Acto 4: Capítulo 1
Carcosa, 11 de marzo de 1888
—Volveré en dos semanas, lo prometo —el violinista la intentó consolar con una sonrisa, caminando a paso rápido por la gigante y concurrida estación de trenes de Reordan.
Llegaron a la puerta de embarque del tren sin ningún tiempo de sobra. En minutos la maquinaria entraría en marcha, dejando el caos de la urbe atrás.
—Te extrañaré, ¿lo sabes? —murmuró su amada al verlo voltearse, listo para despedirse.
—Serán menos de dos semanas, regresaré en un pestañeo —la abrazó, antes de robarle un beso recatado—. ¡Aprovecha el tiempo que tendrás lejos de mi insoportable presencia! —se rio al alejarse, subiendo las escaleras que daban al vagón con apuro.
—Lo intentaré —Elise prometió en voz alta, siendo acompañada por los silbidos descontrolados del vehículo y los elocuentes gritos del conductor—. ¡Buena suerte!
—¡Gracias! —en seguida se colgó de una de las ventanas, gesticulando un amoroso adiós—. ¡Disfruta tus vacaciones de mí!
Ella se rio, negando con la cabeza. En segundos, el tren empezó a andar. La estación se llenó de humo mientras la locomotora partía, ruedas girando y ganando velocidad. Orgullosa de su talento, pero triste por su partida, cruzó los brazos, con una expresión de anhelo resignada.
—Vuelve pronto, Jean-Luc...
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Carcosa, 12 de marzo de 1888
Al día siguiente, como era de esperarse, la empresaria se despertó extrañando la presencia del violinista. Pero, por más que quisiera quedarse en casa, sentada en su nostalgia, suspirando y reclamando al universo sus profundas ganas de volver a verlo, todo permanecía igual en la gris, competidora Carcosa. Y eso significaba que tenía un negocio al que atender, una carrera que solidificar, un futuro al que conquistar. Así que se levantó, con un respiro profundo, y continuó con su jornada habitual. Abrir el restaurante, servir clientes, echar a unos cuantos fanfarrones de su propiedad, mantener un ojo cercano en el personal de la cocina, administrar cuánto dinero entraba y salía de la caja... Nada sorprendente, nada de muy divertido.
Afuera, el calor seguía fuerte, pese a no contar con apoyo de un sol abrasador. El cielo en que residía había sido cubierto por un grueso mantel de nubes, que amenazaban con azotar la ciudad otra vez, con una de sus famosas y violentas lluvias. Sin embargo, hasta ahora, las únicas gotas de agua que descendían eran las del pegajoso e incómodo sudor que cubría las caras de todos los Carcoseños, incluyendo a Elise. Al menos —pensó, limpiándose la frente con la manga de su camisa— su padre no había aparecido por allí para comenzar uno de sus berrinches aún. Eso era reconfortante.
Pero claro que su paz no duraría mucho. Porque con la ausencia del ebrio, vino a retomar su puesto alguien mucho más irritante e indeseable, aunque por motivos completamente diferentes. Fingiendo simpatía, se acercó al invasor, cruzando sus brazos en una postura defensiva.
—Claude Chassier, que bueno verlo por aquí otra vez.
—¿Supongo que mi hermano ya se ha ido a Merchant? —preguntó, algo agitado, mirando con desconfianza a sus alrededores.
—Sí, ya se ha ido. Ayer fue su partida, de hecho—respondió, ojeándolo con curiosidad—. ¿No lo sabía?
—¡Pensé que se marchaba hoy! —se excusó, cansado—. Claramente me equivoqué... y lo peor es que tenía noticias que darle.
—¿Noticias?
—Nuestro padre ha caído enfermo... otra vez — él apoyó ambas manos en su cadera—. Mi madre lo llevó de vuelta a Levon, para que pueda descansar en su casa, pero... no ha progresado mucho. Ella me escribió, diciendo que no sabe si él mejorará y que tenía que conversar con Jean. Prepararlo para su eventual muerte —aclaró su garganta, con un desalentado tono de voz, al que Elise en seguida lamentó—. Supongo que ahora tendré que escribirle, en vez de hablarle.
—De verdad lo siento —y estaba siendo genuina al decir esto. No solo por el violinista, sino también por el secretario. Aquella era la segunda ocasión desde que lo había conocido, en la que pudo observar en sus ojos una chispa de pena, de cariño, de tristeza fidedigna. Por un momento, había puesto a un lado el personaje indiferente, seductor, e inquebrantable que se había acostumbrado a interpretar. Por un momento, había decidido ser sólo Claude, un muchacho demasiado joven para estar cargando con todas las responsabilidades que tenía, que temía por su futuro, y estaba preocupado por su familia. Un ser humano como cualquier otro, que francamente, parecía estar al borde de un colapso nervioso—. Si puedo ayudar en algo... —le dio un apretón cariñoso a su hombro, en un intento de reconfortarlo—. Cuenten conmigo.
—Gracias.
—Y eso lo incluye a usted —lo hizo levantar la mirada con su afirmación, gentil y empática.
—Por ahora solo necesito de alguien con quien hablar... —él admitió, apenas conteniendo sus lágrimas—. No puedo hacer nada por mi padre, a no ser darle el mayor apoyo posible, dentro de lo que puedo. Esta impotencia es horrible... pero inevitable.
