Acto 4: Capítulo 9
Carcosa, 02 de mayo de 1888
—Buenos días, ministro —masculló con cariño Elise, viendo cómo los párpados de Claude se entreabrían, acuosos y cansados.
Aún somnoliento, giró sus claros ojos hacia ella, antes de sonreír y voltear su cuerpo, con una expresión complacida en el rostro.
—Buenos días... —su voz, tímida y rasposa, respondió—. ¿Dormiste bien?
—¿Después de la celebración de ayer? Dormí como un ángel —bromeó, acercándose a él. Pasaron un rato en silencio, hasta que ella añadió:—Solo faltan tres días para la boda.
—Lo sé... aunque no creo que lograré esperar tanto tiempo —tomó una de sus manos y la llevó a sus labios, besándola con cariño.
—Ay, por favor, no es tanto tiempo.
—¡Es una eternidad!
—Siempre impaciente y dramático.
—Y aun así me amas —Elise enseguida le sacó la lengua, mofándose con infantilidad. El ministro solo se rio, volviendo a besuquear su mano—. ¿Ves? por cosas así no puedo esperar más...
—Paciencia, querido. Paciencia —se inclinó hacia él, besándole la frente—. Falta poco.
—Lo sé.
—¿Sabes qué hará que el tiempo pase más rápido?
—¿Pasar el día en la cama, abrazaditos bajo la colcha?
—Trabajar —se sentó sobre la cama, agarrando su almohada y con un rápido movimiento que lo tomó desprevenido, tirándosela a la cara.
—¡Hey! —carcajeó, antes de sentarse a observar como su prometida se vestía, fascinado por su belleza.
Cuando se veía presentable lo suficiente, se volteó hacia él, sorprendiéndose con su embeleso, con su mirada enamorada y su sonrisa contenta.
—¿Está bien, señor ministro? —alzó una ceja provocativa, terminando de trenzarse el cabello.
—De maravillas —contestó, sin perder el contacto visual, relleno de afecto y deseo—. Solo me estoy memorizando el panorama... así cuando esté en otra reunión aburrida, podré hacer el tiempo pasar más rápido pensando en ti.
—Quién lo diría —ella se divirtió, devolviéndose por un instante a su lado—. Claude Chassier se ha vuelto un romántico empedernido —lo abrazó, aún de pie, dejando que se apoyara en su abdomen.
—Culpa tuya —murmuró, cerrando los ojos, aprovechando al máximo la paz inalterada que su presencia le traía.
—No te quedes dormido.
—No lo hago —protestó con voz cansada.
—Eres un pésimo mentiroso —le acarició el cabello, desordenado y seboso—. Quédate aquí en la cama. Hablaré con madame Katrine para que te caliente el agua para el baño. Después de que te pongas presentable...
—Ouch.
—Encuéntrame abajo en tu escritorio —se separó, para su decepción—. Te tengo una sorpresa.
—Hm —abrió un ojo, curioso—. ¿Y qué sería?
—¡Si te dijera no sería una sorpresa! —exclamó antes de salir al pasillo, dejándolo a que se desparramara sobre la cama, abrazando su almohada, embriagándose con el olor de la funda, impregnada con su perfume.
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—No puedo creerlo —Claude afirmó, pasmado—. ¡Es hermosa!
Arriba de su escritorio, brillando como un diamante pulido, reposaba una maravilla de la tecnología moderna: una máquina de escribir, de modelo reciente, grande, pesada e imponente, que anhelaba ser usada y operada por sus dedos.
—Espero que te haya gustado.
—¡La amo! —exclamó, extasiado. —Me imagino que debe haber sido muy difícil comprarla... Aquí en las Islas es casi imposible encontrarlas...
—La tuve que importar —concordó, apoyándose en la esquina de la escribanía—. Por suerte, un cliente del Colonial me ayudó. Es americano y justamente venía aquí por negocios. La empresa para la que trabaja quiere establecer una filial en Carcosa; en fin, tiene toda una historia. Venden todo tipo de artilugios. Desde máquinas de coser a grapadoras. Le pregunté si también vendían máquinas de escribir y me dijo que sí. Así que ...—gesticuló al aparato— la compré.
—¡Otro ejemplo de porqué me quiero casar luego contigo!
Avanzó hacia la dama sin hesitar, plantando en ella un beso tan apasionado y agradecido, que le dejó todos los vellos de punta. Como de costumbre, un agarre gentil creció a manoseada indecente, una mordida de labio pasó a un chupón travieso en el cuello, y sus risas inocentes, joviales, se convirtieron en suspiros frustrados, aderezados con un ardor caprichoso.
—Deberíamos...
—Si me dices que tengo que ir a trabajar...
—¿Qué? —lo afrontó la dueña del Colonial, sabiendo exactamente lo que estaba haciendo—. ¿Qué harás, señor ministro?
Él sonrió con una mirada perspicaz.
