Acto 4: Capítulo 11
—¡¿Tu padre qué?! —exclamó Claude, tan sorprendido por las noticias como su novia.
Después de una búsqueda exhaustiva en los Archivos —junto a Marcus y el secretario del ministro Theodore—, él había encontrado un permiso médico enviado por el alcalde de Merchant unos cuantos días atrás, que ausentaba a Aurelio de sus servicios públicos como gendarme por dos semanas. Cuando Elise entró humeante a su despacho lo estaba leyendo, pasmado con la mera existencia del documento.
Marcus, quien estaba sentado en el diván, jugando con las puntas de su bigote —algo que siempre hacía cuando su sosiego era perturbado—, parecía estar más preocupado con la información que sorprendido.
—Sí, él es el secuestrador de Jean... y además de querer dejarnos a todos en la miseria, también nos ha amenazado de muerte, lo que es maravilloso —respondió la empresaria con sarcasmo, apoyando ambas manos en su cadera—. Aurelio ha pasado de los límites.
—Créeme cuando digo que no es la cosa más terrible que ha hecho en su vida —el oficial suspiró, acostumbrado a sus artimañas—. Sólo para que lo sepa de antemano, ¿de qué color querrán sus ataúdes? —añadió, e hizo que la dueña del Colonial girara sus ojos, irritada.
Sin darle mucho peso al comentario, Claude se sirvió otro vaso de whiskey.
—Debe haber otra opción para detenerlo que no involucre suspender la boda —Elise dijo, viendo a su prometido beber cuatro dedos de alcohol puro una sola bocanada, bajando su vaso con una mueca de desagrado.
—Claro que la hay, estamos hablando de una ley. Las leyes están hechas para ser rotas o modificables, y tú... —Marcus apuntó al joven—. Eres el ministro de justicia, el único hombre en toda la nación con el poder necesario para decretar su invalidez federal.
—Usted tiene razón.
—Sí, sí, pero anular una ley tan grande y antigua requeriría una audiencia ministerial y nuestra boda es en tres días...
—Podemos arreglar una para mañana, no creo que nos demoremos más de una hora —insistió el gendarme, levantándose—. Sé que tenías el día libre, pero esto es un asunto que no puede esperar.
—Supongo que tendré que cancelar mi despedida de soltero...
—No seas tonto, puedes venir aquí por la mañana, presentar tus argumentos para el retiro de la ley e ir a divertirte por la noche. Tienes tiempo.
—Pero Jean está herido...
—Yo lo cuidaré —Elise lo interrumpió, intentando aliviar un poco de su estrés—. Puedes salir con monsieur Marcus, ¿cierto? —el hombre asintió—. Pues bien. Asunto resuelto —ella añadió, viendo a Claude levantarse de su silla y caminar a su dirección—. Ahora ustedes dos hagan lo suyo, vayan a hablar con el primer ministro; mañana sí o sí tienen que invalidar esa ley. Y yo ahora tengo que regresar a casa y ver cómo anda tu hermano. En mi desespero lo terminé dejando solo allá... con permiso.
Estaba a punto de salir por la puerta, cuando su futuro esposo la agarró del brazo y con gentileza la hizo darse la vuelta, mirándola con ojos cariñosos.
—Ten cuidado —imploró, antes de ser tranquilizado por un corto beso de su parte.
—Lo tendré, lo prometo.
Sin más nada que decir, ella se retiró, dejando a ambos hombres solos en el escritorio.
—Espero que esto no se vuelva otra guerra entre Aurelio y tu familia.
—Yo también, Marcus... yo también.
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—¿Qué diablos haces aquí? —Lilian se volteó a cuestionar, luego de ver el inesperado reflejo de Jean-Luc en el espejo del camerino de las bailarinas.
Mientras el espectáculo nocturno tomaba lugar en el piso de arriba, sacudiendo las paredes del subsuelo con su apasionante sinfonía —alta lo suficiente para ser escuchada metros bajo tierra—, las nuevas aprendices del Ballet de Carcosa se preparaban para abandonar el teatro, habiendo ya acabado sus horas de práctica para la función de la semana siguiente, "Giselle" —en la que harían su debut—. La gran mayoría de las señoritas ya se encontraban por completo vestidas con su atuendo cotidiano, listas para salir a la calle y regresar a sus casas, pero algunas, como la mismísima rubia, aún se estaban terminando de emperifollar.
El violinista, consciente de este hecho, se hallaba detenido bajo el dintel de la puerta con una expresión quejumbrosa, rechazando la idea de entrar. Tampoco se atrevía a mirar alrededor, manteniendo sus ojos pegados al techo a todo momento. Anunció su presencia aclarando su garganta, pero no logró decir nada más, pues la alarmada y repentina indagación de Lilian lo hizo callar. Para su suerte y su alivio, la había encontrado sin siquiera preguntar por su paradero.
—Venía a verte, a preguntar si estás bien —él contestó, apoyándose en el marco de madera—. Y también preguntarte si podemos tener una conversación corta... por favor.
