón en mano y su baúl en la otra, empezó a caminar hasta la plaza pública de la estación, tomada por cientos de carruajes de variados tamaños y colores.
Allí, como su madre le había informado en la carta, le debía estar esperando su mayordomo y cochero, Joffrey. La señora Chassier sabía que su hijo ya lo había conocido hacía algunos años, pero en caso que no se acordara de su apariencia, considerando el poco tiempo convivido entre ambos, ella decidió entregarle una rápida descripción del sujeto. Lo narró cómo un hombre alto, calvo, de piel oscura y mirada penetrante, al que sin problemas podría identificar gracias a su grave tono de voz e incomprensible buen humor.
No fue difícil encontrarlo, resguardado con un grueso abrigo de solapa cruzada negro, detenido al lado del sofisticado carruaje familiar de los Chassier, mientras examinaba la muchedumbre a su alrededor con desinterés. Cuando las miradas de ambos hombres chocaron, su postura relajada se infló con solemnidad y su expresión abúlica se transformó en una sonrisa bien entrenada, ojos perspicaces, y cejas curvadas.
—Bonjour* Monsieur, ¿cómo fue el viaje? —le preguntó el individuo, retirando el baúl de su mano.
—Buenos días también, Joffrey. Incómodo, pero seguro, gracias a Dios—contestó, sacándose el sombrero—. ¿Cómo está mi madre?
—¿La madame* Chassier? —Tomó una pausa, dando un largo y profundo suspiro—. Lamento decirle que no ha mejorado en las últimas horas.
Al escuchar sus palabras, el ministro bajó la vista, intentando aguantar en silencio el golpe de dolor que recibió en su interior. Pensó que tal vez hubiera una oportunidad, una oportunidad de que ella se zafara. Pero al darse cuenta de que su salud no mejoraría, no en breve, no en meses, pareció perder todo su autocontrol.
—¡Merde*! —Zurró una de las ruedas del carruaje con su bastón, aterrorizando al pobre empleado que lo acompañaba.
—Lo lamento monsieur, pero temo que romper nuestro único medio de transporte no será de mucha ayuda.
—Lo siento. —Se volvió a apoyar sobre su bastón, el cual había resistido bastante bien su lapso de furia—. Necesitaba golpear algo. Necesitaba quitarme de encima todo este... peso. Esta rabia e impotencia.
—¡En ese caso, espero que su próximo objeto de ira no sea yo, monsieur! Encontrar a un doctor de calidad es muy difícil estos días.
—No te preocupes Joffrey... Tengo todo bajo control. —El mayordomo le respondió con un jadeo sarcástico y Claude lo miró con un desasosegado pesimismo—. ¿Podemos irnos?
—Sí, claro. Solo permítame guardar sus pertenencias, luego partimos.
Sin paciencia para darle otro minuto del día, el ministro se subió al carruaje, dejándolo encargarse del resto. El viaje llegó a ser más extenso que el realizado desde su casa hasta la estación de Reordan. No sabía decir si era la creciente ansiedad la que parecía alargar los segundos en un circuito infinito, o el complicado diseño de las calles del puerto, pero los minutos no parecían pasar adentro de aquellas cuatro paredes.
De hecho, al tiempo en que llegaron a la casa de su madre, que se situaba en la cima del Mirador de Widok —el punto más alto de la bahía de Levon—, el cielo ya se había vuelto a cerrar, y el viento soplaba fuerte. Desde las alturas, podía ver como el mar había subido de forma considerable, sacudiendo las embarcaciones con la ira de Neptuno. Las olas flagelaban con violencia las enormes piedras que rodeaban la bahía, su blanca espuma pegándose como ventosas a las rocas. En el horizonte, grises nubes se agrupaban, volando ágiles una sobre las otras.
Apurado, Joffrey detuvo el vehículo bajo el establo de madera que se encontraba al lado de la mansión escarlata y abrió la puerta izquierda con un solo tirón, estirando una mano para ayudar al exhausto ministro a salir. Lo primero que Claude notó, al pisar la tierra firme otra vez, fue el ensordecedor ruido del viento.
—¡Me había olvidado de cómo odiaba este clima! —gritó para que el mayordomo lo escuchara con claridad.
—¡Bueno, dudo que esto mejore en breve! —contestó el hombre, cerrando la puerta—.¡Bienvenido a Levon! —dijo, a tiempo de que una implacable ráfaga los atacara, sacudiendo sus ropas y espíritus.