—Te llevo junto conmigo...
—¿Y?...
—Y hago que nos arresten por indecencia pública —corrió la máquina a un lado, levantando a su mujer, sentándola sobre el escritorio.
—¿Y c-cómo exactamente lograrías... eso?
Arrodillándose, con una mirada diabólica, levantó los pliegues de su falda, llevando la palma de sus manos a la sensible piel de sus entrepiernas, separándolas con una gentileza pícara.
—Déjame demostrarlo...
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—¿Jean Chassier? —Lilian lo llamó, entrando a un pasillo repleto de puertas, que supuso, resguardaban los camerinos del personal del teatro.
—¡Salut! —escuchó una voz masculina replicar, con la misma profundidad sensual que había sorprendido la noche anterior.
De inmediato, vio la cabeza del muchacho asomarse en la última puerta, mirándola con sumo entusiasmo.
—¡Buenos días! —sonrió—. ¡Ven, entra!...
Siguiendo sus indicaciones, caminó hacia el recinto, escuchando el antiguo suelo a sus pies chillar y protestar con cada nuevo paso. Al llegar al camerino, lo primero que notó fue su apariencia decaída, vetusta. Una de sus agrietadas paredes contaba con un espejo de cuerpo completo; otra, con un largo perchero, cubierto por unos pocos abrigos y sombreros. También logró ver algunos armarios, que supuso, eran de utilería. Una alfombra de Anatolia cubría el polvoriento parquet del piso y sobre ella —al lado del espejo— un escritorio grande, espacioso, donde logró ver algunos papeles desordenados. Por la hora de la mañana, la gran mayoría de los miembros de la orquesta aún no había llegado. Los pocos que sí, habían dejado sus pertenencias al lado y sobre el mueble, en seguida subiendo a ensayar. Jean estaba organizando sus cosas para hacer lo mismo, cuando la rubia apareció.
—Me alegra que hayas venido—él comentó, sentándose por un segundo a revisar algunas de sus partituras—. Confieso que llegué a dudar si lo harías...
—No tengo nada que perder —le dijo lo mismo que había pensado horas antes, en la madrugada, de pie bajo la llovizna. Acercándose a él, lo observó escribir algunos garabatos en las hojas que sostenía, antes de subir su mirada y voltearse hacia ella—. ¿Qué haces?
—Anoto algunas instrucciones para mejorar la manera en la que toco —respondió, juntando los papeles en una sola pila.
—Nunca me mencionaste qué es exactamente lo tocas...
—Violín —contestó, levantándose.
Al hacerlo, agarró el estuche del instrumento —que había dejado guardado debajo del escritorio—. Lo abrió sobre el mueble y retiró el artefacto de sus interiores, junto al arco. Lo apoyó sobre su hombro y para impresionarla, tocó un fragmento de una de las composiciones que más tiempo se había demorado en aprender: "Die letzte Rose" —o "La Última Rosa del Verano"— de Heinrich Wilhelm Ernst.
Mientras él se perdía en la música, la rubia lo examinaba con una latente fascinación, en determinado momento inclinando su cabeza hacia un lado, preguntándose cómo lograba estirar sus dedos y retraerlos con tanta velocidad, sin hesitar, sin equivocarse una sola vez. La composición era preciosa, sin duda, pero su ejecución requería una concentración absurda, emparejada a años de rigurosa práctica y estudio.
—Vaya —fue lo único que logró decir cuando él terminó su pequeño concierto, boquiabierta—. ¿Hace cuánto tiempo tocas?
—¿Desde mis siete u ocho años?... Después de cierto tiempo perdí la cuenta —se rio, volviendo a guardar el instrumento—. ¿Y tú? ¿cuándo empezaste con tus clases de ballet? —mencionó su observación de la madrugada previa, cruzando los brazos, volteándose para mirarla.
—Con nueve años. También aprendí a coser y a tocar piano, pero no fui una excelente alumna en ninguno de los dos —dijo, arreglándose su pelo, y asegurando un mechón rebelde detrás de su oreja—. Mi madre, en verdad, fue la que me obligó a tomar clases de ballet. Según ella, quería que yo tuviera una "mejor postura y delicadeza". Creo que no contaba que me terminara gustando tanto. Después de que cumplí los doce pasó casi todo su tiempo queriendo arrancarme de ahí, pero mi padre no la dejó... hasta que falleció, eso es. Desde entonces no he vuelto a bailar. Al menos no en un ambiente serio, respetable.
—Pero hoy eso puede cambiar —Jean respondió, intentando subirle el ánimo.
—Sí... puede —los rincones de su boca se curvaron hacia arriba, un poco tímidos—. ¿Y qué hay de tu plan? ¿Qué tienes planeado hacer?
