Acto 4: Capítulo 4

Carcosa, 21 de marzo de 1888

Como era de esperarse, el secretario se despertó con una jaqueca miserable.

Según las fragmentadas memorias que tenía de la noche anterior, había conversado con los otros clientes del Triomphe por horas, rodeado de copas vacías de vino, ron, champaña, Chartreuse, whiskey; de columnas de humo de curiosos olores, fumadores de opio, consumidores de tabaco, y una sorprendente cantidad de cortesanas y bailarinas de cancán.

Cuando se aburrió de hablar, se levantó y se fue a la parte trasera del cabaret, donde ocupó su tiempo con incontables partidas de póker y de billar. Mientras se esforzaba por mejorar su puntería -apenas capaz de sujetar bien su taco-, escuchó una conmoción a sus espaldas. No supo decir cómo, cuándo, o qué había pasado con exactitud. Sólo vio una botella volar hacia la pared, oyó gritos furiosos a su alrededor y observó, pasmado, como un hombre era lanzado sobre la mesa a su frente, rebotando sobre su verde superficie y cayendo al suelo junto con las bolas. Asustado por la conmoción, se agachó y escapó a hurtadillas de la pelea masiva que se desató entre las paredes del Triomphe, deambulando por la calle hasta llegar al motel vecino. Mientras huía, ayudó a una prostituta a escapar de la reyerta —quien le gustó tanto, que aparentemente acabó contrató sus servicios—. Al abrir sus ojos y mirar a su lado, la encontró acostada en la cama, abrazando una almohada en un sueño profundo.

La mujer era una rubia escuálida, hermosa sin duda, pero maltratada por los gajes de su oficio. No lograba recordar con certeza qué había o no transcurrido entre los dos, pero a juzgar por la comodidad con la que dormía junto a él, la cercanía de sus cuerpos y las ropas descartadas de manera arbitraria por la habitación, suponía que nada de muy agresivo o no requerido. Se habían tomado su tiempo disfrutando cada beso, manoseada e interacción, y eso lo tranquilizó, porque, aunque fuera un amante de lo obsceno, lo indecente y lo impúdico, no quería jamás abusar de sus acompañantes, por más excitado e impulsivo que se pusiera. Ya tenía a suficientes degenerados en su familia, no quería aportar a la lista.

Exhalando con alivio, sumamente extenuado por todas las aventuras de la madrugada, Claude se levantó de la cama, sintiéndose desorientado y mareado. Recogió sus prendas con dificultad y se vistió en silencio, sin emitir una sola queja.

Dejó una generosa suma de dinero en la mesa de noche, suficiente para pagarle una semana entera de comida a la dama. Dios sabía que lo apreciaría. Con una última ojeada culpable a la delicada silueta de la mujer, salió de la habitación, del hotel, y cruzó la calle, donde alquiló un carruaje para que lo llevara de vuelta a casa.

Una vez sentado en la caja del landó, apoyó ambos codos sobre sus rodillas, hundiendo su cabeza entre sus manos. Pese a que se había divertido demasiado en las últimas horas, disfrutando cada peripecia embriagada con juvenil entusiasmo, ahora que la sobriedad lo había atrapado, se sentía triste, decepcionado consigo mismo... Como si se hubiera traicionado, de alguna forma. Aquella sensación era algo nuevo para él, pues nunca se arrepentía de sus hazañas; al contrario, las celebraba con orgullo, contento por cada experiencia conquistada. 

Era demasiado simple, decir que estaba confundido por el origen de aquel súbito disgusto. En verdad, estaba por completo pasmado. Pero cuando logró recordar el origen del dicho, cuando topó con la raíz de su vergüenza, cualquier curiosidad que tenía fue pisoteada por las sucias botas de su asco. Las memorias de la noche anterior se empezaron a conectar y de pronto, se veía abrumado por ellas.

Había intentado, durante toda la jornada, olvidar a la dueña del Colonial. Intentado esconder las memorias agradables que compartían con escenas nuevas, frescas, donde su nombre no fuera citado, donde su presencia no fuera esencial. Pero entre pestañeos intoxicados, cuando miraba al cuerpo y rostro de su acompañante, veía lo deseaba, pero nunca podría poseer. Se imaginaba en la oscuridad de su mente, con abundantes detalles, la sensual silueta de Elise, deslumbrando sus sentidos bajo las caricias expertas de sus dedos. Se imaginaba su voz, dulce y decidida, implorando más proximidad, más fuerza, más intensidad. Y se derretía por completo ante la distante reminiscencia de su fragante olor, al que anhelaba sentir cerca más que nada.