—Otra vez, lo siento.
Claude le sonrió, entristecido. Antes de que Elise pudiera seguir hablando, Xavier brotó de sorpresa a su lado, con una energía envidiable.
—Lamento interrumpir la conversación monsieur, pero ¿puedo tener una palabrita con la mademoiselle? No me demoraré mucho —se disculpó el pianista, entusiasmado. El secretario le cedió la charla sin ninguna molestia, sentándose en una de las mesas de madera a su alrededor. La dama en seguida fue llevada a un rincón del restaurante, dónde Xavier pensó, tendrían más privacidad—. Lo siento mucho por interrumpir, en serio, pero es que he recibido excelentes noticias, tanto para mí, como para usted. Por lo que me dijeron, ¡el club de danza de Beau Pont* ha regresado y el primer encuentro es hoy por la noche!... Bueno, si no llueve.
—¡¿Hablas en serio?! —indagó la mujer, entre pasmada y contenta, siendo observada desde lejos por los curiosos ojos azules del secretario.
—¡Sí!... Al parecer el ministro de ciencia y cultura despenalizó nuestras reuniones y dijo en un discurso hoy por la mañana que nunca se deberían haber prohibido en primer lugar, pues actividades así "fomentan actividades educativas entre los jóvenes de clases bajas".
—Suena clasista, pero no puedo negar que tiene un poco de razón —ambos se rieron—. ¡He aprendido muchas cosas útiles ahí y me alegra que esté de vuelta!
—Yo también... ¡Y hoy toda la ciudad celebra! ¡Habrá reuniones en Silent Street*, en el parque Pompadour, cerca de la estación de Reordan! ¡En todos lados!... Pero estaba pensando en ir al Beau Point, porque queda más cerca, es más seguro y porque Gustavo además me dijo que estaría porahí. ¿Usted se suma?
En un instante meditabundo, la dueña del Colonial desvió su mirada hacia Claude, quien —al ser sorprendido mirándola de vuelta—, disimuló su descaro al girar la cabeza, apoyando su codo en la mesa y la mandíbula sobre su mano.
—Yo... —Elise dudó en su respuesta por un segundo. No lo negaría, tenía sentimientos encontrados respecto al político que la miraba. Por un lado, opinaba que su orgullo y su narcisismo lo convertían en un hombre demasiado arrogante para su gusto, sin hablar de su coqueteo desmedido y su reputación libidinosa, que ensuciaban su imagen aún más de lo que creía posible. Pero por otro, sabía que tales atributos solo eran superficiales. Que detrás de su fachada de cortejador desaforado existía un sujeto observador, inteligente y trabajador, preocupado por su país y por su familia. Y era notorio, al menos para ella, que entretener a ambas facetas de su vida lo estaban agotando. Tal vez, pensó, llevarlo a bailar y relajarse un poco no sería una idea muy mala—. ¿Crees que pueda llevar a alguien conmigo?
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—¿Me puedes decir por lo menos saber adónde vamos? —inquirió el secretario, caminando bajo el oscuro cielo nocturno junto a la empresaria.
La lluvia del atardecer había sido más suave que de costumbre, pero había dejado algunos daños atrás. Miles de hojas de árboles esparcidas por doquier, ramas partidas bloqueando el camino, el aumento del nivel del río... Nada grave, pero molesto de todas formas. La acera por donde caminaban, por ejemplo, se encontraba repleta de charcos. Cada nueva pisada resultaba en una ducha de agua fría para los dos. Elise había terminado de saltar una de las pozas en cuestión, cuando le contestó:
—Al Beau Pont, ya te he dicho.
—¿Y dónde diablos queda eso? —él volvió a indagar, repitiendo su acción y aterrizando de mala manera, resbalando por el suelo y derribando un basurero cercano, al intentar recuperar su equilibrio. El estruendo hizo que algunos gatos se asustaran en la lejanía, irrumpiendo el sosiego de la cuadra con sus maullidos irritados. La dama lo miró con una extraña expresión de ambos reproche y burla, alzando una ceja al presenciar su infortunio—. Estoy bien. —él declaró, ajustando su traje y corbata, corriendo una mano por su cabello, arreglando su ligeramente desaliñada apariencia en menos de un segundo—. Por favor, prosiga.
La mujer soltó una risa poco impresionada, pero accedió a su petición.
—Al lado de la iglesia de carbón, hay un puente que cruza el río rojo, que se llama Beau Pont. Es el primer puente construido en la capitalluego de la declaración de nuestra independencia. Ahí vamos.
Mientras ella hablaba, los dos descendieron por el pavimento hasta llegar a una avenida recta, establecida cerca del caudal. Apenas un puñado de ciudadanos caminaban por allí a aquellas horas, casi todos con caras sombrías y solitarias, manos metidas en los bolsillos y los ojos caídos, somnolientos. Como una cortina de seda blanca, una fina niebla flotaba en el aire, dándole una calidad espectral a cada uno de ellos. Como si intentara resguardar la seguridad de su acompañante, Claude se apegó más a su lado, hasta que sus hombros rozaran con la cercanía.
—Siempre encontré peculiar el nombre del río... ¿río Rojo? —él comentó, cruzando las manos detrás de su espalda—. ¿Por qué se llama así?