—¡Ah, claro! —exclamó, antes de apuntar a la silla de la escribanía, pidiéndole que tomara asiento—. He estado pensando en cómo llevarlo a cabo por días... cómo perfeccionar la idea que ya tenía, la que te expliqué ayer, para que todo funcione bien —agarró un taburete cercano y se sentó a su lado, recogiendo su bolso café de cuero del suelo, revolviendo sus pertenencias en busca de algo—. Y creo que he llegado a la mejor estrategia para desenmascarar a mi hermano —dijo, alzando la vista por un instante—. Pero necesito saber si estás cómoda con la propuesta primero.
—Explícame lo que tienes en mente y te lo haré saber.
—Bien... —respiró hondo—. Mañana por la noche, el ministro tendrá su despedida de soltero. Yo soy el padrino.
—¿Ellos te llamaron para ser el padrino de su boda después de ponerte los cuernos?
—Sí... imagínate mi alegría cuando escuché esa petición —contestó, irritado—. En fin... de vuelta al plan. Lo dejaré lo más ebrio posible; tal vez mezclaré unos tónicos para los nervios con su bebida, para que se ponga somnoliento; tú te aprovecharás de eso y tratarás de conquistarlo, lo que supongo, será una tarea fácil. Si te responde el coqueteo, convéncelo de arrendar una habitación en el motel que está al lado del cabaret. No tienes que acostarte con él, solo besarlo hasta que se duerma, lo que no será difícil de hacer, porque Claude cuando está muy ebrio lo único que realmente quiere hacer es dormir.
—¿Y luego qué?
—Luego, su novia encontrará una carta en la puerta de su casa, con la hora y ubicación del supuesto encuentro de ustedes dos: el Triomphe, a las diez de la noche.
—Pero no sé escribir.
—Yo me encargaré de esa parte, no te preocupes —insistió, regresando su atención al bolso que sostenía—. Elise entonces, sabiendo que su prometido está en aquel momento, en el mismísimo cabaret indicado por la carta, teniendo su despedida de soltero, irá allá a buscarlo, a exigir explicaciones; pensará que la despedida fue solo una excusa para encontrarse con su amante una última vez. Al llegar y no ver a Claude por ningún lado se pondrá frustrada, empezará a exigir respuestas, no solo de mí, sino de las otras personas que estén por ahí. Y claro, como todos vieron al ministro subir al segundo piso, se lo dirán y ella deducirá que fue engañada.
—¿Y qué pasa si ella lee la carta y decide no ir a buscarlo? ¿Qué pasa si decide quedarse en su casa esperando a que él regrese?
—El plan seguirá funcionando —dijo, retirando un documento del bolso—. Porque Claude, al despertarse en una cama ajena, sin tener memorias de qué pasó, se sentirá culpable... y dudo mucho que logre casarse sabiendo lo que hizo. Puede ser desleal, pero no a ese punto.
—¿Y de verdad crees que, si la engaña, le dirá la verdad?
—No, no soy tan ingenuo. Pero cancelará la boda y eso es suficiente —estiró su mano, entregándole el papel que sostenía.
—¿Y esto qué es?
—La paga que te prometí si es que me ayudas —sonrió, modesto—. Hoy cuando llegué tuve la suerte de toparme con el director del teatro, el señor Leclair, un amigo longevo de mi madre. Le dije que tenía una amiga mía, bailarina, que necesitaba un trabajo con urgencia. Él me hizo pasar a su despacho, conversamos... y me entregó tu contrato —señaló al papel que sostenía, lleno de sellos y firmas—. Tienes que ir a la audición en un rato más, pero solo por temas de protocolo, para que la gente no diga que no pasaste por las pruebas adecuadas...
—Espera, espera ... ¿qué? —balbuceó, apenas sosteniendo sus lágrimas—. ¿Estoy contratada? ¿así de rápido?
—Te prometí un empleo, ¿o no? —él respondió de buen humor, antes de levantarse y vestirse con su abrigo.
—O sea que... ¿me aceptaron? ¿Ahora s-soy parte del ballet del t-teatro nacional? — ella preguntó y Jean asintió, guardando sus partituras, arreglándose para subir a ensayar el repertorio de la noche—. ¿No tengo que volver al Triomphe nunca más?
—Solo para que me ayudes con el plan, fuera de eso... no. No tienes porqué volver.
La rubia soltó una risa adolorida, incrédula. Ayer no sabía siquiera si podría almorzar al día siguiente. Ahora tenía un empleo estable, suficiente dinero en su bolsillo para arrendar una habitación propia, por al menos un par de semanas, y el inicio de una amistad con un violinista loco de remate.
—¿Cómo te lo puedo agradecer?
Jean tomó sus cosas y señalando que salieran al pasillo, le contestó:
—Ayúdame a desenmascarar al ministro. Es lo único que te pido.
En ese mismo instante, escuchó pasos a sus espaldas. Y de un segundo a otro, antes que pudiera reaccionar, fue raptado al oscurecido mundo de los sueños.
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"Salut": "Hola" en francés.
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