—Claro que sí —contestó, guardando sus zapatillas de baile dentro de una vieja bolsa de tela, antes de vestir el abrigo regalado por el muchacho, arreglarse el cabello, cubrir el cuello con un pañuelo rojo, y despedirse de sus colegas con cariño.
Cuando terminó, salió al pasillo y tomó a Jean de la mano, haciéndolo caminar hacia la salida trasera del teatro. Cruzando la red de túneles, salas de utilería, y otros recintos de misteriosos propósitos, llegaron a una escalera que daba a la caja escénica del piso superior. Pese a tener pocos peldaños y ser una subida fácil de realizar, el muchacho la encaró con cierto miedo, por sentirse increíblemente mareado y enfermizo. Lilian pareció percibir su recelo, pues se detuvo a su lado, mirándolo con preocupación. Solo entonces él pudo observar con atención los purpúreos moretones que cubrían su cara, vestigios de la bestialidad de Aurelio.
—¿Estás bien? —ella preguntó con voz sutil, delicada.
—Solo un poco indispuesto —aseguró, pese a sentir un sudor frío y pegajoso deslizarse por su piel, encharcando sus ropas, haciéndolo tiritar—. Pero necesito descansar —apenas alcanzó a añadir antes de desplomarse sobre uno de los peldaños.
—¿Estás seguro de eso?
Él apenas levantó su pulgar, concentrándose en su respiración, ignorando las puntadas agudas que le cruzaban la cabeza.
—Necesito hablar contigo... sobre el plan. —alzó la mirada por un momento, corto de aliento—. Está cancelado —cualquier preocupación que Lilian sentía por su estado físico fue de inmediato reemplazada por un pánico incontrolable. Viendo su semblante trágico, dándose cuenta de que probablemente la rubia había pensado lo peor, añadió con la velocidad de un rayo:— No te quitaré el trabajo. Te pagaré el dinero que te prometí de todas formas. No voy a volver atrás en eso.
Aliviada, inhaló una muy necesitada bocanada de aire, por un segundo sonriendo con liviandad, antes de regresar a su actitud previa, afligida y desconfiada.
—¿Y puedo saber por qué?... parecías tan convencido de vengarte cuando me conociste. De hecho, parecías convencido de hacerlo hace apenas algunas horas.
—Descubrí algo terrible que me hizo cambiar de opinión —murmuró, cada sílaba más exhausta que la última—. Pero no te lo puedo comentar aquí... es demasiado peligroso —al terminar de hablar, sintió la mano de la bailarina tocar su rostro, sintiendo su temperatura.
—Jean, estás hirviendo —se quitó su bufanda, rodeando el cuello del muchacho con ella—. Tienes que irte a casa ahora. ¿Crees que te puedes levantar? ¿o necesitas ayuda?
—No... —gesticuló con la mano, usando la otra para afirmarse del pasamanos y erguirse sobre sus pies, rodillas luchando para no doblegarse—. Vamos afuera... te contaré todo.
—Estás muy débil para que conversemos afuera, hace demasiado frío. Te vas a resfriar...
—Entonces llévame a la casa de mi hermano. Te contaré todo en el camino.
—¿A la casa de tu hermano? ¿No que lo odiabas?
—Es una larga historia.
—Así parece —ella se rio, tomándolo del brazo, ayudándolo a moverse hasta la salida—. ¿No crees que será un problema si me ve por ahí?
—Él y Elise están en Las Oficinas, no te preocupes. Nadie te verá...
—¿Seguro?
—Segurísimo.
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—¿Dónde diablos estará? —se preguntó Elise, examinando la habitación de visitas, vacía y desordenada.
Apenas terminó de hablar y escuchó un ruido viniendo del piso inferior. Era la puerta de entrada, abriéndose. Con sus pensamientos acelerados por el miedo y por la adrenalina de las últimas veinticuatro horas, bajó corriendo las escaleras, frenando su paso al ver a una mujer rubia, de pequeña estatura y vestimenta humilde, ayudando a su cuñado a sentarse en el sofá que reposaba frente a la chimenea.
—¿Jean? —llamó, captando la atención de ambos. —¿En dónde estabas?
—Yo... eh... —balbuceó, claramente abatido—. Esta es la bailarina con la que estaba conversando antes de que me secuestraran —cambió el tema, sin la menor sutileza—. Te había hablado sobre ella hace un tiempo... cuando me contaste las buenas noticias de tu compromiso con Claude.
La rubia no tenía la mínima idea sobre qué hablaba su colega. Pero a juzgar por la mirada asesina de la dueña de la casa, logró suponer que aquella era la famosa Elise, quien había engañado a Jean con su hermano menor. Estirando su espalda, empujó sus opiniones sobre la mujer a un lado y adoptó una postura digna de prócer Carcoseña, completa con una sonrisa falsa y una mirada firme, intensa.
—Un placer —estiró la mano, santurrona—. Mi nombre es Lilian Jones.
