Acto 4: Capítulo 6
—Se va a casar con ella... —Jean anunció, volteando un vaso corto de whiskey en su boca, reemplazando el sabor amargo de su decepción con el ardor impiadoso del alcohol—. Como si no bastara engañarme dos veces, primero diciéndome que soy su hermano cuando en verdad soy un bastardo, y después teniendo un caso con la mujer a la que amo tras mi espalda... ahora se va a casar con ella...
Xavier, que se encontraba sentado a su lado escuchando su desahogo a más o menos media hora, levantó la mano para contraatacar.
—Técnicamente, en el primer punto, él no te engañó, solo omitió información.
—Es lo mismo.
—No, no lo es —el violinista lo encaró, irritado—. Además, ella te avisó sobre el coqueteo de Claude. Te pidió que le pusieras un fin a sus embestidas y tú no le hiciste caso.
—¡No creí que fuera necesario!... ¡Yo confiaba en ella! —se sirvió más whiskey—. Y fui un idiota por hacerlo.
—Tal vez... pero eso ya pasó. Ella ya te engañó, tu hermano ya la besó, ya es agua bajo el puente. Lo mejor que puedes hacer es olvidarte de todo y seguir con tu vida —el pianista estiró su mano hacia adelante, quitándole la botella a su amigo antes de que se pudiera emborrachar más.
—Excepto que literalmente no puedo, porque ahora tengo que ir a su boda —reclamó con un exhalo airado, observando sus alrededores. El restaurante Colonial no parecía haber cambiado mucho desde su partida. Sus mesas seguían abarrotadas de gente rica, poderosa, elegante, que con ridícula frecuencia ordenaban los platos y espumantes más caros de la carta, no para saciar su hambre y deleitar su paladar, sino para impresionar a sus amigos, igual de rumbosos y soberbios, con el peso de sus billeteras—. ¿Qué ocurrió con la banda? —preguntó de pronto, devolviendo su atención a su acompañante.
—Estamos buscando un violinista.
—¡¿Aún?!
Xavier se encogió de hombros.
—La señorita Elise es bastante exigente.
—No lo fue conmigo.
—Porque tenías... tienes, un talento extraordinario —el pianista afirmó, viendo el mesero al fin llegar con su almuerzo—, y porque, en el fondo, te quería.
—Me abandonó por mi hermano.
—Que esté con otro hombre no significa que no te quiera —insistió, antes de agradecerle al hombre por su lasaña y empezar a devorarla—. Tal vez no te quiera como novio, pero sí te quiere como amigo. Eso puedo afirmar sin ninguna duda.
—Si nuestra amistad le valiera algo, no me hubiera ilusionado como lo hizo.
—Cometió un error...
—Me apuñaló por la espalda, quieres decir.
—¡Ella es humana! —Jean le tiró una mirada asesina—. Hey, no te enojes conmigo; no te he hecho nada. Solo intento ayudarte a pensar con más claridad.
—Imposible no hacerlo si la sigues defendiendo.
—No la estoy defendiendo, estoy tratando de hacerte ver las cosas por su punto de vista.
—¡Es lo mismo!
—No, no lo es —el pianista lo cortó, bajando sus cubiertos—. Mira... puedes pasar el resto de tu vida siendo la persona a la que Elise menos quiere ver, o puedes hacer un pequeño esfuerzo para entenderla, para ponerte en su lugar y ser su amigo para siempre. ¿Qué prefieres?
—Nunca más verla.
—Me gusta tu hostilidad, pero te falta confianza. Sé sincero.
Jean respiró hondo para no faltarle el respeto.
—No lo sé.
—Pues es hora de que te pongas a pensar. Porque Elise necesitará tu apoyo, ahora más que nunca.
—¿A qué te refieres con eso?
El hombre no le contestó de inmediato. Solo desvió la mirada y tragó en seco, reflexionando el peso de sus próximas palabras, preguntándose si siquiera las podría decir. El violinista no pasó por alto su hesitación, pero decidió no cuestionarla.
—La conozco a cuatro años. Sé que ese caso que tiene con tu hermano no durará... y sé que estará devastada cuando ambos se separaren —le hizo una seña a Jean para que se acercara—. No quiero ofenderla, ni juzgarla por su comportamiento, pero no estaría mintiendo si te digo que ya ha tenido a varios pretendientes antes de conocerte a tí y a Claude. Es muy discreta con sus amoríos, siempre lo ha sido, pero ha tenido a varios... Ella se enamora muy rápido, siente todas sus emociones con mucha fuerza y después de algunas semanas, pierde todo su interés. Ya le han pedido matrimonio tres veces y como puedes deducir, nunca continuó con el compromiso.