Joffrey se volteó con una risa asustada, caminó con velocidad hacia el porche y abrió la puerta para que ambos entraran. Cruzaron el umbral de la mansión y mientras la entrada se cerraba, Claude miró alrededor. A casi cuatro años no visitaba la casa de sus padres.
Ajustándose la corbata y sacándose el abrigo, el político se dispuso a recorrer el nostálgico salón. La sala de estar solía ser amplia, pero los numerosos estantes repletos de libros y reliquias familiares reducían el espacio de forma significativa. Las icónicas paredes carmín que lo rodeaban habían sido erguidas algunos meses después de la guerra de independencia de 1862, y su color no había sido cambiado desde entonces. De ellas se colgaban varios retratos al óleo de sus parientes, lejanos, cercanos... muertos. Entre ellos, podría ver los rostros de sus abuelos y de su padre. "Y pensar que mi madre podría estar ahí en breve". Se lamentó con un brillo lánguido en los ojos.
Dejando de lado la fúnebre colección, dio algunos pasos hacia adelante y, cayendo en otro torbellino de nostalgia, divisó un envejecido sofá blanco y dorado, adornado con un par de almohadas de pluma.
Se acordó de cuando era joven y se ponía a leer allí, acompañado por la presencia gentil de su madre, mientras su hermano, acorralado en un rincón recóndito de la sala, intentaba tocar algunas erráticas notas en un humilde piano de cola que ya había visto días mejores. Se acordó de la tarde en la que su padre, regañando al niño por no ser capaz de tocar una sola canción sin equivocarse, fue tomado por un embriagado acceso de rabia y rompió el instrumento en trizas con sus propias manos, mientras su hijo se esforzaba lo más que podía en no llorar. Se acordó también de la mañana consecutiva, cuando la señora Chassier, ya habiendo logrado apaciguar el demonio trastornado de su marido, le regaló su viejo violín, al que él aprendió a tocar en menos de una semana. Se acordó de su hermano y de sus dedos ágiles saltando de cuerda en cuerda, con una precisión envidiable. Se acordó de su hermano. Del desgraciado de su hermano.
Sacudiendo la cabeza, concentró su atención en el sofá. A su lado, encontró una mesa con una taza de té a medio beber y un libro de tapa verde. Al recogerlo y echarle una mirada más minuciosa, se sorprendió. Era el libro favorito de la señora Chassier.
—Según me acuerdo, la habitación de mi madre está en el segundo piso a la derecha, ¿verdad? —cuestionó luego de minutos en silencio, devolviendo el objeto a su debido lugar.
—De hecho, tuvimos que cambiar a la madame* Chassier de piso. El doctor recomendó reposo absoluto, así que las escaleras no ayudarían en su traslado. La cambiamos a la antigua habitación de su hermano, el monsieur Jean.
— Gracias, Joffrey —se recuperó de la desagradable noticia y respondió, tomando fuerzas para llegar a la entrada del aposento.
Sin golpear la puerta, la abrió un poco, preparándose para lo peor. Pero nada prepara a nadie para ver a su madre muriéndose arriba de una cama.
—¿C-Claude? —Una voz frágil lo llamó desde el otro lado—. ¿Hijo, eres tú? —La voz se incorporó un poco, demostrando la firme voluntad de su madre en mantener su postura, aun estando enferma.
En una repentina decisión, él abrió la puerta por completo y entró al recinto. La encontró medio acostada, medio sentada en la enorme cama con dosel que reposaba en su centro. Intentó entonces, con todo su ímpetu, decir algo coherente, pero sus labios simplemente no se movían. Extraviadas memorias de su infancia empezaron a resurgir de lo profundo de su alma y el muchacho no pudo hacer nada a no ser lanzarse a los brazos de su madre, sosteniéndola como si el tiempo no existiese. Pese a su endeble estado de salud y la pesada aura de enfermedad que la hundía, su regazo era, y siempre sería, el mejor lugar del mundo.
No importaba que su pierna lo estuviera matando por el extraño ángulo en el que se encontraba posicionado. No importaba que pudiera sentir el calor de la fiebre emanando desde su piel. No importaba nada. Solo que él estaba allí y ella también. Era suficiente.