¿Quién es Elise? preguntó la desconocida bajo su pecho con una entonación curiosa, dejando que él la callara con unos besos desesperados en su cuello.

Nadie.

Aquella ocurrencia, así como la desazón que sentía en su ser, también era una novedad. Nunca había proyectado sus deseos por otra persona así, con tanta realidad, no a punto de enmascarar las características físicas de su presente amante por completo. Si no hubiera visto a la rubia a su lado por la mañana, hubiera jurado de rodillas que se había acostado con la novia de su hermano. Y ese factor, sobre todo los demás, era el que lo hacía sentir más miserable. Si hubiera pensado e imaginado cualquier otra persona lo hubiera aceptado sin problemas, pero aquella mujer en especial era territorio prohibido y él debía tenerlo claro. Sentía que había violado la privacidad de la dama al haber caído tan bajo; sentía que la había herido, pese a nunca haberla tocado de verdad.

Pero, el lado positivo —si es que siquiera podía llamarlo así—,  era que aquella vil experiencia le dejó algo muy en claro sobre la real naturaleza de sus sentimientos por la empresaria. 

No era un mero capricho, porque ninguno de sus deseos pasajeros había incitado un comportamiento tan irrespetuoso de su parte. No le gustaba, tampoco, porque la intensidad con que la anhelaba no era sutil, suave. Era fuerte, provocativa, atrayente. Podría ser un error afirmarlo, pero no sería una mentira si lo dijera; la quería. Y sabía que no tenía cómo seguir negándolo. 

Claro, que definitivamente no podía querer a la misma persona que su hermano. No podía traicionarlo de aquella forma; iría en contra de su moral y de sus principios, sin decir que le rompería el corazón al pobre. Pero no podía seguir entreteniendo la falacia de su neutralidad frente a Elise. No sería justo. 

Se encontraba entonces en un dilema, con tan sólo un camino que recorrer. El de la imperante verdad.

—¡Cambio de planes! —le gritó al cochero desde la ventana, hundido en su culpa, ahogándose en ansiedad y adrenalina—. ¡Lléveme al restaurante Colonial! —cerca de ocho minutos luego de dar la orden, Claude entró al establecimiento con pasos rápidos y determinados—. ¿Dónde está Elise? —le preguntó a Demian y Xavier, quienes estaban sentados conversando, a lado del escenario.

—A estas horas debe estar en la cocina —afirmó el violinista principal de la banda, que aún llevaba la mano herida en un cabestrillo.

—Si no la encuentra ahí, tal vez esté en la sala de ensayos; le encanta revisar nuestro trabajo antes de que nos presentemos —Xavier añadió, cruzando sus brazos.

—Gracias —sin más ni menos, el secretario salió disparado hacia las puertas, ignorando a todos los funcionarios que le trataban de prohibir el paso. En la cocina no encontró a nadie. En la habitación conjunta, su suerte fue otra. Al abrir la puerta, vio a Elise sentada bajo la ventana, observando unos papeles rayados de tinta con admirable atención. No perdió su tiempo y le  tiró la verdad al viento con el pulso acelerado, sudando ríos: —Te quiero, desde el primer momento en que te vi te he querido y ya no puedo más ocultarte lo que siento. 

Sorprendida por la inesperada declaración, la dama se volteó hacia su dirección con una mirada conmocionada, tierna y a la vez, confundida.

—Claude...

—Lo siento... por completo lamento lo que voy a hacer ahora, y tienes todo el derecho a echarme de aquí después, pero necesito saber... —se aproximó, agitado—. Necesito saber si sientes lo mismo...