Hesitando, la empresaria la tomó y la sacudió con poco entusiasmo, antes de apartarse, cruzando los brazos. Pese a su atuendo astroso, debía reconocer que la acompañante de Jean era hermosa. Sin embargo, lo que más destacaba de su belleza no eran sus ojos castaños —inusuales cuando combinados con sus cabellera áurea—, o los rasgos suaves de sus facciones. Era su actitud, su presencia, su carisma —intimidante y a la vez encantadora—. Ahora entendía a la perfección qué era lo que había unido el músico a la dama. Cualquier hombre que no cayera de rodillas a sus pies era un pobre tonto.
Y, por más injusto y pecaminoso fuera de su parte, tomando en cuenta todo lo que había pasado, ella se sentía celosa de la dama. No mentiría al respecto.
—Encantada en conocerla, mi nombre es...
—Elise, sí... La conozco. Jean habla mucho sobre usted —había un cierto sarcasmo en el tono de Lilian, que no pasó desapercibido por la empresaria.
—¿Cuánto es mucho? —ella inclinó la cabeza a un lado, apenas conteniendo su irritabilidad.
—Bueno, me ha contado un poco sobre cómo se conocieron, cómo se enamoraron, cómo decidieron que se valoraban más como amigos... —la rubia mintió para evitar una confrontación directa—. Pero no se preocupe, no fue indiscreto o indelicado al respecto. Solo me explicó lo mucho que valora su amistad y lo mucho que la estima. —continuó a sonreír, aumentando la molestia de su contrincante.
—Sí, él en general tiende a ser un hombre reservado y considerado.
—Uno puede confiar tanto en él, ¿no es cierto? Lamentable que no todas las personas sean así de leales.
—Sí, lamentable —respirando hondo, Elise miró a Jean por un instante, antes de añadir, con evidente descontento:— Debes tener frío. Iré a buscarte una manta... ya regreso.
Abandonó el recinto tan rápido cómo había llegado, apenas siendo capaz de disimular su molestia.
—¿Qué le pasa? —preguntó el muchacho, confundido.
—Se está ahogando en celos, eso es lo que le pasa —Lilian se rio, divirtiéndose con la situación—. Sabes, por más ridículo que parezca... creo que aún le gustas.
—Si le gustara, ¿crees que se estaría casando con mi hermano?
—Conozco a varias mujeres que están casadas y que desean a otro hombre —objetó, sincera—. Y ella parece ser una de ellas.
—No lo creo —se acostó de espaldas en el sofá, poco impresionado.
—Cuando descubras la verdad, te acordarás de mí —lo ayudó a subir sus piernas, estando muy débil para hacerlo solo—. ¿Y? ¿me contarás ahora por qué el plan está cancelado?
—El padre de Elise fue el que me secuestró.
La revelación la tomó de sorpresa.
—¿Hablas en serio?
—Sí... y me amenazó de muerte. A mí, a mi familia, y a ella. Eso es, si proseguía con nuestro plan, si detenía la boda. Lo hizo porque quiere, o mejor, necesita, que ellos se casen —respiró hondo, manteniendo la voz baja—. Quiere robarle toda la fortuna a mi hermano... a través de Elise.
—Ella es menor de treinta y cinco, ¿cierto?
—Sí... —alzó una ceja—. ¿Conoces la Ley de Economía Familiar?
—Una de mis amigas perdió todo lo que tenía por esa Ley —Lilian asintió, sin dar más detalles—. Pero... ¿qué hacemos ahora?
—Nada —él contestó, resignado—. Claude probablemente anulará la ley, se casará con ella... Aurelio perderá el juicio al enterarse de que su plan fracasó... casi todos tendrán su final feliz.
—¿Y tú?
Hizo una mueca triste.
—Con el tiempo aceptaré que la perdí.
Su tono, lleno de conformidad y de dolor, la incomodó. Que se viera forzado a experimentar aquellos sentimientos en lo absoluto le traía un desagrado que no lograría explicar en palabras.
Es cierto, lo conocía a apenas un día y medio. Pero habiendo pasado años en las calles, tenía suficiente sensatez para percibir que él no era un hombre malo. Su bondad se extendía más allá de sus propias ambiciones. A veces, ni percibía lo amable que era. Aquella sensibilidad era rara de encontrar en el mundo cotidiano. Por eso, verlo tan decaído —no sólo en lo físico, sino también en lo espiritual— le era repugnante. Él merecía algo mejor que una mujer infiel, un hermano impulsivo, limitando canalla, y familiares maldadosos. Merecía algo mejor que estar rodeado de personas falsas, egoístas y crueles. Pero lo que más indignaba a Lilian era ver su decepción reflejada en sus apagados ojos verdes, ahorcando su inocencia hasta la muerte, sabiendo que años atrás, era su inocencia la que había sido liquidada, de la mismísima forma.
—Me tengo que ir ahora... ya es bastante tarde —anunció, intentando esconder su desagrado—. ¿Estarás bien?
—Creo que sí —Jean contestó—. ¿Y tú?
—Mañana lo descubrimos —guiñó un ojo, antes de gesticular a las escaleras por donde la dueña del Colonial había desaparecido—. Buena suerte con... todo eso. Y fuerzas.
—Gracias... —el otro sonrió, antes de sacar unas monedas del bolsillo de su pantalón—. Toma, para que pagues el carruaje de vuelta.
—No es necesario, me subiré a un autobús...