—Nunca me contó eso.
—Ya lo dije, tiende a ser muy discreta. Y tu hermano parece tener una personalidad muy similar.
—Es un poco más impertinente que ella, pero sí... tampoco se contenta con la misma persona por mucho tiempo. En eso tienes razón.
—Entonces, haz lo mismo que yo y observa la situación con neutralidad. ¿Sabes lo que verás? A dos personas inestables, que no saben lo que quieren, creyendo estar enamoradas de la otra. Cuando se casen, si se casan en lo absoluto... su unión será un desastre. Si él no la engaña, ella lo hará, y vice-versa.
—¿Y entonces qué hago? ¿Me quedo de brazos cruzados a su lado viendo todo irse al infierno?
Xavier tomó un sorbo de su vino y le alzó la copa.
—Precisamente.
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La puerta de entrada de la residencia Carrezio se abrió de golpe. Claude, quien había estado esperando a su novia afuera a unos considerables minutos, dejó de apreciar la belleza del jardín que lo rodeaba, levantando su mentón, volteándose hacia la casa.
—Buenas noches, monsieur Chassier —sonrió Elise desde el pórtico—. ¿Le gustaron las rosas?
—Se ven tan magníficas como su dueña —caminó hacia ella, tomando su mano y llevándola a sus labios—. ¿Lista para nuestra cita?
—Bastante... pero, ¿estás seguro de que no estás muy cansado para esto? Trabajaste todo el día...
—Estoy bien —la tranquilizó, amable—. No lo negaré, las cosas han estado complicadas allá en Las Oficinas... pero quiero pasar tiempo contigo. Así que, aunque esté exhausto, haré el esfuerzo necesario para que tengamos al menos un par de horas sólo para nosotros —acarició su mejilla, ojeando su cuerpo de pies a cabeza, embelesado por su belleza. En aquella ocasión, ella llevaba puesto un vestido de tafetán rojo-granate con detalles en negro, sin mangas, acompañado por un collar de perlas. Su cabello estaba trenzado en un intrincado rodete, adornado por un sombrero de muñeca de fieltro. El atuendo completo probablemente costaba más que la casa de un Carcoseño común. De veras quería impresionar al secretario. Y él, reconociendo este hecho, se vio invitado a comentar: —Te ves maravillosa.
—Gracias. También te ves maravilloso.
Claude se rio por el halago inesperado, se apartó y giró sobre sus talones, enseñándole su propio atuendo con presunción. Vestido su carísimo frac, un reluciente sombrero de copa, guantes de seda blancos y zapatos de cuero italiano, no solo se veía poderoso, se sentía poderoso. Pero, al contrario de Elise, él no se había vestido bien apenas para encantar a su acompañante. Quería marcar presencia adónde fuera. Quería que los habitantes más renombrados de Carcosa lo ojearan con envidia y le dieran su atención apenas por existir. Necesitaba imponerse para ganarse su respeto. Su carrera política dependía, en parte, de ello.
—Pensé que me habías dicho que me veía cansado.
—¡No dije eso!
—Lo dejaste insinuado.
—¡No te atrevas a torcer mis palabras!
—No lo hago. Pero, si te relaja saber, tomaré un descanso mañana. Un colega se encargará de los papeles por mí —la tomó del brazo y ambos comenzaron a caminar hacia su carruaje—. Creo que tú ya lo conoces; su nombre es Marcus Pettra...
—¡Ah, sí! El Señor Pettra. Lo conozco por mi padre. Es uno de sus muchos enemigos. Sinceramente no entiendo el porqué, el señor Pettra siempre ha sido cortés y amable conmigo.
—Sí... Marcus es un tipo con clase. Cuando lo quiere —al llegar al landó, Claude la ayudó a subir a la caja, le dio un par de órdenes a su cochero y en seguida entró, sentándose al frente de su prometida. Las ruedas empezaron a girar así que cerró la puerta. Buscar un tema de conversación para rellenar el silencio del viaje no fue difícil, priorizarlos según su importancia, sí—. ¿Cómo está mi hermano? —se decidió por empezar con el que más dolor le traía, sacándose el sombrero y dejándolo arriba de sus piernas.