—¿El futuro ministro de justicia no sabe por qué el río más extenso de la nación se llama como se llama?... Escandaloso.
—Sé que se relaciona de alguna manera con la guerra de independencia, pero honestamente, nunca me interesó averiguar o recordar los detalles minuciosos de esa etapa de la historia —confesó, alzando los hombros con una actitud despreocupada—. Créeme que cuando tienes a un mártir como padre, todos esos hechos importantes se vuelven anécdotas repetitivas y aburridas. Al final de cada conversación, ya te sientes como un thesaurus*...
—Oh, sí te creo. Mi padre también es un veterano de la guerra... Aunque no salió de ella tan condecorado y reconocido como el tuyo, sí jugó un papel importante en la organización de los batallones. Y todos los días hacía cuestión de recordarlo.
—Espera —él frunció el ceño—. Tu apellido es Carrezio, ¿cierto?
—Sí.
—¿Entonces?...
—Sí, mi padre es Aurelio Carrezio —lo interrumpió antes de que siquiera pudiera terminar de pensar—. Un veterano de guerra, héroe nacional, convertido en policía corrupto y ebrio. Un verdadero orgullo familiar —ella añadió con sarcasmo, sacudiendo la cabeza.
—Huh... Ahora entiendo por qué tu nombre me sonaba familiar. Creo que nuestros padres se conocen.
—Lo hacen, y mi padre detesta a Peter Chassier con vehemencia.
—Bueno, no sería el único —a su lado, Elise sonrió—. Al menos nosotros dos ya tenemos una cosa en común. Padres veteranos.
—Y extremadamente irritantes.
—Concuerdo sin objeciones —los dos soltaron una risa burlona—. Pero, ya que no conozco el origen del nombre del río, creo que deberías explicármelo. Al final, como tú misma dijiste, es escandaloso que el futuro ministro de justicia no lo sepa.
—Es una historia larga... ¿estás seguro que quieres oírla?
—Tengo todo el tiempo y disposición del mundo.
—¿No te vas a aburrir?
—Trabajo en Las Oficinas, aburrirme es parte de mi rutina —bromeó, chocando hombros con la dama—. ¡Vamos!... ahora lo quiero saber, me dejaste curioso.
—Ya... —concedió, respirando hondo—. Primero partamos por lo básico. El año era 1862, y las Islas de Gainsboro estaban colonizadas y divididas entre las Francia e Inglaterra. Aunque su relación política nunca fue de las mejores, desde la guerra de Crimea se había alcanzado un relativo estado de paz entre las dos... y por paz me refiero a neutralidad política y una competencia de capacidad militar sutil, pero sin ataques directos.
—Si vis pacem, para bellum —Claude dijo en voz baja, no queriendo opacar sus palabras—. Si quieres la paz, prepárate para la guerra...
—¡Exacto! —ella le contestó, apuntándole con el dedo, resaltando su comentario—. Se detestaban, pero nadie hacía nada al respecto. Preparaban la guerra, pero nunca la iniciaban. Y por aquí, la situación no variaba. Las Islas estaban bien repartidas, no había porqué pelear... Hasta que ¡Boom! La revolución estalla —gesticuló con las manos, entusiasmada, sacando una sonrisa sorprendida del secretario—. ¡Y esos dos gigantes hacen lo impensable! ¡Forman una alianza contra el diminuto ejército revolucionario, conformado por las tropas de Merchant, Brookmount, Levon y Carcosa!... ¿Cómo lograron perder la guerra, uno se pregunta? Los rebeldes casi no tenían entrenamiento, comida, armamento, educación... ¿Cómo no lograron vencer, si sus oponentes estaban en tan malas condiciones?
—¡Eso sí lo sé! —levantó el dedo índice, orgulloso—. Nosotros teníamos un número de soldados de artillería superior y además, muchos oficiales de la marina real británica se adhirieron al ejército revolucionario como protesta, porque se sentían olvidados por sus superiores y obsoletos en su profesión.
—¡Muy bien!... ¡Me alegra ver que los políticos de este país no son tan estúpidos como aparentan ser!
—¡Hey! —la reprochó, con una falsa mueca de indignación—. ¿Cómo que "tan estúpidos"?
—No retiro lo que dije —Elise respondió, dejándolo boquiabierto—. ¡Pero como iba diciendo!... —se rio—. Los meses pasan; terrenos son recuperados, perdidos, explotados, destruidos... y al fin llega la batalla final, que toma lugar en las márgenes de este río. Tu padre, el teniente coronel de Levon, actúa como comandante de los revolucionarios, pese a no tener el rango...
—Eso también lo sabía y en una nota aparte, te pido que no se lo menciones si estás en su presencia, porque hasta hoy se siente indignado por ello.
—Jean también me advirtió, pero no lo entiendo... ¡Se convirtió en Maréchal!
—Pero él se niega a admitir que es uno —dijo y giró los ojos ante la payasa postura del viejo—. Honestamente, no extrañes el comportamiento de mi padre, está loco —Elise apenas contuvo una carcajada, sacudiendo la cabeza. Claude tampoco pudo evitar la suya; su afirmación había sido demasiado espontánea—. Pero ¡continúa, por favor!