Él agarró su mano, forzándola a recibir el dinero.
—Es tarde. Ve de carruaje.
Otra vez, demostró su empatía desinteresada. Otra vez, reafirmó sus opiniones sobre él y sobre su vida.
—Vale... —Lilian aceptó, no queriendo discutir con el lesionado—. Cuídate.
—Tú igual.
Intercambiando una única sonrisa, la bailarina se retiró, dejándolo sólo en la sala, a convivir con el peso de su consciencia.
—No le seguiré gustando, ¿o sí? —él murmuró, apreciando el relajante chisporroteo de las llamas en la chimenea mientras reflexionaba sobre las acusaciones de la rubia—. No, es imposible...
—¿Hablando solo? —Elise anunció su presencia, bajando las escaleras con una gruesa manta roja de lana en sus brazos.
—Solo pensando.
—¿Sobre qué? —ella preguntó, acercándose, cubriéndolo con la tela.
—Nada de muy importante —murmuró de vuelta, apreciando la extra fuente de calor.
—¿Dónde se fue la mademoiselle?
—Acaba de marcharse.
—Hm.
—¿Cómo te fue con Claude?
La empresaria alzó las cejas.
—Él y Marcus lograron marcar una audiencia mañana con los otros ministros. Al fin derribarán la Ley de Economía Familiar.
—Ya era tiempo —Jean exhaló, cerrando los ojos por un momento, genuinamente cansado. Ella se sentó a sus pies y ambos se quedaron en silencio por un rato, solo disfrutando la paz y tranquilidad del ambiente—. ¿Aún quieres casarte con él?
—Lo quiero —ella constató, dirigiendo su mirada al suelo, perdida en el reflejo de las llamas—. ¿Por qué no hacerlo?
—No lo sé... puedes juzgarme si quieres, puedes enojarte conmigo cuanto desees, pero... no me convence la idea de que te hayas enamorado de él en una semana.
—La verdad es que tampoco me convencí a mí misma todavía, Jean —reveló, jugando con su anillo—. Ocurrió tan rápido que todavía no logro procesarlo. En un momento estaba bailando con él bajo el Beau Point, conversando, bebiendo, divirtiéndome...en otro me había besado... confundido mis emociones, mis ideales, mi moral... todo —confesó con vergüenza—. Lo intenté resistir, créeme. Lo hice. Pero no logré controlar lo que sentía... ni él.
—¿Qué te dio que yo no te pude dar?
—Jean... tú no hiciste nada mal. Yo... —pausó, nerviosa—. Mi corazón lo hizo. Te quería mucho y aún te quiero... más de lo que podría decirte. Pero lo hago de una manera distinta a la que quiero a Claude. Por ti siento preocupación, admiración, cariño... por él deseo... pasión... ¡Y es extraño, lo sé! Pero no se compara a nada de lo que he experimentado hasta ahora. Es...
—Amor —el muchacho finalizó, tragando en seco—. La palabra que buscas es amor.
—Sí —ella asintió—. Tal vez sea amor.
—Lo es. Pero eso no significa que durará por siempre, Elise... puede que sea hermoso ahora, pero nunca sabes el día de mañana.
—¿A qué te refieres?
—Ten cuidado con mi hermano —respondió con seriedad—. Puede que su amor por ti sea genuino, tanto como lo es el amor que sientes por él... pero Claude nunca fue un hombre de una sola mujer. Nunca logró mantener ningún compromiso. Pregunta a cualquiera de sus previas amantes y te dirán lo mismo —Elise lo miró con cierto recelo; de él o de su futuro esposo, no logró determinar—. Y es porque amo a ambos que lo digo... considera una última vez si esto es bueno para los dos. Piensa si realmente están preparados para un compromiso así de importante.
—Lo haré —pestañeó, intentando ocultar sus verdaderos sentimientos.
En seguida se levantó del sofá, queriendo terminar de una vez por todas la conversación. Sin mirarlo, se despidió, lista para entrar a sus aposentos, caer en su cama y meditar.
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—¡Orden! —ordenó Paul Levi, golpeando el mallete en la mesa—. ¡Orden por favor!
—Aquí vamos otra vez —Marcus, quién había sido invitado a la reunión gracias a su nuevo cargo, apoyó su rostro entre sus manos, harto del alboroto que lo rodeaba.
—Cálmate, faltan exactamente... diecisiete minutos para que esto termine —a su lado informó el ministro Theodore, jugando con la cadena de su reloj de bolsillo, tan aburrido como el oficial.
Levi volvió a golpear el mazo, pero nadie lo escuchó. El griterío prosiguió, cada vez más alto, hasta que uno de los ministros le tiró a otro un lápiz, tal como un escolar queriendo vengarse de su colega. Cansado de la informalidad e incivilidad del ambiente, queriendo además terminar la audición y regresar luego a su trabajo, Claude decidió ponerle fin al carnaval. Se levantó de su silla, elevando su profunda voz por sobre todas las demás, interrumpiendo el bullicio con una soberanía magistral.