—Está... bien, en términos generales. Su trabajo en el teatro le agrada, ha entablado a más amistades allá, sale más de su casa... Pero todavía no acepta lo que ocurrió. Creo que ninguno de nosotros lo acepta, en verdad —respondió la muchacha, observando las luces de la ciudad a través de la ventana.
—Pues... me alegra que esté bien —fue lo único que Claude logró responder, tan molesto por la situación cómo ella. Siguieron mirando el paisaje por la ventana, ignorando el peso de su culpa colectiva. Pese al calor abrasador del día, las noches de Carcosa habían empezado a enfriarse con el paso de las semanas. En las calles, un viento helado sacudía las hojas de los árboles, corría libre por los callejones y galerías. Acompañándolo, la niebla típica de la capital, presente en todas las estaciones del año, pero engrosada por el acercamiento del invierno. Aun estando dentro del carruaje, ambos ya podían sentir el descenso de la temperatura. Los vidrios, de hecho, se estaban empañando—. Elise... —en un determinado momento, el secretario aclaró la garganta y cambió el asunto. Ella despegó sus ojos del horizonte y los llevó a él—. Tengo algo que contarte. Sobre tu padre.
—No me digas que fue a interrumpirte en el trabajo...
—No... no lo hizo. Y no creo que alcance a hacerlo por ahora —sacó de su bolsillo un papel doblado, voluminoso—. Logré escabullirme de Las Oficinas con esto, para que lo pudieras leer en persona. Lo devolveré mañana —se lo ofreció.
La empresaria, sorprendida por su gesto, agarró el documento entre sus dedos y lo abrió, analizándolo con toda su atención. Era una especie de ficha de datos de un oficial de la policía. Específicamente, de su progenitor.
—¿Lo trasladaron al sur?
El secretario asintió.
—Es el nuevo director de la prisión de Isla Negra. Por lo que pude averiguar, no es algo fijo, sólo está rellenando el cargo hasta que un mejor candidato aparezca y lo reemplace. Después de que eso ocurra, regresará a Carcosa.
—¿Por cuánto tiempo? —ella subió la vista.
—No podría decirte. El proceso de selección para ser director de esa prisión es... riguroso —pausó, con una expresión apenada—. Los prisioneros cumplen penas gravísimas, muchos tienen cadena perpetua... no es fácil mantener el orden. Uno tiene que ser algo tiránico, para que todo funcione de la manera correcta.
—Entonces mi padre es perfecto para el puesto —le devolvió el papel—. En mi opinión, sería mejor si lo dejaran por allá.
—Si tres meses pasan y no se encuentra un reemplazo, eso es lo que ocurrirá —él explicó, guardando el documento en su bolsillo—. Y Elise...
—¿Sí?
—Ahora que estamos hablando sobre Aurelio, yo... debo confesar que estuve pensando sobre algo... —le tomó la mano, murmurando cada palabra con cautela—. Sé que tú y tu padre no tienen una relación muy cercana...
—Estás siendo demasiado modesto.
—Pero, ¿piensas que sería una mala idea si le escribiera una carta pidiéndole su bendición y su presencia en nuestra boda?
La dueña del Colonial lo miró con una expresión indignada.
—¡Claro que lo sería! ¿Estás loco?... ¡Claude, ese hombre no ha hecho nada de positivo por mí desde que me engendró! —el secretario suspiró—. Entiendo que sea una costumbre, pedir el permiso de los padres antes de casarse... pero en este caso, no vale la pena.
—Sí... supongo que tienes razón.
—Además, si te soy sincera, encuentro hacerlo bastante estúpido.
Él se soltó una risa áspera.
—¿Por qué?
—Nadie es propiedad de sus padres. A partir del momento en que das tu primer respiro en este mundo, eres tú contra él, estás solo... así que, ¿para qué pedirle a alguien más el permiso para hacer cualquier cosa? La vida es tuya, nadie la vivirá por ti... Además, en ciertos casos, como el mío, no vale la pena pedir el permiso de alguien que nunca estará dispuesto a darlo.
El político la escuchó con toda su atención y llegó a la conclusión de que su razonamiento era justo. Pero, a la vez, no quería incumplir con las tradiciones y reglas que su familia le había enseñado. No encontraba honorable de su parte casarse con la hija de un hombre sin darle cualquier aviso, o ofrecerle la mínima cortesía.
