Preludio: 1

Carcosa, 19 de julio de 1892.

"Asesino de la esposa del ministro de justicia encontrado muerto en Violet Street."

"El cuerpo de Jean-Luc Chassier fue hallado en el Motel Le Petit Éclair*, localizado en Violet Street*, en la mañana de este viernes. Testigos anónimos afirman haber escuchado gritos alarmantes provenientes de la habitación 23, seguido de tres disparos consecutivos. La comisaría sectorial fue alertada y una patrulla fue enviada. Al llegar, los oficiales encontraron el cadáver del criminal, dispuesto en la bañera, con heridas fatales en el pecho y la cabeza. Pese a la especulación pública y la conmoción nacional que este incidente ha provocado, el jefe interino del departamento de policía, Marcus Pettra, ha negado la posibilidad de que se tratara de un homicidio."

Con una ira apenas contenida, Claude arrugó el periódico entre sus manos y lo tiró a un lado. Cerró sus ojos por un momento, suspiró, tomó otro trago de su whisky. Había estado sentado en aquel incómodo diván toda la tarde, bebiendo mientras intentaba procesar los nefastos eventos de las últimas veinticuatro horas.

Desde que su secretario golpeó la puerta de su escritorio, trayendo consigo la noticia de la muerte de su hermano, toda la estabilidad emocional que poseía empezó a desvanecerse. No importaba adonde fuera, o qué hiciera, el nombre del bastardo lo perseguía. Ni siquiera en el silencio rotundo de su trabajo, rodeado de documentos y trámites legales, él lograba tener un poco de paz.

Con un suspiro de absoluta frustración, empujó su cansancio a un lado y obligó a su cuerpo a que se levantara. La súbita acción no fue bienvenida por su pierna lisiada, que regañó su impaciencia con un fulminante rayo de dolor. Sus muslos temblaron y sus huesos crujieron como los tabiques de una casa vetusta, haciéndolo caer de vuelta al diván. Maldiciéndose por su decrépito estado físico, aguantó la respiración, se volvió a levantar y con algo de suerte, logró dar unos pasos hasta llegar a la entrada de la habitación. Tomó su abrigo, su sombrero de copa negro, su bastón y se digirió a la puerta, dejando el vaso whisky aún por terminar en una sucia mesa de hierro que había en el rincón.

Pese a sus ganas de abandonar el edificio de una vez por todas, el hombre abrió la puerta despacio, con suma cautela. Estiró su cabeza hacia el pasillo y lo miró de lado a lado, certificándose de que estaba vacío. No quería chocar con ninguno de sus colegas hoy, ni entretener sus conversaciones ofuscadas y simplistas, repletas de lástima y condescendencia. Al ver que estaba solo cruzó el frío y oscuro corredor con apuro, y sin mirarlas dos veces, pasó de largo la amplia hilera de puertas que llevaban a los escritorios de los otros cinco ministros que allí trabajaban.

Hace unos años, el primer ministro, monsieur* Paul Levi, había dividido el Complejo General de Ministerios —más conocido por los habitantes de Carcosa como "Las Oficinas"— en dos bloques o pabellones.

El Bloque "A", donde trabajaba Claude, era totalmente dedicado a los servicios internos del país. Contaba con el ministro de economía, el ministro de salud pública, el ministro de educación y trabajo, el ministro de obras públicas y él, el ministro de justicia. El Bloque "B", en cambio, era dedicado a ambas las transacciones internacionales y nacionales; contaba con el ministro de relaciones exteriores, el ministro de industria y comercio, el ministro de ciencia y cultura, el ministro de defensa y finalmente, el primer ministro —quien desde el fin de la guerra de la independencia de 1862, gracias a algunos pequeños "equívocos" legales, pasó a ser considerado el hombre con mayor poder político en todas las Islas de Gainsboro, ergo, jefe de Estado—.

Pese a sus diferentes enfoques, los dos edificios en donde los bloques operaban sus funciones eran físicamente iguales. Ambos contaban con múltiples pasillos, salas de conferencias, cámaras de votación, salas de prensa, y poseían un nivel de complejidad laberíntica que ni los funcionarios más longevos lograban por completo dominar.

Más de una vez algún oficinista se había perdido en aquel dédalo de túneles, pasajes y puertas, atrapado en un mar de polvo y montañas documentos, desperdiciando minutos preciosos de trabajo solo por no ser capaz de navegar con claridad sus alrededores.