No esperó a que la mujer reaccionara, o le diera cualquier respuesta verbal. Estrelló sus labios en los de ella, con una desesperación infortunada y un magnetismo natural, pese a estar más que listo para apartarse, o ser apartado. Pero, para ambos su alegría y su tormento, este último escenario nunca llegó a ocurrir. Elise dejó caer todas las partituras que sostenía al suelo, sin entregarles la más mínima importancia, levantándose de la silla con apuro. Llevó ambas manos a su rostro, manteniéndolo cerca hasta que ambos perdieran el aliento y se percataran, al retorno de su consciencia, del fatal error que habían cometido.

—Claude... —ella volvió a murmurar, de esta vez con una entonación arrepentida—. No podemos... tu hermano —se detuvo, enfatizando su punto, apoyando su tez contra la suya, encajando sus ojos en una mirada punzante—. No podemos... yo no puedo...

—Lo sé... —concordó, igual de perturbado—. No quiero herirlo... pdro no puedo vivir tratando de... bloquear lo que sea que es esto —la besó de nuevo. Ella respondió a su gesto, pero no con el mismo entusiasmo de antes—. No sería justo. Ni contigo, ni con él...

—No necesitas bloquearlo.

Ante la familiaridad de la voz, los dos giraron sus cabezas hacia la entrada de la habitación, con expresiones de horror y de angustia. Al ver que Jean estaba parado ahí, con su pesada maleta de cuero en la mano, rostro cubierto de rabia y vergüenza, el secretario y la empresaria se separaron con un salto, intentado minimizar el daño de sus acciones. Pero ya era muy tarde, lo habían arruinado todo.

—Nos podemos explicar... —ella dijo, pero fue interrumpida por el violinista:

—No. No necesitan fingir nada —él luego cerró los ojos, luchando por detener las lágrimas que caerían en breve por su cara—. Saben, si me lo hubieran dicho antes... Si tan solo no me hubieran mentido, hasta podría estar contento por ustedes dos —se rio, como un hombre que ya no tenía nada más a perder—. Pero claro, me tenían que mentir... como todos en mi vida lo hacen. ¡Me tenían que mentir!

—Jean... —Claude balbuceó, sin ser capaz de encontrar las palabras adecuadas para remediar la situación.

—No, no te preocupes por mí —bajó el mentón, apretando sus puños—. Los dejaré a que terminen su pequeño encuentro.

Giró sobre sus talones y huyó de la situación con pasos rápidos, atormentados, con postura curvada hacia adelante, aplastada por el peso de su agonía y de los cuernos que de su frente habían emergido.

—¡JEAN! —Elise se dispuso a seguirlo de inmediato. Pero su apuro de nada le sirvió, el músico había abandonado el lugar con una velocidad sin precedentes. Al arribar a la salida del restaurante, ella notó que el secretario la había acompañado, igual de agitado que sí misma. Imaginando la caótica pelea que se armaría si ambos fueran a confrontarlo se volteó hacia él, ordenando: —Quédate aquí.

—¡No puedo dejar que mi hermano se vaya sin ninguna explicación!

—¡Estás nervioso, no valdrá la pena! —insistió, apenas controlando sus propias emociones —. Déjame lidiar con él... Si vas tú, es probable que te diga cosas que jamás podrás olvidar. Y no quiero arruinar la relación entre ustedes más de lo que ya he arruinado.

—Elise...

—¡Hablo enserio!... por favor...

Claude se mantuvo en silencio, corrió la mano por su voluminoso cabello negro y con un exhalo preocupado, concordó:

—¡Bien!... hablaré con él después, ¡pero no lo dejes ir sin una explicación! ¡No puede irse sin una!

La empresaria afirmó con la cabeza, llevando su mano hacia su mejilla, tranquilizándolo con una caricia sutil.

—No lo haré.

A continuación, salió corriendo hacia la calle, donde procedió a buscar algún rastro o pista que la ayudara a encontrar el prófugo. Revisó cada tienda, callejón y esquina con ojos escrupulosos, inquietos, batallando contra una respiración jadeante y un creciente pánico interno, mientras galopaba como un caballo salvaje por la acera. Recorrió unas cuantas cuadras en una constante zozobra, ignorando cualquier interacción del mundo exterior hacia su persona, por completo concentrada en su misión de hallarlo. Sus esfuerzos, por suerte, no fueron en vano. Al otro lado del pavimento, sentado en la fría sombra de un edificio en construcción, mirando a los pocos ciudadanos que pasaban a su frente con una expresión devastada, yacía Jean-Luc.