—Puedo intentar convencerlo...
—¡No! —Elise lo interrumpió, con un desespero latente—. ¡No conoces el nivel de locura que posee, no sabes de lo que es capaz! ¡Ya me ha arruinado tres compromisos, Claude! ¡Tres! —reveló, antes de detener su discurso, respirar hondo, e intentar recobrar su compostura—. No quiero que arruine esto también.
—¿A qué te refieres?
—Tú y tu hermano no han sido los primeros pretendientes que he tenido —confesó, cabizbaja—. No te voy a mentir al respecto. Tú me has contado sobre todos tus amoríos y errores, siento que debo hacer lo mismo. Así que he aquí la verdad. He amado a más hombres, antes de conocerlos a ustedes. Espero que eso no sea un problema.
—Claro que no lo es —él la tranquilizó—. Pero me causa curiosidad saber... ¿qué ocurrió con ellos?
—Mi padre. Eso es lo que ocurrió. A los dos primeros los convenció de que mi restaurante sería un impedimento en nuestra vida conyugal... al tercero, que se negó a caer en sus mentiras y en su habladuría barata, lo apaleó y lo amenazó de muerte. Todos me dejaron por su culpa. Y cada nueva separación me dolió más que la última.
—Dios... ese hombre es repugnante. Lo lamento. De veras lo hago —el secretario la tomó de la mano—. Aunque confieso que sigo sin entender... ¿por qué hacer todo esto? ¿Por qué intimidar a tus pretendientes de tal manera? ¿Por qué hacerte sufrir de tal manera?
—Porque siempre ha querido ser el dueño del Colonial —ella dio de hombros—. Siempre ha querido tener el dinero que yo he ganado de él. Y ha intentado, de todas las maneras posibles, quitarme de su camino... Claude, quiero que lo tengas claro, él no me ve como a una hija. Me ve como un obstáculo para su ambición... ha inventado tantos planes y artimañas para robarme todo lo que tengo, que podría pasarme horas explicándote todo... Pero prefiero resumirlo con palabras cortas; Aurelio es el ser más vil, rencoroso y vengativo que conozco. No es de fiar. Y no quiero que se te le aproximes.
—Marcus me dijo algo muy similar hoy por la mañana —el secretario concordó, sintiendo el carruaje empezar a detenerse—. Tengo más cosas que contarte, pero continuamos adentro... —la puerta a su lado se abrió antes de que terminara de hablar.
—Llegamos, señor —informó su cochero, Pierre—. ¿Necesita ayuda para bajar, señorita?
Elise, sorprendida por la prisa del hombre, apenas pestañeó de vuelta, antes de asentir con timidez. Tomó su mano y descendió a la calle, seguida del apuesto político, quien —con un movimiento de su cabeza— se despidió de su empleado. Según lo acordado unas pocas horas atrás, Pierre regresaría a buscarlos alrededor de las diez. Hasta entonces, tenían todo el tiempo del mundo para divertirse.
—¿Entramos juntos? —Claude le ofreció su brazo a la mujer.
Ella no le dijo nada, apenas lo tomó con una sonrisa contenta y se dejó ser escoltada a los interiores de su restaurante.
Cerca de una hora y media más tarde, su alegría se esfumó. Al haber escuchado todo el relato de su prometido acerca de la historia en común de sus familias, lo único que le restó fue pasmo.
—A ver si lo entendí bien... —Elise bajó su tenedor, mientras su novio terminaba de comer su filete. —¿Mi padre y tu padre eran amigos?
—Al menos eso me dijo Marcus.
—Pero el tuyo ganó unas cuantas medallas y dinero después de la guerra, se volvió relativamente conocido y eso a Aurelio no le agradó.
—Correcto —Claude asintió, bebiendo un poco de vino—. Y para vengarse escribió una carta haciéndose pasar por una de las amantes del viejo teniente coronel...
—Y arruinó su matrimonio con la madame Anne —ella respiró hondo, asombrada por las novedades. Sabía que su padre era un desgraciado y que detestaba a Peter Chassier con vehemencia, pero nunca cuestionó cuán lejos ese odio podría llegar—. ¿Y aun sabiendo todo esto, quieres pedirle su bendición para que nos casemos?
—Sí —él respondió con sinceridad—. No quiero que se enoje porque no lo hice. Puede ser un hombre de carácter cuestionable...