En un día normal, él mismo seguramente se hubiera extraviado entre los corredores apretujados, los archivadores de madera sobrecargados con papeles y la cacofonía general de los escribanos, fiscales, inspectores, abogados y otros trabajadores, que siempre parecían estar a uno o dos cafés de un total colapso mental.

Pero aquel no era un día normal. Sus pies parecían haber sido encantados por algún innombrable hechizo. Porque en un parpadeo, había llegado al corredor principal, que conectaba los escritorios de los funcionarios a la salida. En la pared a su izquierda, pintada con una tinta amarilla migrañosa, una flecha enorme señalaba el pasillo de donde acababa de salir, con la indicación:

"ENTRADA BLOQUE A."

Bajo las letras, reposaba el detallado plano arquitectónico de Las Oficinas, que daba a entender, en la gráfica, el porqué de tanta desorientación. La sede del gobierno era masiva. Al lado del tal, se hallaba también colgado un tablero de actividades, organizado en conjunto por los secretarios de los ministros. Explicaba qué campañas y medidas públicas se llevarían a cargo durante los doce meses del año y daba a conocer la fecha oficial de las declaraciones mediáticas que cada uno de ellos daría en ese período. Además, servía como un canal de avisos generales para los demás subordinados.

En un día normal, él se hubiera detenido a mirar si tenía algún compromiso pendiente aquella tarde. A Claude no le gustaba tachar nada de su agenda política, o remarcar eventos. Pero aquel no era un día normal. Y sabía que no lograría hacer bien su trabajo bajo su actual nivel de estrés y agotamiento, aunque lo intentara. Así que, con un suspiro exhausto, el ministro siguió caminando, huyendo con rapidez de toda responsabilidad vigente. Llegó al fin al gran vestíbulo —que, por milagro— también estaba vacío.

En un día normal el recinto estaría lleno de hombres sudorosos, cansados, anotando su horario de salida con una mueca de alivio mientras decían un hasta mañana a sus compañeros, o abotonando sus abrigos para encarar el frío viento de afuera. Pero este no era un día normal. Casi todos los empleados de bajo nivel se habían retirado temprano por orden del primer ministro. Desde el alba, la lluvia no cesaba. Rumores circulaban de que una tormenta amenazaba por desatar el caos durante la noche, por lo que el pobre hombre no tuvo más remedio que enviar a todos a casa, con el fin de evitar casualidades. Y a estas horas solo se podía ver al vigilante de seguridad sentado en su escritorio de madera caoba, que servía de recepción, separando con cuidado el correo que había llegado durante el día.

Por el olor a tinta que flotaba en el aire, Claude supo sin demora que el lugar había sido re-decorado en el tiempo que había perdido sentado en el diván, reflexionando sobre sus memorias mohínas. Las paredes, ahora de color avellana, resaltaban el blanco del rodapié que hace un par de horas era marrón. Algunos cuadros se habían colgaban por ahí y por allá, en un fracasado intento de darle a la entrada de Las Oficinas un toque más hospitalario.

Otra vez, este no era un día normal.

Suspirando nuevamente, él negó con la cabeza. El estrés que hundía a sus funcionarios, la correría de los tiempos modernos y el general mal humor de los ciudadanos de Carcosa no podían ser amenizados por pinceladas de óleo y paisajes glamurosos. Tampoco lograría camuflar el hecho de que el pésimo desempeño del gobierno fue el responsable directo de la fuga de su hermano de la cárcel, del auge de la criminalidad en el sur del país, y el descontento general de la población hacia sus dirigentes. Y él no negaba su participación en el desastre, para nada. Solo encontraba ridícula la hipocresía de sus compañeros, cuya principal preocupación al parecer era mantener bien cuidada la estética visual del vestíbulo, y no la paz en la nación.

—Buenas noches, monsieur —de sorpresa interrumpió sus contemplaciones el vigilante, parándose con cordialidad de su asiento, frustrando su intento de salir de allí desapercibido.

—Buenas noches, Charles— respondió Claude, suspirando—. ¿Qué necesita?

—Nada, monsieur. Solo quería avisarle que le llegó una carta. Se la entregaría a su secretario mañana, pero...

—Si es solo eso, prefiero no recibirla hoy. —Él lo detuvo con un gesto de la mano—. Perdóneme, pero no estoy de humor para más malas noticias. Haga lo que haría si yo no estuviera aquí, por favor. Mañana revisaré todo. Hasta luego.

Al llegar al marco de la puerta, una simple exclamación lo detuvo.

—¡Tiene un sello negro, monsieur!