Desde lejos, su soledad parecía ser amplificada por su pequeñez. Tenía las piernas estiradas hacia adelante como las de una muñeca de trapo olvidada, los brazos sujetando su maleta, y la cabeza apoyada contra la fachada de la construcción. Se había quitado los anteojos, no queriendo volver a ensuciarlos con sus gordas y pesadas lágrimas. Pero, pese a su visión borrosa, logró identificar la silueta de Elise caminando hacia sí en cuestión de segundos. Al hacerlo, su pálida cara se enrojeció y endureció por la rabia.

—¡¿Qué quieres ahora?! —preguntó con un tono hostil—. ¡¿Ya no basta lo que vi allá adentro?!

El artista no era un completo idiota. Notaba que la dueña del restaurante estaba igual o más perpleja que él; notaba que su mirada estaba cargada de culpa, de aflicción, de congoja, de molestia. Pero también notaba que el arrepentimiento en sus ojos no era pleno; se arrepentía de haberle mentido a Jean, no de su envolvimiento con Claude. Se sentía mal por haber sido atrapada en el acto, no por haberlo cometido. Y eso lo dejaba aún más furioso.

—Nunca quise que esto pasara... —ella comenzó, pero en seguida fue cortada.

—No parecía, los dos estaban tan felices juntos —él alegó, desviando su vista hacia la calle.

—Jean...

—Yo siempre creí en el amor, sabes. —el violinista dijo, apenas siendo capaz de controlar su indignación—. Cuando te encontré, de inmediato me sentí atraído hacia ti... No por tu físico, no por tu dinero, no por tu posición... por tu alma. Por tu intelecto. Por ti — confesó con una risa agónica, casi sarcástica—. Después de todo lo que ocurrió en Levon, después de todo lo que me pasó... creía que tenía una oportunidad contigo, una oportunidad de cambiar, de ser mejor. De vivir algo mejor —se puso sus lentes, tomó su maleta y se levantó—. Me hiciste creer que las cosas podrían ser diferentes, pero acabas de confirmar lo que todos los días he luchado por negar... Nunca lo serán. Y me equivoqué al confiar en ti, en atreverme a pensar que lo serían.

—Jean...

—¡DEJA DE DECIR MI NOMBRE! —rugió, descompasado, mirándola con ojos saltones—. ¡No cuando recién estabas murmurando el de mi hermano a su oído!

—¡ENTONCES DÉJAME HABLAR! —respondió Elise, perdiendo el control—. ¡Me gustabas y todavía me gustas! ¡Pero también me gusta Claude! ¡Traté de convencerme de lo contrario por todo este maldito tiempo, porque créeme, no quería enamorarme de tu hermano! ¡Pero no puedo luchar con lo que siento! ¡No puedo!...

—¡¿No puedes o no quieres?!

—¡¿Qué tipo de pregunta es esa?! 

—Olvídalo... —murmuró, sacudiendo la cabeza—. ¿Sabes qué? ¡Los dos se merecen! ¡Son mentirosos, infieles, indecisos e increíblemente irresponsables con los sentimientos de los demás!... ¡Sé feliz con él!

Se dio la vuelta para irse, pero su brazo fue agarrado por la arrepentida dueña del Colonial.

—Espera —ella lo hizo girar sobre sí mismo y encararla con nerónica vesania—. Lo siento. Debería haberte escrito algo, dicho algo sobre esto, pero no logré hacerlo. No logré ser objetiva, o sincera... pero, si soy honesta contigo, ni siquiera yo sé qué diablos me pasa... ¡No soy así de pasional, nunca en mi vida lo fui!... ¡No sé por qué caí por Claude! ¡No sé por qué lo besé de vuelta!

—Porque todas lo hacen —Jean dijo como si fuera una verdad incuestionable—. Todas caen por su belleza, por su poder... por su carisma —si alguna pizca de envidia existía en sus afirmaciones, Elise no la notó—. No te puedo culpar por eso, no cuando ya vi esta escena repetirse tantas veces... lo único que puedo hacer es decirte que tengas cuidado. No me fiaría de mi hermano. Él nunca fue, ni nunca será el compañero ideal de una mujer.