—¡MESSIEURS! —bramó, irritadísimo—. ¡Esto es una audición ministerial, no una feria, bar, o colegio!... —algunos de los políticos bajaron la mirada, avergonzados—. ¡Compórtense como los ministros y secretarios que son! ¡Están representando a la nación en esta mesa! ¡Tengan algo de respeto por su cargo! —apuntó con el dedo a los infractores, antes de voltearse al primer ministro—. Lo siento por la falta de elegancia monsieur, pero era necesario que alguien dijera algo. Ahora puede continuar...
—Gracias ministro Chassier —asintió, mientras el joven tomaba asiento—. Pues bien, como iba diciendo, a continuación, votamos la anulación de una de las leyes más antiguas de nuestra nación; la única, además, en no haber sido modificada o enmendada desde su creación: la Ley N°24601 —sus palabras revivieron la gresca, obligándolo a retomar el uso del mallete—. ¡También conocida como la Ley de Economía Familiar!...
—¡Estoy en contra! —lo interrumpió el ministro de Ciencia y Cultura.
—¡Todavía no estamos votando Aaron! —Theodore respondió desde el otro extremo de la mesa, pero el hombre no se detuvo.
—¡Ninguna mujer debería tener el derecho de meterse en asuntos que hacen respeto a nuestro sexo, dinero es uno de ellos!
—¿Entonces por qué le das tanta plata a las rameras del Triomphe? —desató la discordia el jefe del departamento de policía, haciendo a su esquina de la mesa explotar en carcajadas.
Hasta Claude, que hasta el momento había intentado mantenerse lo más serio posible, no pudo contener una sonrisa.
—¡Te demandaré por calumnioso!
—¡Pero si no dijo ninguna mentira! —Theodore lo respaldó, echándole más leña a la hoguera.
El pleito se puso tan acalorado, que, al oír el escándalo desde el pasillo, un par de oficiales de la guardia gris —la entidad militar que velaba por la seguridad del gabinete ministerial—, entraron a la sala, preparándose para intervenir en el altercado caso este se volviera físico.
—¡SILENCIO! —perdió la compostura Paul Levi, botando el mallete a un lado y golpeando la mesa con su puño, cerrado e imponente. No era fácil enojar de verdad al primer ministro. Ambos sus partidarios y sus oponentes en el gabinete temían su furia, por lo inusual que era verla u ocasionarla. Como jefe de Estado, el hombre solía jugar el rol de mediador pacifico, no usando el poder total de su autoridad sin que fuera estrictamente necesario. Por ello, cuando su grito descontrolado retumbó en aquellas cuatro paredes, todos no tuvieron otra opción a no ser callar y tragar sus propios argumentos—. ¡Bien!— exclamó, ajustándose los lentes—. Ahora que lograron comportarse como adultos y no como infantes, es el turno del ministro Chassier de hablar. Les recuerdo que él podría fácilmente haber derribado la Ley sin siquiera cuestionar nuestra opinión, pues tiene el derecho de hacerlo como ministro de justicia, pero decidió llamar a esta audiencia porque reconoce la importancia de nuestros comentarios y respeta la longevidad de esta ley en nuestra constitución —miró de un lado a otro, cabreado—. ¡Ministro Aaron!
—¿Sí, primer ministro?
—Usted debatirá con el ministro Chassier, ya que discrepa tanto con su propuesta.
—¡Será un honor!
—¡El honor será mío de aplastarte!
—¡Messieurs, por favor! ¡Seriedad!
Algunas risas se escucharon, pero en su mayoría tímidas, mesuradas.
—Esto será bueno —murmuró Theodore a Marcus, acomodándose en su asiento para observar la contienda.
Respirando hondo, el ministro de justicia tomó un trago discreto de su licorera, antes de guardarla, ajustar su corbata, enderezarse el cabello y levantarse de su silla, preparándose para destrozar el razonamiento de su oponente.
—Bien, tenemos... quince minutos hasta el fin de la audición —Levi comentó, revisando su reloj—. Ambos tendrán cinco minutos cada uno para argumentar sobre el por qué la Ley debería continuar válida o ser declarada inválida. Después tendremos una discusión grupal y le daremos nuestras opiniones al ministro Chassier. La decisión final será de él, pero me ha prometido de antemano seguir el deseo general del gabinete, ¿no es así?
—Sí, monsieur.
—Entonces... empecemos —el hombre se sentó, cruzando los brazos—. Ministro Aaron es su turno.