La sangre se le heló, los pelos en su cuerpo se pusieron de punta, y el nudo que tenía en la garganta se apretó. Sin hesitación alguna, Claude giró sobre sus talones y se dejó guiar ciegamente por su bastón, cruzando el lustroso suelo a sus pies con desesperada rapidez y un notable resplandor de tristeza resurgiendo en la mirada.

Como un halcón observando el mar desde la cima de un acantilado, el ministro inclinó su cabeza hacia adelante, curvándose sobre el mueble, viendo el intimidado vigilante documentar la entrega de la carta en una gruesa libreta verde. Esta era una nueva medida de seguridad incrementada por el primer ministro, para asegurarse de que ninguna correspondencia fuera robada o extraviada. Una medida que en su opinión era lenta, inútil y bastante exagerada, pero que de todas formas se veía obligado a obedecer.

—Firme aquí y aquí, por favor. —El hombre le señaló, entregando la libreta.

Con una caligrafía incierta y muy poco refinada, el ministro rellenó los espacios en blanco, urgido por la necesidad de recibir, sin más demoras, su correo.

Una vez sus dedos se apoderaron del sobre, intercambió unas breves palabras de agradecimiento que casi nada le significaron y se marchó del recinto, decidido a ignorar por completo a cualquier otra interacción social que se le cruzara por el camino.

No era como si las razones de su pánico y antipatía no fueran justificadas, de todas formas. Después de encontrar a su hermano muerto en una tina, una carta con sello negro era lo último que necesitaba ver aquel día.

En cualquier lugar de las Islas de Gainsboro, recibir un sobre de lacre ennegrecido era una señal de mala fortuna. Eso se debía al reglamento del Correo Nacional, que permitía a los emisores el envío express de cartas y paquetes de suma importancia y urgencia, siempre y cuando respetaran el sistema de colores. Cada nivel de celeridad era indicado por el sello. El negro en específico, especificaba que el envío llevaba noticias del fallecimiento de alguna persona, o informaba si la dicha estaba en el borde entre la vida y la muerte. Ninguna de las dos opciones, agradable. Ninguna de las dos, noticias que el ministro deseara recibir aquella tarde.

Claude salió del edificio y miró alrededor en busca de su carruaje. Todos los días, a la misma tardía hora del crepúsculo, su cochero se detenía al frente de las puertas de su trabajo, esperando por su llegada. Al parecer, hasta eso había cambiado hoy. En vez de encontrarlo aparcado a meros metros de distancia, el hombre se había detenido al borde del camino de tierra que llevaba hacia la sede del gobierno. Estaba estacionado cerca de unos cipreses, de seguro para evitar el continuo asalto de los vientos que rugían a su alrededor.

Encogiendo su mentón hacia los interiores de su abrigo, el mandatario guardó la carta en el interior de su bolsillo y se dispuso a enfrentar el temible clima que lo acechaba. Quería abrir esa carta cuanto antes, pero no lo haría ahí, bajó el caudal que desde los cielos descendía. Su impaciencia era irritante, pero manejable. Además, si algo en su vida había aprendido, era a no encarar asuntos privados en público. No después de todos los escándalos familiares y laborales que lo seguían por doquier, no después del asesinato de su esposa, del encierro de su hermano, y de su subsecuente muerte.

Era innegable que él era observado a todo momento, por innúmeros periodistas que existían apenas para seguirle la sombra. Hiciera lluvia, sol, nevada o sequía, la prensa lo espiaba, con sus escrupulosos ojos que todo lo veían. Era gracias a ellos que la gran mayoría del público ya no lo quería en su cargo. No se podía permitir más controversias si quería seguir manteniendo su poder y su prestigio.

Encharcado, ni esperó a que su chofer se bajara de su asiento y le abriera la puerta. Simplemente se subió al carruaje —empujando al lado cualquier ley de etiqueta—, le gritó un par de órdenes a la rápida, y con los blancos nudillos casi trizando el mango de su bastón, dejó que empezara su travesía al otro lado de la ciudad.

Mientras las ruedas del vehículo cruzaban las olas de barro, hojas caídas, y madera astillada traídas por la tormenta, el político dejó a su mente angustiosa divagar. ¿Quién había muerto? ¿Quién estaba por morir? Al parecer, todas sus preocupaciones siempre se centraban en esa desgraciada palabra: Muerte.

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* "Petit Éclair":" Pequeño relámpago" en francés.

* "Street": "Calle" en inglés

* "Monsieur": "Señor" en francés.


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Haendel - Sarabande es lo que siempre toca en mi cabeza cuando leo este capítulo, así que  quise agregar la composición al inicio para darle sazón jeje

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