Cuando volvió a voltearse, ella no lo detuvo. Tampoco hubiera logrado hacerlo, si lo hubiera intentado. Él se marchó como una ráfaga de viento, volando por la calle como si sus pies estuvieran atados a las mismísimas sandalias de Hermes, superando la velocidad de las fechas de Artemisa, del rayo estridente de Zeus.

El llanto que acompañaba el retumbar de sus pasos podría ser silencioso, pero cada lágrima derramada sobre el suelo gritaba más alto que cualquier rugido feral que pudiera emitir.

Se sentía débil, indefenso, profundamente traicionado; atribulado por una cólera visceral, a que no tenía ganas, o modo, de controlar. Pero, sobre todo, se veía aprisionado por una desilusión tiránica, desarmado, con el corazón destrozado, y sin idea de cómo escapar.


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Carcosa, 20 de abril de 1888

Los días pasaron, unos más largos que otros.

Jean no había regresado al Colonial desde la contienda. Había, sin embargo, enviado una carta de renuncia a través de Xavier. El texto en sí era corto, profesional, extremadamente frío. En él, el joven excusaba su partida diciendo que había terminado su estancia en la Academia de música, y que había recibido una oferta de trabajo de parte del Teatro de Carcosa, a la que no podía rechazar.

Elise enseguida le escribió una respuesta alentadora, diciéndole que persiguiera sus sueños, que se sentía orgullosa de él y que se arrepentía por la manera en la que sus caminos se separaron. Él jamás le contestó.

Después de esa fallida interacción, no mucho había oído sobre el violinista. No conocía a ninguno de sus nuevos amigos; ya los que tenían en común, se negaban a abrir la boca. Su familia tampoco sabía qué le ocurría, o qué estaba haciendo de su vida. Sabía que, de todos sus parientes, era muy probable que Jean solo hablara con su madre, pero la Sra. Chassier era tan reservada como él; no soltaría ningún comentario sobre sus actividades, no sin su permiso.

En aquel quieto ínterin, Elise había notado que su ausencia y su silencio complementaban su propia culpa a la perfección. Porque, sin manera de callar a sus propias inseguridades y a sus propios temores con una voz amiga, su castigo era amplificado a proporciones colosales. Era justo, ella suponía, sentir aquella agonizante incertidumbre. Le había partido el corazón, a final de cuentas.

Pero, pese a que reconocía el merecimiento de la pena, no podía negar que estaba preocupada por su desaparición. Y, por más impertinente o egoísta que la declaración le pareciera al juicio ajeno, también sentía cierta curiosidad por sus presentes quehaceres. Extrañaba hablar con él sobre todo y nada a la vez, extrañaba intercambiar consejos, caminar por la calle a su lado, reír sin razón aparente. Extrañaba su amistad, y no lo negaría, una parte de sí también extrañaba el breve romance que tuvieron.

Sin otra alternativa para remediar su creciente inquietud sobre el paradero de Jean, decidió consultar a su mejor fuente de información en el momento, Gustavo —quien ganaba su sustento mensual como tramoyista del teatro—. Lo invitó a almorzar a su restaurante, intercambiando un banquete sin expensas por una corta ojeada a la vida privada del violinista.

—¿Y cómo está? —ella le preguntó sin preámbulos, ansiosa, apenas dejándolo disfrutar el primer bocado del pollo asado que había ordenado.

—Bien. Supongo —él respondió, aun masticando.

—¿Supones?

—Es difícil decir con certeza qué le pasa o qué está haciendo. Es un hombre muy callado. Pasa casi todo el día sentado en el foso, cerca del borde del escenario, escribiendo partituras, componiendo cosas. No habla con casi nadie. Cuando llega la noche, se sienta a tocar, pasa un tiempo haciendo lo suyo y se va —continuó, tomando un largo trago de vino—. En todos los meses que he trabajado ahí, nunca vi a alguien tan quieto como él... Es demasiado tímido.

—¿Pero han conversado?

—Sí. Hemos cruzado caminos un par de veces —asintió—. Pero como lo dije, es quieto. No le gusta añadir profundidad a la conversación, prefiere mantenerse en lo casua. Es muy reservado. Además, él es parte de la orquesta. Yo, solo un tramoyista. Hay cierto prejuicio entre nosotros. Nada personal, claro que no, pero...