—Gracias, primer ministro —el sujeto respondió, luego de beber un poco de agua—. Me gustaría partir diciendo que no tengo nada en contra de las mujeres. Son obras divinas de Dios, importantísimas para mantener funcionando un buen hogar cristiano. Son el pilar más fuerte, más necesario de una familia. Pero ellas deben ser nuestras aliadas, nuestro soporte vital. No iguales a nosotros... No fueron creadas para ocupar nuestros cargos, usar nuestras ropas, hacer nuestras mismas actividades...—algunos de los presentes empezaron a murmurar en su contra, pero sin frenar su discurso—. Ellas fueron creadas para asegurar que nuestros hijos e hijas crezcan con los valores correctos. Para cuidarnos, para aconsejarnos, para ser nuestro apoyo. No para tomar las decisiones en nuestro lugar —apuntó hacia arriba—. Él, el que todo lo sabe y todo lo ve, las hizo más puras, sentimentales y cariñosas por una razón... y a nosotros, nos hizo más valientes, sabios y determinados por otra razón. Nosotros debemos defenderlas de todo mal físico, mundano, y ellas deben defendernos de todo mal moral. Por ende, el segundo sexo jamás será igual al primero; tenemos diferentes utilidades y obligaciones en el plan divino... y es justamente por ello que no podemos permitir que nuestras mujeres se encarguen de nuestros asuntos. Como, por ejemplo, nuestras finanzas. Son tan emocionales que llegan a ser susceptibles al engaño, al robo. No son aptas para gestionar nuestros ingresos, nuestro patrimonio... de hecho, sostengo que no son aptas para lidiar con cualquier tipo de poder que supere los límites del hogar —su afirmación enojó aún más a sus colegas más progresistas—. Debemos aceptar, caballeros, que su lugar está bajo nosotros, no al lado, mucho menos arriba... Bajo.
—¿Y por qué? —Claude indagó, airado—. ¿Por qué tiene que ser así?
Paul Levi giró los ojos, pero desistió de intervenir.
—Pues porque así lo dice Dios.
—¿En serio? —alzó una ceja, furioso—. Pues bien, Génesis 2:18... —se inclinó hacia adelante—. "No es bueno que el hombre esté solo, le haré ayuda idónea". Dios nos dice que la mujer debe ser nuestra ayuda ideal. Nuestro soporte. Debe auxiliar nuestro liderazgo... ¿Concuerda usted con eso?
—Claro que sí.
—Perfecto... ¿entonces por qué le cuesta creer que, en el mundo actual, las mujeres serían mucho más útiles ayudándonos a nuestro lado, que detrás o bajo nosotros? —su indagación hizo a Aaron tambalear—. El plan eterno de Dios supera nuestras vidas mortales. Una mujer no nace esperando casarse y no necesita hacerlo para que su existencia como tal encaje en ese plan. Porque como creación de Dios, ya está incluida en él desde su origen. Ella no posee un papel secundario en esta obra, es una protagonista, tanto cómo nosotros, y pese a tener diferentes cualidades y defectos, nos debe complementar, no ser nuestra esclava o nuestra inferior. Por ende, todas las mujeres pueden y deben trabajar en nuestros mismos trabajos, tener nuestros mismos derechos, hasta vestir nuestras mismas ropas —algunos se rieron—. Solo que su manera de encarar estos espacios y estos temas será distinta a la nuestra. Lo que nosotros fallamos en hacer, ellas lo lograrán. Y lo que ellas no logren, nosotros lo haremos. La ayuda será idónea, completa, perfecta —retrocedió, gesticulando mientras hablaba.
—Eso es un absurdo...
—¿Otra vez, por qué? ¿acaso tiene miedo de que una mujer le quite el puesto de ministro de cultura?
Levi tosió un poco, intentando no carcajear, así como los demás. No concordaba con la mitad de lo que el joven había dicho, pero reconocía que su estrategia de usar los argumentos religiosos de su rival en su contra fue inteligente.
—No, ministro Chassier, no lo tengo. Soy un hombre, no le temo a mujer alguna. También soy un profesional competente en lo que hago, se lo aseguro. Todos los que me apoyan están más que satisfechos con mi desempeño...
—Menos su esposa —escucharon un murmullo al fondo de la sala, que volvió a colapsar al infantil sentido del humor de los políticos.
—¡Ya, paren de reír! —rugió Aaron, perdiendo la paciencia—. Ministro Chassier, no discutiré con usted sobre su ideología mundana, no es para eso que estamos aquí...
—Usted citó a Dios primero, usted utilizó sus creencias personales para defender su argumento.
—¡La existencia de esta Ley es necesaria! ¡Caso contrario todas las mujeres que se casarán en el futuro gastarán todo el dinero de su esposo en una boda pomposa y en una fiesta enorme!
—¡Eso es absurdo!
—¡Orden! —Levi golpeó el mazo contra la mesa—. Ministro Aaron, usted ya ha hablado mucho. Permita que el ministro Chassier prosiga con su diálogo —miró a Claude—. Ministro Chassier, por favor, intente no traer discusiones religiosas a la mesa, este es un espacio laico...
—¡Él empezó!
—¡Solo hágame caso! —insistió—. ¡Ahora por favor, prosiga!...
El muchacho sacudió la cabeza, pero intentó no revolcarse en su frustración. Apretó el dorso de su nariz con sus dedos, exhalando. Una vez el ambiente alborotado se había tranquilizado, bajó la mano, se volteó hacia Aaron y prosiguió con el debate:
—Messieurs, sé que muchos de ustedes poseen un punto de vista más... Liberal, en comparación al de ciertas personas—hizo mención a su oponente, para su descontento—, que se niegan a aceptar que ya no vivimos en la edad oscura, así que espero que concuerden conmigo con todo lo que he dicho hasta ahora. Pero debo añadir a mis argumentos algo obvio; esta Ley es demasiado antigua para nuestra actualidad. Por lo tanto, debe ser considerada inválida. Además de disminuir a las mujeres a criaturas insignificantes, impulsivas, e incapaces de pensar por sí mismas, como propone el ministro —gesticuló a su contrincante—, también provee brechas legales que podrían arruinar la situación financiera de una familia completa y eso...