—¡Claro!... Las casualidades de esa última batalla fueron absurdas. Se dice que tantos soldados fueron heridos o muertos, que este trecho del río quedó impregnado de sangre por días. Además, muchos de los cadáveres vestían un uniforme estandarizado color carmesí... así que de ahí surgió el nombre que le pusieron los Carcoseños, río rojo. Por las casacas y por la sangre.
—¿Y el puente? ¿Por qué llamarlo Puente Bello si tantas personas murieron a su alrededor?
—No estoy segura —ella admitió con lentitud, dándose cuenta de la ironía de las palabras—. ¿Tal vez quisieron honrar a las víctimas de la guerra por su bello acto de liberar al país?...
Ella dio de hombros y Claude detuvo sus pasos, dramático.
—No sé si seguir riéndome por la ironía, o si salir corriendohacia el despacho del ministro de cultura e implorar que cambie el nombre de nuevo —apretó los dientes, con una exagerada expresión de miedo—. ¡Eso es tétrico!
—Bueno, al menos combina con su presentación —Elise apuntó al puente en sí, ubicado a unos meros metros de distancia.
Lo primero que el secretario notó al observar la construcción fue su corta longitud; comparada a los otros puentes de la ciudad, su estructura no era muy extensa. Pero sí era ancha, maciza y verdaderamente hermosa. Al pie de cada uno de sus pilares, surgiendo del agua como titanes furiosos, yacían estatuas de soldados, aferrados a sus fusiles y sables, algunos empuñando sus armas hacia la victoria, otros, escondiéndose con temor detrás de ellas.
—Sí, estoy de acuerdo —comentó, asombrado—. Es bastante... dramático.
Luego de pasar unos minutos boquiabierto con la visión, empezó a revisar sus alrededores y notó que en las márgenes del río existía un muelle para embarcaciones de pequeño tamaño, en aparente desuso. Para acceder a él, una escalera de hierro se encontraba a la disposición del público, pero, cubierta de herrumbre, no parecía ser la opción más confiable.
Sobre el muelle en sí, pudo observar que un grupo considerable de personas se había asentado, para asistir a un espectáculo indescriptible de destreza y habilidad, entregado por un par de bailarines de apariencia común y entrenamiento profesional. Desde la distancia lograba oír el retumbar de una música foránea en el aire y no se comparaba a nada de lo que ya había escuchado antes.
—¿Qué están tocando? —preguntó, viendo a su acompañante descender las oxidadas escaleras, sin miedo al peligro que suponían.
—Es un baile al que fui introducida poco tiempo atrás por un Merchanter al que conocí en el Colonial... no me acuerdo el nombre para serte sincera.
—Bueno, lo que sea que es, me gusta —afirmó con emoción—. Tiene una melodía agradable.
Elise le sonrió al vacío y cayendo con agilidad sobre la plataforma, exclamó:
—¡Esto es solo el inicio!
—¡Hey!... ¡buenas noches Elise! —gritó un hombre entre la muchedumbre, al ver la pareja que descendía al muelle—. ¡Veo que trajiste a alguien!
—Buenas noches, Gustavo —respondió la dueña del Colonial, estirando su mano para que él la besara—. Claude, este es el Merchanter que te mencionaba...
—Gustavo Aguirre, un placer —el sureño se sacó el sombrero, en señal de respeto.
Llevaba puesto una camisa blanca sin corbata, unos tirantes gruesos sujetando con firmeza sus pantalones, botas de equitación en los pies y un par de anillos en su mano derecha. Además, poseía un prominente y curvilíneo bigote, que decoraba su rostro de manera cómica. Por el sudor en su tez y espalda, había estado bailando. Por el olor en su boca, bebiendo. Y el rubor en sus mejillas daba a entender ciertas actividades que el político no mencionaría en voz alta.
—Claude Chassier —él estiró su mano y el Merchanter la tomó, triturando sus dedos con su brío.
—Entonces el club de danza ha regresado de verdad... —Elise miró alrededor, contenta.
—Es una locura, pero sí —Gustavo sacudió la cabeza, igual de perplejo—. ¿Escuchaste lo del discurso de hoy?
—¿El que dio el ministro de cultura? Sí, lo hice. Xavier me lo mencionó.
—Ese cerdo... —resopló, irritado—. Solo nos devolvió el derecho a los artistas de juntarnos a tocar y bailar sin ningún tipo de persecución policial por la presión popular que nosotros le impusimos con las protestas... Si no hubiéramos llamado el cacerolazo al frente de su casa y de Las Oficinas la semana pasada, hubiera seguido insistiendo en ese proyecto de Ley de orden pública que quería aprobar. ¡Ridículo! ¡completamente ridículo!... ¡Y hoy más encima tuvo el descaro de decir que esto es un "fomento de actividades educativas entre los jóvenes de clases bajas"! ¡¿Esa es su excusa para volver atrás con el proyecto?! ¡¿No el miedo que sintió al ver a más de cuatrocientas personas protestando bajo su ventana?!... ¡Ha! —carcajeó—. ¡Todos esos políticos son unos mentirosos de mierda, que solo se importan por mantener su popularidad en alta para continuar en sus cargos, esa es la verdad!...
El hombre siguió conspirando y compartiendo sus ideas anti-sistémicas por un buen rato, mientras la dueña del Colonial le rogaba, con una mirada incómoda, que cerrara la boca. Solo se dio cuenta de que algo estaba mal cuando la mujer aclaró su garganta, señalando a su acompañante con un ladeo de su cabeza.