—¿Social?

—Exacto —se encogió de hombros—. Él es parte de la élite artística, y yo, bueno... soy yo. Un pobre bailarín de Merchant sin una moneda en el bolsillo, sin la belleza necesaria para tener una posición en el ballet del teatro, sin talento para tocar algún instrumento de manera refinada o elegante, y sin dinero para observar el espectáculo desde los balcones —sonrió, resignado—. Y no es solo la distancia social, física también. Trabajamos en distintas áreas del teatro. No pasamos suficiente tiempo juntos como para que pueda darte más detalles.

—Sí... lo sé —suspiró, frustrada—. Pero, con respecto a los prejuicios... —endureció sus facciones, claramente inconforme por la injusticia arraigada al tema—. Conozco a Jean y sé que no negaría conversar con nadie, por más distinta que sus ocupaciones o clases sociales fueran. Así que si eso te preocupa... no debería.

—¿Estás segura?

—Segurísima —sonrió, melancólica—. Su carácter y empatía son impecables, siempre lo han sido —añadió, antes de pestañear un par de veces y desviar la mirada, intentando reprimir la culpa que sentía—. ¿Y de salud? ¿Cómo lo ves?... Me preocupa que el estrés que yo y Claude le causamos lo haya afectado.

—Afectar lo debe haber afectado, vio a su novia besando a su hermano, cualquiera se sentiría miserable —dijo con honestidad bruta, haciendo que la mujer se sintiera aún peor—. Pero ¿creo que está bien? Por lo que pude observar desde lejos, está un poco más fuerte que cuando llegó. Cada día se pone menos flacuchento, sus ojeras han disminuido... Ya no parece un difunto, lo que es un progreso —exhaló—. Pero él no me preocupa. Tú, en la otra mano, sí.

—Gustavo...

—¿Cuándo se lo vas a decir? —la interrumpió, bajando sus cubiertos—. ¿Cuándo le contarás sobre tus novedades?

Pasmada, la mujer movió la boca en silencio, decidida a hablar, pero sin saber qué responder. La situación en la que se encontraba era una de extrema delicadeza; un movimiento en falso y lo que restaba de su relación con Jean se desmoronaría.

—No sé —admitió con un suspiro, frunciendo el ceño—. No lo sé.

—Tienes que decírselo —la confrontó otra vez, ahora con un poco más de amabilidad en su tono—. No puedes esconderle algo así...

—Sé que no puedo. Lo que no sé es cómo contárselo —recogió su vaso de agua y tomó un sorbo—. Sabes que intenté ir al teatro a hablarle, pero él huyó de mí al momento en que me vio.

—¡Fuiste allá junto a Claude, obvio que lo haría! —alzó las cejas, exacerbando su punto.

—¿Y crees que me hubiera hablado si hubiera ido sola?

—¡Tal vez!... —la dueña del Colonial sacudió la cabeza, irritada—. ¿Sabes qué?... no tienes derecho a estar molesta ahora. Deberías haber sido más honesta con Jean. Tal vez así no estarías metida en esta mierda de pelea.

Elise lo miró como si le hubiera declarado la guerra.

—¡Le dije que Claude trataba de seducirme! ¿Cómo podría haber sido más clara?...

—¡Diciéndole que estabas cayendo por él! —debatió, exasperado—. ¡Jean no vio a Claude como una amenaza porque creía que tú estabas enamorada de él! ¡Confiaba en ti! ¿Y ahora vas a verlo a su trabajo, el único lugar donde se siente seguro, con el hombre con el que lo engañaste? ¡Es bien obvio que no te hablaría!...

Ella corrió la mano por su cara, respiró hondo y continuó:

—A este punto no sé qué odio más, esta maldita situación que no sé cómo resolver, o el hecho de que tengas razón —el forastero giró los ojos, mientras ella se encogía más y más en contra de su silla—. Gustavo, no sé qué hacer...