—Cruel.
—Pero sigue siendo tu padre. Tiene el derecho de saber que te estás casando, aún que no esté de acuerdo con ello.
—No, querido, no tiene ese derecho. Lo perdió después de organizar tantas artimañas para arruinar mi vida y la vida de las personas que conozco —ella advirtió, mientras el secretario le hacía una seña al mesero, exigiendo la cuenta—. Claude, te lo imploro... —tomó su mano, besando sus dedos—. Por favor, no le cuentas nada. No lo quiero ni en mi boda, ni en mi vida.
—Está bien... no lo haré —fingió resignación para evitar una pelea, pero su promesa en sí fue vacía. Estaba seguro de sus convicciones y de sus futuras decisiones. Aurelio merecía saber la verdad.
Si Elise percibió la existencia de una mentira, no se lo hizo saber. Solo miró alrededor, examinando su restaurante, dejando que la conversación muriera en el silencio.
A aquellas horas, el movimiento en el establecimiento ya había empezado a decaer. Los camareros ya no caminaban con la misma velocidad y estrés, el bullicio de las conversaciones ajenas había disminuido a lejanos murmullos y la banda comenzaba a tocar las últimas piezas de su repertorio —en su opinión monótono, desde la partida de su violinista favorito—. Como si estuviera invocando su presencia, al mirar al escenario, lo vio sentado en una de las mesas cercanas, con una postura alicaída, perezosa.
—Claude... —señaló con su cabeza en la dirección del muchacho, haciendo que su novio se volteara también a mirar, confundido—. Cerca del escenario.
—Es... —su voz se cortó.
Al ver a su hermano, todos los pensamientos que corrían por su cabeza desaparecieron. En cambio, su lugar fue retomado por una culpa retumbante y una preocupación descomedida. Percibir su apariencia desaliñada, ojos entristecidos, y la montaña de vasos vacíos que lo rodeaba, no hicieron más que empeorar su malestar y aumentar la presión que exprimía, sin lástima alguna, su pecho.
—Anda a hablar con él —Elise sugirió, mientras el secretario se enderezaba en su silla, volteándose para encararla—. Se nota que quieres hacerlo. Y creo que ahora sería un buen momento.
—Me ignorará.
—No lo hará —ella se estiró hacia adelante, mirándolo a los ojos—. Y si lo hace, al menos lo intentaste.
Claude respiró hondo, corrió una mano por su rostro, consideró sus opciones. Podría ignorar su presencia, postergar la confrontación para otro día, y dejarlo hundido en su desdicha, solitario y embriagado. O podría tomar coraje y hacer lo correcto, disculparse por la traición inesperada de su confianza, sin esperar nada en retorno.
Se levantó, exhalando con fuerza. Se aplanó el atuendo, enderezó el corbatín, y arregló el cabello, energizado por la súbita ansiedad que se apoderó de su cuerpo. Intercambió miradas con la empresaria, quien lo apoyó con una sonrisa dulce, pese a estar tan nerviosa como él. Con máxima cautela caminó hacia Jean. Sus pasos indecisos, cortos y lentos, imitaban los de un domador enfrentándose a un tigre enjaulado.
—¿Por qué tan solo a estas horas de la noche? —decidió anunciar su presencia con una pregunta neutra, antes de aparecer en su campo de visión, manteniéndose a una distancia prudente de la mesa.
—¿Qué quieres? —el violinista inquirió, llevando un vaso de lo creía ser Gin a sus labios, tan intoxicado que el sabor ya le era indiferente.
—Pedirte disculpas, para empezar.
—¡Ha!... ¡Pedir disculpas!... Eso es lo único que todos saben hacer últimamente —se burló, apoyándose como un holgazán en el respaldo de la silla—. Pues bien, estás perdonado —apuntó hacia Elise—. Ahora anda a disfrutar la cita con tu queridísima novia... oh, perdón, prometida.
Claude tragó en seco, miró abajo y reunió sus fuerzas para seguir confrontándolo.
—No es así de fácil Jean —con lo que le restaba de su coraje, se acercó a la mesa y se sentó en la silla vacía a su lado—. No deberías haber descubierto mis intenciones, mis sentimientos, de la forma en que lo hiciste...
—¿Y cómo diablos planeabas decírmelo?... Acaso harías un picnic en el parque y me dirías: ¡Hey...Sabes qué! ¡ME ESTOY COGIENDO A TU NOVIA!