—Ah... —él se detuvo, cruzando los brazos y mirándolo de arriba abajo—. ¿Así que tenemos a una autoridad entre nosotros?
—Soy el secretario del ministro de justicia —reveló Claude, con un genuino miedo a terminar nadando con los peces, basándose en la hostilidad del hombre que lo confrontaba—. No hago nada de muy interesante, en verdad... solo el papeleo que a él le da pereza rellenar.
—Huh... —el otro contestó, pensativo—. Secretario Claude Chassier... —jugó con su bigote, alzando una ceja sospechosa—. Supongo que el apellido no es una coincidencia. ¿Es usted hijo de Peter Chassier?
—Sí —suspiró, avergonzado—. Es mi padre.
Al parecer, todas las personas de las Islas de Gainsboro lo detestaban. No importaba si eran de la misma ciudad, provincia, isla... Todos conocían y odiaban al teniente coronel. El Merchanter no parecía ser una excepción.
—Así que tenemos a un aristócrata consentido entre nosotros... ¡Qué interesante!...
—Gustavo, detente —interrumpió Elise de inmediato, enojada—. Lo invité para que viniera a disfrutar un poco su estadía en Carcosa y para que se divirtiera, no para que lo traten mal.
—¡Y no soy un aristócrata consentido! —el joven se defendió, inspirado por las palabras de su colega y por la enorme frustración que sentía al cargar el peso de su apellido—. ¡Si soy sincero, odio a mi padre tanto como ustedes lo hacen!... ¡Además, simpatizo con las ideas opositoras y estoy tratando, día a día, de abrir espacio para ellas en Las Oficinas! ¡Estoy a favor de una república presidencialista! ¡Detesto y aborrezco este sistema parlamentario roto que tenemos, inspirado por colonizadores y oportunistas, desarrollado por un gobierno provisional que después de la independencia, solo quería velar por su propia estabilidad política! ¡Ya he recibido golpes y lumazos de policías en manifestaciones en Levon! ¡Ya he dado charlas sobre por qué no estoy de acuerdo con el unipartidismo obligatorio que aún es regente en nuestro territorio! ¡Subí al cargo de secretario ministerial por votación popular! ¡Y escribí cincuenta y siete ensayos defendiendo una reforma constitucional!... —al fin se detuvo para respirar, apenas conteniendo su molestia—. ¡Por ende, no poseen el derecho de catalogarme como un sapo gordo que no hace nada más que estar en el ocio todo el día! ¡Porque no lo soy! ¡Y porque ustedes apenas me conocen!
A su lado Elise estaba boquiabierta. Había leído un poco sobre el renombre de Claude en diarios y escuchado rumores por la calle acerca de su ascenso, pero nunca había pensado que sus ambiciones políticas eran tan demarcadas. Tenía en cuenta que era un hombre culto, inteligente... ¿Pero que hubiera escrito cincuenta y siete ensayos? ¡Aún estaba en sus veinte y tantos años de edad! ¡Con razón había escalado tan rápido a la cima del poderío nacional!
Mientras ella lo observaba con un nuevo nivel de admiración, el Merchanter lo siguió encarando con recelo.
—Te creo —el hombre dijo de pronto, se apartó, y caminó hacia el centro del muelle—. Al menos en lo que refiere a política, te creo. Pero si vienes a entretenerte, como lo dice la señorita, tienes que probarlo. Tienes que saber bailar.
—Solo sé bailar vals... —el secretario avisó, retirándose el abrigo, tirándolo al piso como si se estuviera preparando para una pelea.
—Pues bien, vals será —Gustavo accedió, sentándose en el suelo para poder admirar sus movimientos de cerca—. Elise, ayúdalo. Hay que ver si puede aportar con algo en el club.
Tenía que ser una terrible coincidencia. O tal vez, solo una pequeña indirecta del destino, diciéndole que nunca debería haberlo sacado del Colonial.
—¿Yo? ¿b ailar el vals con él?
—¡Claro!... ¡Tú lo trajiste aquí, ahora pruébanos que merece estarlo! ¡Bailen!
Claude la miró con una expresión incierta, un poco nerviosa. Bailar implicaba cercanía y en su particular caso, cercanía implicaba atracción.
Él nunca diría nada si no fuera invitado a hacerlo, pero sabía que su mera presencia surtía cierto "efecto" sobre la dama. Desde que la conoció, había notado su actitud defensiva, sus sonrojos inexplicables, sus ojos curiosos. Él lo veía todo y tenía plena consciencia de que ella lo deseaba —fuera por su belleza física o su personalidad, ni idea—. Y no la juzgaba por sentirse atraída hacia él en lo absoluto; podía ver que luchaba con sus impulsos cada vez que se encontraban, manteniéndose a una distancia prudente, no tocando temas de contenido cuestionable. Era recatada, reservada, y sobre todo, fiel a su hermano —lo que él apreciaba más de lo que podía expresar con palabras—.
Sin embargo, sería un mentiroso al decir que él también no se sentía encantado por la belleza física y mental de la empresaria. Cualquier hombre que la conociera se sentiría igual; era una figura apoteósica, desde su complexión delicada, hasta su afilado ingenio; desde la dulzura de su voz, hasta la imponencia de su carácter. No confesaría sus pensamientos en voz alta porque serían mortíferos. Pero tampoco negaría tenerlos. Y no refutaría el hecho de que la idea de tenerla cerca, pecho a pecho, mientras bailaban, le despertaban un deseo que no sabía cómo reprimir. En síntesis, no sabía si danzar era una buena idea en lo absoluto.