Permaneció un tiempo significativo en aquel abrazo, antes de convencerse a dejarla recostarse de nuevo y ayudarla a poner otra almohada detrás de su cabeza. Una vez se hallaba cómoda lo suficiente, la señora Chassier empezó con las típicas preguntas de una madre preocupada: "¿Cómo fue el viaje?", "¿Estás bien?", "¿Cómo van las cosas?".
Todo permaneció en absoluta calma.
Hasta que al fin le hiciera la pregunta que menos quería oír.
—Sé que quieres saber por qué... te he llamado aquí —dijo, tosiendo.
Por instinto, Claude agarró el jarrón de agua siempre presente en su velador, le llenó un vaso, y la ayudó a beber.
—La verdad es que no creo que viva mucho más.
—No digas eso, por favor. Te pondrás mejor. Ya tuviste la fuerza necesaria para ir a tomar un té afuera... vas a curarte.
—Yo no me he levantado de esta cama en dos semanas. El té... debe ser de Marie, mi cuidadora.
—¿Y el libro? ¿Las aventuras de Jonathan McLaigh? Estaba encima de la mesa, sé cómo amas a ese libro. Siempre lo llevabas contigo a todos lados...
—Se lo recomendé a ella esta semana —insistió, tratando de recuperar su aliento—. Esa chica necesitaba leer algo con verdadera sustancia literaria... así que se lo recomendé. Pero no me he levantado de aquí hace mucho tiempo.
Escucharla tan resignada, tan desanimada, tan solo fue otro golpe más en la constante paliza que la vida le estaba dando en las últimas veinticuatro horas. Tragándose sus lágrimas y emociones, e ignorando a la aparente verdad de la situación, él insistió:
—No importa. Eso no importa. Te pondrás mejor. Voy a contratar al mejor médico que pueda encontrar en esta ciudad y él te pondrá de pie de nuevo. Haré todo lo que pueda para que eso suceda...
Su madre lo interrumpió de inmediato. Negó una y otra vez con la cabeza, hasta que al fin replicó:
—No seguiré ningún tonto tratamiento, Claude. Lo siento. No importa a quién contrates... No servirá de nada. —Ella sonrió—. Ya estoy vieja... Ya he pasado por mucho. Una guerra... Una Independencia... Un matrimonio infeliz... Cuidarlos a ustedes...
—Maman*...
—Mi cuerpo ya está cansado. Es hora... —Respiró hondo, atrapando una de sus manos entre las suyas—. Es hora de dejarme ir. Solo quería despedirme antes de que lo hiciera, eso es todo.
—No, por favor...
—Claude. Tu hermano estuvo aquí hace exactamente un mes.
Ahora, eso sí era algo que no esperaba.
—¿Qué? —Trató de asimilar la información, pero las palabras seguían flotando en su cerebro como piezas incompletas de un rompecabezas—. Pero...él... No. No quiero hablar de él ahora, no puedo hablar de él ahora...
—¡Claude, escúchame! —Ella interfirió su balbuceo con una tos—. No tengo mucho tiempo...
—No me digas eso...
—Algo pasó hace tres años. —Anne no entretuvo su lástima, yendo derecho al punto—. Algo que no te han contado hasta ahora.
—¿De qué hablas?
La señora Chassier respiró hondo y cerró sus ojos antes de continuar. Estaba a punto de dar una de las noticias más sorprendentes de su vida.
—Tienes un hijo.
—¿Qué? —Él se rio, seguro de que su madre había perdido la razón, de que la fiebre ya había freído su cerebro.
Pero observando su mirada compungida y el arco preocupado de sus cejas, algo dentro de sí empezó a colapsar.
—Lo que escuchaste —respondió ella con la voz forzada—. Tú tienes un hijo.
—No. No, no, no... Estás confundida... —él volvió a negar, perplejidad abriéndole camino a la rabia—. Mi hijo nunca nació... No pudo... ¡No es posible!...
—¡Claude! —La señora alzó la voz, irrumpiendo su verborrea—. ¡Escúchame! ¿quieres?
Su mirada impasible y actitud decidida logró hacerlo callar al fin. Sintió su frágil mano apretando sus dedos, en un gesto que debería ser reconfortante, pero que solo lo hizo confirmar sus sospechas de que algo andaba muy mal.