—No veo cómo. —su oponente lo cortó.
Claude lo miró con ira, apenas aferrándose a su paciencia.
—Pues qué tal si el padre de la novia, quien está a cargo de gestionar su financiero hasta sus treinta y cinco años, quisiera robar toda la fortuna de la familia del novio, después de la boda. ¿Sería eso legal? Recuerden, en un matrimonio tradicional, sus cuentas están vinculadas. Por ende, toda su fortuna es compartida. La separación de bienes es una opción, gracias a la Ley N°24598, promulgada por el fallecido ministro Castro; que en paz descanse; pero aún no es común en la nación. ¿Es posible que esto pase?
—En efecto sí. —otro ministro concordó en su lugar, y para la sorpresa de todos, era un conservador.
—"Súmmum ius, summa iniuria*". —Claude asintió—. "Sumo derecho, suma injusticia". Y por eso mismo, considero esta Ley una burla a nuestra constitución. Permite que ladrones queden impunes, les garantiza protección penal pese a realizar robos gigantescos y de paso, menosprecia el intelecto de nuestras mujeres, hijas, hermanas, madres, vecinas, etcétera... Les pido, por ende, que consideren bastante cuál será su decisión final...
—¡Que será mantener la ley!
—¡Cállate de una vez! —interrumpió Marcus, golpeando la mesa, representando el sentimiento general de desprecio que los demás ministros tenían hacia Aaron.
—¡Ya tuviste tu turno de hablar! — el ministro de defensa añadió.
—¡¿Además, no escuchas tu propia voz?! ¡Es irritante!
Esa última afirmación anónima sólo empeoró las animosidades entre los miembros del gabinete. Mientras los políticos se gritaban entre sí —la gran mayoría apoyando a Claude—, el joven volvió a sentar, molesto.
—Gracias por defenderme, estaba a punto de mandarlo a la mierda — él le dijo al jefe del departamento de policía, quien no despegaba la mirada de Aaron.
—Me sorprende que el desgraciado aún no se calle... ¡mira! —Marcus apuntó hacia el individuo, quien se había levantado junto a su secretario, y en el momento se dirigía hacia el área del primer ministro y su equipo.
—¿Creen que le pegue? —el ministro Theodore indagó, viéndolo cruzar la multitud.
—Tendrá que ser muy imbécil para hacerlo.
—No lo sé, tal vez lo sea. —Chassier cruzó los brazos, pasmado ante el caótico panorama, digno de pintura renacentista.
En un rápido pestañeo, lo que creían iba a ser un espectáculo cómico y memorable, se volvió una riña peligrosa. Aaron le pegó un mamporro violento a Paul Levi, quién tambaleó hacia atrás, chocando contra la pared. Aprovechó su desorientación para continuar con su ataque, zurrándolo con toda su fuerza. Casi en seguida, el ministro de educación y trabajo saltó sobre la mesa para sujetarlo, haciendo volar algunos papeles, derribando un par de tinteros. Los guardias que habían entrado a la sala unos minutos atrás corrieron hacia el trío junto a algunos parlamentarios, decididos a resguardar la seguridad del jefe de Estado a toda costa. Pero, para la sorpresa general, la violencia desenfrenada del ministro de cultura no terminó ahí. En medio de la confusión sacó un pequeño revólver de los bolsillos de su terno y le apuntó derecho al ministro de justicia.
—¡ABAJO! —gritó Theodore, lanzándose al suelo junto a Marcus y Claude. Antes de caerse detrás de la mesa, Chassier vio una nube de humo y escuchó el sonido del disparo, pero para su suerte, no sintió el amargo sabor de la sangre permear su boca. Desorientado, miró alrededor, intentando comprender la gravedad de lo que había ocurrido—. ¡ME DISPARARON! ¡MIERDA! —el ministro de defensa gritó a seguir, apretando la herida en su brazo con una expresión de agonía pura.
—Calma, calma... —insistió Marcus, arrastrándose hacia él. Con el cuerpo lleno de adrenalina, el oficial rasgó la manga del terno del lesionado, haciendo lo mismo con su camisa. Evaluó el daño con un ojo experto, sin dejarse llevar por el pánico o por la preocupación. En su breve experiencia militar había visto escenarios mucho más sanguinarios y bárbaros, aquello no le resultaba perturbador en lo más mínimo. Claude, en la otra mano, estaba más pálido e inmóvil que un muerto—. Creo que la bala no te tocó ninguna arteria —celebró, revisando el reverso de la extremidad—. Y por suerte tiene un agujero de salida.
—¿Suerte? —el muchacho inquirió.