En medio de sus turbias contemplaciones y antes de que pudiera llegar a un consenso sobre qué hacer, Elise tomó su mano, haciéndolo voltear su rostro hacia ella y asumir su posición de liderazgo. No tuvo otra opción a no ser seguir con el juego. Empezaron a rodar por el muelle a paso lento, hasta que, progresivamente, sus cuerpos fueron dominados por la dulce sinfonía de la música.
Por tercera vez aquella noche, la dueña del Colonial se deparó con un lado desconocido de Claude Chassier. Era un excelente bailarín, tenía muy buen tiempo, y su fluidez al moverse era impecable. Tan delicado y elegantes eran sus pasos, que ella no dudó en dejarse ser llevada hacia dónde él quisiera, confiando plenamente en el apoyo de sus manos. Cuando su rutina terminó, se separaron con caras enrojecidas, sudorosas, y sumamente satisfechas con su trabajo.
Desde el suelo, el Merchanter los miró por un largo, inacabable minuto, decidiendo su veredicto.
—Dígame una cosa, Chassier... —se levantó, cruzando los brazos—. ¿Está seguro de que usted solo sabe bailar vals?
—Bailé Cachimbo* porteño un par de veces cuando era pequeño, pero... fuera de eso, solo vals.
—Huh... —Gustavo caminó de un lado hacia el otro con los brazos cruzados, reflexivo—. Usted tiene talento, pero está limitado por su falta de experiencia —se detuvo para mirarlo a los ojos —. ¿Sabe usted bailar el Pergolero?
—¿Perdón?... No sé lo que es eso.
—Es una danza que surgió de una mezcla variada de otros bailes del sur. Lo bailamos mucho por aquí —el Merchanter se volteó hacia unos hombres que reposaban a su derecha, sosteniendo un par de guitarras, una caja, panderetas y castañuelas, y les hizo un gesto con la mano. De pronto un ritmo agitado resonó por el aire, acompañado por los golpes firmes de la percusión. El secretario tenía que admitirlo, el ritmo lo hipnotizaba—. He aquí el Pergolero —él sonrió, golpeando el suelo con un ágil zapateado—. El pergolero es un ave que, como muchas otras, para aparear tiene que impresionar. Tiene que demostrar su valor y su importancia a través de un baile... y esa es la base de todos los pasos que tienes que aprender para bailarlo. Saber conquistar —explicó, apuntando la dueña del Colonial—. Elise, serás su pareja otra vez...
—Me lo esperaba.
—Enséñale como es la posición de partida, ¿quieres?
—Bien... —la dama respiró hondo, aceptando su realidad—. Acércate primero —le instruyó, jalándolo hacia sí—. Eso, ahora pon tu mano izquierda en mi espalda.
—¿Qué?
—¡Mano izquierda en la espalda! —exigió el instructor.
—Mano derecha liderando el paso —continuó la mujer, entrelazando sus dedos con los del secretario—. Y ahora viene la parte... indelicada.
—¿Indelicada?
—¡ENLACE DE CUERPOS! —exclamó Gustavo, acercándose a la pareja, cada vez más envuelta en sus respectivos pánicos.
—¿Enlazo de qué? —Claude cuestionó, entre confundido y asustado—. ¿Qué se supone que tengo que hacer?
—Acércate a la dama, tonto —el Merchanter contestó en lugar de la empresaria, riéndose junto a la muchedumbre. Sin otra opción a no ser seguir sus órdenes, los dos se juntaron, pecho con pecho, cara a cara—. ¡Muy bien! —carcajeó, distrayéndose de pronto—. Seguiremos con la clase en breve, pero espérense un minuto, porque parece que nuestro músico faltante ha llegado... ¡Xavier!
Mientras la pareja se separaba de salto, aprovechando la partida del forastero, por las escaleras vieron bajar el pianista de la banda del Colonial, con una sonrisa alegre en el rostro.
—Buenas noches, Gustavo. Me alegra verte otra vez —lo saludó con un abrazo, antes de dirigirse a su empleadora y al secretario—. Buenas noches mademoiselle Elise... Monsieur Chassier.
—Buenas noches, Xavier.
—Buenas noches... —el político se le acercó, lleno de curiosidad—. ¿Qué es eso que llevas ahí? —apuntó al instrumento que el hombre cargaba en la mano.
—¿Esto? Es un acordeón cromático —lo enseñó con orgullo—. Lo compré cuando viajé a Merchant. Bonito, ¿no?
—Fascinante —el secretario concordó, observándolo por un instante—. Se parece a una concertina...
—Y funcionan de manera muy similar, también —tocó un extracto de una composición que Claude desconocía, dejándolo aún más interesado en el extraño objeto. Hasta la dueña del Colonial, que se había cohibido bastante en los últimos minutos, alzó una ceja impresionada—. ¿Ven?
—Tiene un sonido precioso.
—Deberías llevarla algún día al restaurante —Elise comentó—. Definitivamente necesitaremos de un solista, ahora que Jean está de viaje.