—Hey...  no todo está perdido. Aún pueden volver a ser amigos —a su lado la empresaria se rio, incrédula—. Solo escúchame, ¿quieres? —sin argumentos, ella le hizo un gesto vago para que continuara hablando—. De esta vez, podrás decirle la verdad entera. Podrás ser sincera y demostrarle que eres leal y que su presencia en tu vida vale mucho. De esta vez, puedes ser lo más transparente posible... debes, ser lo más transparente posible con él. Hasta porque, será mejor si descubre las novedades de tu boca, que leyendo los diarios de la ciudad...

—¿Y cómo se supone que le hable? ¡No sé cómo contactarlo! Casi nunca está en su casa y aunque lo esté, me ignora: el único lugar que sé que frecuenta todos los días es el teatro, pero como tú mismo dijiste, siempre se escapa después de las presentaciones, y no es como si pudiera tener una conversación con él en medio de un espectáculo.

—Deja esa parte conmigo. Yo trabajo ahí, sé cómo meterte a los bastidores sin que nadie te lo impida.

—No sé si esto funcionará.

—No lo sabremos hasta intentarlo —él insistió, observándola aniquilar el resto de su vaso de agua con un solo trago, extenso y cansado.

—Entonces dime... ¿cuál es tu plan?


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El espectáculo de las diez había sido una tortura para Jean. Sus dedos estaban destruidos, sus brazos doloridos, y sus ropas empapadas de sudor. Pero el esfuerzo extenuante había valido la pena. El sonido de los aplausos al finalizar el concierto fue más que gratificante.

A aquellas horas de la noche, todo el público ya se había retirado. En el teatro solo restaba el personal de la limpieza, algunos músicos, tramoyistas, y un par de bailarinas —todos escondidos en sus camerinos, a excepción de Jean—. Había permanecido en el foso de orquesta, revisando sus composiciones en el agradable silencio. Luego de algunos buenos minutos de lectura, suspiró, cansado, y se levantó junto a sus pertenencias. Decidió, antes de irse, subir al escenario, y hacer algo que solo se atrevía en aquella tranquila soledad; tocar una de sus obras sobre el tablado.

Amante férreo del spiccato y del pizzicato, el muchacho más parecía pelear con su instrumento que divertirse con él. Movía todos sus dedos con una rapidez frenética, poseído por una energía pasional, agresiva. Pero, contrario a la brusquedad de sus gestos, su presentación era impecable. La sutileza de cada nota y la fluidez con la que las alcanzaba, era sublime. Pese a estar exhausto por el concierto de la noche, aún lograba tocar con una virtuosidad indubitable. Cuando terminó su pequeño concierto, el quieto aire que lo rodeaba fue fracturado con un aplauso fuerte, impresionado. Subió la vista hacia la platea, buscando su origen.

—Eso fue increíble —Elise comentó, de pie en medio de los asientos de la primera fila.

En el retumbante silencio que prosiguió sus palabras, ambos intercambiaron miradas severas, observándose de pies a cabeza. La apariencia de Elise seguía prácticamente la misma, pero la del violinista había cambiado, bastante. Por su agitada rutina, había ganado más músculo. Por su profesión, se vestía con más clase, presentándose como un hombre adinerado. Llevaba el cabello un poco más largo; desorganizado y sudoroso por culpa de sus previos quehaceres. Con su nueva largura, se había empezado a ondular en las puntas. Aún se afeitaba el rostro con frecuencia, pero su mentón estaba cubierto con la sombra de una barba, que estaba intentando crecer. Estos cambios físicos eran ligeros, superficiales. No le preocupaban. Su transformación espiritual, en la otra mano, era fuerte lo suficiente como para ser visible – y francamente-, perturbadora. En su expresión austera, en su mirada adusta, no era capaz de encontrar un solo vestigio de la calidez del Jean-Luc al que solía conocer. Aquel nuevo hombre que a su frente se erguía tenía una presencia hostil, defensiva, reservada. Y temía que no fuera así solo con ella, sino con todos.

Pero, aunque para la dueña del Colonial aquellos cambios le parecieran revoltosos, para las demás muchachas de Carcosa —que con más y más frecuencia parecían ganar interés en su persona—, la nueva disposición del músico les resultaba atrayente. Con frecuencia era víctima de ojeadas indiscretas en público, y ya había recibido notas extremadamente escandalosas por parte de las bailarinas del teatro. 