El ministro entonces entró en un estado de shock impenetrable. Apenas se movía. Su mente sabía que aquello no era factible. El único hijo que pudo tener con su antigua esposa nunca llegó a nacer y si lo hubiera hecho, él lo sabría. Dudaba que su mujer hubiera escondido algo así, aun con todos los conflictos presentes entre ellos. Pero si su hermano estaba involucrado en el asunto —su madre no lo mencionaría si no lo estuviera— tal vez esa seguridad que tenía sobre su honestidad y lealtad no fuese real. Y eso lo tenía aterrado.
—¿Te acuerdas de la gran pelea que tuviste con Elise?... ¿Aquella noche en la que ella se desmayó de tanta rabia y resentimiento y la tuviste que llevar corriendo al hospital?
¿Cómo no lo haría? Él había sido el hombre más asqueroso, bruto, e idiota de todo el firmamento con la única mujer que lo había amado de verdad, con todo su corazón y alma. Con razón ella lo abandonó y se fue a vivir con su hermano. La mera mención de aquel vergonzoso momento de su vida, hizo a su cabeza desplomar y que sus ojos huyeran de la mirada de reproche de su madre.
—¿Te acuerdas de cuánto tiempo pasó hasta que... se volvieran a hablar de nuevo?
—Ocho meses... —la voz se le cortó y por un instante, se sintió sacado de quicio.
Ahora que sus sospechas habían sido confirmadas, él se negaba a creerlo. "No es posible... ¿O sí? ¡No!" Elise nunca hubiera escondido un secreto tan grande de su persona. Ella no sería capaz de hacerle algo así. Pero Jean, ¡Ah! ¡Jean pudo haber hecho la cabeza de su esposa contra él! ¡Jean pudo haber armado todo un espectáculo para que él comprara la mentira del fin del embarazo!
—Exacto, ocho meses. Más el primer mes de la gestación, antes de la pelea...
—No...
—Te volvió a hablar... justo después del nacimiento de tu hijo.
—No. No puede ser. ¡No me puede haber mentido!... no... ¡NO! ¡Ella me dijo que había perdido al bebé! ¡que era mi culpa! que... —Respiró hondo, sintiendo como sus ojos se llenaban de lágrimas—. ¡NO PUEDE SER VERDAD!
—Pero lo es. Tu hijo estaba siendo cuidado por tu hermano desde hace poco tiempo. Él me vino a pedir ayuda... Y yo acepté otorgarla.
—¡¿Aceptaste ayudar a un asesino?!
—¡Ayudé a mi hijo!... Eso es lo que me importa.
—Ambos sabemos la verdad. ¡Él no es tu hijo! Él es un asesino, un criminal, un bastardo, un... —Claude se detuvo cuanto se percató que su madre estaba llorando. Las lágrimas caían por su rostro, pero su postura se mantenía formal y seria. Aun así, él no pudo evitar sentir una pesada carga de emociones siendo depositada sobre sus hombros. Su madre estaba llorando. Por su culpa—. Lo siento. No debería haber... —Volvió a respirar hondo, frotando su cara—. Solo estoy preocupado. Sé de lo que mi hermano es capaz... y esto... ¡Si lo que me cuentas es verdad, no me sorprendería ni un poco!
—Lo sé... Lo sé —ella concordó, secándose las lágrimas—. Pero él es mi hijo. Siempre lo fue y siempre lo será. No lo perdono por sus acciones, pero no puedo... yo nunca lo dejaría de ayudar. Nunca.
—Lo siento —el hombre insistió con timidez, levantando su vista—. Pero... ¿cómo vino a parar aquí? ¿Por qué tenía a mi hijo con él? ¡¿Cómo huyó de la cárcel?!
—No lo sé. Él solo... apareció. Y me pidió que cuidara al niño ya que él, bueno, era un fugitivo de la Ley. No podía huir de la policía y criar a su sobrino al mismo tiempo.
—Pero ¿cómo nadie se dio cuenta de todo esto? ¿Cómo nadie supo de nada durante todos estos años? —inquirió Claude, aun nadando en círculo en el vasto océano de sus emociones.
Un exhalo estresado fue el precursor de la explicación de su madre.
—Según lo que pude descubrir, el padre de Elise estuvo a cargo del niño desde la noche del asesinato, hasta que tu hermano se escapara de la cárcel y lo rescatara de sus garras. Luego de eso, pasó un breve tiempo huyendo de ciudad en ciudad y de alguna forma logró llegar aquí. Me golpeó la puerta y me pidió, con todo el amor que le restaba en el corazón, que lo cuidara por él y que le diera una familia digna. Pero me rogó que no te dijera nada al respecto, porque Elise... Elise no quería que supieras de nada. Él sólo intentaba respetar su decisión...