—No creo que sería la mejor idea.
—¿Y por qué?
—La clientela del Colonial apreciaría a un negro tomándose el escenario en una noche de semana.
—La clientela del Colonial no aprecia a mujeres en posiciones de poder y aun así vienen a comer a mi restaurante.
Xavier miró alrededor, considerando su respuesta.
—No quiero causar problemas.
—No lo harás —reafirmó—. Será polémico, claro... pero para gente como tú y yo, existir ya es polémico.
—Concuerdo, pero a usted no la matan por hacer lo que hace... no la matan por existir. A mí, sí.
Claude, quién al escuchar su dura respuesta había sentido el mismo dolor de consciencia que Elise, no pudo evitar pronunciarse.
—Puedo proporcionar algunos guardias las primeras noches de presentación, si lo necesitan. Si te hace sentir más seguro...
—¿Guardias? —el pianista se rio, algo irritado—. ¡Pero si ellos son los que más nos matan!
—Pero no osarían matarte si yo le doy la orden de protegerte —contestó en voz baja—. Soy el secretario del ministro de justicia. Me harán caso —Xavier sacudió la cabeza, pero él no detuvo su habla—. Mira, sé que la situación de la gente de tu raza hoy en día es precaria y que los crímenes a los que han sido sometidos son bárbaros...
—Eso es ser sutil. —Gustavo lo intentó interrumpir, en vano.
—...Y me encantaría decirte que el mundo dejará de ser la mierda que es en breve, pero no puedo hacerlo. Sería muy idealista e ingenuo de mi parte —la vulgaridad de sus palabras recapturó la atención del hombre—. Si me vuelvo ministro, mis prioridades serán establecer un código laboral, reformar la constitución y reforzar el cumplimiento de la Ley de Derechos Civiles... y hacerlo de una manera que sea justa para todos, independiente de color, género, creencias, ¡duela a quien le duela!... Pero mientras no pueda hacer los cambios grandes, tengo que hacer los pequeños... y por eso te pregunto, otra vez, en nombre de tu empleadora... ¿Quieres tocar como solista en el Colonial?
El músico, pese a estar receloso por la petición, relajó su postura tensa, y asintió con la cabeza.
—Sí.
—Entonces lo haremos realidad —el muchacho miró a su acompañante, quien, al presenciar su discurso, había empezado a entender cómo él había llegado a su cargo con tanta rapidez y eficiencia. Tenía un verdadero talento para la persuasión—. ¿Cierto, Elise?
—¡Ciertísimo! —lo respaldó, gentil—. La oferta está en la mesa y siempre lo estará. En mi restaurante todos tienen las mismas oportunidades y así lo será hasta el día en que yo muera.
—Gracias.
—Nada que agradecer —ella añadió de inmediato—. Si quieres negar la propuesta, lo entenderé perfectamente. Pero si quieres hacerlo... no te impongo ningún impedimento.
Visiblemente conmocionado, pero sin manera de expresar lo que sentía sin estar en llantos, Xavier hizo lo que casi siempre hacía en situaciones difíciles; invocó una sonrisa perseverante, respiró hondo y siguió moviéndose adelante. Empujó toda su amargura, frustración y dolor adentro de una caja, la cerró y la lanzó al valle más oscuro de su consciencia, sabiendo que – por ahora – no había nada que pudiera hacer para destruir esos sentimientos.
Tal vez, algún día, la sociedad que lo rodeaba no sería tan asquerosa como era. Tal vez.
—Lo pensaré —el pianista se limitó en responder, volteándose hacia Gustavo, quién parecía estar tan impactado por las palabras del secretario como él—. ¿Y ahora?... ¿qué vamos a tocar hoy? ¿Retomamos el pergolero?
—Precisamente —el sureño concordó, aclarando la garganta—. Mucha gente vino hoy, necesitamos tocar algo agitado, con más fulgor que un simple vals.
—Hay que motivarlos.
—¡Exacto!
—¿Nos mantenemos apegados a las composiciones que ya tenemos? ¿o puedo improvisar?
—¿Qué tipo de pregunta es esa? ¡Claro que puedes improvisar! —Gustavo exclamó, su aire alegre regresando—. Pero antes que empecemos con la fiesta, necesito de tu ayuda con algo —apuntó a la dueña del Colonial y al secretario—. Quiero que por ahora toques algo simple, ya que hoy tenemos a esta hermosa pareja que está empezando...
—... ¡De baile! —ambos lo interrumpieron de pronto y el forastero hizo una mueca poco impresionada.
—¡No hace falta que lo aclaren lo obvio! Se nota por su incómodo y su rigidez al bailar que aún no están juntos.
—¿Aún? —el político tragó en seco.
—¡Como sea! —terminó con la situación Elise—. ¡¿Vinimos aquí a bailar, cierto?! ¡Entonces bailemos
—¡Tranquila!... Solo bromeaba. —Gustavo se divirtió con su molestia—. Eso sí, antes de que cualquier cosa pase, hay un problema que debemos resolver y es urgente —gesticuló al muchacho que la acompañaba—. Ustedes bailan bien, pero Chassier aún está demasiado tieso... tiene que soltarse.
—¿Perdón?
—¿Y qué propones para hacer que se "suelte"?