—¡JEAN! —lo hizo callar, mirando alrededor con una expresión espantada, mentalmente implorando el perdón de los demás clientes, tan escandalizados como él. Solo cuando todos los ojos curiosos se habían apartado, continuó hablando: —No estábamos haciendo nada de lo que insinúas, primero que todo. Segundo, pese a que no voy a negar que la amo, porque lo hago, no quería que descubrieras eso a través de una traición... —afirmó, intentando mantener su exasperación bajo control—. Si quieres echarle la culpa a alguien, aquí estoy. Yo fui el que la besó de sorpresa, yo fui él que no supo controlarse... no lo quería hacer, pero no estaba pensando bien, había bebido mucho...
—Cómo siempre —respondió el violinista con sarcasmo, tragándose otro sorbo de Gin.
—Te estoy siendo honesto. No quería engañarte, mucho menos romper tu confianza. Pero me enamoré y aunque traté de evitar mis sentimientos, no pude lograr...
—¡¿Cómo diablos te enamoras de alguien en una semana?! ¡¿Cómo le propones matrimonio a una mujer que conoces a menos de un mes?!
—¡No lo sé! ¡No tengo la menor idea! —exclamó, perdiendo la paciencia—. ¡Solo sé que me enamoré! ¡No sé cómo explicarlo tampoco, porque nunca había sentido algo así antes!... ¡Todas las veces que la miro es como si nunca hubiera visto a nada más hermoso en mi vida! ¡Siento una alegría tan profunda, un cariño tan enorme, que siento que mi pecho estallará! ¡No la deseo, como a muchas otras ya he deseado! ¡La anhelo! ¡A todo momento, todo segundo! ¡Y me tortura! ¡Porque sé que no me debería sentir así! ¡Porque sé que lo que siento no debe equivaler ni a un cuarto del amor que sientes tú por ella!... —se detuvo, corto de aliento—. Yo no soy un hombre que sabe lidiar con sus emociones, Jean. Tú lo sabes. Yo consumo, y consumo, y consumo, sin importarme por los corazones que rompo, por la moralidad que destruyo... —sacudió la cabeza, moviendo su mandíbula de lado a lado mientras pensaba en todos los pecados que ya había cometido—. Soy un esclavo de lo mundano y de lo obsceno, y pensé que lo sería para siempre, pero me equivoqué... porque juro, sobre mis rodillas si deseas, que nunca me ha importado tanto el bienestar y la plenitud de una mujer como lo hago con Elise.
El artista se mantuvo en silencio por un minuto tenso, terminó de beber lo que restaba de su Gin, y asintió con la cabeza, sin suavizar su expresión por un segundo siquiera.
—¿Quieres que te perdone? —indagó, bajando el vaso.
Claude analizó su actitud rigurosa con recelo, pero negándose a ceder ante su miedo.
—Sí... más que nada.
Su hermano entonces se inclinó hacia adelante, encarándolo con una mirada severa, pesarosa.
—Entonces cuídala por mí —fue su sorprendente petición lo que terminó de destruir los ánimos del secretario, cuyo cargo de conciencia pesaba tanto cuanto su arrepentimiento.
—Lo haré —prometió, levantándose de la silla, luchando contra las lágrimas que se esforzaban por caer sobre su rostro.
—Eso es todo. Ahora déjame en paz.
—Pero...
—Déjame.
Los dos intercambiaron miradas. Claude supo, por la rabia que electrizaba aquellos ojos verdes, que era tiempo de retirarse.
—Claro —balbuceó—. Buenas noches.
Jean no le contestó. Solo gesticuló con torpeza al mesero para que se acercara a su mesa, se llevara sus vasos vacíos y los rellenara con el licor más fuerte y barato que tuvieran. Claude pensó en intervenir, y decirle que se fuera a su casa a descansar, pero sentía que sería algo demasiado impertinente de su parte, tomando en cuenta la gravedad de la conversación que acababan de tener. Con un sabor amargo en la boca y un ardor incomodo en la cima del estómago, se devolvió a su propia mesa, sin saber cómo sentirse al respecto de lo que acababa de oír.
—¿Y qué pasó? —preguntó su novia, al momento en que dejó su peso muerto caer sobre su silla.
—No lo sé... —bufó—. Pero necesito un vaso de Whiskey ahora.
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