—No le creo.
—Desde entonces, he estado cumpliendo mi promesa con ayuda de mi enfermera, Marie. — Ella lo cortó, siguiendo con su relato—. Pero, como ves... No voy a ser eterna. No quiero que el pobre chico quede en el orfanato local. Y no quiero, sobre todo, que nunca conozca a su padre.
Padre. La palabra resonó y resonó en sus oídos, finalmente ganando un sentido de familiaridad dentro de su ser. Todos aquellos años, perdidos en la oscuridad de su soledad, sentado en la amargura de sus errores, de sus arrepentimientos, en las ruinas de una vida que jamás llegó a vivir, por sus propios descuidos... Todos aquellos años, de pronto parecían tener un sentido.
Claude necesitaba aprender, por arte propia, a no desperdiciar las oportunidades de alegría regaladas por el Ser mayor, porque en el mundo en el que vivía, aquellas eran escasas y preciosas. Necesitaba aprender a crecer y valorar sus tesoros, algo que sin duda no hubiera hecho antes de perder a su amada esposa.
Pero su lección había terminado. Y ahora, él se prometió a sí mismo, ahora él sería un hombre nuevo. No más mentiras, no más mujeres, no más bohemia, no más irresponsabilidad. Ahora él sería un buen padre, ejemplar en todos los aspectos, y le probaría a Elise, a su espíritu y a su legado, que su falta de confianza en él no había sido justificada.
Con ojos llorosos y con emociones resbalando por todas las fracturas de su psique, él abrió la boca, luego de lo que pareció ser una eternidad.
—¿Es un niño?
Al terminar de modular la pregunta, no pudo evitar sonreír. Su hijo estaba vivo. Tenía una nueva oportunidad de hacer algo bien esta vez. Tenía la posibilidad de hacer a alguien feliz otra vez.
—Lo es.
—¿Cuál es su nombre?
—André —dijo su madre, con orgullo—. André-Jacques Chassier.
—Es un lindo nombre —él comentó, dejando que las lágrimas cayeran sin la mínima resistencia, sintiéndose endulzado por los recientes descubrimientos.
—Sí, también pensé lo mismo —la mujer confesó, acariciando la palma de su mano—. Querido, quiero que vayas a mi antigua habitación. Creo que todavía sabes dónde está, ¿verdad?
—Sí. Arriba a la derecha.
—Bien. André debe estar jugando con Marie... Anda, ve a conocerlo. —Lo incentivó la señora Chassier, luchando en contra de la tos, cada vez más predominante en los confines de su pecho.
Aún en su martirio, ella no se dejaba abatir. Las arrugas de su piel sonreían, ungidas en alivio, en paz.
Su hijo la miró con ojos acuosos, visiblemente tocado por todo lo que estaba sucediendo a su alrededor.
—Gracias —le murmuró, con un amor profundo, inmensurable.
Ella levantó su mano, acariciando su marcada y fuerte mandíbula. Sus grandes ojos azules, llenos de alborozo, parpadeaban como luciérnagas en una noche de verano. Su barba, áspera, le rozaba la piel, que de a poco, empezaba a perder la sensibilidad. Su espesa cabellera negra caía libre por un costado de la cara, tapando buena parte de su ojo izquierdo, le recordaba demasiado al fallecido señor Chassier.
Todos esos pequeños detalles sobre su apariencia, ella nunca había notado antes. Todos aquellos trazos y colores, ella nunca antes había visto. Y mientras la luz empezaba a difuminarse, ella agradeció verlo contento una vez más.
Sabía que su hora estaba llegando. Era algo inevitable.
Inconsciente de lo que estaba a punto de ocurrir, Claude le dio un cálido beso en la frente y prometió regresar en breve, antes de salir de la habitación.
Pero ella nunca lo vio regresar.
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*"Bonjour": "Buenos días" en francés.
*"Madame": "Señora" en francés.
*"Merde": "Mierda" en francés.
*"Maman": "Mamá" en francés.
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Más música para sus oídos: Jules Massenet - Nocturne
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Nota de la autora: Artemisa_L me regaló este precioso edit y solo tengo que agradecerle mil veces por tomarse el tiempo de hacerlo... Así que gracias, de verdad. 💜✨
(La carta??? El bastón??? Anne??!! Amééé <3)
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