Jean no comprendía en lo absoluto aquél fenómeno, para nada. Su hermano había sido el galán conquistador toda su vida, no él. No estaba acostumbrado a aquél nuevo tipo de atención y fama. Todos los días, cuando se miraba al espejo de su baño y se revisaba la pálida cara de muerto que ya se había acostumbrado a llevar, cuestionaba en vano por qué diablos esas mujeres lo deseaban tanto. Su aire de bohemio no era nada más que el resultado de su actitud indiferente y sus ropas caras, impregnadas con un pavoroso y permanente aroma a vino tinto y tabaco quemado. Aquello no era agradable, ni tampoco algo estilístico. No vivía de tal manera para configurar y ornamentar su apariencia; su apariencia era un mero efecto secundario de una vida de excesos y dolores.

Por su mirada crítica, Elise parecía entenderlo también.

—¿Cómo entraste aquí? —él preguntó con voz ronca, recogiendo sus cosas, guardando su violín dentro del estuche.

—Tengo mis contactos —la otra le respondió, subiendo al escenario y en seguida mirando hacia arriba, hacia Gustavo, quien estaba asomado en el torreón de tramoya.

Él observaba la interacción como una vieja aposentada y suburbana, apoyada en el marco de su ventana, intentando fisgonear los asuntos privados de sus vecinos. Estaba en una altura tan elevada, que la dama con suerte podría reconocerlo; lo identificó apenas por su bigote. Al notar que había sido descubierto, sacudió su mano, saludando al par con una sonrisa satisfecha, antes de desaparecer entre el centenar de sogas y mecanismos que lo rodeaban.

—¿Y qué quieres aquí? —la trajo a tierra el artista, impaciente por marcharse.

—Pedirte disculpas, para empezar.

—¿Y por qué debería escucharte? —él se acercó, volviendo a recorrer su cuerpo con su mirada.

En la ocasión, la dama llevaba puesto un canotier adornado con flores en la cabeza, un vestido rosa pastel bastante ceñido a su cuerpo y unos delicados guantes de seda en la mano. Era la viva imagen de la sofisticación Carcoseña. Aquella imagen de mujer íntegra, pura y delicada que transmitía lo irritaba. Sabía que era apenas una fachada ilusoria, que existía para esconder su alma aleve, impregnada de perfidia.

—Jean...

—Sólo olvídalo, ¿sí? —rogó de mal humor—. Intenta olvidar lo que tuvimos, intenta olvidar lo que me hiciste e intenta olvidar que siquiera existo, porque no sé, y ni quiero pensar, en cómo diablos te voy a perdonar. Con permiso.

—Espera —entró en medio de su camino—. No quiero que me perdones...  no espero que lo hagas, sólo quiero que me entiendas.

—Si te entiendo, te perdono. Es así como funciona para mí.

—Maldita sea, chico. ¡Solo escucha! —Gustavo gritó desde arriba.

Jean subió la vista, indignado con su interrupción.

—¡¿Y quién diablos eres tú para decirme qué hacer?!

—¡El hombre que podría dejar que una nube caiga sobre tu cabeza ahorita mismo! —el Merchanter gritó de vuelta, mencionando una de las pesadas decoraciones del escenario, que colgaba amenazante sobre las alturas.

—Salgamos de aquí, tengo miedo de que sí lo haga —Elise añadió casi que de inmediato, jalándolo hacia la platea.

Tal acción derribó momentáneamente su expresión de seriedad y lo dejó con una pequeña sonrisa en el rincón de su boca, al que luchó por controlar.

—¿Cómo conoces a Gustavo? —indagó el músico, dejándose llevar por la mujer.

—Él es mi contacto —contestó, una vez estaban a salvo entre las filas y filas de asientos.

Cuando pararon de caminar, ella lo encaró con una expresión afligida, cruzando los brazos con una actitud insegura.

—Sé que no quieres oír lo que tengo que decir... sé que no quieres oírme, punto. Pero hay algo importante que que debes oír de mí. No quiero que te enteres por las bocas de nadie más. Así que por favor...

—Vayamos afuera —Jean completó su oración, frustrado—. Así tendrás la privacidad de decirme lo que sea que tengas que decir y yo me podré irme a casa de una vez por todas.

—Gracias —Elise murmuró, liderando el camino.

—No lo menciones. 


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