—¿Qué tal tomar un pequeño diablillo verde antes de practicar? —el sureño les dijo, caminando hacia un rincón del muelle, donde un pequeño grupo de personas se hallaban sentadas conversando.
En seguida, les pidió que le entregaran lo que había ido a buscar; una botella cerrada, llena de un líquido verde cristalino, al que el secretario casi de inmediato reconoció.
—¿Absenta?
—¡Pura!
—¡Pero se tiene que disolver en azúcar!
—¿Acaso le tiene miedo al desafío, mademoiselle Carrezio? —el instructor la volvió a provocar, alzando una ceja.
Por un veloz instante, Elise desvió la vista hacia las aguas del río, pensando cómo reaccionar. Estaba consciente de que, si agarraba la botella, podría estar tomando una de las decisiones más estúpidas de toda su vida. Estaría desinhibida al lado de un hombre que deseaba, pero no podía tener. Al mismo tiempo, se vería despojada de parte de su autocontrol y su moralidad. Sin hablar del ambiente dónde se encontraban, que no favorecía ni estimulaba el buen comportamiento y la monogamia. En todos los aspectos, aquella era una mala idea. Pero su valentía había sido cuestionada en público y su orgullo le era demasiado importante como para rechazar el desafío. Conformada por su cercana derrota, decidió entrar en la batalla de todas formas. Con un paso rápido hacia adelante agarró la botella de las manos de Gustavo, vertiendo el abrasador líquido sobre su boca.
—No le tengo miedo a nada —respondió en voz baja, apenas recuperándose de la amargura y ardor del destilado.
—Vaya... —Gustavo balbuceó, incrédulo—. ¡Te bajaste media botella sola!
—Y lo haré de nuevo, si me vuelves a irritar —contestó, viendo al Merchanter reírse y caminar hacia el rincón donde se hallaban sentados los músicos—. ¿Y usted?... ¿No va a beber, ilustre secretario? —se giró hacia Claude, ya algo mareada, y le entregó la botella, invitándolo a cometer su mismo error.
—¡Obvio! Definitivamente no bailaré sobrio... mucho menos lo haré bien —cerró los ojos y tragó la mayor cantidad de absenta que pudo, antes de apartar su boca del contenedor, con labios entumecidos y tráquea incendiada—. ¡Fait chier*! —tosió, mientras Elise se reía de su enrojecida y asqueada cara—. ¡Está fuertísimo!... ¡¿Cómo lograste beber esto?!
—Le falta calle, señor Chassier —ella bromeó y le guiñó un ojo, antes de sonreír, agarrarlo del brazo y llevarlo a divertirse junto a la muchedumbre.
El resto de la noche transcurrió como un sueño idealista, utópico. Entre risas, brindis, caídas y celebraciones, no hubo tiempo para que el peso de la responsabilidad cotidiana se manifestara. Esta sensación de armonía imperturbable sólo fue enfatizada por el hecho que, entre borrachos y bohemios, el estatus social era de escasa importancia. En determinado momento la palabra "usted" dejó de existir en el léxico común y los títulos académicos, militares y políticos fueron hundidos en las aguas más profundas del río, junto con las botellas de vidrio vacías que ocasionalmente lanzaban sobre su superficie.
El secretario, por su parte, disfrutó cada momento de la aventura con una alegría inenarrable, eternamente agradecido por haber sido invitado a presenciarla. Habiendo pasado semanas estresado sobre la posible muerte del ministro de justicia, la nueva reforma del sistema penal y el todo papeleo proveniente de la lucha por el sufragio universal —ya rechazado cerca de cinco veces por el primer ministro y su gabinete—. Aquella celebración era un descanso maravilloso, que requería y apreciaba.
Elise compartía su cansancio. Había estado liderando sus propias batallas con la administración de su restaurante, imponiendo su autoridad como dueña y haciendo callar a hombres que creían tener la autoridad suficiente para reemplazarla —la cantidad de inversores y empresarios que aparecían en su puerta demandando que les vendiera la propiedad era ridícula—.
Los dos necesitaban desahogarse y aquella noche, bailando bajo las estrellas, bebiendo al margen del río, lo lograron. El licor se derramó por el suelo, por su ropa y por sus almas, destruyendo cualquier hostilidad con su desorientada diversión, amplificando cualquier deseo con su pecaminosa toxicidad. A su alrededor el mundo giraba, pero entre ellos habían encontrado una estabilidad inesperada en la forma de una amistad sincera, profunda. Una vez sus máscaras de prejuicio y presunción habían caído, sus corazones conectaron con un apuro sin precedentes. Y Claude, que había pasado gran parte de la noche buscando a la famosa hada verde entre olas y olas de absenta barata, la encontró en un cuerpo sonriente, sabio y seductor, que se movía con la misma pasión de Terpsícore, bajo el plateado resplandor de la luna.
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*"Beau Pont": "Puente Bello" en francés.
*"Thesaurus": Palabra que proviene del latín que significa "tesoro". Es una lista de palabras o términos controlados, empleados para representar conceptos. Un diccionario.
*"Cachimbo": Danza chilena de la zona norte, originaria de pueblos y quebradas. Se baila en pareja, y el atuendo es acompañado por pañuelos individuales.
*"Fait chier": Expresión que significa "Joder" o "Mierda" en francés.
*"Terpsícore": En la mitología griega, Musa de la poesía ligera y de la danza.
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