—Es mejor que haya salido... si se queda atascada el riesgo de infección es mayor —contrarrestó su sarcasmo con una respuesta seria, quitándose la corbata, escuchando Theodore gruñir de dolor—. Calma amigo, todo saldrá bien... ¡respira hondo! —sus manos ágiles armaron un torniquete con la tela, estrangulando su brazo lo más que podían, deteniendo un poco el atemorizante flujo de sangre que se escapaba de la herida.
—¡VOY A MATAR A ESE MALDITO! —lloró el ministro, furioso.
—No grites, te sentirás peor —Marcus imploró, antes de mirar al más joven—. Tenemos que sacarlo de aquí.
Con todo el coraje que le quedaba, Claude asintió con la cabeza y se asomó sobre el escritorio, mirando alrededor.
—¿El ministro Aaron ya está preso?
—¡Lo tenemos inmovilizado! —un guardia respondió, para su alivio.
Se alzó sobre sus pies al momento que un grupo de oficiales entraron a la sala. Sin perder su tiempo, le hizo una seña a los uniformados para que se acercaran y lo ayudaran a levantar a Theodore. Con su auxilio, lograron sentar al ministro sobre su silla nuevamente, a esperar la llegada de los enfermeros de la guardia gris.
Mientras el herido y los gendarmes discutían si llevarlo o no al Hospital Privado de Carcosa —la otra opción, más demorada, sería contactar al doctor particular de la familia Powell y que él le hiciera las curaciones en su cas—, Claude admiró a Aaron desde la distancia. Estaba siendo achatado contra la pared por un total de tres guardias, quienes lo habían esposado después del disparo.
—¿Qué hacemos ahora, monsieur? —uno de los gendarmes le preguntó a Marcus.
—Llévenlo a la comisaría más cercana. Yo me encargaré que no salga de su celda en breve.
—¡CÓMO TE ATREVES! —el hombre rugió—. ¡SOY UN MINISTRO!
—Sigues siendo un ciudadano como cualquier otro —Claude respaldó la decisión de su amigo.—. Sáquenlo de aquí de una vez.
—Sí, monsieur. —el grupo lo arrastró hacia afuera de la sala, ignorando sus pataletas y sus reclamos.
El ministro de justicia, perplejo, apoyó ambas manos en su cintura, volteándose hacia el jefe del departamento de policía.
—¿Qué diablos acaba de pasar?
Marcus se rio.
—Bienvenido a la locura que son Las Oficinas.
—Y eso que en la casa de gobierno de Levon decían que ser ministro es el mejor trabajo del mundo —sacó su licorera del abrigo, tomando un trago antes de entregarla a su colega—. Podríamos haber muerto.
—Lo sé —el oficial respondió, haciendo una mueca al beber—. Pero es parte del oficio... pasamos años intentando mejorar la sociedad en la que vivimos, solo para ser traicionados por las personas en las que más confiamos —le devolvió la petaca—. Después de un tiempo uno se acostumbra. Pero volvamos a lo importante, ¿qué hay sobre la Ley?
—Será anulada —contestó Levi, uniéndose a la conversación—. La gran mayoría del gabinete quiere que así sea. Aaron y dos ministros más eran los únicos en desacuerdo, pero él está suspendido de su cargo por lo que acaba de hacer, así que... el consenso es que se anule.
—¿Puedo hacer la tramitación hoy?
—Claro... tiene mi permiso —el primer ministro le contestó a Claude, señalando a la salida—. Ahora me retiro, caballeros. Tengo que ir a descansar por un par de horas en mi despacho. Esta mañana ha sido un desastre. Nos vemos más tarde.
El par asintió, sorprendidos por su desahogo, y dejaron que el hombre se marchara.
—Bueno, ya que aclaramos eso... —Marcus respiró hondo, observando como Theodore era retirado de la habitación por los enfermeros—. ¿Qué hay de tu despedida de soltero? ¿Adónde quieres ir hoy por la noche?
—Después de todo esto, creo que es mejor solo irme a casa.
—¡Nah, vamos!... ¡tienes que relajarte un poco! —se negó a aceptar su tono entristecido.
—Mi hermano está herido y Theodore está siendo llevado a un hospital, creo que "relajarme" será imposible.
—Jean está siendo cuidado por Elise y Theo tiene a su esposa... estarán bien. —Marcus insistió, apresurando su paso hacia la puerta.
En vez de seguir a Claude por el pasillo, el corpulento hombre se giró a la dirección contraria al mismo, caminando hacia el túnel que llevaba a la entrada del edificio.
—Oye, ¿adónde vas?
—A mi casa, a cambiarme de ropa —Pettra sonrió, antes de añadir: —¡Ya terminé todo lo que tenía que hacer hoy!
—¡¿Tan rápido?!
—¡Cuando quiero soy eficiente! —bromeó—. Vivo en Rue Saint-Michel, 113. Te voy a estar esperando...
—¡Marcus! ¡Ya dije que!...
—¡No dejaré que un intento de homicidio arruine tus últimos días de hombre libre! —lo cortó.
—Pero...
—¡Sin peros!... Te veo allá.
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*"Súmmum ius, summa iniuria": Aforismo latino. Afirma que la aplicación de la ley al pie de la letra a veces puede convertirse en la mayor forma de injusticia.
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